domingo, 1 de abril de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 34



El reloj sonó en el vestíbulo. Pedro lo miró irónico y luego volvió la vista hacia la maleta, aún a medias. 


—Las seis en punto, y aún me siento... ¿desgraciado? —dijo en voz alta.


Desgraciado era la única palabra que podía describir cómo se sentía. Había comenzado a entenderse con su padre, así que había llegado el momento de volar a Virginia. Y sin embargo era incapaz de marcharse. Estaba furioso con Paula, pero por otro lado había aprendido algo de aquel enfrentamiento con su padre. Algo en su fuero interno le impedía dejar las cosas tal y como estaban con ella. ¿Se estaba ablandando?, se preguntó. ¿Era eso amor? No lo sabía, pero estaba durando demasiado. ¿Cómo se suponía que iba a averiguarlo?


Respiró hondo. Había estado sentado en un sillón durante horas, o al menos eso le había parecido. Sabía que si esperaba lo suficiente, Paula volvería a casa, y entonces él podría acercarse y encararse con ella. Sin embargo no se creía capaz de reunir el coraje suficiente. Pero si estaba acostumbrado a enfrentarse con enemigos, ¿cómo podía ser que una sola y pequeña mujer le asustase de ese modo?, se preguntó.


Alguien llamó a la puerta. Pedro se apresuró a bajar las escaleras esperando que fuera Paula y que, de algún modo, ella tuviera la respuesta.



*****

Nunca aprendería, se dijo Paula mientras fingía cuidar de los arbustos que, en aquel momento, no le interesaban en absoluto. Era incapaz de seguir dentro de la casa sabiendo que Pedro no se había ido. Cuando se marchara, pensó, como buena masoquista que era, lo vería.


Se había puesto unos pantalones cortos y una camiseta y había recogido los utensilios de jardín fingiendo estar entretenida. Cuando escuchó golpes en la puerta trató de observar a través de los arbustos, pero sólo consiguió que se le llenara la cara de hojas.


Dio un paso atrás y se obligó a sí misma a no mirar por el agujero. Estaba obsesionada, se dijo. Si ella misma hubiera sido su propia paciente en la consulta matrimonial a esas horas ya se habría mandado al psiquiatra, recapacitó. 


Pero a pesar de todo, sus pies se negaban a llevarla dentro. 


Tampoco, por otro lado, la llevaban a casa de Pedro. Si él no estaba enamorado, pensó, era inútil. Había cosas sobre las que no tenía control.


La puerta se abrió y Paula escuchó a Pedro preguntar al visitante qué quería. No pudo evitarlo. Un último vistazo y aquella imagen permanecería con ella para siempre. 


Esperaba que nadie la viera desde la calle. Se inclinó y sacó la cabeza por el agujero. El rostro de Pedro era indescifrable. 


Estaba bajando las escaleras del porche.


—Espera un momento, Frankie, quiero hablar contigo —gritó.


Paula tuvo la sensación de que volvía al pasado. 


Todo era exactamente igual que la primera vez, cuando conoció a Pedro. La excitación recorría sus venas, apenas se daba cuenta de que contenía el aliento. ¿Era aquella una nueva oportunidad para volver a comenzar con Pedro?, se preguntó. Si lo era, ¿haría las cosas de un modo diferente?


De repente comprendió que volvería a hacer lo mismo, y comprendió al mismo tiempo qué sentimiento era ése. 


Observó a Pedro volverse y correr por el camino gritando y llamando a Frankie, y entonces entró en acción. Si iba a tomarla con alguien que la tomara con ella, se dijo.


Se deslizó por el agujero y entró en el jardín de Pedro mientras éste salía a la calle. Por un momento pensó que él se daría la vuelta al comprender que Frankie estaba lejos, pero Pedro siguió llamándolo una y otra vez y corriendo en pos de él.


Lo había conseguido, se dijo asustada. Había conseguido volverlo loco, pensó. Pedro estaba persiguiendo al chico calle abajo, y total por nada. No tenía tiempo de ir a buscar a la madre de Frankie, así que se puso a correr ella también detrás de los dos preguntándose cómo era posible caer tan bajo... Ella, Paula Chaves, estaba persiguiendo a un hombre, y precisamente a uno por el que aseguraba no sentir nada, recordó. Chantie iba a reírse bien a gusto.


Elijah Tuttle estaba de rodillas en su jardín cuando Frankie pasó a toda velocidad en la bicicleta y casi tiró una de las plantas que estaba cuidando.


—¡Malditos chicos! —musitó entre dientes.


Segundos más tarde Pedro también pasó corriendo. Aquello era una sorpresa para Tuttle, que casi perdió el equilibrio. Se quedó mirando a Pedro y volvió a jurar.


Paula Chaves fue la tercera en pasar, pero se paró unos segundos al verlo en el suelo. Tenía la cara colorada, y sus pies golpeaban el suelo pesados, pero al fin consiguió decir:
—Lo he visto. ¿Te encuentras bien?


—Sí, sí —musitó el hombre sacudiendo la mano.


Paula asintió y volvió a correr calle abajo. Tuttle sólo estaba comenzando a levantarse cuando Jeb Tywall pasó también a grandes pasos mirando a lo lejos, hacia adelante.


—Jeb, ¿qué ocurre?


—Eso mismo me pregunto yo. No puedo parar, si lo hago los perderé —contestó Jeb alejándose y mirándolo por encima del hombro—. ¿Qué estás haciendo ahí tirado? Ven conmigo, esto puede ser interesante.


Tuttle se puso en pie. Ver a Frankie en bicicleta era algo habitual, pero si Pedro corría detrás de él aquello podía convertirse en el entretenimiento del vecindario durante una tarde, pensó. Y Jeb tenía razón. Contemplar a la dulce Paula corriendo detrás de Alfonso era algo insólito. Tuttle dejó las plantas y comenzó a caminar calle abajo en la misma dirección.


Mientras Frankie se internaba entre los árboles, Pedro juraba para sí mismo con el escaso aliento que le quedaba después de la carrera. El chico era el culpable de todo, pensó. Había llamado a su puerta y luego había salido corriendo. 


Pedro estaba decidido a averiguar qué estaba tramando. 


No se trataba de que necesitara saberlo, se dijo. Más bien tenía que demostrarse algo a sí mismo. Tenía que demostrarse que no se equivocaba en su modo de pensar, ni sobre Frankie, ni sobre su vida. Él no era tan insensible, pensó. Sencillamente el mundo estaba podrido, sólo trataba de defenderse.


Lejos, cerca de un árbol, Frankie soltó la bicicleta bruscamente y desapareció en segundos entre la espesura de las ramas. Unos cuantos metros más allá, Pedro se detuvo y juró al ver dónde se había escondido.


Era una cabaña construida sobre un árbol. Bueno, se dijo, aquello explicaba porqué había robado los clavos. Se acercó a grandes pasos y se paró al ver un cartel clavado en el tronco. Dio la vuelta para poder leerlo y, por segunda vez en dos días, sintió que alguien le daba una patada en el estómago. Era su cartel, el que él mismo había dejado abandonado en el porche, recordó. Frankie había escrito algunas palabras nuevas y había tachado otras, pero el mensaje estaba claro:
Esta cabaña del árbol pertenece al señor Alfonso.
¡No molestar! ¡Sí, me refiero a ti!


—¡Frankie! —gritó mientras observaba cómo las hojas se movían y el chico llegaba arriba—. No estoy muy seguro de comprender lo que significa esto.


Por toda respuesta sólo se hizo el silencio. Luego, por fin, el chico contestó:
—Mi hermano y yo hemos construido este fuerte para que tengas un lugar en el que esconderte de la señorita Chaves.



Paula, que estaba lo suficientemente cerca como para oír lo que Frankie estaba diciendo, se detuvo en seco y escuchó. 


Según creía, Pedro no sabía que tenía audiencia. Mejor, se dijo. Pedro sonrió a medias mirando hacia arriba.


—¿Y por qué creíste que quería preservar mi intimidad de Paula?


—Ella es una chica, ¿no es cierto? Y se pasa la vida espiándote... yo la he visto.


No volvería a cocinar galletas para ese chico, se dijo Paula. 


Sin embargo aquella escena resultaba tan emocionante que no se atrevía a interrumpirla. Pedro necesitaba acontecimientos como ése en su vida, pensó. Necesitaba que la gente se preocupara por él.


—Hemos terminado el fuerte hoy mismo —añadió Frankie—. Por eso fui a buscarte, pero cuando abriste la puerta te vi tan furioso que... te pusiste a gritar antes de que dijera una sola palabra.


Pedro respiró hondo. Quizá su expresión al abrir la puerta hubiera asustado a Frankie, pensó.


—Lo siento, Frankie. ¿Puedo subir arriba a verlo?


—¿Me vas a pegar?


—No —prometió Pedro.


Paula hubiera podido abrazar a Pedro allí mismo, a Frankie incluso.


—Está bien, sube —gritó Frankie—. El señor Tuttle dice que pronto te marcharás de la ciudad, así que quizá sea ésta tu última oportunidad.


—Frankie, no sabes hasta qué punto tienes razón —contestó Pedro alcanzando la escalera.


Pedro subió al fuerte y apoyó los pies con fuerza en el suelo para probar su resistencia. Por fortuna parecía sostenerse. 


Las paredes eran del cartón de una caja de frigorífico. Se sentó y miró a su alrededor apreciando el trabajo de los hermanos Simmons.


—Es bonito. Mi hermano y yo no lo hubiéramos hecho mejor a vuestra edad —comentó sonriendo.


—Lo hemos decorado para ti —señaló Frankie.


En un rincón había dos plantas y un par de cosas más que habían desaparecido del vecindario, y sobre la cabeza de Frankie había colgados tres dibujos de aeroplanos. Uno era un F-15, el mismo que Pedro pilotaba. De pronto Pedro vio la fotografía de él con su avión que Frankie se había llevado. El chico le había robado al mismo tiempo su corazón, pensó. 


Sus ojos se llenaron de lágrimas, que enjugó impaciente.


—Es para ti, privado —añadió Frankie con una expresión cauta al ver el rostro de Pedro—. ¿Es que no te gusta?


—Sí, Frankie, significa mucho para mí. ¿De dónde has sacado la madera?


—De papá. Todo lo demás lo he pedido prestado.


Pedro sacudió la cabeza. Se sentía viejo, inteligente... y al mismo tiempo estúpido.


—Frankie, eso no es pedir prestado, es robar — contestó Pedro sin atreverse a confesar que él había hecho exactamente lo mismo en un par de ocasiones para sobrevivir en las calles—. Y robar está mal, por muy buenas que sean tus intenciones.


—No, no es robar —negó Frankie—. Pensábamos devolverlo cuando tú te fueras de la ciudad, nosotros no necesitamos plantas ni esas cosas.


Pedro tuvo que tragar. Al principio no pudo contestar. No quería discutir sobre el tema del vandalismo. Si Frankie era tan listo como Paula decía, entonces recapacitaría, se dijo.


—De modo que pensaste que necesitaba un lugar en el que esconderme de Paula.


—Sí, ella es muy buena y todo eso —asintió Frankie—, pero está desesperada por tener marido, y ya sabes cómo se ponen las chicas solitarias por un marido.


—¡Vaya! —exclamó Paula desde debajo del árbol—. ¡Te he oído, Frankie Simmons! ¡Tu madre te va a regañar por decir esas cosas!


—¡Pero señorita Chaves, si mamá fue la primera que lo dijo! —gritó Frankie.


—¡Frankie Simmons, espera a que te coja! —gritó Karen Simmons.


—¡Ésa era mamá! —Exclamó Frankie preocupado mirando para abajo y viendo a un montón de gente alrededor de Paula—. ¡Dios mío! —volvió a exclamar echándose atrás y sentándose—. Señor Alfonso, la ciudad entera está ahí abajo mirando.


Pedro miró para abajo. Quizá no fuera la ciudad entera, pensó, pero al menos había ocho personas reunidas: el casero, Jeb Tywall, la madre de Frankie dando pisotones nerviosos sobre el suelo, y otras personas a las que no reconocía. Y por supuesto Paula. Ella lo miró y sonrió despacio, tanteando la situación.


—Hablando de vida privada —comentó Frankie.


Pedro tardó unos minutos en comprender que Frankie se refería a la gente que estaba abajo. 


Aquellas palabras habían sonado como si las hubiera dicho él mismo, reflexionó. De pronto se echó a reír. Frankie, orgulloso de haber hecho reír a un hombre tan gruñón, soltó un montón de carcajadas.


—¡Estoy esperando, Frankie! —gritó Karen Simmons.


—¡Ya voy! —contestó Frankie comenzando a deslizarse por un lado de la cabaña.


—¿Frankie? —lo llamó Pedro. El chico lo miró por encima del hombro—. Gracias. Esta cabaña es quizá lo más bonito que haya hecho nunca nadie por mí — añadió enjugándose una lágrima—. Es la alergia —explicó al ver que el chico se quedaba mirándolo.


—Ah, de nada. ¿Aún piensas marcharte de la ciudad?


—No lo sé —contestó Pedro. Aquella sí que era una buena pregunta, se dijo en silencio—. ¿Puedes mandarme a la señorita Chaves aquí arriba, por favor?


—¡Ah, eso sí que no! Por eso construimos el fuerte, para que las chicas no pudieran subir.


—No te preocupes, Frankie —aseguró Pedro en voz baja—. Te prometo que no voy a dejar que me haga trampas.


—Está bien —contestó el chico desilusionado—, le diré que suba.


POR UNA SEMANA: CAPITULO 33




—Estás tan callada que sé que te pasa algo —dijo Chantie mientras Paula se ocupaba de la caja a última hora de la tarde del día siguiente—. Se trata de Pedro, ¿verdad?


—Hmm.


Paula cerró la caja. Aquella mañana había asomado la cabeza en la propiedad de su vecino y había visto que su coche aún estaba aparcado. Sin embargo tenía el presentimiento de que pronto se marcharía. Los hombres como Pedro nunca cambiaban, se dijo. Ni siquiera había ido a verla después de lo ocurrido, y eso no podía sino significar que estaba muy enfadado. No había vuelto a saber nada de él, pero toda la culpa era suya por tratar de ayudarlo, pensó. 


Por una vez en la vida hubiera sido mejor que se metiera en sus propios asuntos. Y Pedro se lo había advertido..


Tenía que admitir, sin embargo, que él ya no era el ser más desgraciado de este mundo. Ella lo era, recapacitó.


—Yo lo único que sé es que tú lo quieres —continuó Chantie—. Lo que no comprendo es por qué no luchas por él.


—Porque Pedro no necesita ni quiere a nadie en su vida, Chantie —respondió Paula—. Él adora su vida privada, ni siquiera tiene amigos. ¿Crees que yo podría enamorarme de una persona así?


—Vamos a ver —dijo Chantie apoyando un codo sobre el mostrador—. Ese hombre es piloto, es terriblemente atractivo, y la verdad es que tú le gustas mucho. Todo eso junto es más raro que el cometa Haley, y si no sales con él es que estás loca.


—Lo estoy —musitó Paula entre dientes.


— ¡Whoa! ¡No me digas! ¿Sales con él? —Exclamó Chantie —. ¿Y qué tal fue? —preguntó en un tono de voz infantil.


—Quiero decir que él me está volviendo loca — contestó Paula seria.


—Sí, seguro que eso era lo que querías decir. Piloto, más atractivo que el diablo, le gustas, y encima es bueno en la cama. Creo que voy a pedirte que me compres un billete de lotería, eres la chica más afortunada de Ohio. Sabes que si quieres yo puedo hacerme cargo de la tienda, puedes seguirlo hasta el fin del mundo y ser feliz para siempre... los dos, juntos. De modo que, ¿qué te detiene?


—Creo que estás simplificando demasiado la situación —contestó Paula tomando un bombón de la caja que Pedro le había regalado y ofreciéndole a Chantie, que lo rechazó—. Una relación entre dos personas nunca debe basarse en el hecho de que ambos se gusten o sean compatibles en la cama. Eso no puede durar. Tiene que haber amor.


—Eso dices tú. Me estás lanzando toda esa propaganda de conciliadora matrimonial mientras por el otro lado te lo estás pasando bien —señaló Chantie—. Será mejor que te olvides de todas esas ideas y vivas la vida un poco, querida. No dejes que se te escape la mejor oportunidad de tu vida. 
¡Vaya! Si tú no lo quieres, déjame que le eche el lazo yo.


Una ola de celos invadió a Paula, que abrió la boca sorprendida. Estuvo a punto de contestar que no, pero luego recordó: ella no tenía ningún derecho sobre Pedro.


— ¡Vaya! —Exclamó Chantie señalando a Paula con un dedo—. Si te hubieras visto la cara cuando te he dicho eso te habrías dado cuenta de lo que sientes por él. Quizá incluso estés enamorada, sólo que ni siquiera te das cuenta.


—No estoy enamorada —negó Paula con rotundidad comiendo otro bombón y dejando que el chocolate se derritiera en su boca.


La intensidad de los celos que había sentido no podía ser sino algo físico, pensó. Tenía que serlo. Ella y Pedro no estaban enamorados. ¿O sí?, se preguntó. El amor no era confusión y nervios, recapacitó. El amor era algo estable, algo sólido, algo en lo que confiar. El amor era lo que ella había sentido con Ramiro, y sabía que no volvería a sentirlo.


¿O no era eso el amor?, volvió a preguntarse dejando la caja de bombones sobre el mostrador.


—Eso está mejor —asintió Chantie en aprobación—. Tienes que mantener la figura si vas a cazar a un hombre como Alfonso.


—Él dijo que tenía un cuerpo precioso —contestó Paula sacudiendo la cabeza.


—Yo también quiero a un hombre que me admire de ese modo —gimió Chantie—. ¿Y dices que él tampoco sabe que está enamorado?


—Yo no estoy enamorada —insistió Paula.


—No, ni estás enamorada ni quieres que se quede en Bedley Hills...


—Por supuesto que quiero que se quede, no le habría sacado el aire a sus neumáticos si no fuera así —Chantie gritó dé regocijo—. ¡Dios! ¡Por qué te lo habré dicho! —exclamó Paula mirando al techo.


Chantie rió aún más fuerte.


—Creo que el chocolate te está derritiendo el cerebro. Cómete otro par de bombones y dime exactamente qué hiciste.


—No lo hice por lo que tú crees. Él tiene un asunto pendiente aquí, con su padre, pero estaba dispuesto a marcharse sin arreglarlo.


—Más bien un asunto pendiente contigo, diría yo —comentó Chantie—. ¿Cuándo vas a admitir que estás enamorada de él?


—¿Cuándo? —repitió Paula.


¿Por qué no se había marchado a casa media hora antes?, se preguntó. ¿Por qué tenía que contestar a esa serie de preguntas?


Porque si él no se había marchado, se contestó en silencio, iba a tenerlo a sólo unos pasos en lugar de a miles de kilómetros. Tenía que enfrentarse a la realidad. Pedro estaba completamente fuera de su alcance.


—¿Cuándo? —repitió Chantie.


Paula recogió su bolso y se lo colgó en el hombro. Se entretuvo luego otro minuto más buscando las llaves del coche y por último se volvió hacia Chantie.


—¿Qué prefieres, que te conteste, o un cheque a fin de mes?


—Será mejor que te aclares, cariño, si no quieres perder de vista la mejor oportunidad de tu vida.


—Ramiro fue la mejor oportunidad de mi vida — negó Paula.


—Puede que Ramiro consiguiera que te brillaran los ojos, pero cada vez que hablas de Pedro te ocurre algo especial.


—¿Y serías tan amable de decirme qué puede ser?


—Te ruborizas, se te abren los ojos inmensamente, se te ponen las rodillas flojas y la mirada perdida. Mi madre llamaba a eso la fiebre del amor.


—Entonces tu madre debería de haber sido consejera matrimonial, no yo —contestó Paula dándose la vuelta y encaminándose hacia la puerta.


—¿A dónde vas? —gritó Chantie.


— A casa —contestó Paula mirándola por encima del hombro—. Si es cierto que tengo esa fiebre por Pedro lo mejor que puedo hacer es poner los pies en alto, tomarme un par de aspirinas y esperar a que se me pase.


Eso era lo que Paula hubiera deseado, pero al llegar a casa y ver el coche de Pedro supo que no había en el mundo aspirinas suficientes para curar su mal.



POR UNA SEMANA: CAPITULO 32




Al ver que Paula no respondía, Pedro se dio la vuelta y entró en casa de Lucas. La maldijo en silencio y recapacitó. Desde el instante mismo de conocerla, Paula había trastocado su vida. 


No tenía derecho a contarle a Lucas la verdad, se dijo.


Entonces se acordó de su padre. Parpadeó y lo miró. De pronto le pareció mucho más mayor.


—¿Es eso cierto? —preguntó Lucas. 


Pedro no contestó, y su padre no dijo nada más. 


Nada. 


Simplemente estaba de pie, con aspecto de haber recibido el mayor shock de su vida.


Aquello no debería de haber ocurrido, se dijo Pedro. Había vuelto a visitar a su padre para que pudiera hacer las paces consigo mismo antes de que él se marchara, pero Paula lo había echado todo a perder. Nunca hubiera debido de confiar en nadie, se reprendió, y sin embargo qué pronto lo había olvidado. Su vieja reserva y discreción resurgieron en él, helando el cálido sentimiento que había nacido lentamente en su interior. Se había dejado llevar por la ilusión, se dijo, había creído que Paula era diferente, pero en el fondo no había sido más que una estupidez. La confianza sólo conducía al desengaño, recapacitó.


Pero lo que Pedro de ningún modo comprendía era por qué había hecho aquello Paula ¿Por venganza?, se preguntó. De todos modos, se dijo, la razón era lo de menos. Lo importante, lo que más le dolía, era que Paula fuera como los demás, de que hubiera pensado primero en sí misma.


—¿Hijo?


—Te mentí —consiguió decir Pedro mirando a los ojos a su padre—. Paula ha dicho la verdad. Probablemente soy el ser más desgraciado que ella haya conocido jamás, sólo que quizá con eso de desgraciado quería decir que soy un canalla.


—Puede que no la conozcas desde hace mucho, pero ella parece muy preocupada por ti.


—La vida de Paula es una constante preocupación por los demás. Se preocupa por todos excepto por sí misma. Sería mejor que se dedicara a buscar a alguien de quien enamorarse —añadió sin querer pensar en que aquello fuera posible.


—Me da la sensación de que entre ella y tú hay mucho más de lo que cuentas —contestó Lucas sentándose en el sillón.


—Y más que va a haber —respondió Pedro caminando de un lado a otro del salón. Pensaba ir a verla en cuanto saliese de allí—. La voy a...


No, se dijo, ella era una mujer. De pronto toda su ira se disipó, se dejó caer sobre el sofá y trató de relajarse. Sin embargo sí podía gritar, pensó, y se sentía muy capaz de gritarle unas cuantas cosas a Paula Chaves.


No obstante, ¿no tenía ella razón en que le hacía falta alguien en su vida?, se preguntó. Se levantó, se pasó las manos por el cabello y miró a su padre, que parecía absorto en sus propias cavilaciones. Podía admitir que había vivido solo y comenzar a cambiar su vida para mejor, se dijo, o despedirse de su padre y retirarse de nuevo a su isla de cristal. Sólo que desde que Paula había aparecido aquella isla le resultaba fría e inhóspita, recapacitó, quería ser feliz. 


Además, aunque eligiera el camino correcto, no necesitaba perdonar a Paula, se dijo asintiendo.


—Paula no debería de haberte dicho nada, pero sí, es cierto. Te mentí sobre el hecho de que fuera feliz. Me gusta volar, pero aparte de eso... —respiró hondo y lo soltó—: Aparte de volver y buscar a Guillermo, no tengo una vida muy satisfactoria.


—Lo siento, lo repetiré hasta el día de mi muerte si así lo deseas. Y por favor, piensa que siempre estaré aquí si me necesitas.


Pedro asintió y tragó. Una ola de afecto calentó su corazón. 


Parpadeó y trató de ahogar la emoción. Se estaba comportando como un niño, pensó. Era un adulto, podía manejar la situación.


—¿Hijo?


—Necesito pensar —contestó Pedro poniéndose en pie. Lucas se levantó del sillón —. Tengo que marcharme a Virginia, eso no era mentira, pero puedo quedarme aquí unos días más y venir a verte alguna vez.


Lucas se restregó los ojos como si se le hubiera metido algo dentro. Luego le ofreció la mano a su hijo y Pedro se quedó mirándola durante unos segundos. Y entonces hizo algo que ni siquiera él se hubiera imaginado capaz de hacer: se inclinó y abrazó a su padre.