domingo, 14 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 13




—Esta bonita propiedad en Marlborough Sounds por tres millones de dólares, a la una.


Pedro buscó entre la multitud un vestido de seda azul, la había visto de lejos, lo que probablemente significaba que Paula estaba evitándolo. Él había llegado al final de la noche, justo a tiempo para la subasta más importante. Tal y como lo había planeado.


—Tres millones de dólares, a la de dos.


Varios rostros se volvieron a mirarlo y asintieron, con curiosidad y gesto amable. Era un acontecimiento que no se había anunciado en la prensa y al que habían asistido unas cien personas de la alta sociedad neozelandesa. Así lo había querido la organizadora. Si el reverendo Parsons no le hubiese contado la implicación de Paula en la Fundación 
Elpis, le habría molestado gastar tanto dinero sólo para impresionar a una mujer.


—Vendido al mejor postor.


Pero Pedro casi ni se emocionó. Sin duda, le remordería la conciencia al día siguiente, cuando Adrian o su padre se enterasen, aunque hubiese utilizado su propio dinero.


El subastador lo condujo hasta una mesa que había a un lado del salón, para que pudiese reanudarse el baile. Un par de conocidos le dieron unas palmaditas en el hombro o le guiñaron el ojo al pasar por su lado, pero él no intentó hablar con ninguno. Su objetivo era ver a Paula.


—Por favor, siéntese, señor Alfonso —lo invitó el subastador—. ¿Quiere una copa de champán?


—No, gracias. ¿Podría ir a buscar a Paula Chaves, por favor?


El hombre pareció sorprendido, pero asintió de inmediato.


—Por supuesto. Aquí tiene los documentos de la venta, por si quiere hojearlos.


Durante los tres últimos días, Paula no le había devuelto las llamadas y, después de la escena que le había montado al lado de su casa, no había querido volver a buscarla allí. Esa mañana un cliente le había comentado que iba a acudir a aquella subasta de la Fundación Elpis. Pedro recordó haber visto el nombre de la Fundación en el apartamento de Paula, así como el de Russ Parsons.


Mientras esperaba, pasó las páginas del acuerdo de compra. A pesar de la pericia del fotógrafo, la propiedad estaba en muy mal estado. Por un segundo, se preguntó qué demonios había hecho.


Entonces olió su perfume y la miró tan fijamente que el subastador se dio por aludido y se retiró. Paula tomó asiento, parecía tensa.


Y estaba preciosa. El color del vestido resaltaba sus ojos, y llevaba puestos los pendientes de diamantes que él le había regalado. Su pelo dorado le enmarcaba el rostro. Llevaba el mismo color en los labios y en las uñas, también en las de los pies, si no recordaba mal. El vestido no tenía tirantes, marcaba su cintura. Era una princesa.


—Estás muy guapa, Paula—le dijo.


—Gracias. Me sorprende… verte aquí.


—¿No te lo dijo Russ? Le pedí una invitación, ya que la mía la debió de perder el cartero.


—No sabía que lo conocieras —comentó Paula, ignorando su pulla.


—Mi madre siempre fue a su iglesia. Y él solía venir a ver a mis padres cuando estaba enferma.


Russ le había comentado con gran entusiasmo todas las virtudes de Paula. La gran fiesta de esa noche la había organizado pidiendo favores por toda la ciudad. Pedro también se había enterado de que había sido ella la que había montado la Fundación Elpis un año antes, con su propio dinero, y de que trabajaba como voluntaria en una clínica gratuita.


Y no quería que su nombre apareciese en ninguna parte. 


Eso era lo más interesante.


Se dio cuenta de que seguía mirándola cuando ella se movió en su silla y se aclaró la garganta.


—Si quieres firmar el contrato… —dijo Paula mirando los papeles que había encima de la mesa.


Pedro se sentó y sonrió.


—Después de concederme el último baile.


Ella negó con la cabeza, confirmándole que no se fiaba de él lo más mínimo. ¿O le preocupaba que los viesen juntos? 


Nadie les estaba prestando atención, todo el mundo bailaba.


—Venga, Paula. ¿Todos tus acosadores se gastan un par de millones sólo para impresionarte?


Lo miró con cautela.


—Han venido un par de amigos de mi padre.


—He sido el que más dinero se ha gastado esta noche, lo entenderá.


—No está bien —replicó ella—. Y, de todas formas, éste no es el último baile.


—Está bien, en ese caso, explícame por qué piensas que he estado acosándote.


Paula suspiró.


—Ya lo sabes. El coche plateado. El tipo corpulento con gafas de sol que vigila mi edificio y me sigue a todas partes. Me pone enferma, se pasa el día observándome.


Pedro decidió omitir que era normal que todos los hombres la mirasen, en especial, esa noche.


—Me parece que te estás poniendo demasiado nerviosa por culpa de un viejo fotógrafo.


Ella frunció el ceño, irritada.


—No era un fotógrafo. Me acerqué a él en una cafetería y lo negó.


—¿Y qué te ha hecho pensar que yo tengo algo que ver con él?


Paula dudó.


—La manera en que te comportaste la noche que viniste a casa, cuando pensabas que había estado con Jason.


—¿Cómo me comporté?


—Estabas enfadado. Celoso.


—Y no tengo derecho a estar celoso, ¿no? —Pedro sabía que no tenía derecho.


Paula miró el bolígrafo que tenía en las manos.


—Te juro, Paula, que no tengo nada que ver con nadie que te esté siguiendo. A mí me interesaba tanto como a ti que nadie supiese de nuestros encuentros, en especial, con el juicio de por medio. ¿Por qué motivo…?


Paula tomó aire.


—Está bien, tal vez fuese a admitir que estaba equivocada. 


Y cinco minutos antes de que te diese un golpe con el coche al salir de casa…


—Me embestiste.


—Tú me encerraste —replicó ella—. Acababan de decirme que mi padre había sufrido un infarto. Aunque, en realidad, estaba asustada porque te había visto con ese hombre en el hotel.


—Espera. ¿Fuiste al hotel el viernes?


—Por supuesto. Te habría llamado si no hubiese podido ir.


Pedro sacudió la cabeza, confundido.


—Yo no estuve con nadie en el hotel.


—Entré en recepción y te vi hablando con él —dijo ella con escepticismo—. Estabais los dos frente al mostrador.


Pedro iba a contradecirla, pero Paula levantó una mano para detenerlo.


—Era el mismo hombre, estoy segura.


—Yo sólo recogí la llave… —insistió Pedro.


—Hablaste con él —repitió Paula—, y luego fuiste hacia los ascensores y él se quedó mirándote.


Pedro recordó un detalle insignificante.


—Alguien me preguntó la hora.


Su mente había estado tan ocupada pensando en Paula que ni se había fijado en el hombre que había en el mostrador de recepción, a su lado.


—Eso fue todo. Le dije qué hora era y me marche —tal vez Paula tuviese razón, tal vez había motivos para inquietarse—. ¿Estás segura de que era el mismo hombre?


—Sí.


—Tal vez deberías llamar a la policía. Probablemente sólo sea un fotógrafo en busca de una exclusiva, pero sería mejor asegurarse…


—La fotografía que apareció el lunes en el periódico fue la gota que colmó el vaso —dijo ella en tono serio—. Pensé que estabas jugando conmigo.


—Por eso viniste a verme tan enfadada. Paula, ¿de verdad crees que yo he tenido algo que ver con todo eso?


Paula lo miró fijamente durante unos segundos. No se le daba demasiado bien juzgar a las personas, pero Pedro parecía preocupado y sincero. Eso era lo que ella había tenido la esperanza de ver, ya que llevaba varios días deseando que hubiese alguna explicación a todo aquello.


—Lo siento. He tenido un par de días un poco raros.


El maestro de ceremonias anunció que iba a empezar el último baile de la noche. Pedro se levantó y le tendió la mano. Ella se puso en pie, miró a su alrededor con nerviosismo, pero cuando él le apretó la mano, se olvidó de su padre. Pedro había hecho una enorme contribución esa noche, no podía negarle un baile.


Quería confiar en él. Había confiado en él durante meses, y en esos momentos todos sus temores le parecían una tontería. A pesar de que seguía siendo el hijo del peor enemigo de su padre y de que ella no quería entregarle su corazón a alguien que terminaría cansándose de tenerla.


Fueron hasta la pista de baile y cuando Paula le puso la mano en la espalda para bailar el último vals, se le olvidó todo. Se perdió en una música que le encantaba y en los giros y pasos que Pedro parecía conocer tan bien como ella. 


Se movía bien, con confianza y decisión, como lo hacía todo, aunque su madre también había sido una estupenda bailarina y profesora.


Pedro casi no apartaba los ojos de los suyos y era evidente que estaba disfrutando tanto como ella, estando tan cerca y tan correctos al mismo tiempo. Suspiró y bajó la mirada. Si la última semana le había demostrado algo era que se había vuelto demasiado vulnerable con respecto a él. Parecía ser que Pedro le suscitaba todo upo de deseos y necesidades que hasta entonces no había echado de menos.


—Vaya, ¿he perdido un paso?


Había mal interpretado su suspiro. Paula negó con la cabeza.


—Bailas bien —le dijo. La pieza terminó y todo el mundo aplaudió.


—Mi madre se empeñó en que Adrian y yo aprendiésemos a bailar —comentó Pedro agarrándola del codo y llevándola de vuelta a la mesa—. Lo siento. Ha debido de ser muy duro tener a tu madre en silla de ruedas.


A Paula le conmovió que se acordase de su madre, que lo sintiese.


—Ella me supervisaba. Solíamos ver los vídeos de las competiciones, con tu madre, juntas.


—Eran buenas —admitió Pedro, ofreciéndole una silla, pero Paula se quedó de pie, como si pensase que así tenía más poder.


Paula se preguntó cómo de encantador podía llegar a ser. 


Hasta entonces, siempre la había tratado con respeto, ¿pero a qué estaba empezando a jugar? ¿Qué quería de ella?


Cuanto más conocía al nuevo Pedro, más le gustaba, pero no podía ser. Ni entonces, ni nunca. No quería enamorarse.


Además, su padre estaba enfermo, muy enfermo. No podía darle ese disgusto.


—Gracias, Pedro —tomó el bolígrafo y se lo tendió para que firmase los papeles.


Pedro miró el bolígrafo y luego a ella.


—¿Me estás rechazando?


—Tengo cosas que hacer —tenía que ser fuerte, resistirse a él.


Pedro tomó el bolígrafo, pero no lo utilizó.


—¿Sigues pensando que tengo algo que ver con lo que pasó la semana pasada?


Ella lo miró fijamente.


—Te creo —admitió, y rogó en silencio que firmase el papel de una vez.


—Lo nuestro todavía no se ha terminado, Paula. Quiero más —dijo él, mirándola con comprensión, decepcionado.


A ella no le resultó fácil mantener el contacto visual y un tono de voz neutro cuando todo su cuerpo le pedía que averiguase qué más quería.


—Ha sido divertido, pero ya es historia.


—¿Eso ha sido todo? ¿Un baile por tres millones de dólares?


—No. La casa es tuya. Es una excelente inversión.


—La compra tiene una condición. Quiero que seas tú quien me enseñe la casa. ¿Quieres venderla o no?


Pedro, no puedes echarte atrás. Es por una buena obra.


Él frunció el ceño.


—¿Quieres arriesgarte? —se volvió y miró a todas las personas que esperaban para recoger su abrigo—. La velada se ha terminado. Yo soy tu único comprador.


A ella se le encogió el corazón. No podía negarse, con tres millones de dólares en juego. ¿Cómo iba a explicárselo a Russ? Contaban con ese dinero.



—¿Por qué estás haciendo esto?


Él tomó el contrato y lo dobló.


—Estoy esperando.


La había manipulado con frialdad y astucia, pero no tenía elección.


—Si crees que vamos a volver adonde lo dejamos… —murmuró, furiosa—. Has comprado esto con tus tres millones —añadió, golpeando el papel—. No a mí.


—Todo dependerá de ti. No ocurrirá nada que tú no quieras que pase.


Eso no la tranquilizó. Ambos sabían que no sería capaz de resistirse.


—Espérame en Aotea Marina el sábado, a las ocho de la mañana —dijo Pedro.


—El ferry no sale de allí.


—Aotea Marina. A las ocho en punto —repitió Pedro con firmeza antes de meterse el contrato en el bolsillo de la chaqueta.



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