—Mamá, ¿cuándo voy a poder montar a caballo?
—Cariño, creo que eso no va a poder ser —contestó Paula.
Teo frunció el ceño.
—Pero me lo habías prometido.
—Lo siento, cariño, pero creo que no te lo había prometido.
—Estoy seguro de que el señor me dejará.
—¿Estás hablando de Pedro?
—No, el otro hombre.
Paula se quedó pensativa, y enseguida se dio cuenta de que Teo se estaba refiriendo a Art, el capataz. Siempre lo había considerado como un hombre muy agradable y Pedro tenía suerte de tenerlo a su lado. Cuando Pedro se enfadaba, Art nunca se lo tomaba como algo personal. Sabía escuchar y era un tipo muy responsable.
—Lo he visto montando a caballo desde la ventana de la habitación de la abuela —relató el niño emocionado.
—Pero tú no sabes montar a caballo.
—Podría aprender.
—Ya veremos, ¿vale?
—Y yo...
—He dicho que ya veremos —lo interrumpió Paula mirándolo fijamente. Sabía que su hijo tenía muchas ganas—. Hablaré con el señor Art mañana, pero esto no es ninguna promesa, ¿está claro?
El rostro de Teo se iluminó y echó a correr para darle un abrazo a su madre.
—Vamos, niño grande. Ha llegado la hora del baño y después a la cama.
****
Paula se sorprendió asomada a la ventana después de haber acostado al niño. Desde allí podía ver la luna y a Venus a su lado. Era una noche despejada y fría, aunque la habitación estaba caldeada gracias a una estufa de leña.
A pesar de la opinión que Pedro tenía de ella, la había alojado en una habitación muy agradable. En realidad todo el rancho era muy bonito y acogedor. Parecía diseñado para el disfrute de los invitados, lo cual era extraño en Pedro, ya que no era un tipo muy sociable. Al menos el Pedro que Paula había conocido y amado.
Aparentemente, aquel Pedro ya no existía. Parecía aún más creído, egocéntrico y caprichoso que nunca. Si lo pensaba detenidamente, quizás en aquel momento se hubiera encontrado con el verdadero Pedro Alfonso. Cuando lo había conocido, Paula había sido tan joven e impresionable, que su inexperiencia no le había permitido ver aquellos defectos.
Además se había enamorado perdidamente. El amor la había cegado. Pero no iba a cometer dos veces en el mismo error. Paula iba a cuidar de su madre e iba a marcharse con la mayor prontitud.
Al pensar en su madre, le entraron ganas de verla. Se aseguró de que Teo dormía a pierna suelta y si dirigió al cuarto de Monica. Afortunadamente, todavía estaba despierta.
Preparó dos tazas de infusión y después se acomodó en el sillón que estaba junto a la cama.
—Quiero apuntar a Teo en alguna guardería del pueblo —dijo Paula sin más preámbulo.
—¿De dónde te has sacado esa idea? —preguntó Monica sorprendida y disgustada—. No vais a estar mucho tiempo aquí y quiero pasar el mayor tiempo posible con él.
Monica trató de incorporarse, pero una mueca de dolor se dibujó en su rostro. Paula se levantó para ayudarla, pero su madre no quiso agarrarse a su mano.
—Estoy bien. Cuanto antes consiga moverme por mí misma, antes lograré recuperarme y volver a trabajar.
—Eso no va a suceder pronto, mamá, y tú lo sabes.
—Paparruchas.
—Por favor, no vamos a discutir eso de nuevo —suplicó Paula.
—¿Quién está discutiendo? —preguntó Monica—, Bueno, volviendo al tema, ¿por qué quieres llevar a Teo a una guardería?
—Me voy a quedar.
—¿Qué quieres decir? —preguntó asombrada.
—Quiero decir que no me voy a marchar próximamente.
—No entiendo nada. ¿Y qué pasa con tu trabajo?
—De momento tengo un nuevo trabajo —dijo Paula.
Monica la miró con los ojos como platos.
—Por el amor de Dios, hija, lo que estás diciendo no tiene ni pies ni cabeza. ¿Qué quieres decir?
—Voy a desempeñar tu trabajo como ama de llaves.
—No.
—Madre —dijo Paula seriamente.
—No me llames madre en ese tono, jovencita —advirtió Monica. Paula tuvo que morderse la lengua—. ¿Para qué te crees que me he dejado yo la piel trabajando todos estos años? —preguntó. Paula trató de hablar—. No. Escúchame primero. He trabajado tanto para que tú pudieras aspirar a otro tipo de empleo, y no me malinterpretes, porque trabajar para Pedro es estupendo. Éste es el mejor trabajo que he tenido y él es la mejor persona para la que he trabajado. Pero eso no quiere decir que quiera que desempeñes mi trabajo —prosiguió Monica.
—Mamá, yo puedo hacer ese trabajo porque he crecido ayudándote a realizarlo. Se me da bastante bien.
—Tu propuesta está fuera de lugar. Prefiero que Pedro me eche y contrate a otra persona a que tú dejes tu trabajo en Houston.
—Nunca he dicho que fuera a dejar mi trabajo en Houston. Solamente voy a tomarme los días libres y las vacaciones que tengo acumuladas. Una vez que tengas el corsé y que empieces con la rehabilitación, te recuperarás enseguida. Entonces yo me marcharé.
Monica gruñó.
—Tengo miedo de no volver a ser la misma de antes. ¿Qué pasará si esos músculos no cicatrizan y me tienen que operar? Entonces no podré caminar sin la ayuda de un bastón o de un andador. Y entonces seguro que Pedro me despedirá.
—Estás poniéndote en lo peor.
—No, estoy siendo realista, cosa que los jóvenes no sois.
—Y luego me dices que yo soy testaruda —se quejó Paula.
—Si ya no puedo trabajar, dime por qué no me voy a quedar en un segundo plano.
—Mamá, ya hemos hablado sobre esto varias veces.
—Ya lo sé y siento volver una y otra vez a lo mismo —contestó de mal genio.
—Si yo te sustituyo, tu puesto no correrá ningún peligro.
—Da igual, no te voy a dejar que lo asumas.
—Demasiado tarde. El acuerdo ya está hecho.
—No me puedo creer que Pedro lo haya aceptado. Tengo que hablar con él —dijo Monica.
—Tengo que admitir que no ha dado saltos ante mi propuesta, pero creo que aceptará.
—Después de que hable yo con él, no aceptará.
—Madre, esto es entre Pedro y yo.
—Por favor, Paula, no lo hagas —le suplicó Monica al borde de las lágrimas. Paula se sentó en la cama y besó a su madre.
—Por favor, déjame que lo haga. No te enfades. Tú siempre has estado a mi lado. Nunca me has juzgado por haberme quedado embarazada antes de casarme ni por divorciarme al poco tiempo. Ahora ha llegado el momento en el que yo también puedo ayudarte.
Monica tomó la cara de su hija entre las manos. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Tú eres mi niña, mi bebé. Y el amor de las madres es incondicional —dijo Monica emocionada.
—Y el de las hijas también —contestó Paula conteniendo un sollozo.
Monica soltó a su hija y se recostó sobre la almohada. Las dos se quedaron absortas en sus pensamientos.
—Siempre pensé que te ibas a casar con Pedro, ya sabes —dijo Monica rompiendo el silencio.
Paula sintió un pinchazo en el corazón.
—Yo también lo pensaba. Pero las cosas no funcionaron —confesó Paula.
—Nunca me has contado lo que ocurrió —dijo su madre mirándola a los ojos.
—Lo sé.
—No pasa nada —dijo Monica tomando una de las manos de Paula—. Si alguna vez quieres contármelo, aquí me tienes. Nunca he sido una fisgona y no voy a empezar ahora. Tienes un niño estupendo y toda una carrera por delante, así que será mejor que no despertemos a los fantasmas del pasado.
—Has sido la mejor madre del mundo y siempre lo serás. Quizás algún día pueda contarte lo que ocurrió —dijo Paula rompiendo a llorar.
—Pero ahora, ¿están las cosas bien entre tú y Pedro? —preguntó preocupada—. Me refiero a si todavía estás interesada en él, ya sabes.
—Desde luego que no. No somos íntimos amigos, pero podemos vernos —respondió Paula vehementemente.
Ya estaba de nuevo mintiendo a su madre, pero no podía hacer otra cosa. Una vez había estado a punto de contarle toda la verdad con respecto a Pedro y a ella, pero las palabras no habían salido de su boca. Después, ya en Houston, tras enterarse de que se había quedado embarazada, había hablado con un párroco en la iglesia.
Alguna gente la había juzgado por ocultar la identidad del padre del bebé y porque había mentido respecto al matrimonio. Sin embargo, su madre nunca la había juzgado, ni lo haría si se enteraba de la verdad. Aun así, Paula era incapaz de desahogarse ni con ella ni con otras personas.
Nadie conocía su secreto.
—¿Por qué te has quedado tan pensativa? —preguntó Monica.
—Perdona. ¿Has pensado en ir a una residencia mientras te recuperas?
—¿Te has vuelto loca, hija?
—No, pero tenía que preguntártelo.
—Si tuviera que irme de aquí, me iría contigo a Houston.
—Ésa es una buena opción.
—Pero no por el momento. Quiero quedarme aquí, recuperarme y volver a hacer el trabajo que tanto me gusta.
—No te preocupes, que uniremos nuestras fuerzas para que eso ocurra —afirmó Paula poniéndose en pie.
—Ya sabía yo que eras testaruda...
—Me voy a la cama. Las dos necesitamos descansar —dijo Paula con una sonrisa.
Pedro decidió acercarse al granero en vez de entrar en la casa.
—Hola, jefe, ¿qué haces por aquí? —preguntó Art Downing, su capataz.
No era extraño encontrarse al capataz enredando a cualquier hora ya que nunca sabía cuándo poner fin a su jornada. Le encantaba su trabajo, sobre todo encargarse de los caballos de primera categoría del establo de Pedro.
Seguramente estuviera más a gusto en el rancho con los animales, que en su casa con sus hijos y su mujer.
Al igual que él, Art tampoco estaba hecho para la vida familiar.
—Te iba a preguntar lo mismo —dijo Pedro.
—Estaba asegurándome de que estas maravillas estaban bien antes de marcharme —respondió sonriente sin dejar de acariciar a uno de los animales.
—Están bien. Venga, lárgate ya de aquí.
—Lo haré, pero antes tengo que revisar una última cosa —dijo el capataz.
—¿El qué tienes que revisar? —preguntó Pedro contento de tener otros pensamientos en la cabeza que desplazaran a Paula.
—Quiero tenerlo todo preparado para mañana.
Pedro había comprado otro caballo semental que llegaba al día siguiente.
—¿Te estás riendo de mí? Pero si lo tienes todo listo desde el día que hice el pago —comentó Pedro.
—Tienes toda la razón, —reconoció Art y se tocó la barriga—. Me está entrando hambre.
—Entonces pon rumbo a casa. Y no se te ocurra volver antes de que amanezca.
—A la orden jefe —dijo Art inclinando levemente su sombrero antes de irse.
Pedro sabía que el capataz no le haría caso y que volvería al rancho antes de que se hubiera hecho de día. El trabajo de aquel hombre era tan valioso, que no se podía pagar ni con todo el oro del mundo.
Pedro regresó a la casa. Hizo una parada en la cocina para recoger una cerveza y se marchó a su habitación. Consultó el reloj y se dio cuenta de que sólo le quedaban treinta minutos para salir en dirección a la casa de Olivia. Ella odiaba que la gente llegara tarde.
Pedro no tenía ningunas ganas de ir a aquella fiesta.
Maldición. Ya la había llevado a cenar la noche anterior. Sin embargo, tenía un compromiso y no lo iba a romper. Además el evento estaba pensado para promover su candidatura en el Senado de Texas.
En vez de darse una ducha y cambiarse de ropa, Pedro se echó en la cama y se bebió media cerveza. Estaba agotado mentalmente y no sabía por qué.
«Sí que lo sabes», pensó.
Paula.
El encuentro con ella en el porche lo había dejado exhausto.
No sabía si iba a soportar tenerla cerca de forma indefinida y trabajando para él como ama de llaves. Era una idea ridícula y no sabía por qué no la había rechazado de forma rotunda desde el primer momento.
La herida que Pedro había creído cicatrizada se había vuelto a abrir.
«¡Qué más da!», pensó apurando su cerveza.
Estuvo tentado a beberse otra cerveza, quizás lo ayudara a olvidar. Pero no quería ni pensar en la cara de Olivia si aparecía en la fiesta con una copa de más. Se echó a reír.
Sin embargo, trató de serenarse. No había razones para la risa.
¿Por qué se había visto tan frágil de repente junto a Paula?
Cuando la había conocido, ella había conseguido engatusarlo. Y después había huido, se había casado con otro y había tenido un hijo. Pedro se había jurado que la despreciaría el resto de sus días y que no quería volver a verla jamás.
Al encontrarse de nuevo con ella, si bien el desprecio seguía presente, había también otro sentimiento. Un sentimiento al que no quería ponerle nombre pero que desataba un fuego ardiente en sus entrañas.
«Date un respiro, Alfonso», pensó y se metió en el baño a darse una ducha.
El único problema era que su mente se estaba negando a colaborar. Cerró los ojos mientras el agua le mojaba, pero la imagen de Paula no desaparecía. Se la imaginaba de pie, frente a él con una mirada libidinosa y acariciando su cuerpo.
Pedro soltó un gemido y se entregó al dolor que lo dejó inmóvil unos instantes.
Paula se dio la vuelta y clavó la mirada en los ojos de Pedro.
—¿Qué has dicho? —consiguió preguntar finalmente.
—No te hagas la sorda conmigo. No funciona. Sé que has escuchado cada una de mis palabras —afirmó él en un tono rudo pero bajo.
—Antes solía admirar tu actitud chulesca. De hecho, creía que eras el más gallito del corral —le soltó Paula con rabia. Las cejas de Pedro se arquearon en un gesto de sorpresa—. Pero ahora he aprendido.
—¿El qué? —preguntó él con el rostro ensombrecido.
—Que ahora esa actitud me da asco.
La mirada de Pedro era gélida. Se levantó y caminó hacia ella. De repente se paró como si fuera una marioneta y alguien estuviese moviendo sus hilos. Pero Pedro no era ninguna marioneta y Paula lo sabía bien. Nunca lo había sido, aunque sus padres siempre habían ejercido una fuerte influencia sobre él
—Ya sabes que no me importa en absoluto lo que tú puedas pensar sobre mí o sobre mi actitud —contestó él con dureza.
—¿Entonces por qué me has hecho esa pregunta?
—Supongo que por curiosidad —contestó él ácidamente.
—Tu curiosidad se puede ir al infierno. No voy a contestar a tu pregunta.
—Eso es porque no tienes una explicación coherente —repuso Pedro con una sonrisa en los labios.
—Nada más lejos de mi intención que sumergirme en las pantanosas aguas del pasado. Además, con el juicio cínico que ya tienes formado sobre mí, sería una pérdida de tiempo.
Sin lugar a dudas, Paula estaba a la defensiva. Sólo tenía esa opción si quería sobrevivir y mantener a salvo su secreto de Pedro y de sus padres. Tenía que ganarle la partida, o al menos, empatarla.
Si no, se ahogaría en las aguas pantanosas.
—¿Qué te pasa? —preguntó él con los ojos rebosantes de deseo—. Parece que hubieras visto a un fantasma.
—Nada. Estoy bien —dijo ella.
—Mentirosa —soltó Pedro.
Paula echó la cabeza hacia atrás y suspiró.
—¿Qué quieres, Pedro?
—¿Qué pasaría si te respondiera que te quiero a ti?
Paula agitó la cabeza tratando de recuperarse de lo que acababa de escuchar. Sentía demasiada atracción.
—Que no te creería —susurró.
Pedro la estaba devorando con la mirada. O aquella locura se acababa o Paula acabaría rindiéndose a los pies de aquel hombre de nuevo, y aquello no beneficiaría a nadie. Por aquella razón había sido por lo que no lo había querido volver a ver. Era demasiado débil y vulnerable cuando estaba a su lado. Con sólo estar en la misma habitación ya sentía que se deshacía.
—Tienes razón, no deberías de creerme —contestó él de forma fría y cruel—. Porque no es verdad.
Paula tomó aire y trató de fingir que no había sentido una puñalada en su corazón.
—Quizás me puedas contestar a otra pregunta —prosiguió Pedro.
Paula apenas si lo escuchó porque estaba demasiado ocupada tratando de recuperar la dignidad dañada tras el ataque. Se dispuso a darse la vuelta y marcharse porque no iba a salir nada positivo de aquella conversación.
—Me tengo que ir —dijo ella resuelta evitando mirar a Pedro.
—¿Lo amas?
—¿A quién? —preguntó Paula paralizada por la sorpresa.
—A tu marido. Ese tipo, Bailey, el padre de tu hijo.
Oh, cielo santo. Si no se hubiera parado en el porche se habría evitado toda aquella conversación sin sentido.
—Sí —mintió ella.
—¿Y todavía estás casada? No veo tu anillo de matrimonio —dijo Pedro mirando la mano derecha de ella.
—Estamos divorciados —añadió. Paula odiaba mentir, pero era el único recurso que le quedaba. Pedro era insaciable, no paraba de hacer preguntas que además no eran asunto suyo.
Paula tenía que tomar una determinación porque él no iba a terminar con el interrogatorio. Cuanto más supiera, más peligroso sería. Estaba atrapada. Y no podía marcharse porque su madre estaba enferma.
No quedaba más remedio que encarar la animosidad que había entre ellos. Era la única forma para conseguir quedarse en el rancho y con suerte, poder ser el ama de llaves. Quizás sacar todo a la luz, de golpe y de una vez por todas, fuera lo mejor para ambos.
Estarían al día de la vida del otro y así se podrían dejar tranquilos.
—Yo podría preguntarte por qué no estás casado —le soltó Paula. Se arrepintió al instante, aquello era añadir más leña al fuego. ¿Cuándo aprendería a cerrar la boca?
—Sí, podrías —añadió él.
Se hizo un silencio.
—¿Por qué no lo estás? Supongo que seguirás saliendo con Olivia. Pensé que ya te habría hecho pasar por la vicaría.
—Pues, ya ves, te has equivocado —declaró él sin más comentarios pero sin dejar de mirarla.
Bien. Por fin le había dado donde más le dolía. Le estaba respondiendo con su misma moneda, pero se sintió fatal. A Paula no le gustaban esos juegos hirientes. Intercambiar provocaciones, sólo empeoraba las cosas.
—Si me voy a quedar aquí y voy a trabajar...
—Todavía no te he dado permiso para hacerlo —interrumpió Pedro.
—No me voy a marchar, Pedro. No puedo. Mi madre me necesita.
—Si te digo la verdad, no me importa en absoluto lo que hagas —repuso él tras encogerse de hombros.
—Mientras... me mantenga fuera de tu camino.
—Lo has comprendido —dijo él conteniendo su rabia.
—¿Y qué hay de una tregua? ¿Crees que es posible?
—¿Tú crees que lo es?
—Estoy dispuesta a intentarlo.
Pedro se volvió a encoger de hombros y la miró detenidamente. Miró sus pechos y Paula sintió cómo se le aceleraba el corazón.
—Como quieras —respondió él sin entusiasmo.
—Buenas noches, Pedro —se limitó a decir Paula. Él no contestó—. Que duermas bien.
—Sí, vale —murmuró Pedro cuando ella se dio la vuelta.
Paula sintió la brisa fresca de la noche y agradeció la calidez de la casa al entrar. Sin embargo, ya en la habitación se dio cuenta de que no podía dejar de temblar.