sábado, 13 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 9





El lunes, todo el mundo suspiró aliviado cuando se hizo un descanso en la sala para ir a comer. La mañana había sido larga. Pedro estaba deseando volver a su despacho, aunque fuese únicamente para dejar de sentir la tensión sexual que lo invadía sólo por estar sentado a unos metros del objeto de su deseo, sabiendo que todavía faltaban cuatro días para volver a tenerla.


De pronto, la enjuta figura de Saul Chaves se cernió sobre ellos.


—Rogelio Alfonso —rugió con voz amenazadora—. Mantén a tu cachorro alejado de mi hija.


Pedro se le detuvo el corazón y el instinto lo llevó a mirar a Paula, que se había puesto de pie de un salto y tenía todo el cuerpo en tensión. Tenía los ojos muy abiertos, pero no lo miraba a él, sino a su padre.


Rogelio se levantó, era mucho más alto que Saul, los separaba la mesa. Pedro también se puso en pie, al lado de su padre.


Pedro tiene demasiado sentido común… —empezó Rogelio.


—Pero él no —replicó Saul señalando a Adrian, que seguía sentado en el banco de atrás.


¡Adrian! Pedro giró la cabeza muy despacio y, de repente, se le hizo un nudo en la garganta.


Su hermano arqueó las cejas con estudiada despreocupación y se encogió de hombros.


—Conocí a un par de chicas guapas en un bar y me llevaron a una fiesta. ¿Cómo iba a saber que era la fiesta de cumpleaños de Paula?


En ese momento, Pedro casi no se dio cuenta de que Adrian le estaba dando la explicación a él, no a Saul.


A su alrededor, varias personas se habían parado a observar el enfrentamiento. Y su padre les dio lo que querían.


—Si mi hijo es un cachorro, tal vez la tuya sea una perra en celo —sugirió.


Pedro apartó la mirada de su hermano y vio palidecer a Paula. Agarró a su padre del brazo con firmeza y le dijo:
—Discúlpate por lo que acabas de decir.


—¡De eso nada! —exclamó Rogelio.


Las dos mujeres Chaves llegaron al lado de Saul. Eleonora habló en un susurro mientras Paula agarraba a su padre de la manga y tiraba de él sin éxito.


Rogelio intentó zafarse de su hijo, pero Pedro lo agarró con más fuerza.


—Ahora, papá —insistió.


Rogelio aceptó su derrota y frunció el ceño. Se aclaró la garganta y asintió en dirección a Paula.


—Te pido perdón, Paula—luego, se volvió hacia Saul y levantó la barbilla—. Cuando acabe de limpiar el suelo contigo, Saul, volveré a empezar. Si fuese tú, no dejaría que tu abogado se marchase de vacaciones por el momento.


—Te estaré esperando, Rogelio —replicó Saul. Miró por última vez a los tres Alfonso y se marchó, sin ayudar a Paula con la silla de ruedas de su madre.


Avergonzado, Pedro no pudo mirar a Paula, pero cuando pasó por su lado con su madre, ésta lo saludó con la cabeza. 


Fue un saludo distante, pero no hostil. A pesar de las ridículas circunstancias que los rodeaban, Pedro sintió admiración por su fortaleza y tranquilidad. En realidad, Eleonor era quien más motivos tenía para odiar a su familia.


Las observó hasta que salieron de la sala y luego se volvió hacia su padre, que estaba mirando fijamente a Adrian.


—¿Bueno? ¿Tú qué tienes que decir al respecto?


Pedro sintió que los celos lo hacían explotar, no quería ni imaginarse a su hermano cerca de Paula.


—¿La… tocaste, besaste, hablaste, bailaste con ella en la fiesta? —lo interrogó entre dientes.


Pedro, acababa de entrar cuando Saul llamó a seguridad para que me echasen de allí. ¿Por qué?


Pedro se sintió aliviado. Abrió las manos y notó que las tenía sudadas. Sin responder a la pregunta de Adrian, agarró su chaqueta, se la puso, recogió el teléfono móvil y el maletín y aprovechó ese tiempo para reflexionar. «De acuerdo, es evidente que no me gusta pensar que otro hombre pueda tocarla. Bien. Eso podemos resolverlo».


Más tranquilo, miró a su padre muy serio.


—Tengo que volver al trabajo, pero intenta comportarte como es debido esta tarde. Insulta a Saul todo lo que quieras, pero deja a su familia fuera de esto.


Luego, se alejó y no pudo evitar sonreír al oír que su padre le decía a Adrian:
—¿Por qué no te pareces más a tu hermano?




LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 8




Paula llegó tarde a su propia fiesta de cumpleaños. Subió corriendo las escaleras del club, disculpándose en voz alta, ya que sabía que sus padres llevaban media hora esperándola.


Por suerte, todo estaba bajo control y la mayoría de los invitados todavía no habían llegado. El champán estaba helado, delicioso; la iluminación era perfecta; había seguridad en la puerta. De los ciento cincuenta invitados, veinte serían amigos suyos, y el resto, amigos de sus padres, colegas de trabajo, personajes famosos del mundo del arte, la política y los deportes, y un montón de periodistas y fotógrafos. Paula tendría que posar con los mismos de siempre. Y después volvería a casa sola, como el año anterior. Hasta su padre se aburriría con la vida que llevaba últimamente, a excepción de los viernes por la tarde.


Se inclinó a darle un beso a su madre, a sabiendas de que aquél sería el último beso de verdad que recibiría esa noche. Iba a incorporarse cuando Eleonora la agarró y observó sus pendientes con el ceño fruncido.


—Son preciosos, cariño. ¿De dónde los has sacado?


No había podido resistir la tentación de ponérselos, a pesar de saber que lo mejor hubiese sido esconderlos. Eran tan bonitos. Y Pedro no le había dicho que no se los pusiese. Ni siquiera le había pedido que no dijese que se los había regalado él.


La vanidad había ganado esa noche. Los pendientes le iban muy bien al vestido amarillo claro que llevaba puesto.


—Me los ha regalado uno de mis admiradores.


—¿Qué admirador regala diamantes azules?


—El que te regale menos que diamantes, no merece la pena, princesa —comentó su padre.


Los invitados fueron llegando y Paula rió y dio tantos besos que le dolían los labios. Y, de vez en cuando, se tocaba los pendientes y pensaba en el hombre que se los había regalado.


El extravagante presente la había dejado sin habla. En esos momentos, Pedro era el único hombre que había sido sincero acerca de sus intenciones con ella. Sólo quería su cuerpo. Y ninguno de los dos esperaba nada más. Su relación se limitaba a los encuentros semanales que mantenían en la lujosa suite presidencial los viernes por la tarde.


No estaba segura de cuándo había tenido la sensación de que las cosas cambiaban, pero no hacía mucho tiempo. Él había cambiado. De repente, hacía preguntas, asumía riesgos, le hablaba. Esa tarde la había mirado como si quisiese adivinar sus pensamientos. Le había hecho un poco de daño, al admitir que le había hecho el regalo más por su propio placer que por el de ella. No obstante, los hechos hablaban más que las palabras: había visto algo bonito y había pensado en ella.


Lo que sí le había dolido era que le recordase los orígenes de la enemistad entre ambas familias, el motivo por el que su relación nunca podría ir más lejos.


Su amiga Julia se la llevó a la pista de baile y ella no opuso resistencia, pero siguió pensando en Pedro. Miró a su alrededor y se preguntó si le habría gustado aquel lugar. 


¿Caería bien a sus amigos, y viceversa? ¿Se le daría bien bailar? En realidad, sabía muy poco de él, sólo sabía que se compenetraban a la perfección en la cama.


—¡Oh, Dios mío! —exclamó Julia, señalando a un hombre alto y guapo que había en la barra, mirándolas—. ¿No es ése…?


Paula se giró y le dio un vuelco el corazón.


—Jeronimo West —dijo consternada.


Era el primer hombre que le había roto el corazón.


—Vamos a ver si averiguamos con quién ha venido —sugirió su amiga.


Paula se preguntó si sería la misma novia por la que le había dejado dos días después de estar con ella.


Se encogió de hombros y se dio la vuelta. Hacía años que no pensaba en él, pero le había hecho darse cuenta de que, a pesar de su dinero y posición social, no había sido lo suficientemente lista, ni guapa, ni interesante como para mantenerlo a su lado ni una semana. Los caprichos que le daba su padre le recordaban que todo el mundo la veía como una atolondrada que lo único que podía ofrecer era su riqueza. Pero no era así. Había cambiado, valía más que eso.


Pedro Alfonso sí que era especial. Era un hombre respetado, inteligente, ambicioso y con éxito. Lo llamase como lo llamase, ella era su amante, y lo mejor sería que protegiese su corazón para no sufrir.




LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 7




Unas horas más tarde, ese mismo día, después de calmar su sed de ella, Pedro salió de la cama y recogió la chaqueta de su traje del suelo.


—Tengo algo para ti.


Paula estaba tumbada en medio de la cama, tapada con la sábana, cuya blancura contrastaba con el tono dorado de su piel. Levantó la barbilla y lo miró con curiosidad.


—Pero antes… —Pedro estiró de la sábana, dejando su cuerpo al descubierto.


Ella se sentó y cruzó las piernas, pero no intentó taparse. 


Pedro le gustaba que no se comportase con malicia ni vanidad en aquella habitación. Y daba la casualidad de que a él tampoco le incomodaba estar desnudo ante ella. Era la primera vez que se sentía tan cómodo con una de sus novias.


Le ofreció la caja con los pendientes.


Paula dudó un momento antes de aceptarla. Lo miró a los ojos.


—¿Es un regalo de cumpleaños? —le preguntó en voz baja, sorprendida.


Pedro se apoyó en el borde de la cama.


—Si tú quieres.


Ella apartó la mirada de él para posarla en la caja. Abrió la boca con asombro y sin dejar de mirar los diamantes dijo:
—¿Qué se supone que debo pensar si un hombre me regala diamantes?


Él se encogió de hombros.


—No tienes que pensar nada.


Paula lo miró, parecía perpleja. Y Pedro se reprendió en silencio por confundirla. ¿Cómo se le había ocurrido cambiar el rumbo de su relación?


—No le des demasiadas vueltas. Creo que he pensado más en mí que en ti.


Ella frunció el ceño, como si no lo comprendiese.


Pedro maldijo a Adrian y a sus comentarios. Se acercó a ella, tomó uno de los pendientes, le apartó el pelo e intentó ponérselo.


—Hacían juego con tus ojos. Quería verte desnuda, con ellos puestos. Eso es todo.


No era cierto. Eso no era todo. Estaba harto de ser siempre el hijo bueno, el que nunca creaba problemas.


Aquello pareció tranquilizarla.


—Son un regalo para tu amante —comentó.


Pedro no le gustaba esa palabra.


—No pienso en ti como en mi amante. Ninguno de los dos está casado. Somos libres de hacer lo que queramos.


Mientras ella lo miraba con solemnidad. Pedro tomó el otro pendiente y le hizo un gesto para que girase la cabeza.


—Entonces, ¿qué soy para ti?


—Si tuviésemos que ponerle un nombre, te diría que eres mi lujo —contestó mientras se lo ponía, y observaba su rostro.


—Tu lujo —repitió ella, sonriendo, no había reproche en su mirada—. Los guardaré para ponérmelos sólo en esta habitación. Serán nuestro secreto.


Pedro se sentó y admiró su obra, estaba preciosa con los pendientes. No obstante, pensó haber oído una nota de sarcasmo en sus palabras.


—No me avergüenzo de nada —dijo. No se avergonzaba de ella. Tal vez un poco de sí mismo, por haberla confundido—. ¡Maldita sea, Paula! Son tuyos. Haz lo que quieras con ellos. Véndelos si quieres.


Aquello pareció herirla.


—No necesito más dinero de ningún Alfonso —dijo en voz baja.


Pedro había vuelto a meter la pata. Con su comentario, había dejado que el pasado entrase en aquella habitación. Tenía que haber sabido que, a pesar de lo que compartían los viernes por la tarde, el pasado siempre sería una barrera entre ambos.


Una noche treinta años antes, el padre de Pedro llevaba a las dos parejas de vuelta a casa cuando tuvieron un trágico accidente que casi terminó con la vida de la esposa de Saul Chaves que estaba embarazada. Eleonora se quedó en silla de ruedas de por vida y perdió al hijo que estaba esperando, aunque cinco años después, tras un complicado embarazo, dio a luz a Paula. Chaves jamás perdonó a Rogelio Alfonso y cuando su situación económica empeoró debido a los gastos médicos, le pidió ayuda. Rogelio le cedió un edificio que tenía en el centro financiero de Wellington dando por hecho que, cuando Saul pudiese, le devolvería lo prestado. Pero el día en que nació Paula, su amargado ex amigo puso el edificio a nombre de su hija.


Debido a la culpabilidad, y a los consejos de su esposa, Rogelio Alfonso lo dejó pasar, pero no se olvidó de ello. Años más tarde, ambos hombres se convertirían en iconos de los negocios en la capital de Nueva Zelanda y la mala sangre seguiría hirviendo a fuego lento, ayudada por los golpes que se iban dando el uno al otro.


Así que, desde el punto de vista técnico, Paula era rica gracias al dinero de los Alfonso, pero a Pedro eso le daba igual. No era culpa ni de ella, ni de él.


La agarró de la barbilla para que girase la cabeza y lo mirase.


—Lo siento. No pretendía hacerte daño…


Paula sonrió, parecía más compungida que herida.


—No lo has hecho —contestó tocándose los pendientes—. Los llevaré con orgullo.


Pedro no se había equivocado al pensar que harían juego con sus ojos. Se miraron y la gratitud y el arrepentimiento se convirtieron poco a poco en conciencia de dónde estaban, y de lo que eran el uno para el otro. El anhelo aumentó y la atmósfera empezó a calentarse.


Se acercaron el uno al otro con urgencia, buscándose con las manos. Paula estaba bien, los dos lo estaban. No había cambiado nada. Había hecho lo correcto, regalándole los diamantes azules, que brillaron cuando la tumbó en la cama, devorándole la boca. Sintió un placer infinito al penetrarla… y le hizo el amor con furia hasta llegar al éxtasis.


Había hecho lo correcto regalándole los pendientes. ¿Qué más daba si lo había hecho por ella o por sí mismo? Los dos los disfrutarían.


No obstante, se marchó del hotel teniendo la sensación de que había perdido una oportunidad, o de que ambos la habían perdido. Si Paula Chaves era su lujo, ¿podría pagar su precio?





viernes, 12 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 6




El trabajo de Pedro se estaba resintiendo por culpa del juicio, en el que pasaba todas las mañanas. Cuando su secretaria le anunció que su hermano estaba allí, suspiró. La puerta se abrió y apareció Adrian, vestido con vaqueros y una chaqueta de cuero, muy relajado.


—Hace un día estupendo. ¿Por qué no haces novillos esta tarde y vamos a jugar al golf?


Pedro negó con la cabeza. En menos de una hora estaría en el hotel, desnudando a cierta rica heredera. Y le daba igual si luego tenía que trabajar todo el fin de semana para recuperar el tiempo perdido.


—Tengo una cita.


Adrian frunció el ceño y se sentó enfrente de su hermano.


—Cancélala.


—Si consigo ponerme al día esta noche, tal vez tenga tiempo mañana —respondió él señalando el montón de papeles que tenía delante.


Julieta, su secretaria, se asomó por la puerta.


—¿Queréis un café?


Adrian se volvió.


—Yo sí, gracias, Julieta.


La guapa morena se ruborizó y desapareció.


Pedro frunció el ceño. Su hermano era duro de roer, no era posible que no hubiese pillado la indirecta. Y lo último que necesitaba en esos momentos era que se dedicase a hacer de Casanova en su despacho.


—Deja de ligar con mi secretaria.


—¿Por qué? ¿Hay algo entre vosotros?


—Adrian, trabaja para mí.


—¿Y? Si trabajase para mí, me añadiría a la lista de sus tareas.


Pedro suspiró y se miró el reloj.


—Pensé que debías saber que, durante la comida, papá ha estado intentando convencerme para que me quede y te eche una mano.


Así que aquél era el verdadero motivo de su visita.


—No necesito ayuda —contestó Pedro.


—Ya lo sé. Te has ganado tu lugar a pulso, y no tengo intención de meterme en tu territorio.


—Ése es el problema, que no es mi territorio, ¿verdad?


Rogelio Alfonso deseaba que sus dos hijos dirigiesen su imperio cuando él se retirase. Por mucho que Adrian se resistiese, su padre seguía intentando convencerlo para que volviese de Londres. El contenido del testamento de su madre, que había fallecido el año anterior, había sorprendido a ambos hermanos y encantado a su padre. En vez de dejarle sus acciones a Pedro, como todo el mundo había esperado, le había dejado cuatro tonterías y la casa de la playa, y las acciones habían sido para Adrian. Consciente o inconscientemente, su madre había puesto en manos de su padre una buena arma para enfrentar a los hermanos. Para volver a posponer su jubilación y el nombramiento de Pedro como su sucesor.


—Papá estaba casi resignado, pero ahora… hará todo lo que esté en su mano para que trabajemos juntos.


—El testamento decía que no puedo venderte mis acciones, Pedro, pero sí puedo votar contigo. Dime lo que quieres que haga. Y recuerda que el viejo tendrá que retirarse antes o después, cumple setenta años el mes que viene.


—Desde que mamá falleció, no hay quien lo detenga —comentó Pedro mirando el periódico que tenía delante—. Si no fue a juicio contra Saul antes fue por la amistad que mamá tenía con Eleonora Chaves. Y está utilizando el juicio para posponer su jubilación —le dio la vuelta al periódico para que lo viese su hermano—. Si no es una cosa, es otra.
La enfermedad y posterior muerte de su madre, la presencia o ausencia de Adrian… todo eran excusas para posponer lo inevitable.


Adrian asintió, pensativo.


—Estoy seguro de que todavía tiene un as en la manga contra Saul. Durante la comida no ha querido contarme nada, pero eso quiere decir que está tramando algo.


—Yo he intentado convencerlo de que, cuando esté jubilado, podrá pasarse las veinticuatro horas del día pendiente de Saul Chaves, pero él está empeñado en enterrarlo antes de retirarse.


Pedro no era el único en pensar que su padre ganaría el juicio, pero tenía la desagradable sensación de que aquella pequeña victoria no lo tendría contento durante mucho tiempo.


Adrian leyó con interés el periódico. Había una nota a pie de página que decía que esa noche se celebraba la fiesta de cumpleaños de Paula Chaves, que había sido organizada por su padre. El periódico hablaba de un «ostentoso alarde de riqueza». Adrian golpeó el periódico.


—Ya te dije que la mejor manera de acabar con esa estúpida enemistad era consiguiendo que Paula Chaves se enamorase de ti. Parece ser que su padre es incapaz de negarle nada a la niña.


Antes de que Pedro pudiese contestar, Julieta entró en su despacho con una bandeja. La dejó encima del escritorio y levantó la cafetera. Adrian, acercándose a ella más de lo necesario, levantó su taza.


—¿Cuánto tiempo hace que trabajas para mi hermano, Julieta? Yo calculo que unos cinco años.


Julieta volvió a ruborizarse.


—Sí, esto creo… ¿no, Pedro? —preguntó mirándolo.


Pedro asintió, sorprendido por su malestar. Hacía años que conocía a Paula y su compostura era algo legendario.


—¿Te he comentado ya, Julieta, que mi hermano pequeño es un ligón, pero que no hay que tomárselo en serio?


Vio que a ella le temblaba la mano y que no separaba los ojos de la cafetera. ¿Le gustaría Adrian?


—¿Por qué no dejas esto y te vienes a trabajar conmigo a Londres? —sugirió éste a la secretaria.


Julieta siguió sin mirarlo mientras le daba un café a Pedro y se disculpaba por haber derramado un poco en el plato.


—Gracias —le dijo Pedro antes de que se marchase.


Luego, miró a su hermano.


—Ni se te ocurra, es demasiado buena para ti —le advirtió.


Adrian levantó las manos fingiendo inocencia.


—Si no te has fijado en ella es que trabajas demasiado.


—No quiero que la molestes. Es difícil encontrar una buena secretaria, y tú pronto te marcharás a Londres.


Adrian sacudió la cabeza, divertido.


—Eres la bomba, Pedro. Nunca se te ocurriría acostarte con tu secretaria, como tampoco intentarías tener nada con Paula Chaves por miedo a enfadar a papá. Mamá tenía razón, deberías vivir más la vida.


Aquello era un golpe bajo. Su hermano se refería a la carta que Melanie Alfonso le había dado a su abogado para Pedro. En ella, le decía que era un buen hijo, fuerte, ambicioso y leal, pero que tenía que aprender a vivir. Que tenía que desear algo prohibido. Luchar por el placer de luchar y divertirse un poco.


Pedro no tenía ni idea de qué quería decir su madre, pero tenía razón en que siempre hacía lo que se esperaba de él.


Después de que Adrian se hubiese marchado, Pedro se levantó y abrió la caja fuerte que tenía en su despacho. 


Dentro de ella había tres cajas con joyas que le había dejado su madre, regalos que le había hecho su padre a lo largo de los años. Un anillo con un diamante azul, un collar con cuatro diamantes azules en el centro y unos pendientes, también de diamantes azules.


Todas las joyas tenían sus certificados de autenticidad y Pedro sabía cuál era su valor. También sabía que su madre esperaba que se las regalase a la que un día fuese a convertirse en su esposa. Y Pedro siempre hacía lo que se esperaba de él, ¿no?


Miró el periódico que seguía encima de su escritorio. Seguro que su madre no habría esperado que le regalase los diamantes a Paula Chaves. Ni su hermano, tampoco. Y su padre lo desheredaría si se enteraba.


Pedro cerró la caja que contenía el anillo y volvió a dejarla en la caja fuerte. Se preguntó qué pensaría Paula si su amante de los viernes le regalaba un diamante. Se la imaginó mirándolo fijamente, con sus ojos azules repletos de incredulidad.


Cerró la caja del collar y se reprendió por haber pensando en cambiar la dinámica de su relación, una buena relación basada sólo en el sexo.


Tomó la caja en la que estaban los pendientes y fue a cerrarla, pero algo le hizo esperar y levantarla para poner la joya a la luz. Se preguntó si Paula se los pondría. Tal vez lo haría si se daba cuenta de que el azul era muy parecido al de sus ojos, en especial cuando ardía de deseo, como un rato antes en las escaleras.


Cerró la caja y se la metió en el bolsillo. Por una vez en su vida, iba a hacer algo irresponsable. No por ella, ni por nadie. Sólo por sí mismo.