sábado, 17 de marzo de 2018

CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 3




Paula se puso colorada por su propia audacia.


Al ver cómo la miraba Pedro, bajó la cabeza y puso el vaso en la mesa baja.


—Lo siento —dijo, incapaz de mirarlo—. No he debido pedirte eso.


Empezó a levantarse, pero Pedro le agarró la muñeca.


—Espera. No te vayas. Y no me pidas disculpas —comentó Pedro, haciéndola sentarse nuevamente—. Me has tomado por sorpresa, simplemente. He estado todo el tiempo tratando de no mirar tu boca, de no imaginarte desnuda. Estaba decidido a ser un caballero y ofrecerte un lugar donde pasar la noche… Me refiero a un lugar distinto de mi cama, quiero decir —agregó con una sonrisa—. Así que lo que menos me esperaba era que tú me pidieras que te besara.


Paula agitó la cabeza.


—Lo siento… No he debido…


—¡Eh! Ya te he dicho que no me pidas disculpas. Besar a una mujer guapa no es ningún sacrificio, ¿sabes?


Sus palabras la derritieron. Nadie la había llamado de ese modo. Él la había hecho sentirse guapa.


Paula se pasó la lengua por los labios y dijo:
—Entonces… ¿Vas a hacerlo? Me refiero a… ¿besarme?


Pedro sonrió.


—Sí. Voy a besarte. Sólo que… Espera un momento, ¿vale?


Paula sintió un cosquilleo en el estómago.


¿Por qué no la besaba ya? ¿Había hecho algo mal ella?


Paula cerró los ojos y se acercó a él.


—Paula —lo oyó decir—. Abre los ojos.


Paula obedeció. Y se encontró con la boca de Pedro a centímetros de la de ella. Y entonces, sin que su cerebro pudiera procesar nada más, Pedro la besó.


Sus labios eran como terciopelo, mientras su lengua dibujaba la línea de su boca. Después se adentró en ella.


A Paula la habían besado antes. Pero nunca de aquel modo. 


Nunca antes el solo contacto con unos labios había detenido su corazón. A pesar de la suavidad de Pedro, la estaba devorando, acariciándole la boca por dentro, jugando magistralmente con sus labios.


Cuando por fin la soltó, Paula se cayó hacia atrás en el sofá, y respiró profundamente.


«¡Guau!», pensó. Aquel beso había sido fenomenal.


Miró a Pedro y se dio cuenta de que su reacción tampoco había sido indiferente.


Paula tragó saliva. Luego se relamió el sabor de Pedro de sus propios labios. Pedro la miró con más intensidad, con más deseo. Y ella casi se derritió.


—¿Pensarías muy mal de mí si te digo que me gustaría volver a hacer eso? —preguntó ella, sorprendida ante su propia valentía para hacer aquella pregunta.


—No —respondió Pedro sin dudarlo—. Pero debes de haberme leído el pensamiento.


Pedro le acarició levemente la mejilla.


Ella nunca había sentido aquella sensación de deseo antes, de envolverse alrededor de otro ser humano. O de tenerlo envolviéndola.


Y de pronto supo que si se marchaba de aquel apartamento sin haber hecho el amor con Pedro Alfonso no se lo perdonaría.


—Después de que me vuelvas a besar, ¿crees que tendrás ganas de hacerme el amor también?


El deseo golpeó a Pedro quitándole la respiración. Aquello parecía una fantasía imaginada por él.


No recordaba ninguna oportunidad en que hubiera estado tan excitado como aquélla.


Pero, no obstante, sentía un deseo extraño de proteger a Paula.


—Paula. Tú eres una mujer hermosa, pero…


Paula lo acalló con una mano.


—Por favor… —susurró—. No digas que no. A no ser que no te sientas atraído por mí. Si es así, lo comprenderé.


—No es eso, créeme, no es eso.


—Entonces, tal vez puedas considerarlo como un regalo de cumpleaños. Para mí.


Pedro casi se ahoga. ¿No se daría cuenta Paula de lo difícil que le estaba resultando ser noble?


Pero no quiso pensar en las repercusiones que pudiera tener hacer el amor con ella. Se encargaría de ello más tarde.


Pedro se acercó a ella. Le acarició el pelo. Le puso un mechón detrás de la oreja y le sonrió.


—Quiero que estés segura de que quieres hacer esto, Paula. Quiero que seas tú quien lo decida, y no las dos o tres copas que te has bebido en el club.


—Han sido sólo dos. Y estoy muy, muy segura.


Pedro se alegró de oírlo. Tragó saliva y con un asentimiento de cabeza, se puso de pie. Luego tomó su mano y la invitó a seguirlo.


Había pensado en hacerla suya allí mismo, en la moqueta, o en el sofá. Pero era el cumpleaños de Paula, y se merecía algún detalle.


—Ven —le dijo Pedro, llevándola a su dormitorio.


Paula no miró su apartamento mientras lo atravesaban. No dejó de fijar sus ojos en él. Y él le acarició los nudillos de la mano mientras la llevaba.


Era una intimidad desconocida para él. Por alguna razón, aquella noche quería hacer las cosas despacio.


Cuando llegaron a su dormitorio, Pedro esperó su reacción.


—Nunca había visto una cama tan grande.


—Te gustará —respondió él. Se encargaría de que así fuera, pensó.


Paula se quedó quieta en medio de la habitación, mirando la cama como si fuera a morderla.


—No estés nerviosa, Paula. Iremos despacio…


Ella pestañeó. Luego lo miró.


—No estoy nerviosa. Sólo… Que no sé por dónde empezar.


Pedro se puso frente a ella y le agarró los hombros, y se los acarició suavemente.


—¿Por qué no empezamos con otro beso? El otro ha estado muy bien, ¿no crees? —dijo Pedro con una sonrisa pícara. Y ella lo recompensó con un estremecimiento de sus labios.


Pedro bajó la cabeza y rozó sus labios con su boca. Luego dejó que su lengua los dibujara. Entonces notó que Paula se relajaba con un suspiro. Ella se apoyó en él, rozándole el brazo con sus uñas.


Abrió los labios y se abandonó totalmente al beso, mordiendo, succionando, explorando, excitándolo más y más.


Y si antes había tenido alguna duda de hacer el amor a Paula, ahora no tenía ninguna. Ella estaba apretada contra él, besándolo muy apasionadamente como para que él pudiera resistirse a participar.


Pedro se movió mientras la besaba, y la dejó de espaldas a la cama. Ella sintió el borde de la cama detrás de sus rodillas. Entonces Pedro la hizo sentarse encima de la colcha de seda. 


Luego se sentó a su lado. Paula lo miró y él vio el deseo en sus ojos.


Aquella mujer provocaba en él cosas que nadie había provocado antes. Le aceleraba el corazón. Hacía que su sangre engrosase sus venas. Lo llevaba a una excitación casi dolorosa.


Esperaba que provocase el mismo efecto en ella. Por la expresión de su cara, le parecía que sí. Pero el vestido negro que llevaba no dejaba ver ninguna otra reacción física.


Pedro se apoyó en una rodilla encima de la alfombra, y le acarició los delgados tobillos por encima de las medias de seda. Y empezó a deslizar sus manos hacia arriba.


Notó que Paula respiraba agitadamente. Vio que su pecho se henchía llenando sus senos. ¡Cómo le habría gustado saborearla allí, besar su piel, mirar sus pezones…! ¿Cómo serían? ¿Oscuros como moras o pequeños y sonrosados como el capullo de una rosa?


Pedro le acarició las rodillas, por delante y por detrás. Luego siguió hacia arriba, acariciando sus muslos, acercándose más y más a su femineidad. Debajo del borde de su minúsculo vestido, encontró la suavidad de su piel desnuda. Pedro sintió un estremecimiento. Llevaba medias de verdad, con liguero, no pantys. Algo de encaje negro… O tal vez rojo…


De pronto deseó verla en ropa interior. Había tenido intención de quitarle los zapatos y las medias, buscar luego la cremallera del vestido. 


Pero ahora quería hacer otra cosa.


Se puso de pie, la hizo levantarse y le dijo sonriendo:
—Vamos a hacer otra cosa, ¿te parece?


Ella pareció nerviosa, y tímida. Pero después de un segundo asintió.


Pedro se quitó la chaqueta y la tiró encima de un sillón que había en un rincón. Luego se quitó los zapatos y se desabrochó el cinturón. No quiso intimidarla más quitándose más ropa, puesto que ella estaba totalmente vestida.


—¿Te importa…? —Pedro le señaló la cremallera del vestido.


Ella lo observó jugar con la cremallera. Y una vez más lo miró y asintió con la cabeza. Y entonces él bajó la cremallera.


Poco a poco, su delicado pecho quedó al descubierto. El vestido se aflojó, revelando una piel de porcelana y un sujetador de encaje sin tirantes.


Pedro tomó aliento. Luego se echó atrás y dijo:
—Ahora me toca a mí.


Se quitó la camiseta de algodón, y luego se bajó la cremallera de los pantalones. Se quitó los pantalones y se quedó frente a ella sólo con su boxer, abultado por su excitación.


Ella no podía respirar. Nunca había visto a alguien tan apuesto como Pedro, ni siquiera en las películas. Tenía un pecho musculoso y dorado, con apenas un poco de vello. 


Sus caderas eran estrechas, sus muslos anchos y fuertes.


Pero lo que más le llamaba la atención era aquel bulto en sus calzoncillos.


Le impresionaba saber que ella había causado aquella reacción. Que estaba excitado y que no tuviera vergüenza de mostrárselo.


Ella sintió la curiosidad de tocarlo, de sentir la presión de su erección. ¿Le importaría a él?


Iba a preguntárselo, cuando Pedro se acercó más a ella y metió los dedos por debajo de la cintura del vestido.


—Es injusto… —murmuró—. Si yo voy a estar medio desnudo, quiero que también tú lo estés.


Sin dejar de mirarla, tiró de su vestido y éste cayó a sus pies.


Luego Pedro bajó la mirada hasta el liguero y la minúscula tela de seda que la mujer de la boutique había insistido en llamar braguitas.


Nunca en su vida había usado algo tan diminuto y transparente. Pero la mujer le había dicho que iban con el liguero y el sujetador. Y después de haber comprado aquel vestido tan atrevido, le había dado igual llevarse el atuendo completo.


Ahora se alegraba de haberlo hecho. Por la mirada de deseo que tenía Pedro valía la pena la pequeña incomodidad y pudor que le causaba.


Pedro se lamió los labios y dijo:
—Recuérdame enviar una nota de agradecimiento a Victoria por compartir sus secretos con el resto del mundo.


—No las compré allí. Pero estoy segura de que la dueña de la tienda se alegrará de saber que te han gustado —respondió ella.


—Gustar es poco decir. Antes de que termine la noche les daré cinco estrellas de aprobación. Claro que al menos dos de ellas dependerán de lo fácil que sea quitarlas —Pedro se pasó la lengua por los labios y preguntó—: ¿Quieres averiguarlo?


Ella asintió suavemente.


Pedro se apoyó en una rodilla y le desabrochó el liguero por delante. Ella exclamó cuando la banda elástica pegó contra su piel.


—Lo siento —dijo él con picardía, como si no lo hubiera sentido.


Rodeó su trasero con sus manos y desabrochó el liguero por detrás. Pero no se molestó en hacerlo de forma que no le pegara en las piernas. El cuerpo de Paula se sobresaltó.


—Eso no ha sido agradable —dijo ella.


«Pero esto sí lo va a ser».


Entonces Pedro lamió la piel desnuda por encima del borde de la media. Y ella se estremeció.


—¡Oh, Dios! —suspiró, mientras intentaba que sus débiles piernas la sostuvieran.



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