lunes, 11 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 20



Paula se quedó a un lado y observó a Marcos Alfonso, experto forense del Departamento de Policía de Kansas City, convertir el cuarto de su niña en un laboratorio científico. 


Había sacado todo tipo de herramientas de su maletín de aluminio: una cámara, pinzas gigantes, una lupa, algo con rayos infrarrojos, bolsas de plástico.


Llevaba gafas de montura dorada que no ocultaban el hecho de que carecía de visión en el ojo izquierdo. Pero viéndolo trabajar, Paula tenía la impresión de que su ojo bueno no pasaba nada por alto. Su método científico de trabajar le pareció reconfortante. Si había alguna pista que pudiera llevarlos hasta Papá, el inspector Alfonso la encontraría.


Lo que le resultaba más raro era el modo en que hacía preguntas a Pedro y el modo en que los dos hombres habían recorrido el piso hablando en voz baja, aunque ella había captado palabras sueltas como «caso», «tules» y hubiera jurado que había oído decir «mamá no tiene por qué saberlo».


¿Por qué tenía Pedro un amigo policía? Curioso.


Le parecía detectar también un parecido entre ellos, pero Marcos Alfonso tenía demasiadas cicatrices en la cara para estar segura. Sus ojos eran grises y era más delgado que Pedro; pero su actitud era similar y los dos se movían de un modo parecido.


Paula suspiró y tomó un sorbo de té. Pedro levantó la vista y le sonrió. Y ella no pudo evitar devolverle la sonrisa. Había algo en la actitud de él que parecía suplicarle que le diera una oportunidad.


Y esa noche al menos se sentía demasiado vulnerable para negársela.


—Bueno, no parece que haya tocado nada fuera del cuarto de la niña —Marcos se puso en pie y habló con voz lo bastante alta para incluirla en la conversación.


Paula asintió.


—Gracias por limpiar el cuarto.


—De nada —Marcos se puso el abrigo y sacó una tarjeta del bolsillo interior—. Llámeme si descubre algo más que le llame la atención o si quiere hacerme alguna pregunta.


Paula guardó la tarjeta en su bolso.


—Lo haré.


Marcos tomó su maletín.


—He guardado las pruebas que he visto y sacado las fotos que necesito. El laboratorio lo analizará ahora todo y la llamaré si encuentro algo.


—Hágalo, por favor —dijo ella. Lo precedió hasta la puerta—. Quizá pueda encontrar algo que me ayude a conseguir una orden judicial que obligue al doctor Washburn a decirme quién es el padre.


La vacilación de Marcos la puso en guardia.


—¿Usted no cree que sea posible? —preguntó ella.


—No creo que sea probable —repuso el policía.


Pedro habló por encima del hombro de Paula.


—¿No crees que el peligro sea real?


Marcos movió la cabeza.


—Esto no me parece obra de un donante anónimo que ocho meses después decide de pronto que quiere a su hijo —miró a Paula—. Creo que es obra de alguien que la conoce personalmente y que no le importa nada la niña. Lo que quiere es atacarla donde más daño puede hacerle. Es alguien que quiere castigarla por algo.


Pauls se tambaleó, pero sintió enseguida las manos de Pedro en los hombros.


—Eso es sólo una teoría, ¿verdad, inspector? —preguntó ella.


—Verdad. Doctora, señor Tanner… —Marcos abrió la puerta y se quedó pensativo—. Mire, no hay señales de que hayan forzado ni la puerta ni la ventana. La persona que ha entrado tiene llave. No sé si porque se la haya dado usted o…


Paula negó con la cabeza.


—Yo soy la única que tiene llave.


—Entonces alguien ha tenido ocasión de hacer una copia, lo que indica que es una persona cercana a usted, alguien con quien está en contacto regularmente. Yo le sugeriría que variara sus horarios y cambiara las cerraduras lo antes posible.


—Lo haré mañana a primera hora —prometió Paula.


—¿Estará segura esta noche? —preguntó Marcos.


Pedro le apretó los hombros.


—Estará segura.


La mujer sintió un escalofrío en la columna que la excitó y asustó al mismo tiempo. Sería muy fácil apoyarse en su fuerza, pero tenía que encontrar el modo de lidiar con aquello sola. No podía poner a Pedro en peligro ni arriesgarse al dolor que sentiría cuando él se alejara y volviera a quedarse sola.


Se apartó de él y estrechó la mano del inspector.


—Buenas noches.


—Buenas noches, señora.


Paula cerró la puerta y se volvió con intención de decirle a Pedro que podía marcharse también. Pero él había desaparecido.


—¿Pedro? —lo vio salir de la cocina con una silla de roble—. ¿Qué haces?


Él puso la silla en el suelo, la echó hacia atrás y la colocó debajo del pomo de la puerta.


—Añadir una cerradura extra.


—Pero tienes que estar al otro lado de la puerta cuando lo haga.


Pedro se incorporó.


—No pienso discutir esto. Si tú quieres, mantendré las distancias y procuraré que no ocurra nada entre nosotros. Pero me quedo.


Para enfatizar su decisión, se quitó la camisa de franela que llevaba y se quedó con una camiseta blanca que moldeaba bien el contorno de su torso. Se acercó al sofá, movió todos los cojines a los sillones y dejó la camisa en el brazo del sofá.



Se desabrochó el cinturón y, cuando se sentó y empezó a desatarse las botas, Paula comprendió que iba en serio, pero tardó un momento en conseguir moverse.


—Espera. Por lo menos déjame que te dé una manta y una almohada.


—Si insistes…




PRINCIPIANTE: CAPITULO 19





Pedro había muerto e ido al cielo.


El ansia sexual que lo había atraído a Paula una y otra vez explotó en un abrazo que lo dejó excitado y tembloroso.


Introdujo los dedos en el pelo suave de ella y dejó que éste acariciara su mano. Su cuerpo era un tesoro de curvas abundantes. Y su boca…


Suave y llena. Entregada y maravillosa. Más deliciosa que nada de lo que hubiera podido imaginar desde la segunda fila de la clase.


Su intención había sido sólo recordarle que estaba allí porque le importaba, que esperaba su regreso porque temía por su seguridad. Y él quería desesperadamente que no le pasara nada.


La había besado para probarle que era mejor hombre de lo que ella decía. Que era digno de su confianza y merecía que se fijara en él.


Pero ocurría algo muy, raro. El beso se le iba de las manos.


Era un beso entre un hombre y una mujer apasionados.


Deslizó las manos en el abrigo de ella para acercarla más.


El vestido que llevaba destacaba cada curva y le daba ocasión de disfrutar de su figura sensual.


Algo golpeó su estómago, algo suave y efímero como una palmadita de amor.


El contacto inesperado le causó un sobresalto.


Apartó la boca de la de Paula y se inclinó hacia atrás. 


Seguían todavía abrazados, unidos vientre contra vientre.


Pedro bajó la vista y observó el punto en el que se juntaban sus cuerpos. Respiró pesadamente por la nariz y la boca e intentó comprender lo que había pasado.


El vestido de lana de Paula cubría su vientre de embarazada como una segunda piel. Un momento después, el punto azul se movió, se estiró y luego retrocedió… era como ver latir un corazón.


—¡Lo he visto! —dijo él admirado—. Es la niña, ¿verdad?


Pero cuando levantó la vista hacia Paula, vio que ella no compartía su admiración. Su piel lucía todavía el tono sonrosado de la pasión, pero sus ojos eran inescrutables.


Le soltó la cazadora y se apartó.


—Es la niña —dijo—Ana Chaves. Mi hija.


Pedro la soltó y la observó distanciarse. Se encogió de hombros con incredulidad.


—¿Tú no quieres que nadie más comparta la maravilla de traer una vida nueva al mundo?


—No quiero compartir nada contigo, punto.


—Y entonces, ¿qué es lo que acaba de pasar aquí? —preguntó él.


—Un error.


En lo profundo de su ser, él sabía que ella mentía. Que no importaba lo que dijeran las normas de la sociedad, Paula y él eran dinamita juntos. Dos personas no podían conectar tanto a nivel físico si no existía ya algo más profundo entre ellos.


Pero Paula estaba decidida a negar esos sentimientos. Se cubrió el vientre con el abrigo, que sujetaba con las manos. 


¿Lo hacía para proteger a la niña o para esconderla de su mirada curiosa?


—No pienso disculparme por el beso —dijo.


—No, pero yo sí por besarte a ti —ella sacó las llaves del bolsillo, le dio la espalda y se dirigió a la puerta—. No debería haber ocurrido y no volverá a pasar.


Pedro miró su perfil inescrutable y la observó abrir la puerta. 


Había logrado su objetivo. La había dejado sana y salva en su casa y ahora respetaría su deseo de que se fuera.


Paula desapareció en el interior sin decir nada más y Pedro se metió las manos en los bolsillos. Sabía que gustaba a muchas mujeres y era una ironía que la única que le interesaba no quisiera tener nada que ver con él.


Suponía que era una especie de justicia poética por haberse pasado la vida flirteando.


Se volvió hacia la escalera. Cuando hablara con A.J. esa noche, le pediría que pusiera protección a Paula. Él no podía cuidar de ella sin acabar sufriendo.


El grito procedente del piso de Paula le heló la sangre.


—¡Doctora!


Corrió hasta la puerta, la abrió y chocó con Paula, a la que habría tirado al suelo de no ser porque tuvo la suficiente rapidez de reflejos para agarrarla y estrecharla contra sí.


—¿Pedro? ¡Oh, Pedro! —se agarró a su cazadora, apoyó el rostro en ella y sollozó.


—Tranquila —musitó él—. Estoy aquí. Tranquila.


Le sostuvo la cabeza y tiró de ella hacia el exterior del piso para alejarla de lo que la había asustado.


—Quiero que espere aquí —la dejó apoyada en la pared del pasillo y la miró a los ojos—. Voy a entrar ahí y asegurarme de que todo está bien.


Ella lo miró con ojos llenos de lágrimas.


—Voy contigo.


Pedro se enderezó. Iba a negarse, pero comprendió que no serviría de nada.



—De acuerdo.


Le apretó la mano y entraron juntos. Él lo examinó todo. La cerradura parecía intacta. El piso estaba tan ordenado y limpio como la noche anterior. Las cortinas caían rectas, lo que indicaba que las ventanas estaban cerradas.


Los dedos de ella apretaron su brazo.


—En el cuarto de la niña.


Pedro avanzó con ella y se asomó al pequeño dormitorio.


Lanzó un juramento que no podía expresar la sensación de rabia y violación que lo embargaba. Paula se volvió, con una mano en la boca y sujetándose el estómago con la otra.


Pedro entró en la estancia para examinar más de cerca el odioso regalo que le habían dejado.


Todos los animales de peluche que había en la cuna estaban rajados y esparcidos por el cuarto. Y de la lámpara colgaba un conejo de peluche atado por el cuello. Habían cortado su vientre rosa y lo habían cubierto con un líquido rojo que parecía sangre. En su pie había una nota prendida con un alfiler.


Has fallado la prueba.
Te estaré esperando en la sala de partos.
De un modo u otro, quiero lo que es mío. Papá.


Pedro abrazó a Paula por la cintura y la guió hasta la cocina. La sentó en una silla y le sirvió un vaso de agua. Sacó su móvil y marcó un número familiar.


—¿A quién llamas? —preguntó ella.


—A un policía.


—¿Pero… y tu…?


¿Le preocupaba otra vez su olor a marihuana? Interrumpió su protesta.


—No pasa nada, estoy limpio.


Se arrodilló a su lado y la besó en la sien. Paula apoyó la cabeza en su hombro.


Pedro esperó con paciencia a que contestaran el teléfono. 


Esa vez no había llamado a A.J., sino que había ido directamente al policía que más necesitaba en ese momento.


Un timbrazo más y la voz grave y familiar se identificó por fin.


—Inspector Alfonso.


—¿Marcos? Soy Pedro. Necesito que me devuelvas un favor.






PRINCIPIANTE: CAPITULO 18




Paula conducía por el Brush Creek Boulevard, en el lado sur de Kansas City, y no podía por menos de admirar sus líneas arquitectónicas de estilo mediterráneo. Era un barrio que hablaba de riqueza y de elegancia antigua.


Muchas tiendas habían cerrado ya, pero todavía había turistas y gente de la ciudad paseando por allí, mirando escaparates o entrando en alguno de los restaurantes. Unos iban vestidos con elegancia, otros llevaban vaqueros y deportivas, pero todos se movían juntos. Todos pertenecían a alguien. Todos iban acompañados.


Ella estaba sola.



Giró hacia el norte, pasó por delante del Museo de Arte Nelson-Atkins y se dirigió hacia su piso vacío. Había cenado sola ensalada y pasta en un restaurante pequeño, y aunque era muy disciplinada con su dieta de embarazada, había cedido a la tentación de pedir un helado de café.


Entró en el garaje de su edificio y cerró con fuerza la puerta del coche al salir. Cruzó el garaje con las llaves en la mano, lo cerró y avanzó con paso firme hacia la puerta principal. 


Poco antes de llegar, oyó crujidos en la nieve y abrió la puerta con rapidez, pero una mano cubierta con un guante negro le impidió volver á cerrarla. Paula saltó hacia atrás.


—¡Doctora, soy yo! —le tomó la muñeca para calmarla—. ¿Dónde se ha metido?


La voz se abrió paso á través de sus miedos mucho antes de que sus ojos vieran a Pedro Tanner.


—¡Maldita sea! —exclamó—. Me has asustado. ¿Qué haces aquí?


—Esperarla. Llega tarde.


La soltó y se apartó con rapidez. Paula no se movió.


—Esta mañana te dije adiós. Creí que había dejado claro que no volveríamos a vernos fuera de clase.


—Eso era antes de que viera la nota de Papá —él se quitó los guantes y los guardó en los bolsillos.


Paula enderezó los hombros.


—Yo no soy tu responsabilidad. Vete de aquí.


Se volvió hacia las escaleras, pero Pedro la siguió con determinación.


—Alguien tiene que responsabilizarse de usted. Corre riesgos estúpidos y peligros innecesarios.


Ella se volvió hacia él.


—¿De qué estás hablando?


—De venir andando desde el coche, por ejemplo. O andar sola desde su despacho hasta el coche a pesar de que le advertí que no lo hiciera.


—Perdona —Rachel se quitó el gorro y lo golpeó con él—. ¿Me estás siguiendo?


—La estoy vigilando.


—No lo hagas —se volvió y siguió subiendo escaleras—. Ya tengo alguien que me vigila por hobby.


—Precisamente —la alcanzó en el rellano—. Usted me ha llegado más que ninguna mujer que haya conocido en mucho tiempo. Puede que no pueda darle la mano en público, pero que me condene si no voy a procurar que esté segura.


—Me estás siguiendo —ella lo miró de hito en hito—. ¿En qué eres tú distinto a Papá?


Él se encogió como si le hubiera pegado. Paula miró las emociones contradictorias que cruzaban por su atractivo rostro y se sintió culpable. Había sido un golpe bajo. Lo había acusado de algo que en su corazón sabía que no podía ser verdad. Quería disculparse, pero él la había asustado, no quería hacerle caso. No quería dejarla sufrir sola.


—¿Distinto? —el cuerpo de él se quedó inmóvil de pronto y Paula retrocedió unos pasos para distanciarse de un hombre que, de pronto, parecía mucho más viejo y mucho más duro que ningún alumno que hubiera tenido jamás—. ¿Quiere decir distinto del gusano que le envía notas enfermizas sobre robarle a su hija? Así soy yo de distinto.


La tomó por los hombros sin previo aviso y la besó en la boca.


Fue un beso primario y salvaje, lleno de una intensidad y una pasión que ella no había conocido nunca. Y aquello no podía ser bueno. Tenía que ser peligroso para su paz mental.


Colocó las manos en el pecho de él y movió las caderas para intentar escapar.


Pero él tenía mucha más fuerza. La rodeó con los brazos y la apretó contra el calor su cuerpo.


Y ella no pudo seguir combatiendo su pasión. Dejó las manos quietas y aceptó un beso que despertaba partes jamás tocadas de su cuerpo y la hacía arquearse de deseo.


Suspiró y se rindió a la necesidad que embargaba su alma de mujer.


Empezó a devolver el beso. Clavó los dedos en la cazadora de él y se entregó a la caricia. Pedro era su héroe, era el héroe de su hija. Su galantería las protegía a las dos. Aquel hombre no era una amenaza. Saboreó el contorno masculino de su boca y pasó la lengua por su piel cálida y salada. Un fuego estalló en su vientre, debajo del lugar que albergaba a su niña, y la llenó con un calor erótico que palpitaba entre sus piernas y le hacía cosquillas en los pezones. Se aferró a los hombros poderosos de Pedro y cedió a la necesidad de su cuerpo y su corazón. A la necesidad de sentirse abrazada, querida. A la necesidad de sentirse sexy, guapa y deseable. A la necesidad de ser todo lo que un hombre pudiera desear, aunque sólo fuera por unos momentos cortos robados al tiempo.



domingo, 10 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 17




Pero mientras paseaba por la alfombra color vino del despacho de Andres Wasburn, casi le parecía que la idea tenía sentido. Con el ego de Simon, no sería raro que se hubiera empeñado en procurar por algún medio que fuera él el que la dejara embarazada. Sería como la prueba suprema de su virilidad. Dar a todas las mujeres, incluida su ex, lo que creía que más deseaban: a sí mismo.


Paula se detuvo delante de la ventana y miró el jardín de la Clínica Washburn cubierto de nieve. Con todos los árboles, blancos, casi parecía un lugar de cuento de hadas, un sitio donde podían ocurrir milagros. Abrazó su milagro.


Para Simon los niños eran imposiciones, no regalos. ¿Por qué iba a amenazarla con llevarse a la suya? A menos que no lo hiciera por la niña.


¿Hasta qué punto deseaba su empleo y cuánto tiempo quería quedarse en la universidad? Si él era el autor de la nota y la llamada de teléfono, debía necesitar dinero más desesperadamente de lo que decía Horacio. Tal vez quería asustarla tanto como para hacer que se fuera de Kansas City. El decano Jeffers quería contratarlo y, si ella desaparecía, la sustitución temporal podía convertirse en un empleo permanente.


Pero Simon siempre defendía que la había amado en otro tiempo. Y ella lo tenía por infiel y desconsiderado, pero nunca por cruel.


Se llevó una mano a los labios. ¿Cómo iba a poder aclarar todo aquello?


—¡Maldita sea!


—Trabajo tan deprisa como puedo. Estos condenados ordenadores nunca colaboran —los ojos grises de Andres Washburn la miraron por encima de las gafas. Y se suavizaron al darse cuenta de que la maldición no iba dirigida a él—. Perdone. ¿Hay algo más que quiera preguntar?


Como sabía que no le daría la respuesta que ella más quería, la de la identidad del número 93579, negó con la cabeza y lo dejó seguir con su búsqueda. Se conformaría con cualquier información que pudiera obtener sobre el padre, aunque no fuera su nombre.


—Parece que estuvo un tiempo breve con nosotros —dijo el hombre—. Hizo donaciones regulares durante dos meses y luego se marchó.


—¿Eso es extraño? —preguntó ella, que se sentó en el sillón delante del escritorio para descansar los pies.


Washburn se tocó el bigote con el pulgar y el índice en un gesto habitual que mostraba frustración nerviosa.


—No necesariamente. Cada caso es distinto. Aunque la mayoría de nuestros donantes están con nosotros de uno a cuatro años.


—¿Cuatro años?


—Algunos lo consideran un modo de preservar su lugar en el futuro. Para otros es una fuente de ingresos.


Cuatro años. Paula se echó hacia delante en la silla.


—¿Los estudiantes universitarios donan esperma?


—Por supuesto. Vienen muchos. Necesitan dinero extra y a nosotros nos gustan porque suelen ser más sanos que otros jóvenes —frunció el ceño—. ¿Cree usted que ha podido contactarla uno de sus alumnos?


Aquella idea resultaba perturbadora. Aunque conocía a un estudiante rubio que podía ser un buen padre.


Andres Washburn estaba claramente preocupado por la noticia de que el donante de su esperma pudiera haberse puesto en contacto con ella, y en un esfuerzo por ayudarla, y proteger la respetabilidad de la clínica, se había ofrecido a responder todas las preguntas que pudiera legalmente.


Había prometido llamar personalmente al número 93579 y recordarle la cláusula de confidencialidad de su contrato.


Había revisado sus archivos, tanto informáticos como en papel y, básicamente, le había dicho lo mismo que ella ya sabía. El padre era de pelo castaño, vivía en el Medio Oeste y tenía un coeficiente intelectual alto.


—¿Y enfermedades mentales? —preguntó ella—. ¿Puede tener algún desorden mental que le haga olvidar las reglas y reclamar a mi hija?


El doctor Washburn se quitó las gafas y movió la cabeza.


—El padre no tiene historial de problemas mentales. Ni él ni su familia directa.


Se levantó, dio la vuelta a la mesa y se apoyó en el borde, delante de ella. Se inclinó y le tomó una mano entre las suyas.


—Siento que haya ocurrido esto. Y puede creer que la Clínica Washburn hará todo lo que esté en su mano por arreglar el problema.


La mujer sonrió secamente.


—Excepto darme su nombre.


El hombre respiró profundamente antes de contestar.


—Excepto darle el nombre.


Se incorporó y la ayudó a hacer lo mismo.



—Es tarde, querida. ¿Puedo invitarla a cenar como una pequeña recompensa por la angustia que le hemos causado?


—No, gracias, doctor. En este momento sólo quiero irme a casa y dormir.


—Comprendo —le soltó la mano y se dirigió a una sala pequeña detrás de su despacho—. Espere que busque mi abrigo y compruebe que está todo cerrado y la acompañaré fuera.


Entró en la sala pequeña y Paula aprovechó para ponerse el abrigo. Mientras se lo abrochaba, se acercó más al escritorio y miró las carpetas abiertas que había encima.


Se saltó casi toda la información, una sucesión de datos físicos, perfiles de personas e historial de donaciones. Pero algo le llamó la atención: una fotografía pequeña, no mayor que una caja de cerillas. Apretó los labios para reprimir un grito.


Daniel Brown.


Ojeó rápidamente la ficha. El número que aparecía en ella era el 90422. No era el mismo. A menos que a ella la hubieran engañado con el número.


Levantó la vista para comprobar que el doctor Washburn seguía ausente y leyó rápidamente el resto de la ficha de Daniel.


Llevaba ya casi dos años donando esperma, desde la mitad de su primer semestre en la universidad hasta el momento. 


Según los pagos que aparecían, había ganado lo suficiente para comprar libros y quizá solucionarse algún mes el alquiler. Había pocos detalles aparte del informe de su salud y su dirección actual. No había antecedentes familiares. 


Ningún tipo de información sobre su vida anterior a la universidad.


Paula no sabía si aquel hueco informativo significaba algo, pero lo archivó en su memoria para descifrarlo más tarde.


Primero Simon y ahora Daniel. ¿Había otros hombres en su vida relacionados también con la Clínica Washburn? 


¿Hombres que tuvieran motivos para hacerle daño?


¿O se trataba simplemente de un donante anónimo que no creía que estuviera capacitada para ser la madre de su hijo?