domingo, 10 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 17




Pero mientras paseaba por la alfombra color vino del despacho de Andres Wasburn, casi le parecía que la idea tenía sentido. Con el ego de Simon, no sería raro que se hubiera empeñado en procurar por algún medio que fuera él el que la dejara embarazada. Sería como la prueba suprema de su virilidad. Dar a todas las mujeres, incluida su ex, lo que creía que más deseaban: a sí mismo.


Paula se detuvo delante de la ventana y miró el jardín de la Clínica Washburn cubierto de nieve. Con todos los árboles, blancos, casi parecía un lugar de cuento de hadas, un sitio donde podían ocurrir milagros. Abrazó su milagro.


Para Simon los niños eran imposiciones, no regalos. ¿Por qué iba a amenazarla con llevarse a la suya? A menos que no lo hiciera por la niña.


¿Hasta qué punto deseaba su empleo y cuánto tiempo quería quedarse en la universidad? Si él era el autor de la nota y la llamada de teléfono, debía necesitar dinero más desesperadamente de lo que decía Horacio. Tal vez quería asustarla tanto como para hacer que se fuera de Kansas City. El decano Jeffers quería contratarlo y, si ella desaparecía, la sustitución temporal podía convertirse en un empleo permanente.


Pero Simon siempre defendía que la había amado en otro tiempo. Y ella lo tenía por infiel y desconsiderado, pero nunca por cruel.


Se llevó una mano a los labios. ¿Cómo iba a poder aclarar todo aquello?


—¡Maldita sea!


—Trabajo tan deprisa como puedo. Estos condenados ordenadores nunca colaboran —los ojos grises de Andres Washburn la miraron por encima de las gafas. Y se suavizaron al darse cuenta de que la maldición no iba dirigida a él—. Perdone. ¿Hay algo más que quiera preguntar?


Como sabía que no le daría la respuesta que ella más quería, la de la identidad del número 93579, negó con la cabeza y lo dejó seguir con su búsqueda. Se conformaría con cualquier información que pudiera obtener sobre el padre, aunque no fuera su nombre.


—Parece que estuvo un tiempo breve con nosotros —dijo el hombre—. Hizo donaciones regulares durante dos meses y luego se marchó.


—¿Eso es extraño? —preguntó ella, que se sentó en el sillón delante del escritorio para descansar los pies.


Washburn se tocó el bigote con el pulgar y el índice en un gesto habitual que mostraba frustración nerviosa.


—No necesariamente. Cada caso es distinto. Aunque la mayoría de nuestros donantes están con nosotros de uno a cuatro años.


—¿Cuatro años?


—Algunos lo consideran un modo de preservar su lugar en el futuro. Para otros es una fuente de ingresos.


Cuatro años. Paula se echó hacia delante en la silla.


—¿Los estudiantes universitarios donan esperma?


—Por supuesto. Vienen muchos. Necesitan dinero extra y a nosotros nos gustan porque suelen ser más sanos que otros jóvenes —frunció el ceño—. ¿Cree usted que ha podido contactarla uno de sus alumnos?


Aquella idea resultaba perturbadora. Aunque conocía a un estudiante rubio que podía ser un buen padre.


Andres Washburn estaba claramente preocupado por la noticia de que el donante de su esperma pudiera haberse puesto en contacto con ella, y en un esfuerzo por ayudarla, y proteger la respetabilidad de la clínica, se había ofrecido a responder todas las preguntas que pudiera legalmente.


Había prometido llamar personalmente al número 93579 y recordarle la cláusula de confidencialidad de su contrato.


Había revisado sus archivos, tanto informáticos como en papel y, básicamente, le había dicho lo mismo que ella ya sabía. El padre era de pelo castaño, vivía en el Medio Oeste y tenía un coeficiente intelectual alto.


—¿Y enfermedades mentales? —preguntó ella—. ¿Puede tener algún desorden mental que le haga olvidar las reglas y reclamar a mi hija?


El doctor Washburn se quitó las gafas y movió la cabeza.


—El padre no tiene historial de problemas mentales. Ni él ni su familia directa.


Se levantó, dio la vuelta a la mesa y se apoyó en el borde, delante de ella. Se inclinó y le tomó una mano entre las suyas.


—Siento que haya ocurrido esto. Y puede creer que la Clínica Washburn hará todo lo que esté en su mano por arreglar el problema.


La mujer sonrió secamente.


—Excepto darme su nombre.


El hombre respiró profundamente antes de contestar.


—Excepto darle el nombre.


Se incorporó y la ayudó a hacer lo mismo.



—Es tarde, querida. ¿Puedo invitarla a cenar como una pequeña recompensa por la angustia que le hemos causado?


—No, gracias, doctor. En este momento sólo quiero irme a casa y dormir.


—Comprendo —le soltó la mano y se dirigió a una sala pequeña detrás de su despacho—. Espere que busque mi abrigo y compruebe que está todo cerrado y la acompañaré fuera.


Entró en la sala pequeña y Paula aprovechó para ponerse el abrigo. Mientras se lo abrochaba, se acercó más al escritorio y miró las carpetas abiertas que había encima.


Se saltó casi toda la información, una sucesión de datos físicos, perfiles de personas e historial de donaciones. Pero algo le llamó la atención: una fotografía pequeña, no mayor que una caja de cerillas. Apretó los labios para reprimir un grito.


Daniel Brown.


Ojeó rápidamente la ficha. El número que aparecía en ella era el 90422. No era el mismo. A menos que a ella la hubieran engañado con el número.


Levantó la vista para comprobar que el doctor Washburn seguía ausente y leyó rápidamente el resto de la ficha de Daniel.


Llevaba ya casi dos años donando esperma, desde la mitad de su primer semestre en la universidad hasta el momento. 


Según los pagos que aparecían, había ganado lo suficiente para comprar libros y quizá solucionarse algún mes el alquiler. Había pocos detalles aparte del informe de su salud y su dirección actual. No había antecedentes familiares. 


Ningún tipo de información sobre su vida anterior a la universidad.


Paula no sabía si aquel hueco informativo significaba algo, pero lo archivó en su memoria para descifrarlo más tarde.


Primero Simon y ahora Daniel. ¿Había otros hombres en su vida relacionados también con la Clínica Washburn? 


¿Hombres que tuvieran motivos para hacerle daño?


¿O se trataba simplemente de un donante anónimo que no creía que estuviera capacitada para ser la madre de su hijo?




PRINCIPIANTE: CAPITULO 16





La vida de Paula iba de mal en peor.


—Simon.


Su ex marido era una de las últimas personas a las que esperaba encontrar delante de su puerta. Parecía tan atractivo e impecablemente vestido como siempre, a pesar de que tiritaba dentro de su traje cruzado y hecho a mano.


—Paula—la tomó por los codos y la besó en la mejilla con labios fríos. Se apartó para mirarla—. Estás guapísima. El embarazo te sienta bien.


Paula, demasiado atónita aún para responder al cumplido, se soltó y preguntó:
—¿No tienes un abrigo? Aquí estamos en invierno. Seguro que Armani hace abrigos de tu talla.


—Tan ingeniosa como siempre. Mi abrigo está en el hotel. Mañana tengo que ver a tu decano Jeffers, pero quería darte una sorpresa e invitarte a cenar esta noche.


Paula miró el sol, alto todavía en el cielo, y se apartó el guante para ver la hora.


—Son las tres de la tarde.


Simon sonrió con aire de disculpa.


—Quería que habláramos antes.


La mujer seguía sin encontrarle sentido a la visita.


—Podías haber muerto de frío aquí. ¿Cuánto tiempo pensabas esperarme?—. Oh, sólo llevo unos minutos. He llamado a tu despacho y tu secretaria me ha dicho que habías salido. Me hospedo en el Crown Center, no lejos de aquí, pero he venido en taxi.


El Crown Center era uno de los hoteles más caros de la ciudad. Simon siempre lo hacía todo a lo grande y ella no entendía que pensara que podía ser feliz con un sueldo de profesor.


—Yo venía a casa a echarme una siesta. Anoche dormí muy poco.


—¿El niño no te deja dormir?


—Eso lo hacen después de nacer, Simon.


Él asintió y estornudó.


—¿Puedo pasar?


Volvió a estornudar, sacó un pañuelo y se limpió la nariz. 


Paula abrió la puerta.


—Entra antes de que te pilles algo.


Diez minutos más tarde había preparado ya té para ella y café para él. Decidió ir al grano.


—¿Por qué has venido, Simon?


Él esperó a que se reuniera con él en la mesa para contestar.


—Quiero saber cuánto dinero ganas, cuáles son tus horas de trabajo y si tendré tiempo para continuar con mis actividades privadas.


—Lo que yo gano es confidencial. El decano Jeffers te hará una oferta con un sueldo y una bonificación —tomó un sorbo de té—. Y en cuanto a las horas, son muchas.


Simon frunció el ceño.


—¿Y tu vida social?


¿Vida social? Su vida era la niña.


—Saco tiempo siempre que puedo, pero yo salgo poco.


Tomó otro sorbo de té.


—Creo que pediré una cantidad mínima —dijo él—. Y también horas libres para mí. ¿Crees que el decano aceptará?


Paula tenía en esos momentos preocupaciones más importantes que el futuro económico de Simon. Tenía que proteger a su hija.


Señaló el reloj y se levantó para llevar la taza de él al fregadero


—Tengo una cita con el médico en media hora. ¿Querías algo más?


—¿El médico? ¿Estás bien? —él se levantó de la silla y se acercó como si su interés fuera auténtico. Le puso una mano en el codo—. Yo te veo bien. Excepto por lo del embarazo —claro.


—¿Lo del embarazo? —ella se apartó de su mano.


—Ya sabes a lo que me refiero —la siguió de vuelta a la mesa—. No somos dos desconocidos, Paula. Si te ocurre algo, quiero…


—Es sólo una reunión de rutina en la Clínica Washburn —lo único que quería de su ex era que se fuera rápidamente—. Estoy bien. Y creo que yo siempre he sido la responsable de los dos, así que, si me ocurriera algo, lo resolvería sin tu ayuda.


En lugar de marcharse, Simon la miró sorprendido.


—¿Vas a ver a Andres Washburn? ¿Cómo está?


—¿De qué conoces tú al doctor Washburn?


—Porque doné esperma para su clínica, por supuesto.


Simon no podía ser el número 93579. Sería demasiada ironía que el hombre que afirmaba que los hijos frenarían su carrera y ensuciarían su casa, acabara siendo el padre de su niña. Paula se abrazó el estómago. Aquella posibilidad le daba tantas náuseas como las que había sentido en las primeras semanas del embarazo.




PRINCIPIANTE: CAPITULO 15





Pedro se sentó en el banco que había en la puerta del laboratorio de Biología a esperar que terminaran los estudiantes de la tarde.


Tenía que hacer una compra.


Conectar con Kevin Washburn le había resultado más fácil de lo que esperaba, porque el pobre chico necesitaba desesperadamente un amigo esa mañana. Tenía mono de algo, Pedro le había hablado con la misma voz que habría usado para tranquilizar a un animal asustado y Kevin se había abierto poco a poco. Conocía algunos nombres de los que había dejado caer Pedro y aparentemente le había bastado con eso para confiar en él.


Lo había observado cuando hablaba con Paula y con el doctor Norwood, había visto su expresión cuando Norwood le había reñido, la misma que pondría un niño que buscara la aprobación de una figura paterna, la de un niño al que ese padre rechazara.


Y cuando un chico buscaba algo que diera significado a su vida, lo mejor era que lo encontrara, porque, en caso contrario, lo esperaban las drogas para ofrecerle un significado ilusorio, cuando en realidad lo único que hacían era ahogar la necesidad de cualquier otra cosa que no fueran ellas.


Pedro tamborileó en su rodilla con los dedos. Lo único que necesitaba Kevin Washburn esa mañana era una palabra de aliento de Horacio Norwood; ese refuerzo positivo quizá le hubiera dado fuerzas para permanecer limpio el resto del día. Pero esa decepción, combinada con el mono, lo habían desesperado tanto como para hacer un trato con él, que era prácticamente un desconocido.


«Yo te digo dónde comprarla si me invitas a una poca».
Pedro sintió una punzada de culpabilidad.


Era un policía que compraba droga a un yonqui. Ese día no sentía, precisamente, que estuviera salvando el mundo.


Y luego estaba Paula Chaves.


Que debería estar haciendo planes para la llegada de su hijita en vez de lidiar con escoria como Daniel Brown y Horacio Norwood. Decidió que no le gustaba nada ese hombre. ¿Y la nota que se había caído de su bolso? Pedro apretó los labios con frustración. Tampoco podía hacer nada respecto a eso.


¿Quién narices querría asustarla de ese modo? ¿Daniel Brown? Después de la pelea de la noche anterior, dudaba que Daniel fuera tan sutil en las amenazas.


Pero ¿quién más podía tener algo contra la sensual y orgullosa doctora Paula?


Al principio le había sorprendido saber que no se había quedado embarazada de un novio o amante, pero también le había complacido en secreto. Porque eso implicaba que no había ningún hombre con el que tuviera el grado de intimidad suficiente para crear una vida.


Y porque a él le gustaría ser el hombre con el que ella alcanzara ese grado de intimidad.


Pero no había nada que pudiera hacer por el momento.
Ir de la mano con ella en público sería escandaloso.


Besarla sería claramente ilegal.


Y por muchas veces que acudiera en su ayuda y por muchas veces que ella buscara consuelo en él, estaba claro que no iba a permitir que se diera ninguna magia entre ellos.


El sonido del móvil lo sacó de sus pensamientos. Sacó el teléfono del bolsillo de la cazadora y miró la pantallita.


—¿Qué hay de nuevo, A.J.?


—Hola —contestó el inspector Rodríguez—. Llevo buscando información desde antes del amanecer. El teniente Cutler no deja de pasar por aquí. Creo que la próxima vez traerá una cuchilla y me ordenará que me afeite si me voy a quedar pegado a un escritorio.


—Lo siento. Sé que preferirías estar aquí.


—¿Y perderme todos estos momentos con el teniente?


Pedro soltó una carcajada.


—Dime lo que has descubierto. Dentro de unos minutos voy a ver a un chico que dice que puede conectarme.


—Vale. Ahí va la versión corta. Daniel Brown tiene antecedentes juveniles y, por lo tanto, secretos, por vandalismo, posesión de narcóticos, asalto y asalto con agravantes. He conseguido que Merle Banning entrara en el ordenador y me lo dijera.


—Fantástico. Es una verdadera joya.


—Desde que cumplió los dieciocho ha sido detenido dos veces. Por posesión. Las dos veces retiraron los cargos.


Se abrió la puerta del laboratorio y empezaron a salir estudiantes.


—Date prisa, A.J. la cita se acerca.


—Sergio y Lucio están limpios. Seguramente reclutas recientes —Pedro se levantó—. Y tu doctora Chaves tiene treinta y siete años, está divorciada, tenía una clínica con su antiguo esposo, el doctor Simon Chaves, donde trabajaban con adolescentes y jóvenes. No he leído sus artículos, pero se han publicado en revistas de todo el país. Es una mujer importante.


—¿Algún enemigo?


—¿Un paciente descontento, tal vez? No he tenido tiempo de escarbar todavía. Pero puedo decirte una cosa…



Kevin Washburn salió del laboratorio.


Pedro lo saludó con la mano y el chico avanzó hacia él.


—¿Qué?


—Su ex, Simon Chaves, tiene problemas económicos. Parece ser que lo demandó uno de sus pacientes por acoso sexual. Llegaron a un acuerdo fuera de los tribunales; él pudo conservar su licencia, pero tuvo que declararse en bancarrota. El abogado de la demandante amenazó con utilizar en su contra parte de la declaración de divorcio de tu doctora. Chaves.


—Interesante —¿otro sospechoso con un motivo para asustar a Paula?—. Avísame si encuentras algo más. Y gracias.


—Sólo hago mi trabajo. Haz tú el tuyo. Y ten cuidado.


—Siempre.


Pedro apagó el teléfono y se lo guardó en el bolsillo.


—Hola, Kevin.


Pedro —el chico se pasó los dedos por el pelo graso y jugueteó con el asa de su mochila. Indicó el teléfono con la cabeza—. ¿Un amigo?


Pedro sonrió y le dio una palmada en el hombro.


—Mi amigo ahora eres tú —avanzó con él hacia la puerta—. Vamos a conocer a ese amigo especial tuyo.




sábado, 9 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 14





—¿Paula?


La mujer parpadeó y rompió de mala gana el contacto visual con Pedro.


¿Y qué si alguien la observaba? Seguramente sería un estudiante, sorprendido de verla fuera del aula.


O tal vez Papá.


Se estremeció y miró de nuevo a Pedro, quien seguía observándola como si hubiera captado su miedo. Pero cuando dio un paso hacia ella, Paula negó con la cabeza. 


Fue un movimiento casi imperceptible, pero él lo vio y lo comprendió.


Estaban en un lugar público y ella tenía que preservar su reputación. No podía dejar que un alumno guapo se acercara a consolarla hasta que remitiera su paranoia. Aun así, la decepcionó que él apartara la vista y siguiera a lo suyo.


—Paula —dijo Horacio por segunda vez—. Tú no sigues albergando sentimientos por Simon, ¿verdad?


—No, claro que no —su negativa apresurada le sonaba falsa incluso a ella. Miró su taza de té porque no quería que Pedro, Horacio, ni ninguna otra persona captaran la aprensión que tensaba su rostro.


Lo que quería ocultar no era ningún rastro de amor por Simon, sino su miedo a un perseguidor sin rostro ni nombre. 


Y le hubiera costado mucho explicar el vínculo inexplicable que compartía con Pedro Alfonso. Porque no lo comprendía ni ella.


—Nunca me has hablado del padre del niño —dijo Horacio—. Y pensé que quizá Simon y tú… bueno, a veces las parejas divorciadas reanudan de nuevo el contacto.


—Simon no es el padre.


Horacio le sostuvo la mirada.


—¿Y quién es?


El número 93579. Papá.


Paula se encogió como si la niña acabara de darle una patada.


—¿Por qué no cambiamos de tema aprovechando que aún eres mi amigo?


—Simplemente no quiero que sufras. Me preocupo por ti. Una mujer sola que trae a un niño al mundo —Horacio empezaba a adoptar un tono casi íntimo, más de pretendiente que de compañero de trabajo—. Si hay algo que yo pueda hacer, me gustaría ayudarte.


¡Oh, no! No necesitaba esa preocupación en ese momento. 


Se inclinó hacia delante y consiguió estirar la mano hasta tocar la de él, que descansaba sobre el mantel.


Se la apretó y sonrió.


—Vale. Te perdonaré que vuelvas a meter a Simon en mi vida, pero la paternidad de mi niña sólo me incumbe a mí. Y las dos estaremos bien solas.


Horacio asintió, se recostó en su silla y apartó la mano lentamente.


Al decano le gustaría verte casada.


—El decano tiene que ponerse al día. Hay muchas madres solteras.


—Sí, pero si sabes quién es el padre, él debería participar en la vida de la niña. Y en la tuya.


¿La estaba acusando de promiscuidad?


—¿Si sé quién es el padre? —repitió.


—Sólo te comento la preocupación del decano. No parece…


—Doctor Norwood.


Un joven que llevaba un delantal blanco y una bandeja vacía se acercó a ellos. Retiró la taza de Horacio y limpió su lado de la mesa con eficiencia casi maniática. Tendió la mano hacia la taza de Paula y ésta se adelantó y la levantó en el aire. El chico enderezó la cestita que contenía los sobres de azúcar y paquetitos de mermelada y centró el plato de las tostadas justo en la mitad de la mesa.


—Tenemos que hablar —dijo—. ¿Cuándo le viene bien? —sus ojos grises se posaron en Paula—. Usted es la doctora Chaves, ¿verdad? Yo la conozco.


En un día frío de invierno, aquel joven sudaba de tal modo que el flequillo se le pegaba a la frente y tenía la piel muy pálida. A Paula le resultaba familiar, pero no lo reconocía de sus clases. Quizá lo había visto por la universidad o allí en el café.


—Sí, soy la doctora Chaves —repuso—. ¿Y usted es…?


—Kevin —dijo Horacio, y la sonrisa que esbozó no llegó a sus ojos—. Esta es una conversación privada. No es un buen momento.


El joven parecía alterado por la regañina.


—Pero tenemos que hablar. Lo de anoche no salió como usted dijo. Necesito dinero…


Horacio lo interrumpió con voz firme.


—Llama a mi secretaria y pídele una cita para esta tarde o mañana por la mañana. Si puedo, te haré un hueco.


—Pero el dinero…


—Aguanta, Kevin. Tú puedes hacerlo.


El joven abrió de nuevo la boca, pero la cerró al ver la expresión firme de Horacio. Parpadeó varias veces y asintió.


—Llamaré.


Se alejó de la mesa tan deprisa como había llegado. Horacio sonrió con aire de disculpa.


—Lo siento.


Paula devolvió la taza de té a la mesa.


—¿Es uno de tus alumnos? —la curiosidad empezaba a dar paso a la preocupación. Estaba claro que Kevin tenía problemas—. ¿Eres su consejero?


—Tiene algunos problemas, pero es hora de que siga adelante.


—¿No es el paciente el que tiene que decidir cuándo seguir adelante?


—Yo soy su consejero, no su psiquiatra.


Paula apoyó la espalda en el respaldo de su silla.


—No tiene buen aspecto.


Horacio se encogió de hombros.


—Está con gripe, ha perdido más de una semana de clases. Le está costando ponerse al día y le preocupa perder su beca.


Paula observó el modo frenético de trabajar de Kevin. Lo normal era que una persona con gripe tuviera que combatir la fatiga, no seguir aquel ritmo.


Vio que se sobresaltaba cuando alguien pronunció su nombre y Paula miró al cliente que había hablado. 


Era Pedro. Aunque no podía distinguir sus palabras, sí captaba el zumbido bajo de su voz. El sonido calmó su preocupación casi como una nana y pareció tener un efecto similar en Kevin. Paula sonrió.


—Ya que estamos con el tema de alumnos con problemas, quiero hablarte de Daniel Brown —dijo Horacio.


Paula lanzó un respingo al oír el nombre y Pedro la miró al instante. Sus ojos se encontraron. En los de él no había ya interrogantes, sino un brillo protector.


—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella. Apartó la mirada. Tal vez tenía demasiada imaginación y veía cosas que no existían—. ¿Tú eres el consejero de Daniel? —preguntó.


—Eso me temo —repuso Horacio—. Dice que lo vas a denunciar por copiar.


—Sí.


—Daniel no es un mal chico —dijo Horacio—, pero en casa no tiene nada que lo apoye —le dio una versión lacrimógena del pasado de Daniel y de cómo intentaba él «salvarlo» encaminándolo hacia el trabajo policial—. Con sus antecedentes, creo que sería un buen policía.


Paula sintió el calor detrás de ella antes de ver la sombra que caía sobre la mesa.


—No sabía que esto fuera una oficina de reclutamiento de policías —dijo Pedro Alfonso, auto invitándose a la conversación—. Doctora. Profesor Norwood.


—Perdona, hijo. Esta es una conversación privada.


—No tardaré mucho —dio él. Miró a Paula—. Sólo quería decirle que su coche está arreglado.


—Pero yo tengo las llaves. ¿Cómo…?


—He llamado a un amigo que tiene grúa y hemos cambiado la rueda en su taller.


—¿Ha llamado a una grúa? Pero eso no era necesario —Paula se movió en la silla para intentar alcanzar su bolso—. ¿Cuánto le debo?


Pedro la tocó en el codo para detenerla.


—Nada.


—Eso es demasiado.


Apoyó las manos en la mesa y se incorporó. Pedro le tomó el brazo para ayudarla.


—Paula —Horacio se levantó a su vez—. Tenemos que terminar esta conversación.


Paula apartó el brazo de la mano de Pedro y tomó su abrigo, pero él se adelantó y se lo sostuvo abierto y ella no tuvo más remedio que dejarse ayudar.


Los ojos de Horacio seguían todos sus movimientos. Ella tomó el bolso y dio las gracias a Pedro con una sonrisa.


—Llámame y pídeme cita —dijo a Horacio—. Tengo asuntos que atender y luego una hora de terapia.


—Paula…


—Y aunque seas un viejo amigo, no me harás cambiar de idea —declaró ella—. Adiós, Horacio. Hablaremos pronto.


—Adiós, doctor Norwood —añadió Pedro. Y la siguió hasta la puerta.


Paula sintió la mano de él en la espalda cuando le abría la puerta. Encogió los hombros contra el golpe de aire frío y Pedro le pasó automáticamente el brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. Aquel hombre era un horno humano y ella se permitió saborear un momento sus olores y su calor.


Pero luego vio que había más gente en la acera y se apartó.


—Creo que es mejor que no hagas eso. Alguien podría interpretarlo mal.


—¿Alguien? —preguntó él—. ¿Se refiere al doctor Norwood?


Paula reconoció el coche rojo de él, aparcado a poca distancia.


—Me refiero a todo el mundo —agradecía su galantería, pero él tenía que comprender la situación—. Mira, estoy en un momento complicado en el trabajo. Al decano le interesa más sustituirme durante mi permiso de maternidad que designar al nuevo vicedecano.


—¿La van a sustituir?


—Temporalmente —aunque no dejaba de repetir aquella palabra, empezaba a tener la sensación de que querían librarse de ella permanentemente—. Pero no puedo permitirme ni rastro de escándalo en este momento.


—¿Es escandaloso que le pase un brazo por los hombros? —habían llegado al coche de él, pero ella no podía verle la cara, así que no sabía si estaba ofendido o simplemente bromeaba.


—El hecho de que esté embarazada y no le haya dicho a nadie quién es el padre suscita recelos. Todo el mundo especula sobre su identidad. Si nos ven juntos, pueden pensar que tú y yo… que un alumno y una profesora…


Pedro la miró con intensidad.


—¿Que nos hemos acostado juntos?


Paula se sonrojó. Tragó saliva con fuerza.


—Sí —susurró. Se llevó la mano a los labios y tosió—. Sí —dijo con voz más fuerte—. Alguien podría pensar que nuestra relación no es de alumno-profesora.


Pedro le abrió la puerta y la ayudó a subir al coche.


—Escandaloso o no, no voy a permitir que se caiga en la acera —le pasó el cinturón.


—Gracias.


—¿Por qué no le dice al decano quién es el padre y termina con las especulaciones? —preguntó él.


Paula lo miró a los ojos, deseando hacerle comprender.


—No es tan sencillo.


Él le devolvió la mirada un momento y después cerró la puerta y dio la vuelta al coche. Se sentó al volante y puso el motor en marcha y la calefacción.


—Usted sabe quién es el padre, ¿verdad?


—Más o menos.


Pedro apretó el volante con fuerza y la miró con escepticismo.


—No me creo ni por un segundo que sea de esas mujeres que tienen tantos amantes que no pueden llevar la cuenta.


Paula echó los hombros hacia atrás, dolida por la acusación.


—No lo soy.


—Entonces es que está protegiendo a alguien. ¿Un hombre casado?


—No.


—¿Alguien del profesorado?


—No.


—¿Otro alumno?


—¡Un banco de esperma! —se llevó una mano a la boca, con la sensación de haber traicionado a su niña al compartir su secreto. Abrazó su vientre y susurró—: Me inseminé artificialmente en un banco de semen.


Pedro respiró hondo.


—¿Y por qué no se lo dice?


—Porque no es asunto de nadie. Y tuyo tampoco. Pero necesito que entiendas por qué no puedes seguir acudiendo a rescatarme ni tocarme todo el rato, aunque sea de un modo impersonal. Alguien podría pensar que tú eres el padre.


Pedro asintió con la cabeza, pero no dijo nada.


—¿Comprendes ahora mi preocupación? —preguntó ella—. Has sido un buen samaritano conmigo y te lo agradezco, pero no puede haber nada más. Cuando me dejes en mi coche y te dé un cheque, espero no volver a verte. Excepto en clase.


Pedro miró a ambos lados de la calle y salió al tráfico.


—No es nada impersonal, doctora.


—¿El qué? —preguntó ella, que creía que el asunto estaba zanjado.


—¿Me va a decir que no siente esa conexión entre nosotros?


—¿De qué conexión hablas? —preguntó ella, sin saber bien qué esperar.


La respuesta de él la sorprendió.


—Algo la ha asustado antes en el café —dijo—. Estaba temblando.


—No es cierto —sabía que mentía, pero no quería darle la razón.


—Se ha vuelto hacia mí —los ojos de él seguían fijos en la carretera y el tráfico—. Estaba sentada con otro hombre en la mesa, pero me ha buscado a mí entre la gente.


—Yo…


Pedro paró el coche en un semáforo y la miró a los ojos.


—Usted ha conectado conmigo —declaró.


¡Santo cielo! Él también lo sentía. Pero no debería ser así.


Aquello no estaba bien. No podían sentir nada el uno por el otro.


La niña eligió aquel momento para moverse y Paula aprovechó la oportunidad para apartar la vista de aquellos ojos azules y colocarse mejor en el asiento. Fingió que no comprendía lo que decía él.


—Creo que su éxito con las estudiantes se le ha subido a la cabeza, señor Tanner.


Volvía a llamarlo por su apellido para evitar la intimidad del tuteo.


La luz del semáforo cambió y él volvió su atención de nuevo al tráfico.


—¿Qué la ha asustado? —preguntó.


Paula tardó un rato en contestar. No sabía si era apropiado compartir sus miedos, pero Pedro Alfonso podía ser el único rostro amigo que comprendiera su paranoia.


—He tenido la sensación de que alguien me observaba —repuso. Miró el perfil de él para captar su reacción—. A lo mejor Daniel Brown me está siguiendo.


—He mirado y no lo he visto.


Pedro le apretó una mano y no le permitió apartarla, por lo que Paula terminó aceptando el consuelo que le ofrecía. El consuelo no iba contra las reglas. Los otros sentimientos… anhelo, lujuria, estaban prohibidos, pero el consuelo se podía aceptar. Y Pedro Alfonso sabía darlo en abundancia.


—Es duro, ¿verdad? —dijo él—. Cuando notas que observan todos tus movimientos, que te juzgan en silencio.


Su comprensión la sorprendió. Cualquier otro alumno hubiera pensado que estaba loca. Se aferró a sus dedos, agradecida de oír a alguien expresar en palabras lo que ella sentía.


—Supongo que sólo soy una tonta embarazada. Todas esas vitaminas que tomo me han vuelto paranoica.


Pedro no le rió la gracia.


—No descarte su intuición. ¿Puede haber alguien que la siga, aunque sea por un motivo legítimo? ¿Un mensajero, un alumno al que le dé vergüenza preguntarle algo?


Paula apartó la mano y se frotó el vientre con gentileza. No contestó.


Pedro siguió con la vista el movimiento de su mano.


—Es usted una mujer con muchos secretos.


—No es cierto —suspiró ella—. Simplemente tú no eres la persona con la que puedo compartirlos.


Pedro detuvo el coche en el aparcamiento de la facultad.


—Ya hemos llegado.


Aparcó al lado del Buick de ella, salió del coche y corrió a abrirle la puerta y ayudarla a salir.


Su coche estaba impecable. Pedro lo rodeó andando con ella y le explicó que su amigo Freddie había reparado también un par de arañazos.


—Supongo que uno de nosotros lo rozó con la hebilla del cinturón o con una cremallera de las cazadoras.


Paula sonrió.


—Me alegro de que nadie acabara malherido. ¿Tú estás bien? ¿Te has hecho una radiografía?


Pedro asintió.


—No hay nada roto.


La mujer dejó su bolso en el capó del coche y sacó su cartera. Ignoró las protestas de Pedro y le hizo un cheque por cincuenta dólares.


—Toma.


—Doctora…


—No olvides pagar a tu amigo. Si te sobra algo, guárdalo para la matrícula.


Él se guardó el cheque en el bolsillo de atrás de mala gana.


—De acuerdo, se lo pasaré a Freddie. Procure que la acompañe alguien hasta el coche cuando se marche, sobre todo si vuelve a quedarse hasta tarde.


Paula se colgó el bolso al hombro.


—Lo haré.


—Muy bien. Supongo que nos veremos mañana en clase.


Paula le tendió la mano.


—Adiós.


Pedro miró un momento la mano y se la estrechó.


—Adiós, doctora.


Mantuvo el apretón más tiempo del necesario, el suficiente para convertirlo en algo más íntimo.


El suficiente para distraerla de los gritos que fueron creciendo en volumen hasta que la persona que gritaba llegó a su lado.


—¡Doctora Chaves! ¡Doctora Chaves! —Pedro se apartó y Lucia Holcomb se lanzó sobre Paula y la abrazó con fuerza.


El impacto hizo que se le cayera el bolso y su contenido se esparciera por el suelo.


—Lucia —Paula se apartó los rizos castaños de la cara y observó la sonrisa resplandeciente de la chica—. ¿Qué pasa?


—Estoy embarazada.


Paula abrió la boca sorprendida. El aire frío en la lengua le recordó que debía cerrarla. Aquello era lo que menos necesitaba Lucia en ese momento.


—¿Estás segura?


—Sí. Esta mañana me he hecho una de esas pruebas caseras y ha dado positivo. ¡Vamos a estar embarazadas juntas!


Lucia volvió a abrazarla. Ésa era la parte maníaca de su personalidad maníaco depresiva. Paula le dio palmaditas en la espalda, incapaz de encontrar palabras para felicitarla. 


Lucia no se había recuperado todavía de un aborto reciente y tenía problemas con su novio. Aquello no era una buena noticia y necesitaban hablar.


Se soltó y sonrió.


—¿Tienes unos minutos? Creo que deberíamos hablar más de esto.


—Desde luego. Iba a pedir apuntes de la última clase. Me la he saltado porque sabía que esta mañana no podía concentrarme, pero luego voy a su despacho, ¿de acuerdo?


—Muy bien. Te espero en diez minutos.


Mientras observaba alejarse a Paula, se dio cuenta de que Pedro había vuelto a acudir en su rescate y recogía sus cosas del suelo.


—Me parece que a usted no le ha gustado la noticia —dijo.


—No —reconoció ella. Tomó el bolso que él le tendía—. Gracias.


Pedro sostenía todavía algo en la mano. Un papel escrito. 


Paula vio que lo leía y se ponía muy serio y comprendió lo que podía ser. ¿Por qué no lo había tirado ya? Había olvidado que lo había metido en su bolso.


—¿Quién es Papá? —preguntó él. Paula le quitó la nota de la mano y la guardó en el bolso.


—Te agradecería que te ocuparas de tus asuntos.


—¿Ese tipo es real o esto es una broma perversa?


—Adiós, Pedro.


—Dice que quiere quitarle a la niña.


—Adiós.


—¿Doctora?


Paula se volvió y anduvo apresuradamente hacia el santuario de su despacho privado.


Dejar que Pedro Alfonso compartiera su carga era un lujo que no podía permitirse. Horacio Norwood albergaba ya sospechas sobre su relación con Pedro. Podía haber otros que los hubieran visto juntos y confundieran el vínculo entre ellos.


Pedro Alfonso no era una opción. Tenía que lidiar con Papá sola.


Aunque le hubiera gustado que la idea de hacerlo no la asustara tanto.