domingo, 14 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 14




—¿Pasa algo? —preguntó Pedro desde el timón de su yate de lujo, el Liberte IV.


Paula cerró su teléfono móvil y frunció el ceño. Estaban a una hora de Wellington y su móvil había dejado de funcionar.


 Normalmente tenía cobertura cuando hacía el viaje en ferry.


—Una de las chicas de nuestro programa de ayuda social se ha escapado. Russ quiere que la busquemos.


Leticia tenía catorce años. Procedía de una familia muy numerosa que estaba pasando por un mal momento. Eran personas cariñosas y buenas, que estaban recibiendo el apoyo de la iglesia y de la Fundación Elpis, pero dos noches antes, Leticia había discutido con sus padres porque quería un teléfono móvil y éstos no podían permitírselo, y no habían vuelto a verla desde entonces.


—Debe de estar con alguna amiga.


Eso esperaba Paula. De hecho, ella también se había ido a casa de alguna amiga con catorce años.


—Vino aquí hace un par de semanas. Estuvimos trabajando.


—¿En el albergue?


Ella asintió mientras comía un trozo de cruasán todavía caliente.


—Hemos venido un par de veces para limpiar el sitio y quitar la moqueta vieja. Leticia se lo pasó muy bien y no ha dejado de hablar de ello en casa.


—¿Y Russ cree que es posible que haya vuelto?


Paula le dio un trago a su café.


—No sé cómo. No tiene dinero para el ferry —aquella conversación le recordó algo—. Por cierto, ¿te importaría que nos trajésemos unas cosas que se quedaron la última vez? Herramientas y comida que dejamos para la siguiente ocasión.


Él asintió.


Paula había llegado a Aotea Marina a las ocho en punto. Pedro la había ayudado a subir a bordo y se había concentrado en pilotar el yate. El tiempo de viaje estimado era de menos de cuatro horas, por lo que podrían volver en el día.


Para Paula, ésa era la única opción. Seguía molesta con las tácticas de Pedro para hacerla ir allí, pero, por el momento, le estaba siguiendo la corriente.


—¿Por qué os pusisteis a arreglar el albergue si teníais pensado subastarlo?


—Al principio no tenía la intención de venderlo. Quería arreglarlo, para las familias que nunca pueden irse de vacaciones, pero era sólo un sueño.


—¿Por qué?


Paula miró a Pedro. Parecía haber nacido para navegar. 


Vestía unos pantalones chinos color tostado, mocasines sin calcetines y una camisa blanca que llevaba por fuera de los pantalones. Agarraba el timón con fuerza, era el dueño de su destino.


Y ella debía dejar de admirar sus atributos físicos y recordar que había ido allí obligada.


—No lo había pensado bien. Las personas necesitadas no quieren ir de vacaciones, quieren ayudas tangibles, que puedan ver en sus monederos o en su mesa. Mis intenciones eran buenas, pero…


Paula no tenía ni idea, ¿cómo iba a tenerla, tal y como había sido su niñez?


Pedro frunció el ceño.


—Pues a mí no me parece tan descabellado. ¿Acaso sólo necesita vacaciones quien tiene dinero?


—No. por supuesto que no.


—Entonces, ¿por qué cambiaste de idea?


—Porque esperábamos tener objetos de más valor para la subasta. Como no surgieron, pensé que la propiedad sería una buena tarjeta de presentación y aportaría bastante dinero a los fondos.


—¿Conseguiste lo que esperabas?


«¿Pasar más tiempo contigo?", pensó ella inmediatamente. 


Así era como habían salido las cosas, pero Paula sabía que no era lo que necesitaba. Se limitó a asentir.


—¿Y por qué lo mantienes todo en secreto, Paula? La mayoría de mujeres en tu posición estarían ansiosas por contarle al mundo entero todas las obras buenas que hacen.
Tenía razón, pero ella estaba harta de que la mirasen por encima del hombro por ser rica.


—Es mejor así —contestó—. Nadie me toma en serio, pero esto, la fundación, es algo muy serio. Muchas personas dejarían de apoyarla si supiesen que yo estoy detrás. No sé si viste un titular que se refería a mí hace u es semanas y me tachaba de tacaña.


Pedro asintió.


—Algo referente a unos botes de champú en oferta.


—Una mujer me hizo una fotografía comprando media docena de botes a mitad de precio en el supermercado. Ni ella ni el periódico se molestaron en averiguar que los estaba comprando para un mercadillo benéfico que estaba organizando Russ. Tal vez debería cubrirme de harapos cuando vaya a hacer ese tipo de cosas.


—Eso sería un crimen —bromeó Pedro, aunque la miraba de manera comprensiva.


Paula apartó la vista.


—Yo me lo he buscado. Es por cómo me comportaba antes. Nadie quiere verme como a otra cosa que una niña rica y mimada.


—Estás siendo demasiado dura contigo misma —comentó Pedro—. Hay muchas personas que están yendo mucho más lejos.


Tenía razón.


—Háblame de Elpis. Significa esperanza, ¿verdad? ¿Tiene algo que ver con la caja de Pandora?


—Técnicamente era un tarro —murmuró Paula, sorprendida por el interés de Pedro—. Un castigo de Zeus para la humanidad. Se lo confió a Pandora y cuando ésta lo abrió, se perdieron todos los bienes destinados a los hombres, salvo la esperanza —se encogió de hombros—. O algo así.


El nombre se debía al interés de Russ por la mitología griega.


—¿Y fuiste tú quién creó la fundación, lo financiaste todo?


Paula asintió. Seguro que Pedro estaba pensando que había sido con el dinero del edificio que había pertenecido a su padre.


—Sí, con el fondo fiduciario procedente de la propiedad de tu padre, pero eso ya lo sabes.


—¿Crees que quiero reclamarte ese dinero, Paula?


Ella volvió a mirarlo a la cara.


—No.


—¿Te sientes culpable por ello? ¿Por eso das ese dinero?


Ella misma lo había pensado. Tenía mucho dinero, aparte del de ese fondo en particular. ¿Por qué se le había ocurrido montar la fundación un año antes, cuando había vencido el fondo?


—¿Te parece que me siento culpable?


Él sonrió.


—Culpable de ser demasiado buena y demasiado dura contigo misma, tal vez.


¿Demasiado buena? Paula se preguntó si alguien la vería así, en especial su padre, si salía a la luz su aventura con Pedro Alfonso.


—No soy un ángel. Sólo tengo demasiado tiempo libre.


—¿Nunca has tenido planes o ambiciones propias?


A Paula le gustaba el arte, pero era más un pasatiempo que una carrera.


—Papá no me ha imbuido exactamente una buena ética laboral.


Lo triste era que ella se había dejado llevar. Había aceptado todos sus regalos y se había aprovechado de la situación.


—Seguro que podía haberte dado trabajo en una de sus numerosas empresas.


Paula rió.


—Mi padre no cree que las mujeres deban trabajar. No sé cómo consigue que no lo demanden por discriminación sexual, por no contratar a mujeres —miró a Pedro de reojo—. Y tú eres la última persona a la que debía haber contado eso.


Pedro volvió a mirarla fijamente.


—Yo estoy de tu parte, Paula.


A ella se le encogió el corazón, algo en su interior le decía que era cierto. De repente, encontró sentido a lo que le había dicho la otra noche, en el baile, que quería más. 


Aquello no tenía nada que ver con el sexo, ni con la reanudación de su anterior relación. Por algún motivo, Pedro Alfonso quería algo más de ella. Y eso iba a causarle muchos problemas a su corazón.


Guardó silencio. Hizo caso omiso de sus últimas palabras.


—¿Nunca has pensado en marcharte, establecerte en otro sitio?


—Echaría demasiado de menos a mamá.


Aquello era cierto sólo en parte. Saul era un animal social, mientras que Eleonora era más casera. Todo el mundo sabía que su padre tenía una amante desde hacía años, pero, no obstante, su mujer y su hija siempre eran lo primero. Lo cierto era que su madre se quedaría muy sola si Paula se marchaba de Wellington.


Hacía un precioso día de sol y Paula preguntó a Pedro desde cuándo tenía ese barco tan grande. Él le dijo que era alquilado.


—Tenía uno parecido, pero lo vendí hace tres años. No tenía tiempo para disfrutarlo.


—¿Ocuparás el puesto de tu padre cuando se jubile?


Paula sabía que su padre y Rogelio Alfonso tenían más o menos la misma edad. Su madre quería que su padre se jubilase, pero ella sabía que lo sacarían de su despacho dentro de una bolsa de plástico. Siempre se había lamentado de no tener un hijo al que entregarle el testigo, y también culpaba de ello a Rogelio Alfonso.


—En eso estoy trabajando.


Ella se preguntó por qué parecía tan triste, pero no le dio demasiadas vueltas.


Después de un rato, Paula bajó a explorar el yate, y la sorprendió lo lujoso que era. El salón estaba amueblado de manera exquisita, la cocina era casi como la suya de casa, los cuartos de baño eran muy bonitos. Y descubrió que había dos camarotes, ambos con enormes camas.


A pesar de tener la intención de volver a dormir a Wellington, le tranquilizaba saber que podían pasar la noche allí si surgía algún problema.


Pararon en la punta de Marlborough Sounds y Pedro, tal y como le había dicho, había preparado un fantástico picnic con pan, queso, embutidos y cangrejos. De postre había una tarta de moras. Y vino, pero Paula no quiso, ya que quería mantener la cabeza fría con Pedro tan cerca, sobre todo, dado que él tampoco bebía.


Después de la comida bordearon las bonitas bahías que llevaban al embarcadero que daba al albergue.


—No esperes demasiado —le advirtió Paula mientras recogía la comida, antes de anclar el yate—. Ha estado deshabitado desde que lo cerraron como albergue, hace siete años. El dueño falleció, alguien de la familia impugnó el testamento y ha sido motivo de una trifulca hasta hace dos meses, que yo lo compré.


El embarcadero era pintoresco y resistente, pero la sonrisa de Pedro desapareció cuando vio la deteriorada fachada de la casa.


—¿Cuántas veces habías estado aquí?


—Tres o cuatro.


Paula le tendió las llaves y se preguntó, preocupada, si Pedro iba a romper el contrato incluso antes de entrar en la casa. Era cierto que estaba en muy mal estado, pero tenía algunas características a considerar y el lugar en el que se encontraba merecía la pena.


Se pasaron la primera hora en la parte de arriba y descubrieron que los tres baños necesitaban serias reformas. Los siete dormitorios estaban anticuados, pero no tenían humedades y Pedro pareció algo más entusiasmado cuando le enseñó las vistas.


En el piso de abajo había tres salones. Uno de ellos tan enorme que podría haber sido un salón de baile, con unas bonitas vidrieras que parecían estar intactas. Otro era más pequeño, y tenía un jardín de invierno con unas maravillosas vistas al mar. Finalmente, estaba el comedor, que daba a la cocina. El papel de la pared estaba cayéndose, y la pintura de los armarios de la cocina también, pero era grande y luminosa.


Paula entró en la cocina, esperando haber solucionado en su último viaje los problemas de roedores.


La bolsa de deporte que había dejado en la mesa de la cocina la última vez estaba abierta, y había una caja de té a su lado.


Le resultó curioso, ya que habría jurado que lo había guardado todo.


—Ya he visto esto antes —comentó Pedro desde el comedor.


Paula se volvió a mirarlo y vio que estaba observando el mural de la pared.


Cerró la bolsa y se preguntó cuál de los niños se había comido la caja entera de galletas.


—O algo parecido —añadió Pedro acercándose más—. No está firmado.


No hacía falta que Paula le dijese que la autora era ella. 


Pintaba sólo como afición, no se lo tomaba en serio.


Pedro se dio la vuelta.


—Ya sé dónde. En tu apartamento. No es exactamente igual —dijo señalando el mural—, pero parecido. Tiene el mismo tono, una pareja bailando —de pronto, pareció entenderlo—. Lo has pintado tú.


Paula tomó la bolsa de deporte y se preguntó dónde estarían el resto de las cosas que se había dejado en su último viaje.


—Son buenos —añadió Pedro con entusiasmo—. ¿Los vendes?


—No, es sólo una afición —respondió Paula, frunciendo el ceño al ver la vieja cafetera encima de la mesa. También había creído dejarla recogida. Alargó la mano para tocarla.


—¿Cómo esperas que nadie te tome en serio si no lo haces ni tú?


Paula no contestó, estaba distraída con la cafetera.


—Está caliente —dijo para sí misma.


—Es normal —contestó Pedro—, está al sol.


Cierto, y no tenía por qué estar allí. También había unas cerillas al lado de la cocina.


—Me pregunto… Juraría que lo había guardado todo en esta bolsa antes de marcharnos la última vez. Y falta una caja grande de galletas.


Pedro se encogió de hombros. Entró en la enorme despensa y arrugó la nariz.


Paula casi sonrió y se fijó en que no había tazas sucias en el fregadero.


—Estaba pensando en Leticia, la chica que se ha escapado de casa.


—Es más probable que sea un vagabundo.


—La puerta estaba cerrada con llave —comentó Paula, poco convencida.


El piso de abajo parecía seguro, pero tal vez podía haber entrado alguien por una de las ventanas rotas del de arriba. Intentó llamar a Russ por teléfono, para ver si la chica había vuelto a casa, pero no tenía cobertura, ni Pedro tampoco.


—Es por el mal tiempo —comentó éste encogiéndose de hombros.


Decidieron salir a explorar el terreno. Al fin y al cabo, para eso habían ido. Aunque también tenían otra misión: buscar a Leticia.



LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 13




—Esta bonita propiedad en Marlborough Sounds por tres millones de dólares, a la una.


Pedro buscó entre la multitud un vestido de seda azul, la había visto de lejos, lo que probablemente significaba que Paula estaba evitándolo. Él había llegado al final de la noche, justo a tiempo para la subasta más importante. Tal y como lo había planeado.


—Tres millones de dólares, a la de dos.


Varios rostros se volvieron a mirarlo y asintieron, con curiosidad y gesto amable. Era un acontecimiento que no se había anunciado en la prensa y al que habían asistido unas cien personas de la alta sociedad neozelandesa. Así lo había querido la organizadora. Si el reverendo Parsons no le hubiese contado la implicación de Paula en la Fundación 
Elpis, le habría molestado gastar tanto dinero sólo para impresionar a una mujer.


—Vendido al mejor postor.


Pero Pedro casi ni se emocionó. Sin duda, le remordería la conciencia al día siguiente, cuando Adrian o su padre se enterasen, aunque hubiese utilizado su propio dinero.


El subastador lo condujo hasta una mesa que había a un lado del salón, para que pudiese reanudarse el baile. Un par de conocidos le dieron unas palmaditas en el hombro o le guiñaron el ojo al pasar por su lado, pero él no intentó hablar con ninguno. Su objetivo era ver a Paula.


—Por favor, siéntese, señor Alfonso —lo invitó el subastador—. ¿Quiere una copa de champán?


—No, gracias. ¿Podría ir a buscar a Paula Chaves, por favor?


El hombre pareció sorprendido, pero asintió de inmediato.


—Por supuesto. Aquí tiene los documentos de la venta, por si quiere hojearlos.


Durante los tres últimos días, Paula no le había devuelto las llamadas y, después de la escena que le había montado al lado de su casa, no había querido volver a buscarla allí. Esa mañana un cliente le había comentado que iba a acudir a aquella subasta de la Fundación Elpis. Pedro recordó haber visto el nombre de la Fundación en el apartamento de Paula, así como el de Russ Parsons.


Mientras esperaba, pasó las páginas del acuerdo de compra. A pesar de la pericia del fotógrafo, la propiedad estaba en muy mal estado. Por un segundo, se preguntó qué demonios había hecho.


Entonces olió su perfume y la miró tan fijamente que el subastador se dio por aludido y se retiró. Paula tomó asiento, parecía tensa.


Y estaba preciosa. El color del vestido resaltaba sus ojos, y llevaba puestos los pendientes de diamantes que él le había regalado. Su pelo dorado le enmarcaba el rostro. Llevaba el mismo color en los labios y en las uñas, también en las de los pies, si no recordaba mal. El vestido no tenía tirantes, marcaba su cintura. Era una princesa.


—Estás muy guapa, Paula—le dijo.


—Gracias. Me sorprende… verte aquí.


—¿No te lo dijo Russ? Le pedí una invitación, ya que la mía la debió de perder el cartero.


—No sabía que lo conocieras —comentó Paula, ignorando su pulla.


—Mi madre siempre fue a su iglesia. Y él solía venir a ver a mis padres cuando estaba enferma.


Russ le había comentado con gran entusiasmo todas las virtudes de Paula. La gran fiesta de esa noche la había organizado pidiendo favores por toda la ciudad. Pedro también se había enterado de que había sido ella la que había montado la Fundación Elpis un año antes, con su propio dinero, y de que trabajaba como voluntaria en una clínica gratuita.


Y no quería que su nombre apareciese en ninguna parte. 


Eso era lo más interesante.


Se dio cuenta de que seguía mirándola cuando ella se movió en su silla y se aclaró la garganta.


—Si quieres firmar el contrato… —dijo Paula mirando los papeles que había encima de la mesa.


Pedro se sentó y sonrió.


—Después de concederme el último baile.


Ella negó con la cabeza, confirmándole que no se fiaba de él lo más mínimo. ¿O le preocupaba que los viesen juntos? 


Nadie les estaba prestando atención, todo el mundo bailaba.


—Venga, Paula. ¿Todos tus acosadores se gastan un par de millones sólo para impresionarte?


Lo miró con cautela.


—Han venido un par de amigos de mi padre.


—He sido el que más dinero se ha gastado esta noche, lo entenderá.


—No está bien —replicó ella—. Y, de todas formas, éste no es el último baile.


—Está bien, en ese caso, explícame por qué piensas que he estado acosándote.


Paula suspiró.


—Ya lo sabes. El coche plateado. El tipo corpulento con gafas de sol que vigila mi edificio y me sigue a todas partes. Me pone enferma, se pasa el día observándome.


Pedro decidió omitir que era normal que todos los hombres la mirasen, en especial, esa noche.


—Me parece que te estás poniendo demasiado nerviosa por culpa de un viejo fotógrafo.


Ella frunció el ceño, irritada.


—No era un fotógrafo. Me acerqué a él en una cafetería y lo negó.


—¿Y qué te ha hecho pensar que yo tengo algo que ver con él?


Paula dudó.


—La manera en que te comportaste la noche que viniste a casa, cuando pensabas que había estado con Jason.


—¿Cómo me comporté?


—Estabas enfadado. Celoso.


—Y no tengo derecho a estar celoso, ¿no? —Pedro sabía que no tenía derecho.


Paula miró el bolígrafo que tenía en las manos.


—Te juro, Paula, que no tengo nada que ver con nadie que te esté siguiendo. A mí me interesaba tanto como a ti que nadie supiese de nuestros encuentros, en especial, con el juicio de por medio. ¿Por qué motivo…?


Paula tomó aire.


—Está bien, tal vez fuese a admitir que estaba equivocada. 


Y cinco minutos antes de que te diese un golpe con el coche al salir de casa…


—Me embestiste.


—Tú me encerraste —replicó ella—. Acababan de decirme que mi padre había sufrido un infarto. Aunque, en realidad, estaba asustada porque te había visto con ese hombre en el hotel.


—Espera. ¿Fuiste al hotel el viernes?


—Por supuesto. Te habría llamado si no hubiese podido ir.


Pedro sacudió la cabeza, confundido.


—Yo no estuve con nadie en el hotel.


—Entré en recepción y te vi hablando con él —dijo ella con escepticismo—. Estabais los dos frente al mostrador.


Pedro iba a contradecirla, pero Paula levantó una mano para detenerlo.


—Era el mismo hombre, estoy segura.


—Yo sólo recogí la llave… —insistió Pedro.


—Hablaste con él —repitió Paula—, y luego fuiste hacia los ascensores y él se quedó mirándote.


Pedro recordó un detalle insignificante.


—Alguien me preguntó la hora.


Su mente había estado tan ocupada pensando en Paula que ni se había fijado en el hombre que había en el mostrador de recepción, a su lado.


—Eso fue todo. Le dije qué hora era y me marche —tal vez Paula tuviese razón, tal vez había motivos para inquietarse—. ¿Estás segura de que era el mismo hombre?


—Sí.


—Tal vez deberías llamar a la policía. Probablemente sólo sea un fotógrafo en busca de una exclusiva, pero sería mejor asegurarse…


—La fotografía que apareció el lunes en el periódico fue la gota que colmó el vaso —dijo ella en tono serio—. Pensé que estabas jugando conmigo.


—Por eso viniste a verme tan enfadada. Paula, ¿de verdad crees que yo he tenido algo que ver con todo eso?


Paula lo miró fijamente durante unos segundos. No se le daba demasiado bien juzgar a las personas, pero Pedro parecía preocupado y sincero. Eso era lo que ella había tenido la esperanza de ver, ya que llevaba varios días deseando que hubiese alguna explicación a todo aquello.


—Lo siento. He tenido un par de días un poco raros.


El maestro de ceremonias anunció que iba a empezar el último baile de la noche. Pedro se levantó y le tendió la mano. Ella se puso en pie, miró a su alrededor con nerviosismo, pero cuando él le apretó la mano, se olvidó de su padre. Pedro había hecho una enorme contribución esa noche, no podía negarle un baile.


Quería confiar en él. Había confiado en él durante meses, y en esos momentos todos sus temores le parecían una tontería. A pesar de que seguía siendo el hijo del peor enemigo de su padre y de que ella no quería entregarle su corazón a alguien que terminaría cansándose de tenerla.


Fueron hasta la pista de baile y cuando Paula le puso la mano en la espalda para bailar el último vals, se le olvidó todo. Se perdió en una música que le encantaba y en los giros y pasos que Pedro parecía conocer tan bien como ella. 


Se movía bien, con confianza y decisión, como lo hacía todo, aunque su madre también había sido una estupenda bailarina y profesora.


Pedro casi no apartaba los ojos de los suyos y era evidente que estaba disfrutando tanto como ella, estando tan cerca y tan correctos al mismo tiempo. Suspiró y bajó la mirada. Si la última semana le había demostrado algo era que se había vuelto demasiado vulnerable con respecto a él. Parecía ser que Pedro le suscitaba todo upo de deseos y necesidades que hasta entonces no había echado de menos.


—Vaya, ¿he perdido un paso?


Había mal interpretado su suspiro. Paula negó con la cabeza.


—Bailas bien —le dijo. La pieza terminó y todo el mundo aplaudió.


—Mi madre se empeñó en que Adrian y yo aprendiésemos a bailar —comentó Pedro agarrándola del codo y llevándola de vuelta a la mesa—. Lo siento. Ha debido de ser muy duro tener a tu madre en silla de ruedas.


A Paula le conmovió que se acordase de su madre, que lo sintiese.


—Ella me supervisaba. Solíamos ver los vídeos de las competiciones, con tu madre, juntas.


—Eran buenas —admitió Pedro, ofreciéndole una silla, pero Paula se quedó de pie, como si pensase que así tenía más poder.


Paula se preguntó cómo de encantador podía llegar a ser. 


Hasta entonces, siempre la había tratado con respeto, ¿pero a qué estaba empezando a jugar? ¿Qué quería de ella?


Cuanto más conocía al nuevo Pedro, más le gustaba, pero no podía ser. Ni entonces, ni nunca. No quería enamorarse.


Además, su padre estaba enfermo, muy enfermo. No podía darle ese disgusto.


—Gracias, Pedro —tomó el bolígrafo y se lo tendió para que firmase los papeles.


Pedro miró el bolígrafo y luego a ella.


—¿Me estás rechazando?


—Tengo cosas que hacer —tenía que ser fuerte, resistirse a él.


Pedro tomó el bolígrafo, pero no lo utilizó.


—¿Sigues pensando que tengo algo que ver con lo que pasó la semana pasada?


Ella lo miró fijamente.


—Te creo —admitió, y rogó en silencio que firmase el papel de una vez.


—Lo nuestro todavía no se ha terminado, Paula. Quiero más —dijo él, mirándola con comprensión, decepcionado.


A ella no le resultó fácil mantener el contacto visual y un tono de voz neutro cuando todo su cuerpo le pedía que averiguase qué más quería.


—Ha sido divertido, pero ya es historia.


—¿Eso ha sido todo? ¿Un baile por tres millones de dólares?


—No. La casa es tuya. Es una excelente inversión.


—La compra tiene una condición. Quiero que seas tú quien me enseñe la casa. ¿Quieres venderla o no?


Pedro, no puedes echarte atrás. Es por una buena obra.


Él frunció el ceño.


—¿Quieres arriesgarte? —se volvió y miró a todas las personas que esperaban para recoger su abrigo—. La velada se ha terminado. Yo soy tu único comprador.


A ella se le encogió el corazón. No podía negarse, con tres millones de dólares en juego. ¿Cómo iba a explicárselo a Russ? Contaban con ese dinero.



—¿Por qué estás haciendo esto?


Él tomó el contrato y lo dobló.


—Estoy esperando.


La había manipulado con frialdad y astucia, pero no tenía elección.


—Si crees que vamos a volver adonde lo dejamos… —murmuró, furiosa—. Has comprado esto con tus tres millones —añadió, golpeando el papel—. No a mí.


—Todo dependerá de ti. No ocurrirá nada que tú no quieras que pase.


Eso no la tranquilizó. Ambos sabían que no sería capaz de resistirse.


—Espérame en Aotea Marina el sábado, a las ocho de la mañana —dijo Pedro.


—El ferry no sale de allí.


—Aotea Marina. A las ocho en punto —repitió Pedro con firmeza antes de meterse el contrato en el bolsillo de la chaqueta.