miércoles, 29 de noviembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 15




Era un sueño.


Sabía que era un sueño, pero no quería despertar. Su piel era como metal líquido, frío, suave, flexible, moviéndose debajo de él. Pero, por contraste, sus músculos, sus huesos y su sangre estallaban en una explosión de calor.


—¿Paula?


Era la voz de Pedro. Pero no era su sueño.


—¿Paula?


El sueño se esfumó y, de nuevo, pudo sentir el roce de las sábanas suaves en la espalda y el pelo en la cara. Paula abrió completamente los ojos. Pedro estaba de pie en medio de la habitación, como un modelo en las páginas de una revista: traje de chaqueta, corbata, recién afeitado, los ojos de un azul tan claro como la tela de unos vaqueros desgastados.


«Para comérselo», fue lo único que se le ocurrió pensar.


—¿Qué hora es?


—Las siete —respondió él—. Siento haberte despertado, pero no quería marcharme sin decirte adiós.


—Sí, claro —murmuró ella—. Gracias por despedirte.


Desde la cama, envuelta en aquel capullo de sábanas blancas, le llegó el aroma de su colonia masculina; un aroma que encendió su cuerpo, hinchado y húmedo de deseo.


Si lo agarraba por las solapas de la chaqueta y lo besaba, ¿qué haría Pedro? ¿Qué pensaría de ella? ¿Qué pensaría ella misma? Se había casado el día anterior, acababa de guardar el vestido de novia en el armario, había hecho un pacto consigo misma para no acostarse con él.


Entonces le llegó otro olor… ¿café, almendras? Al girar la cabeza vio una taza de café y un plato con una tostada y fruta sobre la mesilla.


—Esto parece un desayuno, Pedro.


—Sí, supongo que sí—sonrió él.


—¿Qué ha sido de esa norma tuya?


—Esas normas de las que hablamos anoche no se te pueden aplicar a ti.


Paula experimentó una oleada de felicidad. Absurda felicidad, por otra parte.


—De verdad estás haciendo un esfuerzo, ¿eh?


—¿Qué quieres decir?


—Para ser un buen marido.


—Siempre he sido un hombre muy concienzudo —sonrió Pedro.


—Desde luego, estás haciendo que me sienta cómoda aquí —suspiró Paula, pasándose una mano por el pelo—. ¿Tienes que irte ahora mismo?


—¿Por qué?


—Ese comentario que hiciste anoche sobre lo de hacer locuras…


—¿Sí?


—Creo que es hora de perder un poco la cabeza —contestó Paula, tomando un sorbo de café.


—¿Y cómo piensas hacer eso exactamente?


Ella señaló el plato que había sobre la mesilla.


—Ya que has hecho el desayuno, también podrías dármelo.


Riendo, Pedro se sentó sobre la cama, a su lado.


—Me gustas, ¿sabes? Me gustas mucho —le dijo, tomando una gruesa mora—. A ver, abre la boca.


Paula cerró los labios alrededor de su dedo y él tuvo que carraspear.


—Eres muy mala.


Pero siguió dándole la fruta hasta que no quedó nada en el plato.


—Gracias. De verdad, ha estado muy bien —sonrió ella.


—Lo que dije en el café era en serio —dijo Pedro entonces, con voz ronca—. Tú vas a ser la única.


Paula no podía dejar de preguntarse por qué aquel mujeriego redomado parecía tan entusiasmado con ella, por qué estaba siendo tan considerado, tan amable. ¿Era sólo porque quería cumplir la promesa que le había hecho o había algo más?


—Eres la única, ¿de acuerdo? —repitió él, acercándose un poco más.


Paula, olvidando todo lo que había decidido, cerró los ojos y dejó escapar un suspiro.


—Muy bien.


Y entonces Pedro la besó. Y ella le dejó hacer.


Primero besó sus labios, muy despacio, luego las mejillas, los ojos, el cuello, y después sus labios de nuevo.


No eran besos cargados de deseo o intensamente sexuales, pero todo en el cuerpo de Paula latía, suplicándole en silencio que continuase.


¿Dónde estaban sus hábiles manos, sus dedos?


Cuando abrió los ojos él había dado un paso atrás y la estaba mirando con cara de sorpresa.


—Tengo que irme.


—Lo sé.


—¿Cenamos juntos esta noche?


—Cocinaré yo. Y te daré la cena.


Pedro respiró profundamente.


—Eres una mujer complicada y tortuosa, Paula Alfonso.


Fue como si alguien la hubiera envuelto en una toalla calentita. «Paula Alfonso». Sonaba raro, pero le gustaría oírlo otra vez.


—Llegaré a casa alrededor de las ocho.


Cuando Pedro se marchó, ella volvió a tumbarse en la cama y dejó escapar un largo suspiro. Se sentía frustrada e insatisfecha, loca de deseo por el hombre con el que se había casado… el hombre al que había jurado no tocar.




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