sábado, 13 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 7




Unas horas más tarde, ese mismo día, después de calmar su sed de ella, Pedro salió de la cama y recogió la chaqueta de su traje del suelo.


—Tengo algo para ti.


Paula estaba tumbada en medio de la cama, tapada con la sábana, cuya blancura contrastaba con el tono dorado de su piel. Levantó la barbilla y lo miró con curiosidad.


—Pero antes… —Pedro estiró de la sábana, dejando su cuerpo al descubierto.


Ella se sentó y cruzó las piernas, pero no intentó taparse. 


Pedro le gustaba que no se comportase con malicia ni vanidad en aquella habitación. Y daba la casualidad de que a él tampoco le incomodaba estar desnudo ante ella. Era la primera vez que se sentía tan cómodo con una de sus novias.


Le ofreció la caja con los pendientes.


Paula dudó un momento antes de aceptarla. Lo miró a los ojos.


—¿Es un regalo de cumpleaños? —le preguntó en voz baja, sorprendida.


Pedro se apoyó en el borde de la cama.


—Si tú quieres.


Ella apartó la mirada de él para posarla en la caja. Abrió la boca con asombro y sin dejar de mirar los diamantes dijo:
—¿Qué se supone que debo pensar si un hombre me regala diamantes?


Él se encogió de hombros.


—No tienes que pensar nada.


Paula lo miró, parecía perpleja. Y Pedro se reprendió en silencio por confundirla. ¿Cómo se le había ocurrido cambiar el rumbo de su relación?


—No le des demasiadas vueltas. Creo que he pensado más en mí que en ti.


Ella frunció el ceño, como si no lo comprendiese.


Pedro maldijo a Adrian y a sus comentarios. Se acercó a ella, tomó uno de los pendientes, le apartó el pelo e intentó ponérselo.


—Hacían juego con tus ojos. Quería verte desnuda, con ellos puestos. Eso es todo.


No era cierto. Eso no era todo. Estaba harto de ser siempre el hijo bueno, el que nunca creaba problemas.


Aquello pareció tranquilizarla.


—Son un regalo para tu amante —comentó.


Pedro no le gustaba esa palabra.


—No pienso en ti como en mi amante. Ninguno de los dos está casado. Somos libres de hacer lo que queramos.


Mientras ella lo miraba con solemnidad. Pedro tomó el otro pendiente y le hizo un gesto para que girase la cabeza.


—Entonces, ¿qué soy para ti?


—Si tuviésemos que ponerle un nombre, te diría que eres mi lujo —contestó mientras se lo ponía, y observaba su rostro.


—Tu lujo —repitió ella, sonriendo, no había reproche en su mirada—. Los guardaré para ponérmelos sólo en esta habitación. Serán nuestro secreto.


Pedro se sentó y admiró su obra, estaba preciosa con los pendientes. No obstante, pensó haber oído una nota de sarcasmo en sus palabras.


—No me avergüenzo de nada —dijo. No se avergonzaba de ella. Tal vez un poco de sí mismo, por haberla confundido—. ¡Maldita sea, Paula! Son tuyos. Haz lo que quieras con ellos. Véndelos si quieres.


Aquello pareció herirla.


—No necesito más dinero de ningún Alfonso —dijo en voz baja.


Pedro había vuelto a meter la pata. Con su comentario, había dejado que el pasado entrase en aquella habitación. Tenía que haber sabido que, a pesar de lo que compartían los viernes por la tarde, el pasado siempre sería una barrera entre ambos.


Una noche treinta años antes, el padre de Pedro llevaba a las dos parejas de vuelta a casa cuando tuvieron un trágico accidente que casi terminó con la vida de la esposa de Saul Chaves que estaba embarazada. Eleonora se quedó en silla de ruedas de por vida y perdió al hijo que estaba esperando, aunque cinco años después, tras un complicado embarazo, dio a luz a Paula. Chaves jamás perdonó a Rogelio Alfonso y cuando su situación económica empeoró debido a los gastos médicos, le pidió ayuda. Rogelio le cedió un edificio que tenía en el centro financiero de Wellington dando por hecho que, cuando Saul pudiese, le devolvería lo prestado. Pero el día en que nació Paula, su amargado ex amigo puso el edificio a nombre de su hija.


Debido a la culpabilidad, y a los consejos de su esposa, Rogelio Alfonso lo dejó pasar, pero no se olvidó de ello. Años más tarde, ambos hombres se convertirían en iconos de los negocios en la capital de Nueva Zelanda y la mala sangre seguiría hirviendo a fuego lento, ayudada por los golpes que se iban dando el uno al otro.


Así que, desde el punto de vista técnico, Paula era rica gracias al dinero de los Alfonso, pero a Pedro eso le daba igual. No era culpa ni de ella, ni de él.


La agarró de la barbilla para que girase la cabeza y lo mirase.


—Lo siento. No pretendía hacerte daño…


Paula sonrió, parecía más compungida que herida.


—No lo has hecho —contestó tocándose los pendientes—. Los llevaré con orgullo.


Pedro no se había equivocado al pensar que harían juego con sus ojos. Se miraron y la gratitud y el arrepentimiento se convirtieron poco a poco en conciencia de dónde estaban, y de lo que eran el uno para el otro. El anhelo aumentó y la atmósfera empezó a calentarse.


Se acercaron el uno al otro con urgencia, buscándose con las manos. Paula estaba bien, los dos lo estaban. No había cambiado nada. Había hecho lo correcto, regalándole los diamantes azules, que brillaron cuando la tumbó en la cama, devorándole la boca. Sintió un placer infinito al penetrarla… y le hizo el amor con furia hasta llegar al éxtasis.


Había hecho lo correcto regalándole los pendientes. ¿Qué más daba si lo había hecho por ella o por sí mismo? Los dos los disfrutarían.


No obstante, se marchó del hotel teniendo la sensación de que había perdido una oportunidad, o de que ambos la habían perdido. Si Paula Chaves era su lujo, ¿podría pagar su precio?





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