sábado, 25 de noviembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 3





Una hora después, las tres estaban en la puerta haciendo una lista de cosas que necesitaban para la semana siguiente y fijando un día para comer juntas. Estaban a punto de marcharse cuando Julia tropezó con algo en el suelo.



—Ah, toma, el New York Post.


—No es mío, yo leo el Times —Paula miró el nombre del destinatario que aparecía en la etiqueta.


—El señor Alfonso, supongo —rió Julia divertida.


—Increíble —suspiró ella—. No sólo tengo que indicarles a sus amiguitas cuál es su apartamento, también tengo que llevarle el periódico. Bueno, pues ya está bien.


—Creo que se ha enfadado de verdad, July —sonrió Amanda.


—¡Por fin! ¡A por él, leona!


—Grrrr —rió Paula mientras sus amigas se dirigían al ascensor.






COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 2





Era la hora del almuerzo un domingo en la Gran Manzana, un evento sagrado para los neoyorquinos que trabajaban sesenta y cuatro horas a la semana y necesitaban relajarse un poco antes de empezar el lunes otra vez.


Normalmente, Paula Chaves lo celebraba reuniéndose con sus amigas Amanda y Julia para tomar huevos revueltos, bollos, crema de queso y, si consideraban que era apropiado, un poco de alcohol. Por desgracia, esa mañana estaba demasiado cansada como para ponerse a cocinar. Apenas había tenido tiempo de sujetar su largo pelo castaño en una coleta. Y nada de lentillas. Aquel día iría con gafas.


Después de trabajar hasta las tantas en el diseño de un logo original con el que esperaba conseguir un puesto como diseñadora gráfica, otra de las estúpidas chicas de «la tropa de Pedro» la había despertado de madrugada.


Pedro era Pedro Alfonso, el vecino alto y moreno de ojos azules y hoyito en la mejilla que vivía en el apartamento de al lado; un hombre que recibía constantes visitas femeninas ya fuera de día o de noche. Esa era «su tropa». El nombre había sido inventado por sus amigas Amanda Crawford y Julia Prentice, con las que solía criticar al irritante vecino.


El problema era que algunas de las amiguitas de Pedro aún no habían aprendido a leer y confundían el apartamento de Paula, el 12B, que cuidaba para el príncipe y empresario europeo Sebastian Stone, con el 12C, el apartamento de Pedro en el 721 de Park Avenue, la zona más lujosa de Manhattan. Y la noche anterior, alrededor de la una, otra de sus amazonas de talla cero, esa vez de pelo rojo y labios hinchados artificialmente, había llamado a su puerta.


—Siento mucho no poder ofreceros nada más —se disculpó ante sus dos amigas, sentadas frente a la mesa de cristal y hierro forjado en el elegantísimo apartamento de Sebastian Stone.


Los ojos grises de Amanda brillaron, divertidos, mientras cruzaba las piernas.


—No te preocupes, café y donuts es un clásico.


—Y ésos que Heran azúcar por encima son los favoritos de mi niño —Julia, que estaba embarazada de cuatro meses, ocupaba el apartamento 9B hasta que se fue a vivir con su novio, Max Roland, el mes anterior. Y ahora su antigua compañera de piso, Amanda, tenía el piso para ella solita.


Julia y Amanda no podían ser más diferentes a ella. Las dos eran niñas ricas, las dos licenciadas en la elegantísima y super pija universidad de Vassar, las dos siempre impecablemente vestidas.


Y luego estaba ella: ojos verdes, melena oscura, grandes pechos, buenas caderas y un vestido teñido estilo hippy que había dejado de estar de moda diez años antes. Era mona, pero nada que ver con sus guapísimas amigas. Y eso no le molestaba en absoluto. Paula no tenía inseguridades de ese tipo; ella era quien era.


Julia y Amanda no podían estar más de acuerdo. A la primera, que no había trabajado nunca, y a la segunda, que se dedicaba a organizar eventos, no podía importarles menos que su amiga no fuese una belleza o que no tuviera dinero ni un apellido conocido. Sólo querían su amistad.


—Además de una quiche de verduras y una ensalada de rúcula y queso de cabra, quería hacer bollitos de canela —suspiró Paula—. Pero el tiempo que necesita la masa y mi tiempo hoy no coinciden, desgraciadamente.


—No pasa nada —Amanda, sin una gota de maquillaje y tan guapa como una modelo, le dio una palmadita en la mano—. ¿Te acostaste tarde anoche? ¿No me digas que tuviste una cita?


—¿Una cita? No, qué va —rió Paula, como si ésa fuera la pregunta más tonta del mundo.


Pero luego lo pensó un momento. ¿Por qué iba a ser una pregunta tonta? ¿Y cuándo fue la última vez que tuvo una cita? ¿Había sido en este siglo o en el siglo anterior? Ah, sí, claro, un año antes de que a su madre le diagnosticaran…


—A ver si lo adivino —la voz de Julia interrumpió sus pensamientos—. ¿Otra visita a horas intempestivas?


—Pero si ha dicho que no tuvo una cita… —murmuró Amanda, mordiendo otro donut.


—No me refería a un hombre, me refería a algún miembro de la tropa de Pedro.


—Ay, por favor. ¿Otra de las chicas de Pedro volvió a despertarte de madrugada?


—Sí —suspiró Paula, dejándose caer sobre la preciosa silla de roble Glastonbury.


—¿La rubia otra vez?


—No, pelirroja.


Amanda se encogió de hombros.


—El tipo es versátil, desde luego.


Pero Julia no pensaba dejar el tema. Podía ser pequeña en estatura, pero tenía el temperamento de una tigresa.


—Paula, esto es intolerable. Tienes que hablar con él.


—Lo sé, lo sé.


Y lo sabía, pero…


—O, al menos, deja una nota en su puerta —sugirió Amanda, sirviéndose otra taza de café, con el flequillo rubio cayendo sobre su cara.


Julia sacudió la cabeza.


—Habías jurado que si volvían a despertarte…


—Que sí, ya lo sé —suspiró Paula, avergonzada por su falta de valor—. Nunca había tenido miedo de enfrentarme a nadie, pero ese hombre… Pedro Alfonso es demasiado guapo. Esos hoyitos en un rostro tan serio… Es como un chico del instituto para el que me pintaba y me ponía colonia de Rochas todos los días con la esperanza de que se fijase en mí.


Julia levantó una ceja.


—¿El chico que te gustaba? ¿Pedro se parece al chico que te gustaba en el instituto, Pau?


—Sí, bueno, quiero decir que es así de guapo y de carismatico…


—¿Quieres que Pedro se fije en ti?


—No —contestó Paula, dejando escapar un largo suspiro—. Sólo quiero contarle lo que pasa.


—Pues lo único que tienes que hacer es llamar a su puerta.


—Sí, Julia, ya lo sé.


En su propio mundo, como casi siempre, Amanda tomó un sorbo de café.


—Además, entonces no usabas colonia de Rochas, cariño, era pachuli.


Paula y Julia soltaron una carcajada al unísono.


—Sí, seguramente fuera verdad —dijo Paula luego—. Por cierto, ese chico sólo se fijó en mí para decirme que me había salido un grano.


—No te preocupes, cariño —intentó animarla Julia—, seguro que ahora se dedica a servir hamburguesas.


—No, he oído que juega al fútbol con los Colts de Indianapolis.


—Bueno, pero seguro que todas las animadoras pasan de él.


—Lo dudo —suspiró Paula—. Los hombres como él y como Pedro Alfonso no saben lo que es una negativa —dijo luego, encogiéndose de hombros—. No lo entiendo. ¿Por qué todas las mujeres pierden la cabeza por ese tipo de hombre? Un arrogante que sólo busca sexo…


—Que sea alto, guapo y con dinero ayuda mucho —opinó Julia.


Amanda asintió.


—Es el trío de cualidades que buscan algunas mujeres.


Paula levantó los ojos al cielo.


—Hablo en serio, chicas.


—Y nosotras también —rió Julia—. Para algunas personas el aspecto físico y el dinero es lo único que cuenta.


Sí, tenían razón, pensó Paula. Ella conocía la realidad de la vida, pero le costaba trabajo aceptar que la gente no quisiera algo más. Tener dinero y resultar atractivo para los demás era interesante, claro, pero no duraba para siempre. Y no era lo fundamental. Lo importante era tener a alguien que te diera un masaje en los pies después de un largo día de trabajo, alguien que se alegrase de que hubieras conseguido un encargo profesional o que te ayudase a sobrellevar el dolor cuando estabas descubriendo en qué consistía la enfermedad de Alzheimer.


Paula apartó de su mente ese último pensamiento. No, no iba a contarles penas a sus amigas. En lugar de eso, se levantó para ir a la cocina a hacer más café.





COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 1






Envía un millón de dólares a una cuenta secreta de las islas Caimán o tus pasadas indiscreciones serán de dominio público.


Pedro Alfonso, en su despacho decorado en acero y cristal, se inclinó hacia delante para tirar la nota a la papelera. No estaba furioso, ni siquiera preocupado, sólo quería seguir trabajando.


Las amenazas no eran algo nuevo para él; las recibía por correo electrónico, por correo ordinario o de cualquier otra forma. Las había recibido de su padre, de empleados despedidos recientemente y, por lo tanto, cabreados con la empresa familiar de medios de comunicación AMS o de mujeres, antiguas amantes que se negaban a aceptar el fin de su relación.


Las amenazas eran un fastidio, pero poco más.


El magnate de treinta y un años sabía quién era y lo que quería, en los negocios y en la vida, y ninguna influencia del exterior iba a cambiar eso.


Pedro siguió firmando un montón de papeles mientras, al otro lado del ventanal, el sol empezaba a asomar en el horizonte, llevando con él un nuevo día de agosto y un edificio lleno de actividad.


—Buenos días, señor Alfonso.


Pedro saludó con la cabeza a una de sus jóvenes ayudantes, una bonita pelirroja que acababa de graduarse en la universidad de Nueva York, antes de mirar el reloj de su ordenador portátil.


—Las seis y media. Muy bien.


—Le traigo la agenda del día —sonrió la joven antes de salir del despacho.


Era guapa, pero él nunca mantenía relaciones con sus empleadas que en este caso, además, era muy joven. 


Aunque le gustaban mucho las pelirrojas. De hecho, esa misma noche tenía una cita con una pelirroja igualmente guapa, pero no tan inteligente. Y a él le daba lo mismo.


Pedro sonrió al recordar la noche anterior. Su amiga había estado veinte minutos insistiendo en que Rudolf Giuliani no era un político, sino un famoso jugador de baloncesto.


Ah, sí, le encantaban las mujeres. Le encantaba cómo reían, como se movían, cómo olían… Todas tan diferentes y tan similares. Y la pelirroja no era ninguna excepción. Como las demás mujeres, creía que iba a ser ella quien lo cambiase, quien lo llevase al altar, quien lo hiciera tan increíblemente feliz que olvidaría la estricta norma que había seguido durante los últimos diez años: un máximo de cuatro semanas antes de romper la relación.


¿Por qué no lo entendían? ¿Por qué no podían comprender que él no iba a cambiar nunca? Pedro había aprendido de la manera más dura posible que en cuatro semanas una mujer podía convertirse en algo más que una distracción y pasar por eso otra vez era inaceptable en aquel momento de su vida.


Pero Pedro no era totalmente insensible en cuanto a sus relaciones con las mujeres. Siempre era completamente sincero sobre las cuatro semanas y sobre lo que no debían esperar de él.


No tenía nada personal contra ninguna de las chicas con las que salía y tampoco tenía nada que ver con su belleza o su personalidad. Era un simple hecho, una norma que él tenía… y quizá, si le obligaban a admitirlo, una manera de tenerlo todo, al menos todo lo que a él le gustaba, sin sufrir dolores de cabeza.


Unos dolores de cabeza que lo distraerían inevitablemente de su único deseo: convertirse en presidente de AMS cuando su padre se retirase.


Desgraciadamente, Saul Alfonso tenía una visión completamente diferente a la de su hijo sobre las relaciones sentimentales. Según él, tener esposa e hijos estabilizaba a un hombre, lo hacía más fuerte. Tener una familia, en opinión de su padre, facilitaba el ascenso a un puesto de poder y aseguraba el respeto de colegas y rivales. Desde su punto de vista, el de un hombre de los años cincuenta, una esposa se encargaba de los detalles y dejaba que su marido lidiase con los problemas más importantes.


Y estaba tan convencido de eso que, después de varios intentos fracasados de convencerlo para que sentara la cabeza, había optado por enviarle informes y notas sobre el tema. Pedro tenía la última en la mano. Había sido colocada, sin duda por uno de los fieles subordinados de Saul Alfonso, bajo el monitor de uno de sus ordenadores, y era una advertencia de que podría no retirarse como presidente de AMS hasta que Pedro estuviera felizmente casado.


O tristemente casado, en su opinión.


Sí, las amenazas llegaban a su despacho en diversos tamaños, formatos y medios.


Todo en un día de trabajo.


Pedro tiró la nota de su padre a la papelera, viéndola caer junto con la absurda misiva en la que alguien le pedía que enviara un millón de dólares a una cuenta secreta si no quería que se revelasen ciertos secretos de su pasado.


Algo que tenía tantas posibilidades de suceder como que Pedro Alfonso, renombrado soltero, buscase una esposa.




COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: SINOPSIS






¿Estaría dispuesta a casarse por dinero?


El magnate de los medios de comunicación Pedro Alfonso tenía una semana para encontrar esposa… o perder su imperio, pero ninguna de sus aventuras de Manhattan cumplía los severos requisitos que había impuesto su padre.


Entonces Pedro se fijó en la joven de la puerta de al lado. 


Con gafas y camisetas amplias, Paula Chaves parecía una chica inocente, ¿pero qué pensaría sobre los deberes maritales, vitales para un hombre tan viril como él?


Pedro tenía dinero y encanto suficientes para convencerla, pero jamás habían intercambiado una sola palabra. ¿Cómo iba a pedirle que se casara con él?





viernes, 24 de noviembre de 2017

MI UNICO AMOR: CAPITULO FINAL




No se acostó en la cama, en lugar de eso, se acercó a la ventana de su dormitorio y miró hacia abajo donde los faroles reflejaban una luz naranja sobre el pavimento. Quizá la conmoción la arrastraba y la aletargaba. Ella se consideraba calmada y controlada, pero tenía el cuerpo aterido y lo que sucedía le parecía irreal.


Vio que Pedro ayudaba a Rebecca a subir en la ambulancia. 


Él la siguió y cerró las puertas. Paula presionó las yemas de los dedos sobre el cristal de la ventana como si de alguna manera eso lo mantuviera cerca de ella, pero la ambulancia emprendió camino y la frágil conexión se rompió.


Ahí quedaba todo, era el final. No volvería a verlo. Las lágrimas la quemaron y se frotó los ojos con una mano temblorosa. Las lágrimas no lo harían regresar, pero su mente no lo aceptaba y no pudo contenerse.


Fue al baño y abrió los grifos de la bañera. Tenía las piernas frías, como si una mezcla helada hubiera penetrado hasta sus huesos y se remojó un rato para que el calor la invadiera. Cuando el agua comenzó a enfriarse salió de la bañera, se secó y se puso una bata de seda.


Regresó a su alcoba y se sentó sobre la cama con los ojos fijos en la pared. Así se mantuvo un buen rato, sin moverse, con la mente llena de dolor de haber perdido y anhelando lo que pudo ser. Despacio, extendió un brazo para levantar el cepillo del tocador y comenzó a desenredarse el pelo hasta dejar que los rizos cayeran sobre sus hombros como una cortina sedosa.


No oyó las pisadas sobre la alfombra y cuando Pedro entró y se sentó a su lado, Paula respiró profundo y dejó caer el cepillo al suelo.


—Lo lamento —murmuró él—. Traté de no hacer ruido por si dormías —dejó una llave sobre la mesita de noche—. Se la quité a Rebecca cuando íbamos en la ambulancia —explicó.


Paula hizo un esfuerzo por dominarse.


—No esperaba que regresaras esta noche. ¿Quedó todo arreglado, por el momento? ¿Está ella bien?


Él asintió.


—Le dieron un sedante muy fuerte y el médico la verá de nuevo mañana para llegar a un diagnóstico más preciso. Mientras tanto, hice arreglos para que su hija se quedara con una tía. Creo que Sophie estará bien con la tía porque se han visto con frecuencia.


Pedro seguía teniendo un vacío en los ojos y Paula creyó adivinar que él sufría.


—Debes estar muy afligido por lo sucedido, pero estoy segura de que cuidarán bien de Rebecca —habló con voz remota—. La clínica que mencionaste tiene renombre.


—Sé que estará segura, pero presiento que tardarán en devolverle la cordura —hizo una mueca—. Supongo que el divorcio debió afectarla mas de lo que creímos —se pasó una mano por el cabello oscuro—. Yo tengo la culpa, debí darme cuenta de lo que le ocurría.


—No creo que haya sido tu culpa —dijo Paula—. Nadie imaginó su estado: Sus parientes, sus amigos, ni Adrian —tras la cortina de su cabello sé observó los dedos—. Si alguien es culpable, esa soy yo por exigirle demasiado. De no haber…


—No seas tonta. También tú sufriste mucha presión durante las últimas semanas. Te amenazaron, te molestaron y te preocupaste por lo que encontrarías al doblar la esquina. ¿Quién sabe hasta dónde llegaría ella? Esta noche fue la culminación de lo que estuvo acumulándose desde tiempo atrás —volvió a mirarla—. Ha sido una noche terrible para ti. Tuviste que esperar, sabiendo que ella vendría, pero ignorabas a qué peligro te expondría —extendió una mano para apartarle de la mejilla unos rizos castaños—. ¿Realmente creíste que permitiría que te enfrentaras a ella sola?


Paula jugueteó con el borde de su bata. No sabía qué pensar.


—¡Mírame! —exigió Pedro y cuando ella obedeció, deslizó los dedos por la curva del cuello de ella y con los pulgares delineó la línea de la mandíbula. Volvió el rostro de Paula para verla de frente—. Eso pensaste —comentó con el ceño fruncido—. Vine esta noche porque presentí algo malo y pensé que podrías necesitarme. Cuando me hablaste de los anónimos yo te respondí que quería ayudarte. ¿No te dije que investigaba el asunto? —tenía la boca firme y dura—. ¿Qué clase de hombre crees que sería si olvidara algo como eso?


Ella tragó con cuidado y evocó aquel día en la oficina cuando Rebecca se presentó de manera inesperada y los perturbó.


Sus mejillas se tiñeron y habló ronca:
—No comprendo nada de esto. Dices que viniste a ayudarme, pero, ¿por qué lo harías? Últimamente me tratabas como si… Como si me odiaras. Fuiste mordaz y estabas enfado… —sus ojos se ensombrecieron—. Rebecca insinuó que yo provoqué el fuego y tú le creíste.


No pudo controlar el leve temblor de su boca y Pedro levantó una mano para deslizar el pulgar sobre sus labios.


—Quise ver cómo funcionaba su mente.


La explicación no calmó a Paula y ella desvió el rostro.


—Todo el tiempo estabas de un humor pésimo. Me echabas en cara todo lo que yo te decía —le recordó.


—¿Y qué esperabas? —refutó y le ciñó los hombros—. Te dije que no había café. Más tarde encontré la maldita cafetera en el anexo. Te aseguro que ese obrero tendrá que explicarme muchas cosas.


Paula no permitió que esas excusas la distrajeran. Tampoco cedería a las cálidas sensaciones que generaban las caricias rítmicas de los dedos de él. Pedro incitaba su pulso, pero lo hacía sólo para consolarla por un día terrible; no significaba que hubiera algo personal en ellas. De todos modos, debía pensar en asuntos más importantes.


—No fue sólo el café —echó chispas por los ojos—. El día anterior irrumpiste en mi casa para insinuar que yo le había dado información a Blake. ¿Cómo pudiste pensar que yo era capaz de cometer una vileza parecida?


—No lo creí, pero estaba de mal humor y Rebecca no ayudó al decirme que faltaban algunos documentos y que era urgente que los recuperáramos.


—Tu mal humor era evidente y no cambió cuando regresaste a la oficina. Fuiste muy grosero conmigo. Debiste saber que me sentía muy mal, pero eso no te importó —protestó Paula.


—¿Te importó a ti abandonarme el día que me hablaste de los mensajes y de la copa de vino antes de que Rebecca regresara a la oficina? Te fuiste sin volver la cabeza. Premeditaste lastimarme, ¿no? Me incitaste y te fuiste.


—¿De modo que te sentiste frustrado? —apretó la boca—. Lo lamento, ignoraba que te fuera tan difícil organizar tu harén —continuó iracunda—. Supongo que debí quedarme sentada mientras tú girabas alrededor de tu amiguita número uno. "Espera ahí, señorita Chaves, te atenderé cuando tenga un momento libre…". Pues bien, piénsalo mejor porque no seré el plato de segunda mesa de nadie. A ti quizás te convenga picotear aquí y allá, donde se te antoje, pero no cuentes conmigo.


—¿Estás celosa? —sonrió de manera enfurecedora—. Me alegro —le oprimió los brazos—. Ahora sabes cómo me sentía cada vez que te veía abrazando a Adrian como si fueras su amiguita del alma. Comencé a odiar a mi cuñado. Sólo Dios sabe que era como una fiebre que amenazaba dominarme. Te necesitaba y tú te limitabas a menospreciarme.


—No es verdad —quedó boquiabierta—. ¿Qué quisiste decir con "me alegro"? ¿Desde cuando te interesan mis sentimientos? Nunca pensaste mucho en mí. Siempre estabas ocupado abrazando a Rebecca. Yo sólo la reemplazaba en su ausencia —la voz se le quebró—. Sé que ella significaba mucho para ti. Esta noche comprobé lo mucho que la quieres, pero tendrás que acostumbrarte a no verla durante unos meses. Supongo que para ti el amor es una cosa y el sexo es otra. Tendrás que dominar tus impulsos sexuales durante un tiempo porque yo no satisfaré tus necesidades.


Pedro apretó la boca y comenzó a zarandearla al grado de que los dientes de Paula castañetearon.


—Me enfadas tanto que me dan ganas de acostarte sobre mis piernas para darte unos buenos azotes —masculló—. ¿Qué clase de hombre sería si quisiera reemplazar a una mujer con otra? ¿No me crees capaz de tener un poco de decencia y sentimientos normales? —volvió a zarandearla como si ella fuera una muñeca de trapo—. No sé por qué me ocupo de ti. ¿Qué agradecimiento recibo por haberte cuidado casi toda la noche desde la calle? Debí estar loco al pensar que necesitabas protección. Puedes cuidarte sola con esa lengua afilada que tienes.


—Deja de… Zaran… dear… me —balbuceó—. No quise decir… Más bien, creí que la amabas, creí… Ya no sé qué pensar, estoy muy confundida —terminó con tristeza.


—Mujer tonta, no amo a Rebecca —volvió a zarandearla—. Hasta que te vi nunca me había enamorado —la observó con furia—. ¿Por qué tuve que enamorarme de una mujer regañona que me enloquece? ¿Qué clase de vida podríamos tener si no dejamos de reñir? —casi gruñó—. Tendremos que aclarar algunas cosas, ¿comprendes? Soy un alma bondadosa —su voz le pareció áspera a Paula—. Me agrada la tranquilidad —la observó con ojos brillantes—. Me gusta sentarme cómodo y permitir que la vida se deslice a mi alrededor. Me agrada ver la puesta del sol en el mar tranquilo… —silbó entre dientes—. No me gustan los grandes huracanes que me caen de la nada. ¿Hablé claro?


Paula se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos. Tragó en seco porque era consciente de que el rostro de Pedro estaba muy cerca del de ella. Él aún la ceñía con fuerza maligna.


—¿Insinuaste algún tipo de propuesta con tus palabras? —preguntó queda—. ¿O también en eso me equivoqué?


—¡Maldición! —tronó y la soltó sin previo aviso por lo que ella cayó sobre la cama—. Ni siquiera eso puedo decir con claridad. ¿Qué me hiciste? Tenía bien ensayado lo que pensaba decirte; pensaba ser romántico y sensual para que no pudieras rechazarme. Y como ves, lo estropeé todo. Es tu culpa.


Paula levantó la vista para mirar su expresión molesta y trató de dominar la sonrisa que tiraba de sus labios, pero la risa la venció. Trató de ocultar sus labios con una mano, mas sus hombros se movían de manera convulsiva y se rodó de lado sobre la cama.


—¿De modo que te parece gracioso? —Pedro se inclinó sobre ella como un demonio vengativo—. Ya veremos qué hacemos al respecto…


Le tomó las muñecas, las acomodó a los lados de la cabeza de Paula y luego se inclinó para darle un beso fiero. La boca de ella se suavizó ante la exigencia de la caricia y anhelante, esperó los movimientos de los labios y la lengua de Pedro


Se contorsionó debajo del cuerpo masculino, consciente del calor que irradiaba y del golpeteo del corazón de Pedro contra su propio pecho. Los muslos fuertes la presionaron para que no se moviera y la obligaron a aceptar la dominación masculina.


—No es justo —se quejó casi sin aire—. Contigo me siento extraña, sin control, pero tú no dejas de ser consciente de lo que haces —juntó las cejas—. ¿En dónde aprendiste a hacer todo esto?


Él la miró con ojos brillantes y con el cuerpo tenso sobre el de ella.


—Por instinto, y aprendo rápido; además tengo idea de cómo mantenerte a raya. Te amansaré, mi mujercita colérica. Ya te pesqué y no podrás escapar —sonrió de manera encantadora—. Crees que puedes salirte con la tuya, pero yo sé qué te incita. Sé cómo convertir tu calor tempestuoso para dirigirlo a un propósito muy dulce.


Le soltó las muñecas y separó los bordes de la bata para admirar el cuerpo descubierto. Paula contuvo el aliento y trató de cubrirse, pero Pedro volvió a ceñirle las muñecas.


—Bella, eres bella, Paula —murmuró ronco—. ¿Realmente crees que puedes ocultarte de mí? Esperé mucho tiempo. Sabes cuánto te he deseado y cuánto anhelaba hacerte mía.


Deslizó los labios sobre los senos para besar los pezones, luego siguió explorando los contornos del cuerpo femenino. Avivó el fuego de Paula hasta que ella se movió inquieta, rogó, buscó y exigió.


Pedro la soltó para desvestirse. Regresó al lado de ella sin dejar de admirar la sedosa perfección de su piel rosada después de las delicadas caricias. Las manos de él exploraron el cuerpo de Paula buscando cada hueco y redondez.


Temblando, Paula deslizó los dedos sobre los tensos músculos del pecho de Pedro. Su boca rozó la tersura de sus hombros y la deslizó hasta las tetillas. Él gimió y se movió un poco para acariciar con la lengua un seno, antes de volver a besarla en la boca, entonces con atrevido abandono, ella se presionó contra su virilidad.


La respiración de Pedro se aceleró ante su necesidad, pero se logró controlar.


—No tan rápido —murmuró ronco al acariciarle las curvas—. No antes de que aceptes mis demandas.


Su boca incitó el vientre plano en toda su extensión y ella gimió.


Las manos de Pedro le entreabrieron los muslos para que sus dedos pudieran acariciar el corazón secreto e íntimo. El contacto fue suave, pero hizo que Paula anhelara una satisfacción que antes ignoró. Experimentó un placer desconocido y contuvo el aliento cuando él descubrió su núcleo húmedo y lo acarició con ternura. Fue un tormento suave y sutil que la hizo contorsionarse de placer y arquearse contra las bandas de tensión que la conducían a niveles insospechados.


—Dime que me amas —murmuró él—. Quiero escucharlo de tus labios.


—Te amo, te amo —respondió ronca—. Ay Pedro, por favor…


—Y que nos casaremos tan pronto se pueda.


—Sí —murmuró Paula—. Por favor, Pedro


—¿Me pides que nos casemos o que te haga el amor?


—Las dos cosas —gimió—. ¿No pueden ser las dos cosas? Te amo, te necesito y te quiero a mi lado siempre. ¿No puedo tenerlo todo?


—¡Dios, pensé que nunca lo dirías! —rió quedo—. Cariño, tendrás todo lo que deseas. Juntos encontraremos el paraíso —habló en voz muy grave—. Ven conmigo, Paula, permite que te lleve conmigo.


Pedro la poseyó y comenzó a moverse, al principio despacio, incitando los sentidos de Paula y aumentando el calor dentro de ella hasta que Paula pensó que esa llama la consumía. 


Fue una unión de cuerpo, alma y mente, un regocijo que se elevó más de lo que creyó posible.


El rugido del corazón de Pedro se mezcló con las pulsaciones de la sangre de Paula y la ensordeció a todo lo que los rodeaba. El tiempo dejó de existir y de pronto, sólo enfocaron una cosa: La presión en espiral que la hizo escuchar música y le dificultó la respiración. Pedro la condujo al borde del éxtasis y de pronto, ambos cayeron envueltos en un torbellino. Al llegar al clímax, Paula experimentó oleadas de intenso placer y emitió gemidos incoherentes. Los labios de Pedro le rozaron las mejillas antes de perder el control y dejarse llevar en una explosión de sensaciones.


Permanecieron acostados un buen rato, cubiertos con las mantas de la cama, esperando que su respiración se normalizara. Finalmente, Pedro se incorporó apoyado en un codo para poder mirarla.


—Te amo, Paula —declaró ronco—. Te necesito para que mi vida sea completa. ¿Permanecerás siempre a mi lado y serás mi esposa?


Ella titubeó con la mirada levemente nublada.


—¿Tolerarás el lazo del matrimonio? Temo que seré una esposa muy celosa, Pedro.


Levantó los dedos para deslizados por el orgulloso ángulo de la barbilla masculina.


—¿Por qué preguntas eso? —esbozó una sonrisa—. ¿Qué fue lo que me echaste en cara, no hace mucho tiempo? ¿Cómo lo dijiste? ¿Piscis y frivolidad? —le pescó los dedos y se los besó—. No tienes motivos para preocuparte. Hasta ahora no había querido comprometerme con nadie. Conocí a muchas mujeres que me agradaron y que merecieron mi respeto, pero nunca amé a ninguna —la acarició con ternura—. Tú eres todo lo que deseo y necesitó, llenas todas mis fantasías y no quiero pensar en la vida sin ti. Será un lazo sedoso, Paula y nunca te defraudaré —inclinó la cabeza para darle un beso en los labios—. ¿Te casarás conmigo? —murmuró con ternura.


—Sí —respondió temblorosa y contenta, y Pedro la presionó contra su pecho.


—Escucha —murmuró él y su cálido aliento rozó la mejilla de ella—. ¿Lo oyes? ¿Puedes oír la música en tu cabeza?


—¿A qué se debe? —preguntó Paula.


—Es el cielo que festeja —declaró Pedro con firmeza—. ¿No sabes que Venus nos rige a los dos? Significa que nuestro futuro está seguro —volvió a besarla en la boca—. Seguro para siempre y que conoceremos la felicidad de amarnos.



Fin