lunes, 8 de enero de 2018

EN LA RIQUEZA Y EN LA POBREZA: CAPITULO 20




Pedro estaba sentado en los escalones de entrada a la casa. 


Por primera vez en su vida no le apetecía hacer nada.


Ella se había ido.


Bueno, siempre había sabido que lo haría, ¿no?


Sí, era demasiado especial para él. Lo había sentido en lo más profundo de su ser y desde el primer día.


Desde entonces había deseado agarrarla y correr. Nunca le había parecido demasiado real.


Esa noche, cuando ella apareció como un fantasma en la puerta de su habitación diciéndole que lo amaba sólo se había creído a medias que estuviera allí. La había agarrado y sujetado como si fuera a desaparecer.


¡Bueno, pues ya había desaparecido!


Muy bien. Tenía que afrontarlo. No estaban hechos el uno para el otro. Estaban desequilibrados.


Y además, lo había hecho sentirse como un verdadero idiota cuando le dijo que era ella la que había dado esa opción de compra de la granja. ¡Y él con sus veinticinco mil dólares del premio como un imbécil!


Total, ella sólo había estado pagándoles diez mil dólares al mes a sus abuelos. Treinta mil en total. ¡Una nadería!


No lo había hecho para rebajarlo.


Lo sabía y lamentaba lo que le había dicho a ella y como había actuado. Pero cuando uno se siente como un imbécil, se actúa como tal.


No estaban hechos el uno para el otro y no estaba mal que ella se hubiera ido.


No quería ni pensar en ello.


Decidió ir a ver a Gutierrez, le había dicho que tenía un trato mejor.


Todavía seguía allí sentado cuando oyó un coche por el camino.


Inmediatamente se le levantó el ánimo. El viejo Ford. Tal vez… ¿Sería ella de vuelta?


Pero no era así y al Ford lo seguía otro coche. Un deportivo plateado bastante caro.


Fue como si le dieran una bofetada en la cara.



****

—Muy bien, muy bien, Pedro. ¡Ya basta! ¿Qué está pasando? —le preguntó Leandro.


Rosa estaba a su lado.


—Sí, Pedro. ¿Dónde está Pau? No ha pasado por aquí y siempre que la llamo...


—Hemos roto.


—¿Qué quieres decir?


—¡Que hemos roto! Nos hemos separado. Lo hemos dejado. ¿Es que no hablamos el mismo idioma? se acabó. Se ha ido.


—Oh, Pedro. ¿Qué has hecho?


—¿Qué he hecho? Rosa, todo esto no ha sido más que una farsa desde el principio. Ya lo sabes.


—No sé nada de eso. Tú parecías tan feliz. Después del primer día…


—Ese primer día. ¡Sí! Estabais ahí y sabéis lo que sucedió.


—Pero eso fue hace tres meses. Sé que te dolió, pero creía que se te había pasado.


—Uno no se sobrepone a una cosa como esa, Rosa.


—Oh, Pedro. ¿Por qué no te olvidas de eso de una vez? Paula y tú…


—Espera, Rosa —intervino Leandro—. Mira, ¿por qué no le pones un plato a Pedro? Debes tener hambre.


—No, no te molestes.


Pero lo cierto era que no podía recordar la última vez que había comido y el olor le despertó el apetito inmediatamente.


—Aquí tienes —dijo Rosa.


—Gracias. ¿Sabes una cosa? Eres una muy buena cocinera.


—Y Pau lo es también.


Leandro, dándose cuenta de que era mejor distraerlo, intervino y se puso a hablar de sus hijos. El truco funcionó hasta que terminaron de comer y, cuando Rosa hubo retirado los platos, le preguntó:
—Muy bien Pedro. ¿Qué ha pasado?


—Todo. Para empezar, descubrí que he estado viviendo de ella durante estos últimos tres meses.


—Eso no es cierto —dijo Rosa—. Lo sé con certeza. La he visto comprando en todas las rebajas, contando los centavos para ahorrar lo que tú necesitaras para la granja.


—Sí, la granja. ¿Qué hay de eso?


—¿Eh?


Entonces él se lo contó todo.


Quedaron en silencio por un momento, tratando de digerirlo. 


Luego fue Rosa la que habló.


—Eso lo puedo comprender. Ya sabes lo preocupada que estaba la abuela con que el abuelo no pudiera bajar esas escaleras y ella no era capaz de cuidarlo adecuadamente. Paula debe haber visto que necesitaban el dinero y, dado que ella lo tenía… Mira, es como esa vez que Francisco se rompió una pierna y Leandro y tú lo estuvisteis ayudando hasta que se recuperó.


—No es así en absoluto. Francisco tuvo una emergencia y nosotros lo ayudamos sin reservas y no a escondidas. Pau no me dijo ni una palabra de esto. Si lo hubiera hecho…


—Te habrías puesto hecho una furia como ahora y lo sabes perfectamente.


Pedro la miró fijamente. Paula le había dicho esas mismas palabras.


—Bueno, eso no es en lo único que mintió.


—¿No?


—Me dijo que no iba a tocar el dinero de su padre. Yo no se lo pedí, fue idea suya. Podríamos vivir con lo que yo ganara y dejar lo poco que ella tenía para una emergencia.


—Y lo habéis hecho así, ¿no? ¿Dónde está la mentira? —le preguntó Rosa.


—En el poco que ella tenía. Treinta millones de dólares.


Rosa se atragantó y Leandro soltó un silbido.


—¿Treinta millones de dólares?


—Una herencia que le dejaron sus abuelos. Se hizo cargo de la opción de compra de la granja con una pequeña parte de los intereses. ¿Qué os parece?


Leandro pareció como si todavía estuviera pensando.


—Ella te dijo que tenía esa herencia. Y tú nunca pensaste…


—Ella nunca mencionó la palabra confianza. Y no, no lo pensé. Se me ocurrió que, como decía un poco de dinero tal vez fueran unos pocos miles. Mi mente se pierde en los millones. Ni siquiera puedo pensar en uno, así que mucho menos en treinta.


Leandro asintió.


—Ya veo lo que quieres decir.


—Sí. ¿Cómo podría vivir bajo esa sombra? Estaría bailando a su son el resto de mi vida.


—Una sombra muy agradable.


Los dos se volvieron a mirar a Rosa, que estaba sonriendo de oreja a oreja.


—¿Os imagináis? Treinta millones de dólares. ¡No me importaría nada pasarme la vida bailando la jiga por eso!


Entonces se levantó de la silla y pareció como si lo fuera a demostrar.


—Para, Rosa, antes de que choques con algo y te hagas daño. Siéntate y hablemos.


Ella se sentó de nuevo.


—Sí, vamos a hablar de ello. ¡Me gustaría saber quién está bailando al son de quien!


—¿Qué quieres decir?


—Quiero decir que, si yo tuviera treinta millones de dólares, estoy segura de que no haría de fregona. Ni siquiera para Leandro, al que quiero tanto como Pau te quiere a ti.


—¿Estás diciendo…?


—Lo que estoy diciendo que nunca he visto a una mujer trabajar tan duramente para ser pobre.


—Mira, yo no le pedí…


—Oh, no, tú no se lo pediste. ¡Sólo te pusiste muy digno, todo dolido y avergonzado porque ella tuviera todo ese dinero y cómo se había atrevido a mentirte al respecto! Le dijiste que querías la anulación y la dejaste sola en su noche de bodas. Inmediatamente después de haber prometido amarla y cuidarla en la riqueza y en la pobreza durante el resto de tu vida. ¡Justo entonces te pones como un energúmeno y la abandonas!


—Mira, no fue así. Discutimos y…


—Oh, sí fue así. Hablé con ella por teléfono después de la pelea. Estaba dolida y atemorizada porque te habías enfadado y pensaba que nunca volverías con ella. Estaba tan afectada que casi no podía hablar. Yo le dije que ya se te pasaría, que sólo tenía que amarte y mimarte y… ¿Sabes una cosa, Pedro? Me gustaría haberle dicho que te diera una patada en el trasero.


—Bueno yo…


Pedro, sorprendido por lo que le estaba diciendo Rosa, miró a su hermano, que se estaba riendo a carcajada limpia.


—¿Qué te parece tan divertido?


—Nada —dijo Leandro tratando de contener la risa—. Bueno, la situación. Ahora espera. Créeme, sé como te sientes, yo también soy un Alfonso. Pero Rosa tiene razón sobre Pau. Se ha partido el lomo tratando de agradarte. Yo lo sé, la he visto en acción. No te estaba pidiendo que bailaras a su son. No es de esa clase de mujer. Y… Bueno, afróntalo, compañero. Treinta millones de dólares no son un veneno precisamente, yo creo. Puedes aprender a vivir con ellos.


Pedro no quería volver a casa y esa era una de las razones por las que se había parado en casa de Leandro. No se podía quedar en un hotel como había hecho durante las últimas dos noches. Bueno, tenía que estar temprano en la ciudad para empezar a trabajar. Miró su reloj y vio que no era demasiado tarde, podía ir a tomarse algo. Pero no era hombre de bares.


Y de todas formas, no le quedaba más remedio que volver a su casa alguna vez.


Pero allí no había nadie, ni el perro, al que había dejado en el veterinario.


Pau tampoco estaba allí.


¿Cómo la podía echar tanto de menos? Era un dolor profundo que anulaba todo lo demás.


Nunca antes se había sentido así. Sus trabajos habían ocupado toda su vida. Y de vez en cuando se divertía y salía con chicas. Pero ahora, sin Pau todo le parecía vano.


Una vez en la granja la cosa fue peor todavía. Todo le recordaba a ella.


Se sentó en la cama. Ni una sola vez en los tres meses que habían estado juntos había pensado en el dinero de ella. No desde el primer día. Después… bueno, simplemente no había pensado en el dinero. Se había visto completamente envuelto por esa mujer cálida y amorosa que se había hecho parte de su vida.


—¿Cómo podría vivir sin ella?


Entonces tomó el teléfono.






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