sábado, 17 de marzo de 2018

CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 1





Desde el mismo momento en que Paula Chaves abrió los ojos, supo que aquél no sería un típico viernes de septiembre. ¡Oh! Por supuesto que se levantaría, se vestiría y se iría al trabajo como cualquier otro día, pero… Miró al techo, intentando comprender por qué se sentía tan extraña, casi deprimida.


Entonces se acordó. Era su cumpleaños. Y no cualquier cumpleaños, sino su cumpleaños número treinta y uno.


Con un gruñido, se destapó y salió disparada al cuarto de baño. Treinta y un años. Pero se sentía como si tuviera cincuenta. ¿Cómo era posible que hubiera pasado tanto tiempo? ¿Y cuándo se había transformado en poco más que un hámster que da vueltas en una rueda, haciendo todos los días lo mismo, sin cambiar siquiera de escenario?


Los veintinueve habían llegado y se habían ido. Apenas se había dado cuenta de los treinta, sobreviviendo a ellos sin asomo de ninguna temprana crisis de mediana edad. Pero treinta y uno…


La idea de cumplir treinta y un años la tenía malhumorada desde hacía semanas.


Y ahora su cumpleaños había llegado y ya era oficialmente una virgen de treinta y un años.


Una especie de solterona.


¡Oh, Dios! Lo único que le faltaba era una casa llena de gatos. Afortunadamente, el edificio de apartamentos no permitía tener animales domésticos, si no, probablemente hubiera cumplido también con ese requisito del estereotipo. 


No obstante, tenía unos cuantos gatos de cerámica distribuidos por su vivienda.


¿Cómo era posible que una mujer de treinta y un años, más o menos atractiva, no se hubiera ido nunca a la cama con un hombre?, se preguntó Paula. Apretó el tubo de dentífrico sobre el cepillo de dientes y empezó a lavárselos.


No le sorprendía. Sus padres habían sido demasiado sobreprotectores con ella de pequeña, y ella había sido tímida y un poco ratón de biblioteca durante el instituto. 


Había salido con algunos chicos muy majos durante la época de la Universidad. Pero ninguno de ellos había conseguido que le diera un vuelco el corazón, ni que le latiese tan aceleradamente que se le saliera del pecho. Y suponía que nunca había correspondido a sus avances eróticos por eso precisamente.


Después de enjuagarse la boca, se lavó la cara y se la secó. 


Luego levantó la cabeza y se miró al espejo.


Volvió a su dormitorio y miró en su armario ropero. Por primera vez se dio cuenta de que toda la ropa era prácticamente igual. Vestidos de diseños casi infantiles estampados con flores. ¡Dios! ¡No podían ser más ñoños!


Cerró el armario y suspiró, disgustada. Tenía treinta y un años y todavía se vestía como en la época del instituto. Y sabía, sin mirarlos, que todos los zapatos que tenía eran planos y de color negro o marrón. Seguía llevando el cabello liso y largo hasta media espalda, con un flequillo cortado con precisión militar.


Era suficiente para que cualquiera se refugiase debajo de las mantas y no volviera a salir de allí.


Paula se sintió molesta. No iba a dejar que pasara otro año sin un intento, al menos, de sacarle provecho a la vida.


Se giró en la cama y agarró el teléfono. Llamó de memoria a la Biblioteca Pública de Georgetown. Cuando contestó Marilyn Williams, la jefa de los bibliotecarios, y jefa suya, Paula fingió una tos ronca y pidió el día libre.


Marilyn se quedó sorprendida por su petición, teniendo en cuenta que Paula jamás había pedido un día libre por enfermedad, pero enseguida se lo concedió y le dijo que pediría a alguno de los bibliotecarios a tiempo parcial que la reemplazara, si había demasiado trabajo.


En cuanto colgó, Paula se quitó su camisón verde menta, también estampado con pequeñas flores, y se puso una túnica lamentablemente pasada de moda y unos zapatos. 


Agarró la guía telefónica y buscó salones de belleza, y boutiques de moda, para empezar.


No sabía exactamente cuál era su plan, pero con suerte, aquél sería su último día de virgen de treinta y un años.





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