martes, 10 de octubre de 2017

PLACER: CAPITULO 8





Pedro decidió acercarse al granero en vez de entrar en la casa.


—Hola, jefe, ¿qué haces por aquí? —preguntó Art Downing, su capataz.


No era extraño encontrarse al capataz enredando a cualquier hora ya que nunca sabía cuándo poner fin a su jornada. Le encantaba su trabajo, sobre todo encargarse de los caballos de primera categoría del establo de Pedro


Seguramente estuviera más a gusto en el rancho con los animales, que en su casa con sus hijos y su mujer.


Al igual que él, Art tampoco estaba hecho para la vida familiar.


—Te iba a preguntar lo mismo —dijo Pedro.


—Estaba asegurándome de que estas maravillas estaban bien antes de marcharme —respondió sonriente sin dejar de acariciar a uno de los animales.


—Están bien. Venga, lárgate ya de aquí.


—Lo haré, pero antes tengo que revisar una última cosa —dijo el capataz.


—¿El qué tienes que revisar? —preguntó Pedro contento de tener otros pensamientos en la cabeza que desplazaran a Paula.


—Quiero tenerlo todo preparado para mañana.


Pedro había comprado otro caballo semental que llegaba al día siguiente.


—¿Te estás riendo de mí? Pero si lo tienes todo listo desde el día que hice el pago —comentó Pedro.


—Tienes toda la razón, —reconoció Art y se tocó la barriga—. Me está entrando hambre.


—Entonces pon rumbo a casa. Y no se te ocurra volver antes de que amanezca.


—A la orden jefe —dijo Art inclinando levemente su sombrero antes de irse.


Pedro sabía que el capataz no le haría caso y que volvería al rancho antes de que se hubiera hecho de día. El trabajo de aquel hombre era tan valioso, que no se podía pagar ni con todo el oro del mundo.


Pedro regresó a la casa. Hizo una parada en la cocina para recoger una cerveza y se marchó a su habitación. Consultó el reloj y se dio cuenta de que sólo le quedaban treinta minutos para salir en dirección a la casa de Olivia. Ella odiaba que la gente llegara tarde.


Pedro no tenía ningunas ganas de ir a aquella fiesta. 


Maldición. Ya la había llevado a cenar la noche anterior. Sin embargo, tenía un compromiso y no lo iba a romper. Además el evento estaba pensado para promover su candidatura en el Senado de Texas.


En vez de darse una ducha y cambiarse de ropa, Pedro se echó en la cama y se bebió media cerveza. Estaba agotado mentalmente y no sabía por qué.


«Sí que lo sabes», pensó.


Paula.


El encuentro con ella en el porche lo había dejado exhausto. 


No sabía si iba a soportar tenerla cerca de forma indefinida y trabajando para él como ama de llaves. Era una idea ridícula y no sabía por qué no la había rechazado de forma rotunda desde el primer momento.


La herida que Pedro había creído cicatrizada se había vuelto a abrir.


«¡Qué más da!», pensó apurando su cerveza.


Estuvo tentado a beberse otra cerveza, quizás lo ayudara a olvidar. Pero no quería ni pensar en la cara de Olivia si aparecía en la fiesta con una copa de más. Se echó a reír.


Sin embargo, trató de serenarse. No había razones para la risa.


¿Por qué se había visto tan frágil de repente junto a Paula?


Cuando la había conocido, ella había conseguido engatusarlo. Y después había huido, se había casado con otro y había tenido un hijo. Pedro se había jurado que la despreciaría el resto de sus días y que no quería volver a verla jamás.


Al encontrarse de nuevo con ella, si bien el desprecio seguía presente, había también otro sentimiento. Un sentimiento al que no quería ponerle nombre pero que desataba un fuego ardiente en sus entrañas.


«Date un respiro, Alfonso», pensó y se metió en el baño a darse una ducha.


El único problema era que su mente se estaba negando a colaborar. Cerró los ojos mientras el agua le mojaba, pero la imagen de Paula no desaparecía. Se la imaginaba de pie, frente a él con una mirada libidinosa y acariciando su cuerpo.


Pedro soltó un gemido y se entregó al dolor que lo dejó inmóvil unos instantes.




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