sábado, 17 de marzo de 2018
CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 5
La siguiente vez que Paula abrió los ojos el sol del amanecer entraba por la ventana. Al principio ella sufrió un pánico de confusión al no conocer lo que la rodeaba, y al sentir el peso de un cuerpo a su lado.
Luego recordó todo. Su cumpleaños… El club. Pedro.
Se puso colorada al recordar lo que habían hecho juntos.
Pero se alegraba de poder enterrar a la bibliotecaria aburrida y virgen.
Al menos, ya no era virgen.
Se soltó del brazo que Pedro había puesto atravesando su vientre, se destapó y se levantó.
Buscó su ropa. Se vistió, pero no se molestó en ponerse el sujetador y las medias, que guardó en su pequeño bolso. No quería tomarse el tiempo de vestirse completamente.
Pedro estaba profundamente dormido todavía, y por un momento, Paula pensó en meterse en la cama para poder estar allí cuando se despertase.
Pero, luego, ¿qué?
Posiblemente hicieran el amor nuevamente… La idea la estremeció. Pero luego querría levantarse, desayunar, y probablemente, hablar.
Ella había conseguido su objetivo la noche anterior, con un par de copas y poca conversación. Ahora tenía miedo de haber vuelto a su estado anterior, a su verdadera personalidad, como Cenicienta a medianoche.
Intentar aparentar tener experiencia a plena luz del día era demasiado para ella, y temía que Pedro se diera cuenta inmediatamente de su farsa.
Y si él descubría quién era ella en realidad, la fantasía que había vivido ella se desvanecería, y él la miraría con decepción y sorpresa.
No, era mejor que ella se marchase ahora, antes de que él se despertase, y ella volviera a ser una rana a los ojos de Pedro, al menos.
Con los zapatos de tacón colgando de su mano caminó de puntillas por el pasillo enmoquetado.
Al ver un bloc junto al teléfono de la cocina, dudó, y luego decidió dejarle una nota a Pedro
La dejó donde estaba segura de que la vería, y se marchó.
CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 4
Paula nunca se había acostado con un hombre.
Y ahora que lo hacía, había elegido a uno que podía llevarla al orgasmo con una sola mirada, con una sola caricia, con deslizar apenas su lengua sobre su piel desnuda.
Su vientre sintió un cosquilleo ante la anticipación de lo que pudiera seguir.
La respiración de Pedro le puso los pelos de punta cuando él mordió el borde de sus medias y se las quitó con los dientes.
A Paula se le hizo un nudo en la garganta. Aquella sensación fue más de lo que jamás habría podido imaginar.
Ella se aferró a los hombros de Pedro, por miedo a perder el equilibrio.
Cuando Pedro terminó, alzó la cabeza y metió los dedos por debajo del liguero, que ya no le servía para nada.
—Espero que te haya gustado tanto como a mí —dijo él.
Paula tragó saliva. Se alegraba de que él estuviera tan afectado por aquello como ella.
Pedro le quitó el liguero. Ella esperó sentirse nerviosa, o incluso asustada, pero en cambio estaba tranquila. Lo único que le quedaba en su sitio era el sujetador.
Paula se ayudó con un pie para quitar las braguitas que tenía enredadas en los tobillos, y las tiró. Luego se desabrochó el sujetador y lo dejó caer al suelo.
Notó que Pedro se quedaba sin aliento. Luego lo vio acercarse a ella. Le rozó los senos con su torso, sintió su pecho viril en las puntas de los pezones. Pedro se apretó contra ella.
—Si sigues haciendo esto, cariño, no aguantaré mucho.
Ella no sabía nada de tiempos, pero teniendo en cuenta las sensaciones que le provocaba aquel hombre cada vez que la tocaba, sospechaba que ella no tardaría mucho más que él.
Con poco esfuerzo, él la levantó y la depositó en medio de la cama. Se quitó los boxers y fue hasta el cajón de la mesilla.
Menos mal que él tenía preservativos, pensó Paula al ver la caja. Era un motivo más para estar agradecida a Pedro por haber ahuyentado a ese otro tipo en el bar.
Además, no pensaba que el hombre aquél hubiera sido tan atractivo como Pedro desnudo.
Paula se deleitó con la vista, mirando sus anchos hombros, el hilo de vello que iba desde la cintura hasta su sexo.
Estaba muy excitado.
El colchón se hundió con el peso de Pedro cuando éste se deslizó por la cama hasta ella. Luego se enderezó para quitarle el envoltorio al preservativo con los dientes y se lo puso. Paula se agarró a la colcha. Y Pedro se puso encima de ella. A partir de aquel momento, ella no pudo pensar en nada. Pedro le acarició el cabello junto a la sien.
—¿Estás bien?
Paula asintió, aunque no era verdad. Estaba excitada y sentía curiosidad, y estaba un poco nerviosa.
Pedro sonrió antes de inclinarse hacia Paula para besarla.
Ella abrió los labios, invitándolo a profundizar su beso, a que tomase su lengua, a que mordiese, succionase y buscase.
Paula le rodeó el cuello y lo abrazó fuerte, mientras Pedro la acariciaba. Se detuvo en sus pechos y los acarició, jugando con sus pezones.
Luego dejó de besarla en la boca y le dio una hilera de besos a lo largo de la barbilla, en el cuello y en el pecho.
Acarició uno de sus senos con la lengua; primero un pezón, luego el otro.
Ella se estremeció, se arqueó de placer, alzando los senos.
Él le pasó la lengua por la areola y luego succionó un pezón.
Ella estaba abrumada por las sensaciones. Las terminaciones nerviosas de sus pechos enviaban señales a todo su cuerpo. Apretó las manos en un puño, agarrando la colcha de satén.
Pedro repitió la operación en el otro pecho hasta volverla loca. Y luego se deslizó hacia sus costillas y su vientre.
Le lamió el ombligo, jugando con él como si fuera un gatito, provocándole sensaciones de placer en aquella piel tan sensible. Luego se quedó allí un segundo, y siguió su exploración hacia más abajo.
Ella sintió su respiración en los rizos del pubis. Avergonzada, apretó las piernas. Pero él no hizo caso de su pudor, y le abrió las piernas para poder explorar sus secretos femeninos con la boca y las manos.
Deslizó la punta de los dedos por la cara interna de sus muslos antes de abrir más sus piernas y zambullirse con su lengua.
Fue como si la tocase un cable electrificado en un lugar muy íntimo. Ella gimió de sorpresa y subió las caderas.
Mientras su boca y su lengua la adoraban, Pedro deslizó un dedo en su estrecho pasaje. Paula gimió y sintió que se tensaba alrededor de él inconscientemente. Alzó su pelvis hacia el placer. Pedro deslizó un segundo dedo dentro de ella, y empezó a empujar, mientras su lengua jugaba con el capullo de su femineidad, donde parecían concentrarse todas sus sensaciones.
Sin advertencia, Paula se abrió para él, gritando de placer, agarrándose al cabello de Pedro. Y como si se tratase de un avión que planeaba demasiado cerca del sol, estalló en flamas, volviendo a la tierra hecha añicos.
Tenía la respiración agitada. Pedro subió y volvió a ponerse encima de ella. La miró a los ojos un momento. Luego sonrió.
—Espero que te haya gustado esto.
Ella abrió los labios para responder, pero no pudo pronunciar ni una palabra. Tenía la boca completamente seca, y aún se sentía como si estuviera flotando en algún lugar fuera de la atmósfera del planeta.
—Bien —murmuró Pedro con voz seductora—. Ahora tengo una idea todavía mejor.
La agarró por debajo de las rodillas y levantó sus piernas hasta que ella envolvió su cintura con ellas. Ella sintió su erección en la abertura de su femineidad, y por un momento, pensó que debería tener miedo. Después de todo, todavía «no lo habían hecho» completamente, a pesar de las libertades que Pedro se había tomado con su cuerpo.
Pero ella quería aquello. Quería a Pedro. Lo deseaba. Y todo lo que le hacía aumentaba su deseo.
Y entonces él se adentró en su interior, empujando. Su presión estiraba su estrecha cavidad. Él se movió despacio, pero ella contuvo la respiración, se puso rígida hasta que él se acomodó totalmente entre sus muslos.
—Relájate, Paula —susurró Pedro.
Y quitó un mechón húmedo de la frente de ella.
Paula abrió los ojos, sin darse cuenta de que había estado apretando los párpados.
No le dolió. No sabía por qué había pensado que dolería. A no ser que fueran todas las historias que se contaban sobre las mujeres que perdían la virginidad. Historias que comprendían lágrimas y sangre.
Pero ella no estaba llorando. Y tampoco creía que estuviera sangrando. Y no sentía dolor. Sentía… Se sentía plena, por primera vez en la vida, teniendo dentro aquella parte íntima de Pedro.
—¿Ahora estás mejor? —preguntó él.
—Sí.
¿Cómo no lo iba a estar si él era tan suave con ella? ¿Si era tan paciente y considerado, siempre atento a su placer y a su comodidad?
Entonces sintió la urgencia de moverse, de que él se moviera dentro de ella, y aplacar el terrible deseo que palpitaba en su bajo vientre.
Deslizó los dedos por la espalda de Pedro y levantó más las piernas. Cruzó los tobillos, encerrándolo más tensamente en su cavidad.
Con un gemido, Pedro se irguió sobre sus antebrazos y empezó a moverse hacia delante y hacia atrás. Hacia arriba y hacia abajo, causando una deliciosa fricción entre sus cuerpos.
Ella se sintió húmeda y caliente a medida que él aumentaba su ritmo, y se encontró balanceando sus caderas, tratando de encajar cada empuje. Hundió la cara en el colchón mientras Pedro besaba su oreja, el latido de su cuello, la punta de sus pechos. Su respiración era tan agitada como el latido de su corazón, y oyó sus maullidos de placer.
Con una mano, él jugó con el pezón que se había endurecido, con la otra mano se deslizó hasta el húmedo calor de sus pliegues femeninos, para acariciar el pequeño brote en su centro. Entonces, Paula sintió una sensación de placer casi insoportable, como si un cohete saliera despedido. Abrió la boca y gritó el nombre de Pedro una y otra vez.
Pedro continuó empujando, subiendo sus caderas para encontrar el punto de placer que latía dentro de ella, hasta que él también se puso rígido, y dejó escapar un gemido en voz alta.
Poco a poco el latido de su corazón se fue haciendo más lento, hasta hacerse normal. El pesado cuerpo de Pedro descansaba encima de ella, apretándola contra el colchón, pero a ella le gustaba. Le gustaba sentir sus brazos y sus piernas entrelazados a los suyos, su pecho respirando contra ella, la mejilla áspera contra su cara cuando se giró para mirarla.
—Ha sido increíble —dijo Pedro—. Definitivamente, volveremos a hacerlo… En cuanto me recupere.
Paula sonrió. No veía la hora de volver a hacer el amor con él. Y le encantaba saber que a él le había gustado tanto como a ella.
Paula lo agarró de las orejas, alzó su cabeza y lo besó en los labios.
—Gracias —dijo.
Por quitarle la virginidad… Por ser el primer hombre que hacía el amor con ella… Por hacerla sentir tan maravillosamente, como una mujer madura y sensual.
Pedro se quedó mirándola un momento, y luego sonrió.
—Ha sido un placer, créeme —comentó.
Se movió, y gruñó cuando la vio lamerse el labio y mover la pelvis para sentirlo.
—Y en un momento, será nuevamente un placer —dijo Pedro pícaramente.
Ella no lo dudaba.
¿Cómo había podido hacerlo? ¿Cómo había podido convertirla en una mujer descarada con su personalidad tímida e introvertida?
Tal vez la transformación no durase fuera de la cama, pero por el momento era la mujer desinhibida y salvaje que siempre había querido ser.
CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 3
Paula se puso colorada por su propia audacia.
Al ver cómo la miraba Pedro, bajó la cabeza y puso el vaso en la mesa baja.
—Lo siento —dijo, incapaz de mirarlo—. No he debido pedirte eso.
Empezó a levantarse, pero Pedro le agarró la muñeca.
—Espera. No te vayas. Y no me pidas disculpas —comentó Pedro, haciéndola sentarse nuevamente—. Me has tomado por sorpresa, simplemente. He estado todo el tiempo tratando de no mirar tu boca, de no imaginarte desnuda. Estaba decidido a ser un caballero y ofrecerte un lugar donde pasar la noche… Me refiero a un lugar distinto de mi cama, quiero decir —agregó con una sonrisa—. Así que lo que menos me esperaba era que tú me pidieras que te besara.
Paula agitó la cabeza.
—Lo siento… No he debido…
—¡Eh! Ya te he dicho que no me pidas disculpas. Besar a una mujer guapa no es ningún sacrificio, ¿sabes?
Sus palabras la derritieron. Nadie la había llamado de ese modo. Él la había hecho sentirse guapa.
Paula se pasó la lengua por los labios y dijo:
—Entonces… ¿Vas a hacerlo? Me refiero a… ¿besarme?
Pedro sonrió.
—Sí. Voy a besarte. Sólo que… Espera un momento, ¿vale?
Paula sintió un cosquilleo en el estómago.
¿Por qué no la besaba ya? ¿Había hecho algo mal ella?
Paula cerró los ojos y se acercó a él.
—Paula —lo oyó decir—. Abre los ojos.
Paula obedeció. Y se encontró con la boca de Pedro a centímetros de la de ella. Y entonces, sin que su cerebro pudiera procesar nada más, Pedro la besó.
Sus labios eran como terciopelo, mientras su lengua dibujaba la línea de su boca. Después se adentró en ella.
A Paula la habían besado antes. Pero nunca de aquel modo.
Nunca antes el solo contacto con unos labios había detenido su corazón. A pesar de la suavidad de Pedro, la estaba devorando, acariciándole la boca por dentro, jugando magistralmente con sus labios.
Cuando por fin la soltó, Paula se cayó hacia atrás en el sofá, y respiró profundamente.
«¡Guau!», pensó. Aquel beso había sido fenomenal.
Miró a Pedro y se dio cuenta de que su reacción tampoco había sido indiferente.
Paula tragó saliva. Luego se relamió el sabor de Pedro de sus propios labios. Pedro la miró con más intensidad, con más deseo. Y ella casi se derritió.
—¿Pensarías muy mal de mí si te digo que me gustaría volver a hacer eso? —preguntó ella, sorprendida ante su propia valentía para hacer aquella pregunta.
—No —respondió Pedro sin dudarlo—. Pero debes de haberme leído el pensamiento.
Pedro le acarició levemente la mejilla.
Ella nunca había sentido aquella sensación de deseo antes, de envolverse alrededor de otro ser humano. O de tenerlo envolviéndola.
Y de pronto supo que si se marchaba de aquel apartamento sin haber hecho el amor con Pedro Alfonso no se lo perdonaría.
—Después de que me vuelvas a besar, ¿crees que tendrás ganas de hacerme el amor también?
El deseo golpeó a Pedro quitándole la respiración. Aquello parecía una fantasía imaginada por él.
No recordaba ninguna oportunidad en que hubiera estado tan excitado como aquélla.
Pero, no obstante, sentía un deseo extraño de proteger a Paula.
—Paula. Tú eres una mujer hermosa, pero…
Paula lo acalló con una mano.
—Por favor… —susurró—. No digas que no. A no ser que no te sientas atraído por mí. Si es así, lo comprenderé.
—No es eso, créeme, no es eso.
—Entonces, tal vez puedas considerarlo como un regalo de cumpleaños. Para mí.
Pedro casi se ahoga. ¿No se daría cuenta Paula de lo difícil que le estaba resultando ser noble?
Pero no quiso pensar en las repercusiones que pudiera tener hacer el amor con ella. Se encargaría de ello más tarde.
Pedro se acercó a ella. Le acarició el pelo. Le puso un mechón detrás de la oreja y le sonrió.
—Quiero que estés segura de que quieres hacer esto, Paula. Quiero que seas tú quien lo decida, y no las dos o tres copas que te has bebido en el club.
—Han sido sólo dos. Y estoy muy, muy segura.
Pedro se alegró de oírlo. Tragó saliva y con un asentimiento de cabeza, se puso de pie. Luego tomó su mano y la invitó a seguirlo.
Había pensado en hacerla suya allí mismo, en la moqueta, o en el sofá. Pero era el cumpleaños de Paula, y se merecía algún detalle.
—Ven —le dijo Pedro, llevándola a su dormitorio.
Paula no miró su apartamento mientras lo atravesaban. No dejó de fijar sus ojos en él. Y él le acarició los nudillos de la mano mientras la llevaba.
Era una intimidad desconocida para él. Por alguna razón, aquella noche quería hacer las cosas despacio.
Cuando llegaron a su dormitorio, Pedro esperó su reacción.
—Nunca había visto una cama tan grande.
—Te gustará —respondió él. Se encargaría de que así fuera, pensó.
Paula se quedó quieta en medio de la habitación, mirando la cama como si fuera a morderla.
—No estés nerviosa, Paula. Iremos despacio…
Ella pestañeó. Luego lo miró.
—No estoy nerviosa. Sólo… Que no sé por dónde empezar.
Pedro se puso frente a ella y le agarró los hombros, y se los acarició suavemente.
—¿Por qué no empezamos con otro beso? El otro ha estado muy bien, ¿no crees? —dijo Pedro con una sonrisa pícara. Y ella lo recompensó con un estremecimiento de sus labios.
Pedro bajó la cabeza y rozó sus labios con su boca. Luego dejó que su lengua los dibujara. Entonces notó que Paula se relajaba con un suspiro. Ella se apoyó en él, rozándole el brazo con sus uñas.
Abrió los labios y se abandonó totalmente al beso, mordiendo, succionando, explorando, excitándolo más y más.
Y si antes había tenido alguna duda de hacer el amor a Paula, ahora no tenía ninguna. Ella estaba apretada contra él, besándolo muy apasionadamente como para que él pudiera resistirse a participar.
Pedro se movió mientras la besaba, y la dejó de espaldas a la cama. Ella sintió el borde de la cama detrás de sus rodillas. Entonces Pedro la hizo sentarse encima de la colcha de seda.
Luego se sentó a su lado. Paula lo miró y él vio el deseo en sus ojos.
Aquella mujer provocaba en él cosas que nadie había provocado antes. Le aceleraba el corazón. Hacía que su sangre engrosase sus venas. Lo llevaba a una excitación casi dolorosa.
Esperaba que provocase el mismo efecto en ella. Por la expresión de su cara, le parecía que sí. Pero el vestido negro que llevaba no dejaba ver ninguna otra reacción física.
Pedro se apoyó en una rodilla encima de la alfombra, y le acarició los delgados tobillos por encima de las medias de seda. Y empezó a deslizar sus manos hacia arriba.
Notó que Paula respiraba agitadamente. Vio que su pecho se henchía llenando sus senos. ¡Cómo le habría gustado saborearla allí, besar su piel, mirar sus pezones…! ¿Cómo serían? ¿Oscuros como moras o pequeños y sonrosados como el capullo de una rosa?
Pedro le acarició las rodillas, por delante y por detrás. Luego siguió hacia arriba, acariciando sus muslos, acercándose más y más a su femineidad. Debajo del borde de su minúsculo vestido, encontró la suavidad de su piel desnuda. Pedro sintió un estremecimiento. Llevaba medias de verdad, con liguero, no pantys. Algo de encaje negro… O tal vez rojo…
De pronto deseó verla en ropa interior. Había tenido intención de quitarle los zapatos y las medias, buscar luego la cremallera del vestido.
Pero ahora quería hacer otra cosa.
Se puso de pie, la hizo levantarse y le dijo sonriendo:
—Vamos a hacer otra cosa, ¿te parece?
Ella pareció nerviosa, y tímida. Pero después de un segundo asintió.
Pedro se quitó la chaqueta y la tiró encima de un sillón que había en un rincón. Luego se quitó los zapatos y se desabrochó el cinturón. No quiso intimidarla más quitándose más ropa, puesto que ella estaba totalmente vestida.
—¿Te importa…? —Pedro le señaló la cremallera del vestido.
Ella lo observó jugar con la cremallera. Y una vez más lo miró y asintió con la cabeza. Y entonces él bajó la cremallera.
Poco a poco, su delicado pecho quedó al descubierto. El vestido se aflojó, revelando una piel de porcelana y un sujetador de encaje sin tirantes.
Pedro tomó aliento. Luego se echó atrás y dijo:
—Ahora me toca a mí.
Se quitó la camiseta de algodón, y luego se bajó la cremallera de los pantalones. Se quitó los pantalones y se quedó frente a ella sólo con su boxer, abultado por su excitación.
Ella no podía respirar. Nunca había visto a alguien tan apuesto como Pedro, ni siquiera en las películas. Tenía un pecho musculoso y dorado, con apenas un poco de vello.
Sus caderas eran estrechas, sus muslos anchos y fuertes.
Pero lo que más le llamaba la atención era aquel bulto en sus calzoncillos.
Le impresionaba saber que ella había causado aquella reacción. Que estaba excitado y que no tuviera vergüenza de mostrárselo.
Ella sintió la curiosidad de tocarlo, de sentir la presión de su erección. ¿Le importaría a él?
Iba a preguntárselo, cuando Pedro se acercó más a ella y metió los dedos por debajo de la cintura del vestido.
—Es injusto… —murmuró—. Si yo voy a estar medio desnudo, quiero que también tú lo estés.
Sin dejar de mirarla, tiró de su vestido y éste cayó a sus pies.
Luego Pedro bajó la mirada hasta el liguero y la minúscula tela de seda que la mujer de la boutique había insistido en llamar braguitas.
Nunca en su vida había usado algo tan diminuto y transparente. Pero la mujer le había dicho que iban con el liguero y el sujetador. Y después de haber comprado aquel vestido tan atrevido, le había dado igual llevarse el atuendo completo.
Ahora se alegraba de haberlo hecho. Por la mirada de deseo que tenía Pedro valía la pena la pequeña incomodidad y pudor que le causaba.
Pedro se lamió los labios y dijo:
—Recuérdame enviar una nota de agradecimiento a Victoria por compartir sus secretos con el resto del mundo.
—No las compré allí. Pero estoy segura de que la dueña de la tienda se alegrará de saber que te han gustado —respondió ella.
—Gustar es poco decir. Antes de que termine la noche les daré cinco estrellas de aprobación. Claro que al menos dos de ellas dependerán de lo fácil que sea quitarlas —Pedro se pasó la lengua por los labios y preguntó—: ¿Quieres averiguarlo?
Ella asintió suavemente.
Pedro se apoyó en una rodilla y le desabrochó el liguero por delante. Ella exclamó cuando la banda elástica pegó contra su piel.
—Lo siento —dijo él con picardía, como si no lo hubiera sentido.
Rodeó su trasero con sus manos y desabrochó el liguero por detrás. Pero no se molestó en hacerlo de forma que no le pegara en las piernas. El cuerpo de Paula se sobresaltó.
—Eso no ha sido agradable —dijo ella.
«Pero esto sí lo va a ser».
Entonces Pedro lamió la piel desnuda por encima del borde de la media. Y ella se estremeció.
—¡Oh, Dios! —suspiró, mientras intentaba que sus débiles piernas la sostuvieran.
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