miércoles, 29 de noviembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 16





Pedro se sentía en la cima del mundo.


A la una y media de la tarde, en la sala de juntas de AMS, con todos los ejecutivos de la empresa sentados alrededor de la mesa de caoba, Saul Alfonso había anunciado su retiro, efectivo inmediatamente. Su hijo, Pedro Alfonso, sería el nuevo presidente. Nadie pareció sorprenderse por la noticia, ya que todos sabían que ocurriría tarde o temprano. 


Pero para Pedro esas palabras habían sido maravillosas.


Después del anuncio de su padre, él anunció quién ocuparía su sitio como vicepresidente y los demás puestos nuevos del escalafón antes de informar sobre su plan de colocar a AMS en lo más alto antes de que terminase el año.


A las siete y media de la tarde estaba gustosamente cansado y deseando volver a casa, con su mujer.


El coche de la empresa lo esperaba en la puerta del edificio, la pintura negra reflejando las luces de las farolas.


—Buenas noches, señor Alfonso —lo saludó Michael, su chófer.


—Buenas noches —sonrió Pedro.


Pero cuando entró en el coche se llevó una sorpresa.


—¡Paula!


—Hola —sonrió ella. Y esa preciosa sonrisa le hizo algo por dentro.


—Hola.


Tenía un aspecto diferente. Los vaqueros habían desaparecido, y las camisetas y vestidos de estilo hippy, también. Desde el principio sabía que tenía buenas curvas, pero no las había visto hasta aquel momento. Y qué curvas.


Se le hacía la boca agua mientras la miraba de arriba abajo, desde las sandalias de tacón al vestido rojo con escote palabra de honor que mostraba el nacimiento de sus generosos senos.


El único pensamiento de Pedro en ese momento era subir el cristal que los separaba del conductor para hacer el amor con ella.


Estaba tan encendido que apenas se enteraba de nada, pero sí la oyó decir:
—¿Quieres saber por qué estoy aquí?


—Sí, claro.


—Había pensado invitarte a cenar.


—¿Ah, sí?


—Para celebrarlo.


Pedro miró ese rostro que no necesitaba maquillaje, el largo pelo oscuro que caía sobre sus hombros…


—¿Celebrar qué?


—¡Tu gran día, Pedro!


—¿Qué?


—¿No te has convertido en el presidente de AMS? ¡Has conseguido el puesto que llevabas esperando toda la vida!


Pedro, de vuelta a la realidad, asintió con la cabeza.


—Ah, sí, claro. Es que…


—¿Es que qué?


—Estoy sorprendido.


—Ah, muy bien —Paula se dirigió al conductor—. A Babbo, Michael.


—Muy bien, señora.


—Hace dos días era señorita —dijo ella sonriendo.


—Estás guapísima. 


Paula se puso colorada.


—Gracias.


No sabía cómo iba a volver a casa con aquella mujer y mantener su promesa de no tocarla. Menuda promesa le había hecho. ¡Qué imbécil! Pedro se dejó caer sobre el respaldo del asiento.


—¿Y si dijera «al infierno con la cena»?


—Entonces, tendríamos nuestra primera pelea.


—No, no quiero eso.


—Yo tampoco.


—Es un detalle por tu parte haber venido a buscarme —sonrió Pedro.


—También yo soy una chica concienzuda. Y una buena amiga.


La sonrisa de Pedro desapareció, pero disimuló enseguida y, cuando llegaron al restaurante unos minutos después, estaba de nuevo de buen humor.


—Sabrás que en cuanto entremos serás examinada de arriba abajo.


—¿Querrán saberlo todo sobre la esposa de Pedro Alfonso?


—Sí —contestó él, saliendo del coche y ofreciéndole su mano—. Y, la verdad, lo entiendo perfectamente.


Sonriendo, Paula dejó que la ayudase a salir a una de las sucias y apestosas pero siempre mágicas aceras de Nueva York.


Y así, de la mano, entraron en uno de los mejores restaurantes italianos de Manhattan.


COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 15




Era un sueño.


Sabía que era un sueño, pero no quería despertar. Su piel era como metal líquido, frío, suave, flexible, moviéndose debajo de él. Pero, por contraste, sus músculos, sus huesos y su sangre estallaban en una explosión de calor.


—¿Paula?


Era la voz de Pedro. Pero no era su sueño.


—¿Paula?


El sueño se esfumó y, de nuevo, pudo sentir el roce de las sábanas suaves en la espalda y el pelo en la cara. Paula abrió completamente los ojos. Pedro estaba de pie en medio de la habitación, como un modelo en las páginas de una revista: traje de chaqueta, corbata, recién afeitado, los ojos de un azul tan claro como la tela de unos vaqueros desgastados.


«Para comérselo», fue lo único que se le ocurrió pensar.


—¿Qué hora es?


—Las siete —respondió él—. Siento haberte despertado, pero no quería marcharme sin decirte adiós.


—Sí, claro —murmuró ella—. Gracias por despedirte.


Desde la cama, envuelta en aquel capullo de sábanas blancas, le llegó el aroma de su colonia masculina; un aroma que encendió su cuerpo, hinchado y húmedo de deseo.


Si lo agarraba por las solapas de la chaqueta y lo besaba, ¿qué haría Pedro? ¿Qué pensaría de ella? ¿Qué pensaría ella misma? Se había casado el día anterior, acababa de guardar el vestido de novia en el armario, había hecho un pacto consigo misma para no acostarse con él.


Entonces le llegó otro olor… ¿café, almendras? Al girar la cabeza vio una taza de café y un plato con una tostada y fruta sobre la mesilla.


—Esto parece un desayuno, Pedro.


—Sí, supongo que sí—sonrió él.


—¿Qué ha sido de esa norma tuya?


—Esas normas de las que hablamos anoche no se te pueden aplicar a ti.


Paula experimentó una oleada de felicidad. Absurda felicidad, por otra parte.


—De verdad estás haciendo un esfuerzo, ¿eh?


—¿Qué quieres decir?


—Para ser un buen marido.


—Siempre he sido un hombre muy concienzudo —sonrió Pedro.


—Desde luego, estás haciendo que me sienta cómoda aquí —suspiró Paula, pasándose una mano por el pelo—. ¿Tienes que irte ahora mismo?


—¿Por qué?


—Ese comentario que hiciste anoche sobre lo de hacer locuras…


—¿Sí?


—Creo que es hora de perder un poco la cabeza —contestó Paula, tomando un sorbo de café.


—¿Y cómo piensas hacer eso exactamente?


Ella señaló el plato que había sobre la mesilla.


—Ya que has hecho el desayuno, también podrías dármelo.


Riendo, Pedro se sentó sobre la cama, a su lado.


—Me gustas, ¿sabes? Me gustas mucho —le dijo, tomando una gruesa mora—. A ver, abre la boca.


Paula cerró los labios alrededor de su dedo y él tuvo que carraspear.


—Eres muy mala.


Pero siguió dándole la fruta hasta que no quedó nada en el plato.


—Gracias. De verdad, ha estado muy bien —sonrió ella.


—Lo que dije en el café era en serio —dijo Pedro entonces, con voz ronca—. Tú vas a ser la única.


Paula no podía dejar de preguntarse por qué aquel mujeriego redomado parecía tan entusiasmado con ella, por qué estaba siendo tan considerado, tan amable. ¿Era sólo porque quería cumplir la promesa que le había hecho o había algo más?


—Eres la única, ¿de acuerdo? —repitió él, acercándose un poco más.


Paula, olvidando todo lo que había decidido, cerró los ojos y dejó escapar un suspiro.


—Muy bien.


Y entonces Pedro la besó. Y ella le dejó hacer.


Primero besó sus labios, muy despacio, luego las mejillas, los ojos, el cuello, y después sus labios de nuevo.


No eran besos cargados de deseo o intensamente sexuales, pero todo en el cuerpo de Paula latía, suplicándole en silencio que continuase.


¿Dónde estaban sus hábiles manos, sus dedos?


Cuando abrió los ojos él había dado un paso atrás y la estaba mirando con cara de sorpresa.


—Tengo que irme.


—Lo sé.


—¿Cenamos juntos esta noche?


—Cocinaré yo. Y te daré la cena.


Pedro respiró profundamente.


—Eres una mujer complicada y tortuosa, Paula Alfonso.


Fue como si alguien la hubiera envuelto en una toalla calentita. «Paula Alfonso». Sonaba raro, pero le gustaría oírlo otra vez.


—Llegaré a casa alrededor de las ocho.


Cuando Pedro se marchó, ella volvió a tumbarse en la cama y dejó escapar un largo suspiro. Se sentía frustrada e insatisfecha, loca de deseo por el hombre con el que se había casado… el hombre al que había jurado no tocar.




martes, 28 de noviembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 14






Su noche de boda empezó de una manera muy poco romántica: con Paula haciendo la maleta y marchándose del apartamento del príncipe. Como Sebastian pensaba volver a Manhattan, lo había llamado unos días antes para informarle de que renunciaba a su puesto. Él le dijo que lamentaba perderla, pero que entendía su deseo de seguir adelante con su vida. Paula no le había contado lo que pensaba hacer, pero le había asegurado que cuidaría de su apartamento hasta su llegada.


—¿Lista?


Pedro estaba en la puerta del dormitorio. Se había cambiado el esmoquin por unos vaqueros gastados y una camiseta negra de manga larga. Cuando Paula asintió, los dos salieron del apartamento del príncipe, decorado al estilo europeo, y atravesaron el pasillo para entrar en el ultra moderno apartamento de Pedro.


El plano de la casa era muy similar, pero la decoración era totalmente diferente. En las paredes, pintadas de color gris, había cuadros abstractos y fotografías en blanco y negro, la mayoría de la ciudad de Nueva York. Sobre la preciosa chimenea de ladrillo del salón había una pantalla de plasma y, alrededor de una mesa de cristal y acero, modernos y mullidos sofás de piel negra con patas de acero. Tras ellos, cerca de una de las ventanas, había una zona que parecía destinada para la relajación, con una tumbona de piel, estéreo y reproductor de DVD y otros aparatos electrónicos que Paula no reconoció.


Mientras iba a su nueva habitación pasaron por delante de la cocina, abierta y alegre, con encimeras de granito negro, azulejos de intenso color azul eléctrico y modernos electrodomésticos de acero. Paula no pudo evitar sonreír al ver un montón de platos en el fregadero.


Podía ser rico, pero Pedro Alfonso era un hombre al fin y al cabo.


Pedro llevó sus maletas a una habitación grande pintada de color arena, con una cómoda de roble y un ventilador en el techo. Bajo el ventilador había una gran cama de matrimonio con cabecero de color crema, patas de metal y un montón de almohadones blancos. A cada lado de la cama, una mesilla de cristal con modernas lámparas y un jarroncito pequeño con rosas rojas de tallo corto.


Era una habitación preciosa.


—Antes era mi estudio, pero creo que estará mucho mejor contigo aquí.


Ese cumplido le tocó el corazón.


—Gracias por decir eso. Es muy bonito.


—Tengo más cosas bonitas que decir —afirmó él.


Paula sonrió.


—Siento robarte el estudio.


—No pasa nada. Pero si de verdad lo lamentas mucho, puedes mudarte a mi habitación y volveré a poner los ordenadores y el escritorio aquí.


—¿Qué tal si te doy las gracias y lo dejamos así?


Era encantador, debía reconocerlo. Resistirse iba a ser difícil, pero tenía que hacerlo. Ser su esposa de verdad durante un año y luego salir de su vida para siempre sería demasiado doloroso y demasiado complicado.


Tal vez intuyendo que se sentía violenta, Pedro señaló una puerta a la derecha, flanqueada por dos curiosas fotografías de ventanas con los marcos desconchados.


—La habitación tiene un cuarto de baño. Hay toallas limpias y Hannah, mi ama de llaves, te ha comprado un albornoz y algunas cosas más… cosas de chicas.


—¿Cosas de chicas?


Pedro soltó una carcajada.


—No sé. Venga, por favor, dame un respiro. Eres mi primera invitada, Paula.


—Sí, seguro.


—Lo creas o no, es verdad.


—Pero si solía guiar a tus pobres corderitas hasta aquí…


—Sí, por aquí han pasado muchas mujeres, pero todas se iban antes de las siete de la mañana.


Su sinceridad la dejó sorprendida.


—Eso es horrible.


—Tal vez, pero era lo acordado. Yo soy quien soy, Paula. Mi vida es la que es. Y quien quiera entrar en mi vida, tiene que aceptarme como soy.


—Sí, claro. Pero ¿por qué tenían que irse a la siete de la mañana?


—Porque si se quedaban hasta más tarde… En fin, el mensaje no quedaba claro del todo.


—¿Y cuál era ese mensaje: no me gusta la gente que se levanta tarde?


—No, más bien: no quiero que pienses que esto ha sido algo más que un par de horas de diversión.


Paula levantó una ceja.


—¿Desayunar juntos sería demasiado íntimo?


—Exactamente.


—Hablar sobre lo que vas a hacer ese día mientras tomas unos huevos revueltos y unas tortitas…


—Mira, yo siempre soy muy sincero —la interrumpió Pedro—. Ninguna mujer ha entrado en mi casa sin saber antes cómo eran las cosas.


—Entiendo.


—Pero nosotros vamos a estar juntos durante un año —dijo él entonces, llevándose su mano a los labios.


Y luego siguió besando su muñeca, el codo, el antebrazo, el hombro… Tenía una boca maravillosa, suave y tentadora.


Pero Paula recordó que había prometido tomarse aquello como un trato y apartó la mano.


—Voy a colocar mis cosas.


—Y yo voy a dejarte —sonrió Pedro, aunque sus ojos estaban cargados de algo que ella no quería descifrar.


—Esto que estamos haciendo es una locura.


—¿Qué? ¿Lo de casarnos o… la atracción que hay entre nosotros?


Paula se quedó helada.


—Sí, bueno…


—Tú no sueles hacer locuras, ¿eh? —dijo Pedro sonriendo.


—No, la verdad es que no.


—Pues el nivel de locura de esta relación depende enteramente de ti.


«Perfecto», pensó ella. «Una mujer que está muerta de sed decidiendo cuánta agua se ha de beber. Qué listo».


—Voy a hacer la cena. Cuando termines de guardar tus cosas, nos vemos en la cocina.


Paula quería decir que sí, pero necesitaba tiempo para pensar, para decidir qué iba a hacer, cómo iba a ser su relación.


—Estoy muy cansada, de verdad.


Pedro pareció decepcionado, pero no protestó.


—Buenas noches, entonces —murmuró, antes de cerrar la puerta.


Y ella se quedó sola otra vez.


Dejando escapar un largo suspiro, se sentó en la cama y miró el nuevo paisaje que la recibiría cada día, sin pensar en los gruñidos de su estómago o en el calor que sentía más abajo.





COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 13





Se casaron el sábado siguiente en una ceremonia encargada a toda prisa por la empresa organizadora de eventos más ilustre de Nueva York, la de Abigail Kirsch. Se celebró en el hotel Lighthouse, en el muelle de Chelsea, un sitio maravilloso pero demasiado grande para tan pocos invitados.


Una ceremonia civil y sin alianzas habían sido las dos exigencias de Paula. Desde que era niña había soñado con un precioso anillo de compromiso y una boda por la iglesia, pero como aquélla no era la boda de verdad que siempre había imaginado, insistió en que Pedro y ella intercambiasen los votos sin los anillos y en un sitio poco tradicional, pero fabuloso, para que la noticia saliera en todos los periódicos, que era lo que deseaba Saul Alfonso.


Paula llevaba un vestido increíblemente caro que había sido elegido para ella por la coordinadora de la boda. Incluso se había peinado como sugirió Abigail. Después de todo, aquélla no era su boda «de verdad», de modo que sus deseos personales quedaban a un lado.


Y no había invitado a nadie. Todos los asistentes eran invitados de los Alfonso. Paula había pensado decirle a sus amigas que la boda había sido una decisión de última hora, como si se hubieran escapado a Las Vegas. Pero sabía que habría preguntas, muchas e incómodas preguntas.


A las cuatro de la tarde del sábado estaba con Pedro, guapísimo con su esmoquin, frente a una pared de cristal desde la que se veía el río Hudson. Durante la breve ceremonia, con los invitados y la familia tras ellos, Pedro la besó tiernamente y Paula lo agradeció, porque ese beso aportaba cierta realidad a aquella absurda situación.


Después, habló con los Alfonso, que parecían genuinamente contentos con la boda. Pero eran dos personas muy frías, como todos los millonarios a los que había conocido en Manhattan, y no se molestaron en abrazarla. Ni a ella ni a su hijo.


Saul Alfonso había organizado un banquete fabuloso, pero Paula comió poco. Mientras paseaba por el salón se sentía incómoda, sola. Lo único que le resultaba familiar, lo único que calentaba un poco su corazón en aquella cálida tarde de agosto, era el beso de Pedro y que no se hubiera apartado de ella en ningún momento.


A las siete de la tarde volvieron a casa y, con ese beso en mente, Paula se preguntó qué iba a pasar y cómo iba a enfrentarse con el hecho de que, durante un año, sería la esposa de Pedro Alfonso.