lunes, 11 de diciembre de 2017
PRINCIPIANTE: CAPITULO 18
Paula conducía por el Brush Creek Boulevard, en el lado sur de Kansas City, y no podía por menos de admirar sus líneas arquitectónicas de estilo mediterráneo. Era un barrio que hablaba de riqueza y de elegancia antigua.
Muchas tiendas habían cerrado ya, pero todavía había turistas y gente de la ciudad paseando por allí, mirando escaparates o entrando en alguno de los restaurantes. Unos iban vestidos con elegancia, otros llevaban vaqueros y deportivas, pero todos se movían juntos. Todos pertenecían a alguien. Todos iban acompañados.
Ella estaba sola.
Giró hacia el norte, pasó por delante del Museo de Arte Nelson-Atkins y se dirigió hacia su piso vacío. Había cenado sola ensalada y pasta en un restaurante pequeño, y aunque era muy disciplinada con su dieta de embarazada, había cedido a la tentación de pedir un helado de café.
Entró en el garaje de su edificio y cerró con fuerza la puerta del coche al salir. Cruzó el garaje con las llaves en la mano, lo cerró y avanzó con paso firme hacia la puerta principal.
Poco antes de llegar, oyó crujidos en la nieve y abrió la puerta con rapidez, pero una mano cubierta con un guante negro le impidió volver á cerrarla. Paula saltó hacia atrás.
—¡Doctora, soy yo! —le tomó la muñeca para calmarla—. ¿Dónde se ha metido?
La voz se abrió paso á través de sus miedos mucho antes de que sus ojos vieran a Pedro Tanner.
—¡Maldita sea! —exclamó—. Me has asustado. ¿Qué haces aquí?
—Esperarla. Llega tarde.
La soltó y se apartó con rapidez. Paula no se movió.
—Esta mañana te dije adiós. Creí que había dejado claro que no volveríamos a vernos fuera de clase.
—Eso era antes de que viera la nota de Papá —él se quitó los guantes y los guardó en los bolsillos.
Paula enderezó los hombros.
—Yo no soy tu responsabilidad. Vete de aquí.
Se volvió hacia las escaleras, pero Pedro la siguió con determinación.
—Alguien tiene que responsabilizarse de usted. Corre riesgos estúpidos y peligros innecesarios.
Ella se volvió hacia él.
—¿De qué estás hablando?
—De venir andando desde el coche, por ejemplo. O andar sola desde su despacho hasta el coche a pesar de que le advertí que no lo hiciera.
—Perdona —Rachel se quitó el gorro y lo golpeó con él—. ¿Me estás siguiendo?
—La estoy vigilando.
—No lo hagas —se volvió y siguió subiendo escaleras—. Ya tengo alguien que me vigila por hobby.
—Precisamente —la alcanzó en el rellano—. Usted me ha llegado más que ninguna mujer que haya conocido en mucho tiempo. Puede que no pueda darle la mano en público, pero que me condene si no voy a procurar que esté segura.
—Me estás siguiendo —ella lo miró de hito en hito—. ¿En qué eres tú distinto a Papá?
Él se encogió como si le hubiera pegado. Paula miró las emociones contradictorias que cruzaban por su atractivo rostro y se sintió culpable. Había sido un golpe bajo. Lo había acusado de algo que en su corazón sabía que no podía ser verdad. Quería disculparse, pero él la había asustado, no quería hacerle caso. No quería dejarla sufrir sola.
—¿Distinto? —el cuerpo de él se quedó inmóvil de pronto y Paula retrocedió unos pasos para distanciarse de un hombre que, de pronto, parecía mucho más viejo y mucho más duro que ningún alumno que hubiera tenido jamás—. ¿Quiere decir distinto del gusano que le envía notas enfermizas sobre robarle a su hija? Así soy yo de distinto.
La tomó por los hombros sin previo aviso y la besó en la boca.
Fue un beso primario y salvaje, lleno de una intensidad y una pasión que ella no había conocido nunca. Y aquello no podía ser bueno. Tenía que ser peligroso para su paz mental.
Colocó las manos en el pecho de él y movió las caderas para intentar escapar.
Pero él tenía mucha más fuerza. La rodeó con los brazos y la apretó contra el calor su cuerpo.
Y ella no pudo seguir combatiendo su pasión. Dejó las manos quietas y aceptó un beso que despertaba partes jamás tocadas de su cuerpo y la hacía arquearse de deseo.
Suspiró y se rindió a la necesidad que embargaba su alma de mujer.
Empezó a devolver el beso. Clavó los dedos en la cazadora de él y se entregó a la caricia. Pedro era su héroe, era el héroe de su hija. Su galantería las protegía a las dos. Aquel hombre no era una amenaza. Saboreó el contorno masculino de su boca y pasó la lengua por su piel cálida y salada. Un fuego estalló en su vientre, debajo del lugar que albergaba a su niña, y la llenó con un calor erótico que palpitaba entre sus piernas y le hacía cosquillas en los pezones. Se aferró a los hombros poderosos de Pedro y cedió a la necesidad de su cuerpo y su corazón. A la necesidad de sentirse abrazada, querida. A la necesidad de sentirse sexy, guapa y deseable. A la necesidad de ser todo lo que un hombre pudiera desear, aunque sólo fuera por unos momentos cortos robados al tiempo.
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