sábado, 17 de marzo de 2018

CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 2





Algunas noches, Pedro Alfonso se quedaba en la oficina que tenía encima de la pista de baile, sintiendo el ritmo de la música vibrar a través de la estructura de acero inoxidable mientras trabajaba en su escritorio, o miraba, a través de las ventanas insonorizadas, cómo se divertían los clientes de su bar. Otras veces, como aquella noche, bajaba y echaba una mano detrás de la barra para mezclarse con la gente.


El Hot Spot era uno de los clubes nocturnos más importantes de Georgetown, y motivo de orgullo y de alegría para sus habitantes.


Había alquilado y reformado completamente el edificio hacía cinco años. Y desde entonces se había llenado todas las noches.


Alfredo y Karen Banks querían mucho a sus tres hijos y los habían apoyado en todo lo que habían querido hacer. 


Pero Pedro no había querido que sus padres respaldaran económicamente su nueva empresa. Quería que fuera exclusivamente suyo el éxito o el fracaso de cualquier proyecto personal que emprendiese.


Por supuesto que la idea de hacer algo por sí mismo y salir adelante solo no le había hecho gracia a Susana. Razón por la cual era su exesposa.


El divorcio no había entrado en sus planes, pero el estar soltero tenía sus ventajas, sobre todo para un hombre que era el dueño del club nocturno más popular de la ciudad.


Una rubia de formas sinuosas y grandes pendientes, vestida con un traje rosa ajustado, escotado casi hasta el ombligo, apoyó sus grandes senos en la barra. El modo en que lo miró mientras él le preparaba el cóctel, le hizo sospechar que tenía bastantes posibilidades de llevársela a su casa, si quería.


Gracias al Hot Spot, y a su personalidad, quería creer, su cama estaba vacía sólo cuando él quería que lo estuviera.


Le dio la copa a la rubia. Iba a inclinarse hacia delante para hacer su primer movimiento cuando un reflejo de oro al final de la barra llamó su atención. Giró la cabeza y vio la chaqueta verde oliva de polyester, el pelo negro brillante y las excesivas joyas de uno de los clientes habituales de su bar. El hombre, un tipo de mala fama, tenía la costumbre de estar alerta a todos los movimientos del bar, sobre todo si se trataba de mujeres.


Normalmente, Pedro lo consideraba inofensivo. O, al menos, pensaba que cualquier mujer lo suficientemente tonta como para salir con un gigoló se lo merecía. Pero Pedro miró a su acompañante de aquella noche y descubrió algo en su actitud que le chocó y le hizo sospechar que no pertenecía a su clientela habitual.


Su aspecto era el de una mujer de las que acudían a su bar. 


Llevaba un vestido negro ceñido y corto, el cabello rojizo voluminoso y con laca. Pero no la había visto bailar. No se estaba mezclando con la multitud, y no parecía estar interesada en lo que aquel individuo le decía al oído. Estaba mirando fijamente su bebida, y revolviéndola con una pajita. 


Observó al hombre deslizar un dedo por el brazo desnudo de la chica. Y a ésta alzar la mirada, sorprendida, como si acabase de despertarse de un sueño confuso. Luego la vio bajar la mirada y fijarla en los dedos que la acariciaban, tragar saliva y asentir con la cabeza.


El hombre de pelo engominado se levantó del taburete del bar inmediatamente. La mujer terminó su copa, agarró su bolso y lo siguió. 


Pedro sintió un nudo en el estómago.


Había algo que no iba bien. Normalmente no se metía en los asuntos de sus clientes, pero al ver aquella escena tuvo la sensación de ver una enorme y desagradable araña esperando cazar en su red a una diminuta e inocente mariposa.


Pedro caminó hacia el extremo de la barra, deteniéndose a medio camino para decirle al camarero de la barra que una vez más se marchaba de la barra.


Rodeó la barra y se puso frente al gigoló antes de que éste pudiera llevarse a la pelirroja quién sabe dónde. El hombre miró a Pedro. Éste lo miró. Pero luego decidió no perder el tiempo con él.


Dirigió su atención a la mujer y dijo:
—Hola —le dio la mano—. Soy Pedro Alfonso, el dueño del Hot Spot.


Ella lo miró mientras le daba la mano.


Quitando sus zapatos de tacón y el peinado, era muy baja.


Él generalmente estaba con mujeres altas, de piernas largas, que podían cuidarse a sí mismas. Lo opuesto a aquella criatura. Tal vez por ello había sentido esas repentinas ganas de protegerla de aquel depredador de chaqueta de polyester.


Pedro se inclinó hacia delante y le dijo al oído, alzando la voz para que pudiera oírlo por encima de la música alta.


—No quiero entrometerme, pero me da la impresión de que has bebido demasiado y me parece que deberías reconsiderar tu decisión de marcharte con este extraño. Como dueño del bar, quisiera que volvieras sana y salva a tu casa.


Ella asintió, y se puso a su lado.


—Lo siento, muchacho —le dijo al hombre, que se había puesto rojo de indignación—. Pero me parece que te voy a relevar a partir de aquí.


Sin esperar una respuesta, Pedro rodeó la cintura de la mujer y la llevó entre la multitud hasta la entrada del club. 


Luego salieron a la calle. Pedro miró alrededor para pedirle un taxi.


—¿Cómo te llamas? —preguntó Pedro.


Paula pestañeó, esperando que sus ojos se adaptaran de la oscuridad del club a la luz de la calle. No comprendía muy bien qué le había echo pasar de manos de un extraño a otro. 


Lo único que se le ocurría era que el primer hombre era un poco desagradable, y nada atractivo; mientras que el hombre que en aquel momento le tenía la mano era muy atractivo y le producía un cosquilleo en el vientre.


Tenía el cabello castaño oscuro, casi negro. Sus ojos parecían de color avellana, pero podrían ser verdes, y su chaqueta azul realzaba sus hombros anchos. Era alto también, tanto que ella se tenía que poner de puntillas para mirarlo, aun con sus tacones.


Después de echar una ojeada a su cuerpo tan masculino, lo miró a los ojos y recordó que le había preguntado cómo se llamaba.


Paula carraspeó y dijo:
—Paula. Paula Chaves.


—Paula —él sonrió levemente, produciéndole nuevamente aquella sensación de cosquilleo—. Es un nombre muy bonito. Entonces, dime, Paula Chaves, ¿llevas mucho tiempo asistiendo a clubes?


Ella dejó de tirar del bajo del vestido para taparse un poco más las piernas y consideró la pregunta. Sinceramente, no sabía de qué estaba hablando. Se había sentido así toda la noche, preguntándose qué le encontraba de divertido toda aquella gente a aquella música que les rompía los tímpanos. O al calor, o a los apretujones de tantos cuerpos en un sitio tan pequeño.


Pero en cuanto las chicas del salón de belleza que le habían cortado, teñido y peinado el cabello se habían enterado del plan que tenía para su cumpleaños, le habían insistido en que tenía que ir al club más popular de la ciudad para ligar con un hombre picante. Sospechaba que ellas hubieran disfrutado más de su plan que ella, pero tenía que admitir que sin la ayuda de ellas no hubiera llegado ni a la mitad de su plan.


También le habían pintado las uñas y la habían maquillado, y luego la habían mandado a una boutique donde una mujer alta, negra, de mechas fucsia la había embutido en aquel vestido negro de hombros descubiertos y le había puesto aquellos zapatos de tacón de aguja.


—Por tu reacción, me doy cuenta de que no llevas mucho tiempo —dijo él abriendo la puerta del taxi que había parado y haciéndola entrar.


Al ver que el desconocido se sentaba a su lado, Paula frunció el ceño. Le estaba bien empleado por querer tener un comportamiento alocado.


Aquella idea y el saber que aquel hombre atractivo y sofisticado se había dado cuenta de su inexperiencia le hizo sentir ganas de llorar. 


Sus ojos se llenaron de lágrimas.


—Eh, no te pongas así —Pedro extendió la mano y le secó una lágrima con el pulgar.


Con el movimiento se le abrió la chaqueta y ella tuvo un atisbo de su pecho, ancho, debajo de una camiseta negra.


—Me di cuenta de que no eras una cliente habitual de clubes en cuanto te vi —continuó él—. Pero eso no quiere decir que no seas bienvenida en el Hot Spot. Me alegro de que hayas venido a conocerlo —sonrió.


Aquella sonrisa relajó un poco a Paula. Él era muy amable con ella, y si era verdad que era el dueño del establecimiento, tendría mejores cosas que hacer que consolar a una clienta. No obstante, empezaba a creer que había tenido suerte de ser rescatada por Pedro antes de marcharse con aquel hombre de la chaqueta de polyester.


¿Qué le había pasado que había estado dispuesta a irse con él? Tampoco estaba tan desesperada por perder la virginidad, ¿no?


—¿Dónde vives, Paula? Le diré al taxista que te lleve.


Paula estaba a punto de decirle la dirección. 


Pero si se la decía, el taxista la dejaría en su casa y luego volvería con Pedro al club. La noche habría terminado sin un solo acto de abandono. Todos sus esfuerzos por encontrar un nuevo peinado, ropa diferente, y supuestamente una nueva actitud, serían en vano, y ella seguiría siendo una virgen de treinta y un años.


El alcohol que había consumido antes amenazó con producirle náuseas.


—¡No! —exclamó.


—¿No? —preguntó Pedro, confundido y divertido por su repentina exclamación.


Paula agitó la cabeza.


—No quiero ir a casa. Acababa de llegar al bar. Es mi cumpleaños y no voy a irme a mi casa hasta…


—¿Hasta?


—Hasta que esté dispuesta a marcharme —respondió.


—¿Quiere eso decir que quieres volver a entrar al bar? —preguntó Pedro—. Porque no me parece buena idea. Ya has bebido… ¿dos o tres martinis, quizás? No te ofendas, pero no da la impresión de que puedas beber mucho más. Y el tipo que ha intentado ligar contigo está aún allí, así que probablemente vuelva a intentarlo. ¿De verdad quieres eso?


No, realmente, no. Pero si se marchaba en aquel momento lo único que haría sería acurrucarse y llorar hasta dormirse. Y luego estaría tan decepcionada de sí misma que no se volvería a levantar.


Paula levantó la barbilla y dijo:
—No me importa. No voy a irme a casa todavía.


—Si no quieres irte a casa, y no quieres volver a entrar al Hot Spot, ¿adónde quieres ir?


La idea se le iluminó en la mente mágicamente, y el shock le dio un escalofrío al sentir que estaba haciendo una travesura.


—A tu casa.


Lo vio alzar las cejas por la sorpresa. Y entonces ella pensó que, después de todo, debía de tener algunos genes de chica mala en su ADN.


—A mi casa… ¿Estás segura?


Paula tragó saliva y le sostuvo la mirada. Apretó el bolso y sin mirarlo, asintió.


Pedro la miró un largo minuto, inhalando la esencia de su perfume, que afectaba directamente sus partes bajas.


No sería la primera vez que llevase a una mujer a su casa. 


Pero nunca ponía la vista en chicas menuditas que se ponían alegres con un par de copas. Las mujeres con las que se marchaba sabían exactamente en qué se estaban metiendo, y muchas veces iban al club precisamente con ese propósito.


Pero había algo intrigante en Paula. En su forma de caminar, como una jirafa recién nacida, revelándole que no solía usar zapatos de tacón tan altos como aquéllos. Lo notaba en aquella forma de tirar del bajo de su vestido para taparse, como si no estuviera acostumbrada a la ropa sexy.


Por la razón que fuera, Pedro no estaba dispuesto a prescindir de su compañía todavía.


Pedro se volvió al taxista y le dijo:
—Ya la ha oído. Vamos a mi casa —y le dio su dirección.


Esperaba no haber cometido un terrible error.


Pedro la hizo pasar. Dejó las llaves en una mesa y la observó caminar a través de la alfombra hacia el ventanal con vistas a la ciudad.


—¿Te apetece beber algo? ¿Algo sin alcohol?—preguntó Pedro.


Paula giró la cabeza. A pesar de su aspecto de mujer fatal, Pedro volvió a percibir cierta inocencia en ella.


Claro que los clientes del Hot Spot iban al bar por muchas razones. A veces incluso para mezclarse entre la gente, simplemente. ¿Por qué Paula iba a ser diferente? ¿Y qué diablos le importaba a él?


—Sí, algo sin alcohol, por favor —sonrió Paula.


—¿Un refresco, por ejemplo?


Paula asintió con la cabeza y volvió a mirar por la ventana.


—Feliz cumpleaños —le dijo Pedro, dándole una coca-cola con hielo—. ¿No era por eso por lo que estabas en el club?


Paula se dio la vuelta.


—Quería hacer algo divertido por una vez en la vida —respondió ella después de asentir.


—¿Y lo has hecho? Quiero decir, ¿te has divertido?


Los ojos de Paula se oscurecieron. Parecían granos de café, pensó Pedro. O un añejo ron.


—No lo sé, todavía —contestó Paula en voz baja, sensualmente, con incitante voz.


Sin saber por qué, sus palabras y su voz le produjeron un intenso calor. Y Pedro se excitó.


Hasta aquel momento no había pensado en ella en esos términos… O al menos había intentado no hacerlo. Pero no había duda del significado de las palabras de Paula, y todas sus buenas intenciones de ser un buen chico, de entretenerla un rato y llevarla a casa se habían evaporado.


Pedro apretó el vaso que tenía entre los dedos. 


Ella era inocente. Tenía que recordarlo y no aprovecharse de la situación.


Hizo un esfuerzo por reprimir sus ganas de llevarla a la cama y sorbió su bebida. Luego le hizo un gesto hacia el sofá.


—¿Quieres sentarte? —le dijo.


Le pareció que un brillo de decepción atravesaba aquellos ojos marrones de Paula. 


Luego la vio moverse hacia el sofá.


Pedro se sentó a su lado.


—Me gusta tu apartamento —dijo Paula, mirando su moderna decoración.


—Gracias.


Pedro sabía que su apartamento tenía aspecto de vivienda de soltero, y eso era precisamente lo que había querido cuando había contratado al decorador.


—Puedes quedarte a pasar la noche, si quieres —dijo—. Hay una pequeña habitación de invitados. Si es que no quieres volver a tu casa esta noche.


Paula lo miró.


—Ya te he incomodado demasiado. No quiero ser una molestia.


Él sintió una punzada de algo en el estómago, parecido al arrepentimiento. Hacía un momento ella había parecido dispuesta a ofrecerse a él. Y ahora quería marcharse. Y de pronto él no quería que lo hiciera.


Antes de que él contestase, Paula suavemente agregó:
—Hay un favor que quisiera pedirte, si no te parece demasiado descarado por mi parte…


Pedro agitó la cabeza, deseoso de hacer cualquier cosa para retenerla un rato más.


—¿De qué se trata?


Paula respiró profundamente y se lamió el labio inferior. 


Pedro se excitó más.


—¿Podrías besarme, por favor?



CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 1





Desde el mismo momento en que Paula Chaves abrió los ojos, supo que aquél no sería un típico viernes de septiembre. ¡Oh! Por supuesto que se levantaría, se vestiría y se iría al trabajo como cualquier otro día, pero… Miró al techo, intentando comprender por qué se sentía tan extraña, casi deprimida.


Entonces se acordó. Era su cumpleaños. Y no cualquier cumpleaños, sino su cumpleaños número treinta y uno.


Con un gruñido, se destapó y salió disparada al cuarto de baño. Treinta y un años. Pero se sentía como si tuviera cincuenta. ¿Cómo era posible que hubiera pasado tanto tiempo? ¿Y cuándo se había transformado en poco más que un hámster que da vueltas en una rueda, haciendo todos los días lo mismo, sin cambiar siquiera de escenario?


Los veintinueve habían llegado y se habían ido. Apenas se había dado cuenta de los treinta, sobreviviendo a ellos sin asomo de ninguna temprana crisis de mediana edad. Pero treinta y uno…


La idea de cumplir treinta y un años la tenía malhumorada desde hacía semanas.


Y ahora su cumpleaños había llegado y ya era oficialmente una virgen de treinta y un años.


Una especie de solterona.


¡Oh, Dios! Lo único que le faltaba era una casa llena de gatos. Afortunadamente, el edificio de apartamentos no permitía tener animales domésticos, si no, probablemente hubiera cumplido también con ese requisito del estereotipo. 


No obstante, tenía unos cuantos gatos de cerámica distribuidos por su vivienda.


¿Cómo era posible que una mujer de treinta y un años, más o menos atractiva, no se hubiera ido nunca a la cama con un hombre?, se preguntó Paula. Apretó el tubo de dentífrico sobre el cepillo de dientes y empezó a lavárselos.


No le sorprendía. Sus padres habían sido demasiado sobreprotectores con ella de pequeña, y ella había sido tímida y un poco ratón de biblioteca durante el instituto. 


Había salido con algunos chicos muy majos durante la época de la Universidad. Pero ninguno de ellos había conseguido que le diera un vuelco el corazón, ni que le latiese tan aceleradamente que se le saliera del pecho. Y suponía que nunca había correspondido a sus avances eróticos por eso precisamente.


Después de enjuagarse la boca, se lavó la cara y se la secó. 


Luego levantó la cabeza y se miró al espejo.


Volvió a su dormitorio y miró en su armario ropero. Por primera vez se dio cuenta de que toda la ropa era prácticamente igual. Vestidos de diseños casi infantiles estampados con flores. ¡Dios! ¡No podían ser más ñoños!


Cerró el armario y suspiró, disgustada. Tenía treinta y un años y todavía se vestía como en la época del instituto. Y sabía, sin mirarlos, que todos los zapatos que tenía eran planos y de color negro o marrón. Seguía llevando el cabello liso y largo hasta media espalda, con un flequillo cortado con precisión militar.


Era suficiente para que cualquiera se refugiase debajo de las mantas y no volviera a salir de allí.


Paula se sintió molesta. No iba a dejar que pasara otro año sin un intento, al menos, de sacarle provecho a la vida.


Se giró en la cama y agarró el teléfono. Llamó de memoria a la Biblioteca Pública de Georgetown. Cuando contestó Marilyn Williams, la jefa de los bibliotecarios, y jefa suya, Paula fingió una tos ronca y pidió el día libre.


Marilyn se quedó sorprendida por su petición, teniendo en cuenta que Paula jamás había pedido un día libre por enfermedad, pero enseguida se lo concedió y le dijo que pediría a alguno de los bibliotecarios a tiempo parcial que la reemplazara, si había demasiado trabajo.


En cuanto colgó, Paula se quitó su camisón verde menta, también estampado con pequeñas flores, y se puso una túnica lamentablemente pasada de moda y unos zapatos. 


Agarró la guía telefónica y buscó salones de belleza, y boutiques de moda, para empezar.


No sabía exactamente cuál era su plan, pero con suerte, aquél sería su último día de virgen de treinta y un años.





CAMBIOS DE HABITOS: SINOPSIS




Cumplía 31 años y se había dado un plazo de veinticuatro horas para hacer un cambio radical en su vida.


8:00 a.m. Llamar a la biblioteca para decir que estoy enferma.


8:01 a.m. Buscar el número de una esteticista de emergencia.


10:00 —12:00 Peluquería. Adiós al aburrido pelo castaño, bienvenido el pelirrojo.


12:00 —5:00 p.m. Manicura. Maquillaje. Ropa.


10:00 p.m. Llegar al club como si estuviera acostumbrada a ir a sitios así.


11:00 p.m. Defenderse de las insinuaciones de los babosos y de la sensación de haber fracasado.


11:30 p.m. Refugiarse en los brazos de Pedro Alfonso. No permitir que la caballerosidad del guapísimo propietario del club impida el éxito de la misión.


Cuando se apaguen las luces: perder la virginidad… por fin.





viernes, 16 de marzo de 2018

EN LA NOCHE: EPILOGO





-Por aquí no se va a mi restaurante –dijo Paula, girándose en el asiento para mirar a Pedro-. ¿Adónde vamos?


Pedro le dedicó una de sus adorables sonrisas.


-Vamos a dar una vuelta. Has estado muy ocupada preparando las cosas para la inauguración, la semana que viene, y he pensado que ésta es la única manera de poder estar a solas contigo esta noche.


-Eso es un secuestro, Pedro –protestó, riendo.


-Pues llama a la policía –respondió él con una sonrisa maliciosa.


Paula estalló en una carcajada.


Habían pasado tantas cosas en las semanas siguientes al juicio que aún no se podía creer los cambios que había experimentado su vida. 


Habían declarado a Fitzpatrick culpable de sus cargos y se hallaba entre rejas. Su red de blanqueo había desaparecido, y la compañía de seguros había entregado la recompensa justa a tiempo para que Paula cerrara el contrato de compra del restaurante de sus sueños.


Y, hablando de sueños, su restaurante no era el único sueño que se había hecho realidad. Cada noche que pasaba con Pedro. Cada mañana que despertaba en sus brazos. El amor que compartían. El amor era una auténtica aventura.


Pedro accionó el intermitente y giró por una calle conocida.


Paula levantó las cejas con asombro.


-Pero ésta es la casa de Christian.


-Has acertado.


-¿Y qué hacemos aquí?


-Recoger la cena.


-¿Por qué?


-Yo no sé cocinar. Espera aquí.


Como en un sueño, Paula se quedó mirándolo mientras pasaba entre un mar de furgonetas de catering, hacia la entrada de la cocina. Esther y Judith debían estar esperándolo. Le entregaron una fiambrera envuelta en plástico. Después saludaron con la mano a Paula mientras él volvía al coche.


Paula siguió observando a Pedro mientras depositaba la comida cuidadosamente en el asiento.


-Bueno. ¿Qué te pasa ahora? Ya te lo he dicho. No sé cocinar, por eso he contratado los servicios de Chaves Catering para que nos hagan la comida.


-¿Has contratado a mi familia? ¿Y Christian ha accedido?


-Ha pasado mi llamada a Esther. Judith estaba allí en ese momento y la ha ayudado a preparar la comida.


A juzgar por el aroma que inundaba el coche, las dos mujeres se habían esmerado.


-Siento lo de Christian. Espero que no haya estado desagradable.


-No espero que cambie su actitud hacia mí de la noche a la mañana –dijo Pedro, encogiéndose de hombros-. Lo mismo sucede con el resto de tus hermanos. Tienen razones para no aceptarme.


-Será mejor que se hagan a la idea de que estamos juntos –dijo Paula con firmeza-. No estoy dispuesta a tolerar que…


-No te preocupes –dijo Pedro, poniéndole la mano en la rodilla-. No van a conseguir echarme.


Paula suspiró. Además de querer protegerla tanto como de costumbre, sus hermanos seguían enfadados por el engaño del falso compromiso.


-¿Con quién hablabas por teléfono esta tarde?


-Con Javier. Creía que estabas trabajando en los presupuestos.


-Ya están hechos. ¿Estás planeando ya tu próximo caso?


-No. He solicitado un traslado.


-¿Por qué? Creía que te gustaba trabajar con Javier.



-Así es, pero él está de acuerdo con mi decisión. Voy a empezar a trabajar en el departamento de delincuencia juvenil –la miró con seriedad-. Creo que puedo ayudar bastante a los jóvenes delincuentes.


Por fin pensaba de forma positiva de sí mismo. 


El trabajo con los delincuentes juveniles lo ayudaría a superar su propia juventud. Era el ejemplo ideal de que las cosas se podían cambiar, de que podía haber un futuro para ellos.


La idea de correr riesgos ya no la asustaba. El amor tenía sus riesgos, pero también tenía sus compensaciones.


Se acomodó en el asiento y sonrió, mirando a Pedro, que conducía entre el tráfico nocturno. De repente, su sonrisa se borró cuando supo adónde se dirigían.


-¿Qué hacemos aquí?


-Recoger provisiones –respondió mientras aparcaba frente a la casa de los Chaves-. Ahora mismo vuelvo. Tu madre me ha dicho que lo dejaría junto a la puerta.


Cuando Paula quiso reaccionar, Pedro ya había salido del coche y se dirigía a la entrada. Vio, con extrañeza, que poco después regresaba con una caja de cartón, una mesa plegable y dos sillas. Guardó todo en el maletero y, sin ninguna explicación, arrancó el coche.


Tres manzanas después paró de nuevo, esta vez en el parque que había cerca del colegio. La sorpresa de Paula continuó en aumento cuando vio que Pedro se bajaba del coche y sacaba todo lo que había ido recogiendo por el camino. 


Paula recordaba claramente la última vez que habían estado allí. Había sido justo antes de la primera cena en casa de sus padres. Habían dado un paseo hacia el sauce. En aquel momento, Pedro se dirigió hacia el mismo lugar.


Al cabo de un rato regresó junto a ella y la invitó a seguirlo.


La condujo por la hierba hasta una mesa, bajo el sauce. Paula observó con incredulidad todos los detalles, desde el mantel blanco hasta el par de velas encendidas.


-Pero ¿qué es todo esto?


-La gente suele tener esta oportunidad una vez en la vida –dijo Pedro, sentándose junto a ella y llenándole la copa con vino-. Recuerdo que la última vez que hice esto pensé que no era apropiado, que debería hacerlo de otra manera.


El corazón de Paula empezó a latir aceleradamente.


-Oh, Pedro


-Pero, como tú dices, no podemos cambiar el pasado. A partir de ahora, quiero concentrarme en nuestro futuro.


-¿Nuestro futuro? Me gusta.



-No quiero medir el tiempo en días, Paula. Quiero mucho más –tomó su mano y se la llevó a los labios-. Lo quiero todo. Quiero que tengamos todo lo que fingimos tener. Una familia. Un futuro.


-Yo también, Pedro.


Se llevó la mano de Paula a los labios y fue besando sus dedos uno a uno.


-Quiero estar junto a ti el resto de mi vida –dijo Pedro, con la mirada tan firme como las palabras-. Ya sé lo que piensas del matrimonio, pero espero ser capaz de convencerte de que cambies de opinión.


-¿Qué intentas decir?


Pedro se metió la mano en el bolsillo y sacó un anillo. Lo colocó cuidadosamente en el dedo de Paula.


-Esta vez no quiero que sea una farsa. Quiero que todo sea verdad.


Paula contuvo la respiración y se miró la mano. La luz de las velas iluminaba la alianza de oro, con flores de manzano talladas.


-¿Qué…? ¡Es mi anillo!


-Siempre ha sido tuyo.


-Pero ¿cómo…? Creía que lo habías devuelto.


-Por algún motivo, siempre se me olvidaba. Creo que, en cierto modo, supe desde el principio que no iba a permitir que esto terminara –sonrió-. Bueno, Paula, ¿quieres casarte conmigo?


-Sí, Pedro. Sí quiero, pero con una condición.


-Dime cuál es. Haré cualquier cosa que me pidas.


Paula apoyó los brazos en la mesa y rodeó la cara de Pedro con las manos.


-Esta vez el noviazgo no será tan largo.


FIN