martes, 9 de enero de 2018

EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 23






Aquello era estúpido. Llamarla en medio de la noche. 


Probablemente no quisiera hablar con él de ninguna manera, después de la forma como había actuado.


Por el dinero. Estúpido.


De todas formas, no había hecho lo que había querido hacer. 


No había ido a su casa en medio de la noche para llevarla de vuelta a la granja. En sus brazos.


Ella tenía que volver. No podía vivir sin ella. A primera hora de la mañana se lo diría. Le suplicaría. Se pondría de rodillas si lo tenía que hacer.


Por fin, completamente vestido, se quedó dormido en la cama.


Su abogado llamó a primera hora de la mañana. Un representante de una empresa llamada Tampa Florists estaría en su despacho a las nueve. Pedro debía estar allí también.


—Hoy no —dijo—. ¿No podría ser…?


—Hoy. ¿No sabes que esa es una de las empresas más importantes del país? Y no me puedo creer lo que ofrecen. Tienes que venir.


Así que, a las nueve, estaba en el bufete de abogados, echando humo por el retraso en sus planes. Pero allí escuchó una proposición fantástica. Cincuenta mil dólares además de un diez por ciento de las ventas a cambio de los derechos en exclusiva sobre la venta de su rosa.


Increíble. Fantástico…


Pero para él no importaba nada sin Paula. Sin sus alabanzas. Sin que estuviera con él. Sin que lo amara.


Sin Paula no importaba nada.


EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 22



Ahora ella estaba completamente despierta. Se levantó de la cama y se puso una bata.


Sabía que él debía estar enfadado, pero no por eso tenía que despertarla a esas horas para decírselo.


Esa era la primera noche que había podido dormir algo. Era como si lo que le había dicho ese mismo día la abuela Alfonso la hubiera hecho sentir que había hecho algo bien.


Y lo había hecho, ¿no? ¿Qué otra cosa podía haber hecho? 


Después de la llamada de Judith no podía dejar a los abuelos esperando y quería asegurarse de que tenían lo suficiente como para vivir cómodamente el resto de sus días.


De acuerdo, había querido algo más también. Había querido asegurarse de que Pedro conservara la granja pasara lo que pasase entre ellos y sabía que eso no le iba a gustar nada. 


Lo de la opción de compra era algo, pero el que lo hubiera arreglado ya todo para que fuera definitivamente de él, era como si pusiera un trapo rojo delante de un toro bravo al que ya habían toreado.


Así que la llamada debía ser por eso. Por un momento, cuando lo oyó decir su nombre, pensó…


Se dirigió a la cocina y pensó que, como ya no se iba a poder dormir, se tomaría un café.


Se lo estaba preparando cuando se le ocurrió que cómo era posible que Pedro lo hubiera descubierto tan pronto. Ella había empezado a moverse esa tarde.


Tenían que hacer todo el papeleo y…


¿Habría sido necesaria su firma?


No, estaba segura de ello.


Además, había llamado a su abogado después de hablar con Judith y él le dijo que había llamado a la granja y no había respondido nadie.


Ella misma había llevado todos los papeles a la residencia y, para su sorpresa, la abuela Alfonso no se sorprendió nada.


—Todo el tiempo he sabido que eras tú la que estaba detrás de esa opción de compra —le dijo cuando ambas estuvieron a solas.


Pau, después de hablar de todo con ella se la había llevado de compras y comieron algo en un salón de té.


—¿Cómo lo supo?


—Porque está en tu naturaleza ser tan generosa y dada a ayudar. Siempre estabas ayudando a Pedro con sus flores. Y nos ayudaste a hacer la mudanza. Para nosotros ese fue un gran paso y teneros a ti y a Pedro allí nos hizo mucho más fácil eso de instalamos en un sitio nuevo. ¿Te he dado las gracias?


—Por supuesto que lo ha hecho. Muchas veces. Pero no es necesario que lo haga. Siempre me gusta estar con ustedes. De todas formas, no había ninguna razón para que me relacionara con esa opción de compra.


—Oh, es cierto. No al principio. Pero después… Cuando se organizó todo ese lío con los periodistas y salió a relucir lo de tu dinero. Bueno, entonces me di cuenta de que esa era la clase de cosa que tú harías.


Pau agitó la cabeza. Nadie más lo había sospechado, ni siquiera Pedro.


—Y no dijo nada…


—No me atreví. Bueno, yo… Para decirte la verdad, realmente estaba preocupada. Todo ese lío sobre tu boda y cuando Pedro lo descubrió… Estaba segura de que iba a estallar. Los hombres son tan divertidos con… bueno, ya sabes.


—Sí.


Paula ciertamente lo sabía.


—Tuve miedo de que eso pudiera causar una ruptura entre vosotros y no quería que eso sucediera. Estáis hechos el uno para el otro y eso lo pude ver desde el primer día, cuando viniste a la granja con él. El día en que Al se cayó y me asustó tanto, ¿recuerdas?


Paula asintió.


Ese recuerdo fue como una especie de bálsamo para ella. 


Entonces supo que había hecho lo correcto.


—Fuiste muy amable —continuó la señora Alfonso—. Nos ayudaste con Al y a Pedro con sus flores. Como si fueras ya una de la familia.


Sí, así se había sentido ella también ese día.


—Me caíste bien desde ese día, Paula. Cuando supe lo de vuestra boda en la televisión no me gustó nada. Pero de todas formas me alegré de que os casarais, aunque también tuve miedo. Conozco a esos hombres. He vivido con uno de ellos durante cincuenta y seis años. Estaba segura de que Pedro iba a ponerse hecho una fiera con lo del dinero. Por suerte no lo ha hecho y me alegro de que sigáis tan bien como siempre.


La anciana no lo sabía. Pedro no se lo había dicho. Paula contuvo las lágrimas.


—Debéis estar muy contentos por esa nueva rosa que ha creado Pedro. ¿No es maravilloso con las flores?


—Sí, lo es.


—Me alegro de que disfrute con ellas. Trabajar puede ser un placer cuando te gusta lo que estás haciendo.


—Sí.


—¿Sabes una cosa, Paula? También me alegro de lo de tu dinero.


—¿Sí?


La señora Alfonso se rió.


—No te sorprendas tanto. Por supuesto que me alegro. ¿Conoces ese dicho que dice: feliz la novia que se casa en un día soleado?


Pau asintió.


—Bueno, pues yo añadiría: y bienaventurada es la esposa que tiene su propio dinero. Cielos, me habría evitado muchos problemas si yo hubiera tenido el mío propio.


—¿Sí?


—¡Claro! No sé las veces que nos hemos peleado porque yo quería hacer algo por la granja. Mi marido puede ser muy dulce, pero es tan cabezota como una mula vieja..


—Pero usted siempre se las arregló para hacer lo que quería, ¿no?


—La mayoría de las veces. Pero me habría resultado más fácil si yo hubiera tenido un dinero propio


—Supongo que nada es fácil.


—Oh, no lo es —dijo la anciana—. No me fue fácil convencer a Al de que yo también tenía derechos. Y nunca andábamos demasiado bien de dinero. Normalmente teníamos que elegir entre una cosa u otra, no nos podíamos permitir ambas. Por lo menos tú puedes alegrarte de tener mucho dinero y Pedro no se ha enfadado mucho por ello.


Mientras volvía a la ciudad, Pau no dejó de pensar en lo que le había dicho la señora Alfonso.


Y siguió pensándolo ahora, en la cocina, con el café enfriándosele en las manos.


La anciana sólo tenía razón a medias, por supuesto. Tenía razón en lo del dinero, pero se equivocaba en que Pedro no se hubiera enfadado.


Pero le había dicho algo más importante. Los hombres se enfadan por el dinero, lo haya o no. Y probablemente por muchas otras cosas también. Y, si ella quería vivir con un hombre, iba a tener que soportarlo.


No iba a ser fácil.


¿Le había colgado a Pedro porque tenía miedo de afrontar su enfado?


Pensó que ella tenía todo el derecho a ser quien era. Tenía dinero y derecho a gastárselo como quisiera.


Si Pedro no podía aceptar eso, no podía respetar ese derecho…


¡Muy bien, pues que así sea! No se iba a disculpar de nada. 


¡Estaba harta de ese hombre!


Cuando… Si Pedro volvía a llamar, se lo diría.


Pero Pedro no llamó. Ni durante esa noche, ni a la mañana siguiente. Ella esperó y esperó…




EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 21





El teléfono sonaba y sonaba.


Paula metió la cabeza bajo la almohada, tratando de amortiguar el sonido. Había conseguido dormir por fin, de puro cansancio.


¿Por qué no descolgaba alguien ese teléfono?


Siguió sonando.


Miró el reloj de la mesilla de noche y vio que eran las dos de la madrugada.


El teléfono que estaba sonando era el suyo.


Lo descolgó.


—¿Paula?


Pedro. El corazón le dio un vuelco. Llevaba todo el tiempo esperando esa llamada y ahora…


—¿Pau? ¿Estás ahí? —preguntó él exigentemente.


Lo había descubierto.


Ahora empezaría de nuevo con la ira y las recriminaciones.


No lo podría soportar. No en ese momento.


Colgó.





lunes, 8 de enero de 2018

EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 20




Pedro estaba sentado en los escalones de entrada a la casa. 


Por primera vez en su vida no le apetecía hacer nada.


Ella se había ido.


Bueno, siempre había sabido que lo haría, ¿no?


Sí, era demasiado especial para él. Lo había sentido en lo más profundo de su ser y desde el primer día.


Desde entonces había deseado agarrarla y correr. Nunca le había parecido demasiado real.


Esa noche, cuando ella apareció como un fantasma en la puerta de su habitación diciéndole que lo amaba sólo se había creído a medias que estuviera allí. La había agarrado y sujetado como si fuera a desaparecer.


¡Bueno, pues ya había desaparecido!


Muy bien. Tenía que afrontarlo. No estaban hechos el uno para el otro. Estaban desequilibrados.


Y además, lo había hecho sentirse como un verdadero idiota cuando le dijo que era ella la que había dado esa opción de compra de la granja. ¡Y él con sus veinticinco mil dólares del premio como un imbécil!


Total, ella sólo había estado pagándoles diez mil dólares al mes a sus abuelos. Treinta mil en total. ¡Una nadería!


No lo había hecho para rebajarlo.


Lo sabía y lamentaba lo que le había dicho a ella y como había actuado. Pero cuando uno se siente como un imbécil, se actúa como tal.


No estaban hechos el uno para el otro y no estaba mal que ella se hubiera ido.


No quería ni pensar en ello.


Decidió ir a ver a Gutierrez, le había dicho que tenía un trato mejor.


Todavía seguía allí sentado cuando oyó un coche por el camino.


Inmediatamente se le levantó el ánimo. El viejo Ford. Tal vez… ¿Sería ella de vuelta?


Pero no era así y al Ford lo seguía otro coche. Un deportivo plateado bastante caro.


Fue como si le dieran una bofetada en la cara.



****

—Muy bien, muy bien, Pedro. ¡Ya basta! ¿Qué está pasando? —le preguntó Leandro.


Rosa estaba a su lado.


—Sí, Pedro. ¿Dónde está Pau? No ha pasado por aquí y siempre que la llamo...


—Hemos roto.


—¿Qué quieres decir?


—¡Que hemos roto! Nos hemos separado. Lo hemos dejado. ¿Es que no hablamos el mismo idioma? se acabó. Se ha ido.


—Oh, Pedro. ¿Qué has hecho?


—¿Qué he hecho? Rosa, todo esto no ha sido más que una farsa desde el principio. Ya lo sabes.


—No sé nada de eso. Tú parecías tan feliz. Después del primer día…


—Ese primer día. ¡Sí! Estabais ahí y sabéis lo que sucedió.


—Pero eso fue hace tres meses. Sé que te dolió, pero creía que se te había pasado.


—Uno no se sobrepone a una cosa como esa, Rosa.


—Oh, Pedro. ¿Por qué no te olvidas de eso de una vez? Paula y tú…


—Espera, Rosa —intervino Leandro—. Mira, ¿por qué no le pones un plato a Pedro? Debes tener hambre.


—No, no te molestes.


Pero lo cierto era que no podía recordar la última vez que había comido y el olor le despertó el apetito inmediatamente.


—Aquí tienes —dijo Rosa.


—Gracias. ¿Sabes una cosa? Eres una muy buena cocinera.


—Y Pau lo es también.


Leandro, dándose cuenta de que era mejor distraerlo, intervino y se puso a hablar de sus hijos. El truco funcionó hasta que terminaron de comer y, cuando Rosa hubo retirado los platos, le preguntó:
—Muy bien Pedro. ¿Qué ha pasado?


—Todo. Para empezar, descubrí que he estado viviendo de ella durante estos últimos tres meses.


—Eso no es cierto —dijo Rosa—. Lo sé con certeza. La he visto comprando en todas las rebajas, contando los centavos para ahorrar lo que tú necesitaras para la granja.


—Sí, la granja. ¿Qué hay de eso?


—¿Eh?


Entonces él se lo contó todo.


Quedaron en silencio por un momento, tratando de digerirlo. 


Luego fue Rosa la que habló.


—Eso lo puedo comprender. Ya sabes lo preocupada que estaba la abuela con que el abuelo no pudiera bajar esas escaleras y ella no era capaz de cuidarlo adecuadamente. Paula debe haber visto que necesitaban el dinero y, dado que ella lo tenía… Mira, es como esa vez que Francisco se rompió una pierna y Leandro y tú lo estuvisteis ayudando hasta que se recuperó.


—No es así en absoluto. Francisco tuvo una emergencia y nosotros lo ayudamos sin reservas y no a escondidas. Pau no me dijo ni una palabra de esto. Si lo hubiera hecho…


—Te habrías puesto hecho una furia como ahora y lo sabes perfectamente.


Pedro la miró fijamente. Paula le había dicho esas mismas palabras.


—Bueno, eso no es en lo único que mintió.


—¿No?


—Me dijo que no iba a tocar el dinero de su padre. Yo no se lo pedí, fue idea suya. Podríamos vivir con lo que yo ganara y dejar lo poco que ella tenía para una emergencia.


—Y lo habéis hecho así, ¿no? ¿Dónde está la mentira? —le preguntó Rosa.


—En el poco que ella tenía. Treinta millones de dólares.


Rosa se atragantó y Leandro soltó un silbido.


—¿Treinta millones de dólares?


—Una herencia que le dejaron sus abuelos. Se hizo cargo de la opción de compra de la granja con una pequeña parte de los intereses. ¿Qué os parece?


Leandro pareció como si todavía estuviera pensando.


—Ella te dijo que tenía esa herencia. Y tú nunca pensaste…


—Ella nunca mencionó la palabra confianza. Y no, no lo pensé. Se me ocurrió que, como decía un poco de dinero tal vez fueran unos pocos miles. Mi mente se pierde en los millones. Ni siquiera puedo pensar en uno, así que mucho menos en treinta.


Leandro asintió.


—Ya veo lo que quieres decir.


—Sí. ¿Cómo podría vivir bajo esa sombra? Estaría bailando a su son el resto de mi vida.


—Una sombra muy agradable.


Los dos se volvieron a mirar a Rosa, que estaba sonriendo de oreja a oreja.


—¿Os imagináis? Treinta millones de dólares. ¡No me importaría nada pasarme la vida bailando la jiga por eso!


Entonces se levantó de la silla y pareció como si lo fuera a demostrar.


—Para, Rosa, antes de que choques con algo y te hagas daño. Siéntate y hablemos.


Ella se sentó de nuevo.


—Sí, vamos a hablar de ello. ¡Me gustaría saber quién está bailando al son de quien!


—¿Qué quieres decir?


—Quiero decir que, si yo tuviera treinta millones de dólares, estoy segura de que no haría de fregona. Ni siquiera para Leandro, al que quiero tanto como Pau te quiere a ti.


—¿Estás diciendo…?


—Lo que estoy diciendo que nunca he visto a una mujer trabajar tan duramente para ser pobre.


—Mira, yo no le pedí…


—Oh, no, tú no se lo pediste. ¡Sólo te pusiste muy digno, todo dolido y avergonzado porque ella tuviera todo ese dinero y cómo se había atrevido a mentirte al respecto! Le dijiste que querías la anulación y la dejaste sola en su noche de bodas. Inmediatamente después de haber prometido amarla y cuidarla en la riqueza y en la pobreza durante el resto de tu vida. ¡Justo entonces te pones como un energúmeno y la abandonas!


—Mira, no fue así. Discutimos y…


—Oh, sí fue así. Hablé con ella por teléfono después de la pelea. Estaba dolida y atemorizada porque te habías enfadado y pensaba que nunca volverías con ella. Estaba tan afectada que casi no podía hablar. Yo le dije que ya se te pasaría, que sólo tenía que amarte y mimarte y… ¿Sabes una cosa, Pedro? Me gustaría haberle dicho que te diera una patada en el trasero.


—Bueno yo…


Pedro, sorprendido por lo que le estaba diciendo Rosa, miró a su hermano, que se estaba riendo a carcajada limpia.


—¿Qué te parece tan divertido?


—Nada —dijo Leandro tratando de contener la risa—. Bueno, la situación. Ahora espera. Créeme, sé como te sientes, yo también soy un Alfonso. Pero Rosa tiene razón sobre Pau. Se ha partido el lomo tratando de agradarte. Yo lo sé, la he visto en acción. No te estaba pidiendo que bailaras a su son. No es de esa clase de mujer. Y… Bueno, afróntalo, compañero. Treinta millones de dólares no son un veneno precisamente, yo creo. Puedes aprender a vivir con ellos.


Pedro no quería volver a casa y esa era una de las razones por las que se había parado en casa de Leandro. No se podía quedar en un hotel como había hecho durante las últimas dos noches. Bueno, tenía que estar temprano en la ciudad para empezar a trabajar. Miró su reloj y vio que no era demasiado tarde, podía ir a tomarse algo. Pero no era hombre de bares.


Y de todas formas, no le quedaba más remedio que volver a su casa alguna vez.


Pero allí no había nadie, ni el perro, al que había dejado en el veterinario.


Pau tampoco estaba allí.


¿Cómo la podía echar tanto de menos? Era un dolor profundo que anulaba todo lo demás.


Nunca antes se había sentido así. Sus trabajos habían ocupado toda su vida. Y de vez en cuando se divertía y salía con chicas. Pero ahora, sin Pau todo le parecía vano.


Una vez en la granja la cosa fue peor todavía. Todo le recordaba a ella.


Se sentó en la cama. Ni una sola vez en los tres meses que habían estado juntos había pensado en el dinero de ella. No desde el primer día. Después… bueno, simplemente no había pensado en el dinero. Se había visto completamente envuelto por esa mujer cálida y amorosa que se había hecho parte de su vida.


—¿Cómo podría vivir sin ella?


Entonces tomó el teléfono.