sábado, 5 de mayo de 2018
CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 2
Paula le dio un golpe al cajón de su mesa. ¡Había mentido!
—¿Te pasa algo, querida?
—Oh, no, nada —miró a Celestine Rodgers, que estaba sentada al otro lado del despacho y le sonrió para asegurarla que estaba bien—. Es que me he dado un golpe en la mano.
Lo cierto era que no le había mentido del todo; iba a casarse… tan pronto como encontrara a un hombre con el que quisiera hacerlo y pudiera convencerlo a su vez de ello. Encendió el ordenador, disimulando una risotada.
De todas maneras si le había mentido había sido culpa de él. En vez de aceptar su respuesta tal y como ella se la había presentado, se había quedado ahí de pie, como si fuera Dios todopoderoso que acabara de ofrecerle a una chiquilla la luna y la muy imbécil lo había rechazado.
¡Y muy bien que había hecho en rechazarlo!
Aceptar aquel puesto hubiera sido como convertirse en un pez que muerde el anzuelo: demasiado tarde para echarse atrás. No quería meterse en la febril competitividad de la empresa, donde no existía más que la ambición y el estar por encima de los demás. Ya había visto las consecuencias de ello en su tía Ruth, quien había luchado con uñas y dientes para alcanzar una buena posición en el banco. ¿Y a qué le había conducido? A poder comprarse un reloj de oro y a una frustrada y solitaria jubilación, sin el cariño de un marido o de unos hijos.
En una ocasión, Lisa se había sentido culpable. Pero no, Ruth tenía ya más de cuarenta años y estaba comprometida ya con el estilo de vida de una ejecutiva cuando se tuvo que hacer cargo de su sobrina nieta de cinco años huérfana.
Pero eso no era del todo cierto, pensaba Lisa para sus adentros. Ruth nunca había pasado el tiempo suficiente con ella como para que ella se acostumbrara al calor de un hogar. Había estado demasiado ocupada manteniéndose en forma, siempre bien peinada y arreglada; demasiado ocupada siendo fantástica en su puesto y causando la mejor impresión o el mejor contacto para salvar el siguiente peldaño en la escalera de la banca.
Y no era que Paula se lo echara en cara. Debía de haber sido de lo más inconveniente para Ruth Simmons, soltera y con una floreciente carrera, que de pronto le endilgaran una niña de cinco años. Pero Ruth asumió el papel de guardián de la niña sin protestar.
Porque era así como Paula la veía: como un ángel de la guarda. Un ángel que siempre estaba ahí, en la distancia, con una nutrida cuenta corriente, estupendos regalos en juguetes, ropa y clases de baile, salpicados de alguna visita un fin de semana a su apartamento o alguna obra de teatro.
Ruth le había suministrado el dinero y el encanto, pero había designado a Mary Wells para hacer el papel de madre.
Así, era Mary Wells la que estaba ahí cuando Paula se hacía una herida o cuando uno de los tres hijos de Mary le hacía de rabiar. Era Mary la que la consolaba, y muy de vez en cuando, la que le propinaba un azote en el trasero. El amor y la armonía aún reinaban en el hogar de los Wells y Mary estaba feliz, compartiendo ratos de ocio con su marido jubilado o asistiendo a algún partido de béisbol con uno de sus nietos.
Mientras Paula tecleaba al ordenador, sus pensamientos la convencían aún más de la decisión que había tomado. Deseaba tener la sólida vida en familia que había tenido y seguía teniendo Mary Wells, aunque con un toque de glamour, heredado de la tía Ruth: la ópera, los viajes, las ventajas para los niños… cosas que no serían posibles con el débil presupuesto de Paula. Tendría que encontrar a un marido que pudiera darle todo eso.
¡No estaría nada mal conseguirlo! Además, podía intentarlo al menos, ¿no?
Cuando Paula entró en la sala de empleados hacia el mediodía, el ruido de las conversaciones de siempre era ensordecedor. El tema principal en ese momento era el codiciado puesto de asistente administrativo para Alfonso.
—Debe de haberlo reducido a unos pocos —Alice, de Asuntos Jurídicos, dejó de limpiarse las gafas y levantó la vista hacia Paula—. Tú estás con él, Paula, ¿quién te parece que resultará nominado? ¿Stanford?
—No lo sé —se encogió de hombros—; quizá —dijo dudosa, colocándose junto a Sue y desenvolviendo el sandwich de pollo.
Stanford era un africano nacido y criado en América, demasiado inteligente para que alguien pudiera reemplazarle en Tesorería.
—Seguro que esta vez será una mujer —dijo Sue decidida—. Esta mañana…
—¡Ja! —Stu, uno de los dos hombres que estaban presentes interrumpió—. Me hace gracia cómo os llamáis minoría; hay ejecutivas por todas partes.
—Aún así —continuó Sue—, esta mañana el señor Alfonso ha llamado a la señorita Morris con urgencia, ¿no es así, Paula? ¿La viste?
La había visto, la viva imagen de la elegancia ejecutiva, haciéndole la pelota a la Señorita Rodgers, que en el fondo no era tan mala idea.
El señor Alfonso tenía la costumbre de escuchar los consejos de su secretaria.
—No dijo nada al volver, pero me da la impresión de que… —Sue sonrió con suficiencia.
—¡La impresión! —se burló Stu—. Esto es una compañía seria y Alfonso no es ningún imbécil. Elegirá a alguien competente, de su confianza, y que conozca el negocio de la A a la Z…
Stu continuó hablando, pero Paula ya no lo escuchaba. Puso la pequeña grabadora sobre la mesa y se colocó el auricular en la oreja para escuchar su lección de francés mientras masticaba el sandwich lentamente. Cuando viajara con su marido al extranjero, quería saber un poco de cada una de las lenguas principales.
CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 1
—Buenos días, señor Alfonso —la voz de Paula Chaves tenía un timbre jovial que alegraba el día, incluso cuando estaba plagado de multitud de desconcertantes decisiones y aunque sólo fuera cuando le decía, como en ese momento—: Aquí tiene su café.
—Gracias —Pedro Alfonso tomó un sorbo del caliente brebaje, con una gota de leche y sin azúcar. Y había algo más que le gustaba de ella: realizaba con alegría y voluntariamente tareas que no solían hacer las empleadas de nuestros tiempos. Se rió para sus adentros; se iba a llevar una gran sorpresa cuando se lo comunicara.
—Siéntate, Paula, tengo algo que decirte.
Paula no lo oyó, pues estaba hablandole al enorme ficus que decoraba su lujosa oficina.
—Ay, pobrecita, tienes sed, ¿verdad? —le preguntaba, al tiempo que tocaba la tierra de la maceta.
—Eso no tiene importancia —dijo él algo severo.
Tendría que cambiar algunas de esas costumbres domésticas suyas, además de esas faldas y mocasines que tanto le gustaban.
—Hay algo que quiero comentar contigo. Siéntate, por favor.
Paula levantó la cabeza sorprendida pero se sentó a su lado, obediente.
—Sabes, claro está, que Samuel Elliot nos dejó plantados por Empresas Limitadas.
—Sí —no debería haberle sorprendido tanto; Empresas Limitadas había estado haciéndole la corte a Samuel Elliot durante más de seis meses.
—Fue algo bastante precipitado y de lo más inoportuno —dijo—. Y a mí me puso en un aprieto.
—Sí.
Todos los que estaban relacionados con Internacional sabían que Pedro Alfonso, vicepresidente a cargo de las operaciones comerciales, buscaba un sustituto para el puesto de asistente administrativo. Y todo el mundo, especialmente los empleados en la oficina central de la compañía en Wilmington, Delaware, se disputaba el codiciado cargo, que constituía un paso seguro hacia un puesto de director ejecutivo o vicepresidente de alguna de las zonas prestigiosas, como podrían ser París o Londres. O bien, una promoción a otra empresa, como en su caso había optado Samuel.
Mientras Alfonso, sentado frente a ella, le enumeraba los requerimientos del puesto, cosa que ella ya conocía, Paula se preguntaba a quién tendrían en mente. Quizás Stanford de Tesorería, o Jenkins, de Propiedad; pero se había corrido el rumor entre la plantilla de que aquella vez sería una mujer. De ser así, seguramente elegiría a Reba Morris. Sue Jacobs, su secretaria, estaba casi segura de que su jefa se acostaba con él. Sería muy posible, pensaba Paula. Pedro Alfonso no sólo estaba en lo más alto de la jerarquía en Safetek, sino que, además, era joven, algo menos de treinta, y encima guapo.
Mientras ella pensaba en todo eso, él seguía hablando, recorriendo el despacho de arriba abajo. Era alto y tenía una figura esbelta y artética, como la de un deportista. Su espeso cabello negro tendía a rizarse y siempre estaba algo desordenado, al contrario que su perfecto atuendo, a saber, trajes italianos de los más caros. ¿Y de cara? Bueno, sí, podía decirse que tenía un bello rostro… a pesar de aquella permanente expresión tan seria. Si tan sólo se relajara y sonriera un poco más a menudo… Se preguntó si en algún momento se tomaría el tiempo de acostarse con alguien.
De pronto se dio cuenta de que se había hecho un silencio y de que él la miraba, esperando a que dijera algo.
—Yo… Perdone, ¿qué decía? —dijo ella.
Sonrió con esa sonrisa tan dulce, como la de un niño, que le transformaba la cara.
—No me extraña que estés asombrada —dijo él—. Pero sé que te las arreglarás.
—¿Arreglármelas?
—Claro que puedes. A menudo has trabajado con Samuel y a veces lo has sustituido.
Le llevó un buen rato enterarse de que le estaba ofreciendo el puesto de Samuel. ¡Dios mío!
—Pero yo no… —se detuvo; no era de buena educación decir que no le interesaba—. Yo… no creo que sea lo más apropiado. De verdad, le agradezco la oferta, pero yo no podría… no debería aceptarlo.
No podía creer lo que oía. ¿Lo rechazaba? Un puesto por encima del que tenía en esos momentos… Había dudado en ofrecérselo a ella. Tenía sólo veintitrés años y llevaba nada más que dos en la empresa, de ayudante de su secretaria personal, Celestine Rodgers, pero había observado lo competente que era.
¿Entonces? A lo mejor él la había entendido mal.
—¿Qué quieres decir exactamente, señorita Chaves?
—Que no podría… En serio que le agradezco la oferta pero ese puesto… no es para mí.
—¿Qué quieres decir con que no es para ti? —dijo, incapaz de disimular su irritación—. Te he visto sustituir a Celestine cuando le daban una de esas migrañas, y a Samuel, durante algunas de sus inexplicables ausencias, y yo diría que eres muy eficiente.
—Eso fue algo temporal —parecía estar rogándole que la entendiera—. Sería injusto por mi parte aceptar un puesto que exige tanto; no tengo tiempo.
Lo decía en serio. Tenía los ojos, lo mejor de su rostro, muy abiertos y lo miraba totalmente convencida. No era timidez o que tratara de negociar mejores condiciones. ¡Maldita sea, pero si ni siquiera le había preguntado nada acerca del sueldo! Estaba claro que no deseaba el trabajo; no tenía tiempo.
—¿Qué diantres… ? Quiero decir, ¿qué te tiene tan ocupada?
—Mi boda.
—Oh —dijo aliviado—. No creo que eso sea ningún problema; estoy seguro de que podremos convenir unos días libres para tal ocasión. ¿Cuándo se celebra?
Paula bajó la mirada de ojos color azul profundo.
—No… estoy segura.
—Ya veo —probablemente se iba a casar con algún tipo de esos machistas que está en contra de que su mujer trabaje, o que teme que ella gane más que él—. ¿Quién es el afortunado?
Se puso en pie con rapidez, sin mirarlo a la cara.
—Yo… no lo he decidido aún. Lo siento, señor Alfonso, será mejor que vuelva a mi mesa. La señorita Rodgers me estará buscando.
Pero él estaba demasiado sorprendido para escucharla. ¿Que no lo había decidido aún?
¡Vaya respuesta!
¿Cuántos pretendientes tenía?
Se encogió de hombros; no tenía ni idea. Al menos aparentemente no sabría decirlo… Tenía los ojos muy grandes, demasiado grandes quizá para esa cara de duendecillo y el pelo castaño claro, por los hombros. Era algo baja y regordeta para su gusto, pero a algunos hombres…
¡Diantres! ¿Por qué estaba pensando en ella?
La conferencia de París estaba cerca, y aquel problema sobre el nuevo reglamento de urgencias tendría que estar listo para entonces.
Necesitaba un ayudante, alguien que conociera bien los entresijos de la empresa, alguien como Paula.
Bueno, pues sería Stanford; claro que el departamento de finanzas se iría al garete sin él.
Y Jenkins… Era demasiado ambicioso y como le había ocurrido a Samuel, se marcharía a otra empresa en cuanto le ofrecieran más sueldo.
¡Maldita sea! No sólo no era tan ambiciosa, sino que era demasiado joven e inocente como para meterse en la vorágine de la competitividad.
Venga, lo mejor sería olvidarse de ella; no servía de nada darle vueltas a una candidata que no deseaba el puesto, y menos alguien a punto de casarse con algún cerdo machista que no la dejaría salir de viaje o… Pero tenía más de un pretendiente; qué extraño, nunca se le hubiera ocurrido. Ciertamente era lo bastante atractiva, pero no andaba ni siquiera cerca del puesto número diez, y desde luego no era el tipo a la que la persiguen los pretendientes.
CARRERA A LA FELICIDAD: SINOPSIS
Pedro Alfonso se sorprendió mucho cuando Paula rechazó una proposición de trabajo maravillosa argumentando que estaba deseando casarse. ¡Y estaba asombrado no sólo porque Paula fuera una profesional con talento, sino sobre todo porque no tenía ningún futuro marido en mente! Paula deseaba un hogar, una familia y un marido guapo y rico. Todo lo que tenía que hacer era cazar uno.
La joven estaba empeñada en convertirse en el cebo perfecto para el matrimonio, y pensaba conseguirlo con un tratamiento de belleza y una nueva y sofisticada imagen. Pedro no podía por menos que admirar su dedicación. Por una vez estaba impresionado, intrigado… ¡y la tentación le resultaba irresistible!
lunes, 2 de abril de 2018
POR UNA SEMANA: EPILOGO
Dos meses después.
—¡Pero Alfonso, me prometiste que no ibas a dejar que Paula te hiciera ningún truco! —exclamó Frankie en voz alta consiguiendo que lo oyeran al menos las personas sentadas en los tres primeros bancos de la iglesia.
Frankie, Pedro y Lucas, el padrino de boda, estaban de pie en el santuario, cerca de la puerta que daba a la nave central de la iglesia. Estaban esperando a que comenzara la música. El chico estaba oficialmente encargado de acomodar a la gente, pero había aprovechado un momento para acercarse a Pedro y tratar de hacerlo recapacitar por última vez.
—¡Esto es una boda, por el amor de Dios! —Continuó Frankie—. Eso significa que tendrás que estar a su lado para siempre. Mi padre dice que puede ser muy caro.
—¿Pero a ti qué te preocupa, mi libertad, o mi cartera? —preguntó Pedro solemne conteniendo la risa.
—¿Te va a dejar Paula que subas a la cabaña? — Preguntó Frankie inquieto, sin darse cuenta de lo divertido que resultaba para Pedro—. Papá dice que las mujeres tienen que darte permiso para todo, y que siempre están enfadadas por algo.
—Eh, eso no me lo había dicho nadie —contestó Pedro restregándose la barbilla pensativo—. Quizá tenga que reconsiderar este asunto después de todo.
—Y nunca puedes salir solo —añadió Frankie alentándolo—. Pensaba que te gustaba tener tu vida privada
—Frankie —lo llamó su madre sacando la cabeza—, no te atrevas a darle ideas al señor Alfonso. Será mejor que vengas a sentarte conmigo... ¡ahora!
—¡Y se me olvidaba, les gusta dar órdenes! —susurró Frankie apresurándose a seguir a su madre.
En lugar de cancelar la boda, Pedro se quedó pensando en lo bien que había salido todo durante los últimos dos meses.
Después de bajar de la cabaña, Paula y él habían decidido que querían experimentar cómo funcionaban las cosas entre ellos. Al fin y al cabo él iba a tener que volar a Virginia y ella tenía una tienda y una vida feliz en Bedley Hills. Pedro se había quedado en la ciudad hasta el momento de presentarse en el ejército, y para entonces ambos sabían que no querían separarse.
Pero no iba a ser fácil. Pedro tendría que volar con frecuencia, y ambos habían decidido que Paula no cerrara la tienda, así que iban a tener que improvisar un matrimonio movidito. Paula había ascendido a Chantie a encargada, y Pedro iba a tener por fin una verdadera casa. Para entonces, sin embargo, él había descubierto que ya no le gustaba tanto volar, así que comenzó a considerar la posibilidad de cambiar de trabajo. Planeaba ejercer como marido a jornada completa, y quizá incluso como padre. Lo importante era que no huía del amor. Paula era todo cuanto deseaba en la vida. Se sentía como si por fin hubiera vuelto a casa.
Pedro sacó la cabeza y miró a los invitados. Parecía que ya había llegado todo el mundo. Sólo quedaba una cuestión: ¿por qué no aparecía la novia?
Al otro extremo de la iglesia, tras las puertas, Paula esperaba con Chantie, su única dama de honor.
—¿Puedo decirlo? —Preguntó Chantie—. Por favor, déjame que lo diga.
—¿El qué?
—Te lo dije —contestó Chantie sonriendo.
—Sabía que no te callarías ni aunque fuera el día de mi boda. Debería de haberte obligado a ponerte ese vestido amarillo, el que te hacía tan pálida.
—Pero, ¿por qué no empezamos ya? —Preguntó Chantie ignorando las palabras de Paula—. Es más que la hora.
—Créeme —contestó Paula asomándose a la iglesia—, tengo tantas ganas como tú... —Chantie rió sofocadamente ante aquella confesión—. Ya no puede tardar. Y luego Pedro disfrutará del mejor momento de su vida.
—No estarás pensando en hacerlo en la iglesia, ¿no?
—¡Chantie! —exclamó Paula abriendo la boca atónita—. No me estaba refiriendo a eso.
—Bueno, ¿pero qué momento puede ser el mejor de un hombre, si no es el del sexo?
Paula sonrió misteriosamente y volvió la vista hacia la madre de Pedro, que se dirigía hacia su hijo y su ex-marido. A pesar de haber prometido que jamás volvería a interferir en la vida de nadie, Lucas le había pedido ayuda para salvar su matrimonio. Como cliente, por supuesto. Y lo que ella le había contestado, aparentemente, había funcionado. Maria Alfonso, que en un principio se había mostrado dubitativa, estaba de hecho reconsiderando la reconciliación. Le había llegado el turno a Lucas de convencer a su ex-esposa de que había cambiado.
En cualquier momento, pensó Paula temblando de felicidad. Unos segundos y la vida de Pedro volvería a comenzar.
Pedro se volvió para mirar hacia el pulpito a través de la puerta. El párroco estaba en su puesto.
—Alguien debería de haber dado la señal de comenzar —comentó nervioso ajustándose el nudo de la corbata—. No pensarás que Paula me ha dejado plantado delante del altar, ¿verdad? —preguntó mirando a su padre.
—Esa chica está locamente enamorada de ti — sonrió Lucas mirando el reloj —. Pero tienes razón, es la hora.
—¿Y no deberías de salir para asegurarte de que Paula está bien?
—No hace falta, sé qué es lo que está pasando.
Pedro pasó el peso de su cuerpo de una pierna a la otra. El aspecto de Lucas era tan serio que de repente comenzó a preocuparse de que estuviera sucediendo algo malo.
—Paula está aquí, ¿verdad?
—La he visto con mis propios ojos hace un momento. No se trata de tu novia, se trata de mí. Me temo que no voy a poder ser tu padrino de boda.
Pedro sintió de pronto que los muros de la distancia comenzaban a izarse de nuevo, pero se esforzó por derribarlos. Tenía a Paula, se dijo, era suficiente si su padre decidía volver a decepcionarlo.
—Pero... —añadió Lucas sonriendo de pronto—, he encontrado a un voluntario para sustituirme. ¿Maria? Ya puedes pasar.
—Pero mamá no puede ser mi padrino, Lucas —protestó Pedro irritado y confuso mientras veía entrar a Maria con un hombre en el santuario.
Tenía el pelo oscuro, y era más alto y más ancho de hombros que Pedro, pero mantenía un gran parecido con él en el rostro y en sus recuerdos. Pedro se quedó mirándolo. No podía ser, se dijo. Después de tantos años... dos sueños se convertían en realidad en el mismo día.
—Este es el regalo de bodas de tu madre y mío, con el consentimiento de Paula —dijo Lucas—. Hemos encontrado a tu hermano.
Pedro parpadeó unas cuantas veces. Los ojos le ardían. Se adelantó deprisa y Guillermo y él se encontraron a medio camino, abrazándose sin dudarlo.
—He estado buscándote durante años —dijo Pedro mirando a su padre sin soltar a Guillermo por miedo a que el milagro pudiera desaparecer.
—Lucas me encontró —explicó Guillermo.
—Lo vi en un programa de televisión. Parece que tu hermano se ha hecho famoso.
—¿Famoso? —repitió Pedro.
Era incapaz de creer que tuviera por fin reunida a toda su familia. Y además tenía a Paula, pensó.
—Sólo un poco —lo corrigió Guillermo sonriendo—. Estaba haciendo propaganda de mi seminario y de mis libros.
—¿Has escrito un libro? —preguntó Pedro sorprendido—. ¿Qué tipo de libro?
—Uno sobre la emotividad, ¿puedes creerlo? Sigue tus sueños y haz de tu vida lo que quieras.
—¿Y dónde estabas cuando te necesitaba?
Guillermo sonrió y miró el traje de etiqueta de Pedro.
—He visto a tu novia. Yo diría que has realizado tus sueños sin mis consejos.
—De todos modos nunca los seguí —contestó Pedro.
—¡Es cierto!
Era como si nunca se hubieran separado, pensó Pedro. Guillermo siempre había sido el optimista, el chico bueno, el del buen humor que nunca quería contrariar a nadie. Y la vida no parecía haber acabado con su sencillez. Sin embargo, Pedro sabía por lo que había tenido que pasar, y se preguntaba si sería cierto que había escapado del pasado sin rasguños.
—Tiene mucho sentido que te hayas dedicado a eso —asintió Pedro despacio—. Seminarios. Siempre fuiste un charlatán.
Guillermo hizo una mueca y le golpeó con el puño suavemente en el brazo, y Pedro lo imitó sonriendo. No recordaba haberse sentido nunca tan bien.
—No entiendo cómo puede ser que hayas crecido más que yo —comentó Pedro.
—Debe de haber sido por la leche. Tú siempre la tirabas
—¿Es cierto eso? —Preguntó Maria—. ¿Y cómo es que yo no me había enterado?
Ambos hermanos miraron a su madre.
—No sabes ni la mitad de lo que te has perdido, mamá —contestó Guillermo—. Éramos inseparables.
Maria sacudió la cabeza y sonrió a su ex-marido.
—Creo que ya es hora de que nos sentemos, Lucas, antes de que me entere de más cosas que no quiero saber.
Lucas asintió. Pedro se volvió hacia sus padres y abrazó a su madre largamente.
—Gracias. Gracias a los dos.
Lucas y Maria abandonaron el santuario y entraron en la iglesia. Pedro tenía un montón de preguntas que hacerle a Guillermo, pero no sabía por dónde empezar. Se quedó mirando a su hermano casi sin habla.
—He conocido a Paula —dijo Guillermo—. Tienes mucha suerte.
—Lo sé. ¿Y tú qué tal? —Preguntó Pedro—. ¿Estás casado? ¿Tienes hijos? —una sombra cruzó el rostro de Guillermo—. ¿No es un buen tema de conversación?
Aquella sombra desapareció, sustituida por una sonrisa familiar.
—Estamos en tu boda, hermanito, ¿y me preguntas si el matrimonio es un buen tema de conversación? ¿De dónde te has sacado ese sentido del humor? No eras así cuando éramos niños.
—Debe de haber sido Paula.
Pedro no perdía detalle. El hecho de que su hermano hubiera cambiado de conversación no le pasó desapercibido. Se quedó mirándolo a los ojos y Guillermo hizo lo mismo.
—Deberíamos de salir ahí fuera, si no alguien te tomará la delantera y te quitará la novia —comentó Guillermo—. Si esperas más, Paula pensará que hemos ido a tomar una cerveza y empezará a buscar un novio mejor.
—Dios no lo quiera —contestó Pedro de corazón.
—¿Tan fantástica es?
—Sí, lo es —respondió serio—. Pero recuerda, Guillermo —añadió dirigiéndose hacia la iglesia mientras su hermano lo seguía de cerca—, siempre estaré aquí si me necesitas.
—Bueno, ha merecido la pena esperar veinte años para escuchar eso.
El párroco los vio entrar e hizo una seña al organista para que comenzara a tocar. Pedro se inclinó hacia Guillermo para asegurarse de que oía lo que tenía que decirle al oído:
—Pero, por favor, no me necesites hasta después de la luna de miel.
Guillermo sonrió y ambos se volvieron en el momento justo de ver a Paula avanzando por la iglesia. Pedro contuvo el aliento y se olvidó por completo de su hermano. Paula estaba bellísima con su vestido de satén entretejido de perlas, pensó. Su escote no hacía sino recordarle las ganas que tenía de quitárselo. Paula llegó a su lado y ambos miraron al párroco.
Después de la ceremonia, se dijo Pedro. Por supuesto.
Estuvieron bastante tiempo en la celebración, que se desarrolló en el jardín de la casa de Paula, pero luego se escabulleron y se dirigieron hacia un hotel al otro lado de la ciudad. Pedro la levantó en brazos y atravesó la puerta con vestido y todo. Le había rogado que no se lo quitara hasta llegar al hotel, y Paula había consentido al ver lo deseoso que se mostraba Pedro de quitárselo. Después de que el botones se marchara, Pedro cerró la puerta y la dejó en el suelo. Un segundo más tarde sus bocas se encontraron en un beso que la hizo perder el sentido.
—Supongo que eso significa que te ha gustado tu sorpresa —susurró Paula rodeándolo con los brazos.
—¿Cuál? ¿La de que mi madre disfrutara de la compañía de mi padre? Pues claro.
—No, cabezota, la de que tu hermano viniera para el día de tu boda —contestó Paula sacudiendo la cabeza.
—¿Es ésa la forma en que vas a tratar a tu marido? —Preguntó Pedro besándola de nuevo—. Quizá debería de haber escuchado a Frankie. Trató de convencerme de que no me casara, ¿sabes?
—¿En serio?
—Incluso me advirtió de que no volvería a tener vida privada —añadió Pedro regándola de besos por el cuello y el escote mientras sus dedos recorrían los hombros desnudos por encima de la manga caída del traje. No había nada en el mundo más sexy que Paula con encajes, pensó—. ¿Te lo imaginas?
—Bueno, no te preocupes. Ese asunto de la vida privada lo tengo resuelto —contestó Paula dejando caer la cabeza mientras él la cubría de besos.
—¿En serio? —murmuró Pedro.
—Uh-huh —contestó ella deslizando los dedos por su pecho y apartándolo despacio—. Déjame que te lo enseñe —añadió acercándose a la maleta y abriéndola para sacar un corazón de papel—. Es para colgarlo del picaporte de la puerta. Se supone que sirve para que la gente se aleje.
No molestar.
Estamos en luna de miel; hay cuarentena.
Pedro leyó el cartel y la miró.
—Eso no engañará a Frankie.
—¡Por supuesto que no!, tendré que regañarlo. Pero te aseguro que los demás sí que nos dejarán en paz —añadió levantándose la falda y enseñándole las medias hasta los muslos y las ligas de seda—. Y queremos estar solos, Pedro, así que date prisa y cuélgalo.
Pedro se apresuró a echar la llave de la puerta y a volver al lado de Paula, que mientras tanto se había quitado los zapatos y acercado a la cama. Si sus ojos no lo engañaban... pensó.
—¡Pero si no llevas bragas! —Exclamó abrazándola.
—Sé que querías quitarme el vestido, pero en serio, Pedro, ¿para qué perder el tiempo?
Paula lo empujó y Pedro fue a caer a la cama con ella en brazos. Luego lo ayudó a quitarse la ropa hasta que sólo estuvieron él, ella, y un montón de satén suave y blanco. Pedro se sentía como en la gloria. La estrechó entre sus brazos y la besó largamente.
—Así que, ¿qué enfermedad tenemos para estar en cuarentena?
—Mal de amor, por supuesto —contestó Paula.
—Esperaba que lo dijeras —contestó Pedro haciéndola rodar por la cama y ayudándola a deshacerse de tanto satén para sentir el calor de su piel contra él.
—¿Por qué? —susurró Paula.
—Porque tengo el remedio —contestó Pedro inclinándose sobre ella para posar un beso en sus labios y proceder a enseñarle en qué consistía la cura.
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