martes, 12 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 4





—¡Fiona!


Unas horas más tarde, con el arreglo de la puerta casi terminado, Pedro entró por la puerta de atrás de la casa de su abuela, cruzó el cuarto de la colada que, hasta donde él sabía, su animosa abuela no había usado nunca personalmente. Eso era algo que siempre dejaba para sus «ayudantes», personas que, en opinión de la madre de Pedro, necesitaban más ayuda de la que podían proporcionar a Fiona.


—Fiona —volvió a llamar. Hizo señas a sus hijos para que avanzaran y los siguió con la pesada caja de herramientas en la mano.


—No entiendo por qué no podemos quedarnos en casa —Valentina continuaba la discusión que había empezado desde que subiera a la camioneta, cuando Pedro la había recogido en su clase de ballet—. Tengo doce años y puedo
hacer de canguro de Iván.


—No necesito canguros —replicó Iván con acidez. Era dos años más joven que su hermana, que no cesaba de recordárselo. Se acercó directamente al frigorífico gigante de Fiona y abrió la puerta.


—Tengo hambre.


—Tú siempre tienes hambre —comentó Valentina, con un gesto de desdén que habría enorgullecido a su madre.


Pedro le puso una mano en el hombro.


—Tú también deberías comer algo —comentó, aunque consiguió reprimir el resto de su pensamiento… que estaba demasiado delgada.


—No tengo hambre.


La respuesta era predecible. Por desgracia, el modo en que esquivaba el contacto de él también resultaba predecible. Pedro reprimió un suspiro y dejó la caja de herramientas en el suelo de la cocina.


—Entonces ayuda a tu hermano. Y si no te importa, prepárame un sándwich también a mí. Voy a buscar a la abuela.


Sin esperar respuesta, entró en el pasillo estrecho que iba desde la cocina hasta la oficina de su abuela. Pero ella no estaba detrás del escritorio enorme que había pertenecido al abuelo de Pedro. Tampoco estaba en el invernadero,
cuidando las orquídeas y begonias. A su abuela de casi ochenta y cinco años la encontró arriba, encima de una escalera de tres metros con un plumero de mango largo en la mano, intentando llegar a los brazos de la gran araña de cristal que colgaba encima del vestíbulo de dos pisos de altura.


—Fiona —dijo con calma desde el pie de las escaleras, porque no quería asustarla, aunque tuvo que agarrar con fuerza la barandilla para no precipitarse escaleras arriba—. Me dijiste que habías contratado a alguien para limpiar esa araña.


—Y lo hice —la mujer movió el plumero hacia la araña, que gimió un poco y se balanceó débilmente—. Pero detuvieron al pobre marido de Rosalie.


—¡Ah! —él empezó a subir las escaleras—. ¿Y habías contratado al marido?


—No, no —Fiona negó con la cabeza y miró hacia abajo, apuntándolo con el plumero—. Yo contraté a Rosalie. Pero es obvio que no puede estar aquí si tiene que estar al lado de su esposo —volvió su atención de nuevo a la araña.


—¿Y lo han detenido?


—Hace una semana. Le dije a Rosalie que no se preocupara por nada, ni económicamente ni en ningún otro sentido.


Pedro suspiró. Entre sus hijos, que daban la impresión de querer que desapareciera de sus vidas, y su abuela, que era el blanco perfecto para cualquiera que necesitara algo, tenía que entrenarse mucho en el arte de no perder la paciencia.


Terminó de subir las escaleras y echó a andar por el rellano.


—Abuela, ¿por qué no contratas a otra persona? —sabía, por larga experiencia, que era inútil intentar convencer a Fiona de que no tenía que salvar a todas las personas que conocía—. ¿O por qué no esperas a que llegue yo y te ahorras ese dinero? Sabías que vendría hoy —llegó hasta la escalera, alzó las manos, tomó a su abuela por la cintura y la levantó en vilo.


Pedro —ella agitó el plumero en su dirección, llenándole la cara de polvo—. Bájame inmediatamente.


—Eso es lo que intento… —estornudó fuerte—, hacer —la dejó bien apartada de la escalera y se colocó entre las dos. Volvió a estornudar y se pasó las manos por la cara—. ¿Cuánto polvo había ahí?


—Mucho —repuso Fiona—. Y por eso había que hacerlo —puso los brazos en jarras y lo miró encantada cuando él volvió a estornudar—. Eso te pasa por interrumpirme.


Él le quitó el plumero de la mano antes de que volviera a agitarlo en su cara.


—Yo acabaré eso.


—No digas tonterías —ella le quitó a su vez el plumero, demostrando que la edad no le había hecho perder muchos reflejos—. ¿No tenías a Valentina e Iván esta tarde?


—Sí. Y están abajo asaltando tu cocina.


A Fiona se le iluminaron los ojos.


—Están aquí, ¿eh? Eso es maravilloso. ¿Cuánto tiempo?


—No lo suficiente —él hizo una mueca—. Le he pedido a Stephanie que me los dejara hasta mañana, pero… —movió la cabeza.


Fiona frunció el ceño.


—Como siempre, quiere ponerte todas las dificultades que pueda.


Pedro podría haberlo negado, ¿pero de qué habría servido? Su abuela y el resto de la familia sabían lo mal que se llevaba con su exmujer. Aunque Fiona era casi la única que no lo culpaba por ello.


Su abuela le dio una palmadita en la mano y señaló la escalera.


—Hay que limpiar la araña antes de esa horrible fiesta de cumpleaños que tu madre está empeñada en dar el próximo fin de semana.


—¿Es horrible porque es tu cumpleaños? ¿O porque la da Amanda?


A su madre no sólo le gustaba controlarlo todo, sino que además estaba lejos de ser la nuera ideal. Si daba una fiesta, probablemente era porque le interesaban las apariencias… las suyas. Una mujer tierna y encantadora no era.


Fiona lo miró.


—Elige tú. ¿Has conseguido arreglarle la puerta a Paula?


Sin esperar respuesta, se bajó las mangas de la sudadera y echó a andar por el rellano, enderezando los cuadros colgados allí. Tres generaciones de Alfonso y entre ellos no había ni uno solo que trabajara con las manos… como
Pedro.


—Sí —éste subió a la escalera y se dispuso a terminar el trabajo iniciado por su abuela—. Pero voy a cambiar la cerradura antes de irme hoy. Me ha dicho que también tiene problemas con eso.


—O sea, que la has visto.


—La he visto.


—¿Y qué te ha parecido? —Fiona se detuvo ante el retrato de su marido y tiró de una esquina hacia abajo—. Una chica encantadora.


—Parece muy amable —repuso él sin comprometerse—. Estaba sacando a los perros para una clase.


—Los entrena ella. En lo que respecta a los perros, hace casi de todo —Fiona, satisfecha con los retratos, avanzó hacia las escaleras—. Ya es suficiente. Si tu madre se quiere subir a una escalera para inspeccionar la araña, que lo haga —movió la cabeza—. Y no necesito una maldita fiesta que me recuerde lo vieja que soy —empezó a bajar la escalera con una ligereza impropia de su edad—. ¿Eso de cambiar la cerradura me permitirá robarte a tus hijos un par de horas?


Pedro la miró desde la escalera.


—¿En qué estás pensando?


Ella movió una mano en el aire.


—En nada que deba preocuparte.


Pedro hizo una mueca.


—La última vez que dijiste eso, acabé con dos hámsteres viviendo en mi casa —le recordó. Y aquellos dos hámsteres se habían multiplicado rápidamente.


Había tardado casi tres meses en encontrar casas que aprobaran sus hijos.


—No volveremos con nada que respire —le aseguró ella, antes de desaparecer en el pasillo de abajo.


Pedro movió la cabeza y bajó de la escalera. Que algo no respirara no implicaba necesariamente que le fuera a gustar. 


Pero no tenía intención de quejarse.




lunes, 11 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 3





Pedro pensó que, si bromeaba el tiempo suficiente, quizá podría olvidar su sabor. Y eso sería lo más inteligente que podría hacer. En primer lugar, porque tenía asuntos mucho más serios entre manos que su falta de vida amorosa. Y en segundo, porque suponía que Paula era una de las personas a las que su abuela tomaba bajo su ala. ¿Por qué otra razón iba a alquilar Fiona aquella casa de pronto?


Su abuela no necesitaba el dinero. Y la casa no estaba en muy buenas condiciones. Estructuralmente, quizá sí, pero allí no había vivido nadie desde que Pedro tenía memoria.


Aquello le recordó la puerta una vez más y levantó el martillo entre ellos.


—Fiona me ha pedido que arregle la puerta. ¿Se atasca?


—Cuando no se atasca, no cierra bien —Paula agradecía aquella oportunidad de pensar en otra cosa que en el modo en que había atacado al pobre hombre. Parecía que hubieran pasado horas desde que él llamara a la puerta, pero sabía que en realidad sólo habían sido minutos.


Al ver a Omar Boering acercarse por la acera con aire decidido y rosas en la mano, había cedido al pánico. 


Ninguna de sus indirectas habían conseguido convencerlo de que no le interesaba. Y puesto que había un hombre viril de más de un metro ochenta en su porche, había decidido impetuosamente demostrarle a Omar lo poco que le interesaba.


Pero no había esperado encontrarse abrazando a una bomba de relojería sexual.


Todavía le bailaba el corazón dentro del pecho.


Y se dio cuenta de que Pedro Alfonso, el nieto del que tanto hablaba Fiona, esperaba claramente que dijera algo.


La puerta. Claro.


Más ruborizada que nunca, retrocedió hasta quedar fuera de la puerta.


—El otro día se atascó de tal modo que no pude abrirla. Tuve que salir por la ventana de atrás para llegar a tiempo al trabajo.


Él tuvo la decencia de no echarse a reír, aunque no consiguió reprimir una sonrisa.


—Me lo imagino. Esta puerta vieja está torcida desde que yo era niño —pasaba la mano de dedos largos por el borde de la puerta, pero sus ojos, de un azul imposible, estaban fijos en ella—. Trabajas con mi abuela, ¿verdad?


—¿En Golden Ability? —Fiona era fundadora y directora de una pequeña agencia de ayuda canina—. Soy sólo voluntaria. Trabajo en Entregranos, un café del centro —era su último empleo en una larga lista de ellos, pero eso no se lo iba a decir—. Allí para mucha gente de negocios —añadió, sin saber por qué.


Posiblemente porque seguía incapaz de pensar con claridad.


—¿Qué clase de trabajo voluntario haces? —él terminó de examinar la puerta y pasó a la parte interior.


—Crío cachorros —ella dejó las rosas en la mesita estrecha del vestíbulo, donde estaban también su correo, sus llaves y algunos juguetes de cachorros.


Aquello la alejó lo suficiente de él para ahuyentar el peligro de babearle encima.


Pedro sacó un destornillador del bolsillo y lo usó, junto con el martillo, para retirar las bisagras de la puerta.


—Llevo diez años haciéndolo —era el tiempo más largo que había conseguido mantener algo.


Pero, por otra parte, ¿cómo dejar de criar golden retrievers que podían un día convertirse en perros de gran ayuda?


—Por alguna razón, tenía la impresión de que trabajabas en la oficina con ella.


Las bisagras cedieron y él guardó los mangos de sus herramientas en el bolsillo de atrás de los vaqueros, tomó la puerta con ambas manos y la sacó de su sitio.


—Bueno, la ayudo a veces cuando anda corta de personal o hay algo especial en marcha —Paula se dio cuenta de que miraba los músculos de él bajo la camiseta blanca que llevaba y retrocedió rápidamente cuando él sacó la puerta al porche—. ¿Qué vas a hacer ahora con ella?


Él apoyó la puerta en la barandilla de hierro y se enderezó.


—Lijar los bordes y las partes abultadas. Tengo lijas en la
camioneta —miró el reloj que llevaba en la muñeca—. No tardaré mucho. Y luego tendrás una puerta que cierre bien.


—¡Santo cielo! —ella se acercó corriendo y le agarró la muñeca para mirar su reloj—. Me había olvidado de la hora. Tengo una clase.


Entró corriendo en la casa y fue hasta la cocina, donde guardaba la jaula de perrera de sus cachorros. Incuso cuando ella estaba en casa, preferían dormir allí, pero cuando la oyeron, los dos perros de catorce meses se incorporaron y salieron por la puerta abierta para correr en círculos a su alrededor. Paula tomó las correas del gancho de la pared y el abrigo de cachorro que llevaban siempre que los sacaba en público y les puso rápidamente el collar.


Aunque sólo tardó unos segundos, los exuberantes cachorros casi la arrastraron tras ellos en su carrera hacia la puerta principal. Pero, cuando salieron, los tenía ya controlados y esperaron con paciencia a que ella les
permitiera ir a olfatear en torno a los matorrales que crecían en la parte baja de la pared de la casa.


—Bonitos perros —comentó Pedro.


—Lo son —ella se acuclilló y acarició la piel de Zeus, que casi puso los ojos en blanco de placer. Arquímedes tardó un poco más en buscar sus atenciones, pero aquello no sorprendió a Paula. Se había hecho cargo de los dos cachorros al ser destetados, pero ya entonces mostraban personalidades muy distintas.


—Zeus es el cariñoso —le dio una palmadita en la espalda y señaló al otro perro con la cabeza—. Arquímedes es el explorador.


Y el explorador había pasado de olfatear las azaleas a observar la puerta de madera, que no estaba en su lugar habitual.


Gruñó un poco y corrió hacia Paula, preparado ya para su ración de caricias. Le puso las dos patas delanteras en el muslo y estuvo a punto de tirarla al suelo. Ella se echó a reír y se enderezó cuando Pedro tendió la mano y la sujetó por el brazo.


—¿Estás bien?


—Sí —excepto porque el brazo le cosquilleaba por el contacto con él—. Después de tantos años con cachorros como éstos, ya estoy acostumbrada. La mayoría de los días tengo una colección de moratones —añadió. Se apartó de él para poder respirar con normalidad y volvió a agarrar las correas


—Quizá deberías entrenar perros más pequeños —sugirió él con sequedad—. Unos que no tengan la mitad de tu tamaño antes de estar completamente desarrollados.


—¿Por qué? —ella se acuclilló de nuevo con los perros, que le lamieron la cara mientras les ponía las chaquetas de entrenamiento en la espalda—. ¿Qué importan un par de moratones cuando recibes esta clase de amor?


—Hay moratones y moratones.


Ella se enderezó de nuevo, curiosa por el modo sombrío en que él apretaba los labios, pero Pedro cruzaba ya el césped hacia la camioneta azul oscura aparcada en el estrecho camino enfrente de la casa. En la puerta del vehículo se leía: Alfonso‐Morris Ltd.


—Vamos, chicos —dijo a los perros—. ¿Estarás bien si te dejo solo? —preguntó a Pedro.


Él sacó una caja de herramientas roja de la parte de atrás de la camioneta.


—Creo que puedo arreglármelas —le aseguró.


Ella sonrió.


—Bien.


—Pensaba que tenías clase —comentó él.


—Sí —alzó las correas de los perros—. Clase de obediencia. Se da en el parque al final de la manzana, llueva o haga sol —miró el cielo parcialmente nublado—. Por el momento parece que brilla. Gracias por arreglar la puerta. Y gracias también por… ya sabes…


—¿Resultar convincente? —la miró y el calor fue bajando lentamente desde la cara de ella por su cuerpo e instalándose en un sinfín de lugares interesantes.


Zeus y Arquímedes tiraban de sus correas. Sabían que les debía un paseo.


—Sí —ella echó a andar hacia la calle—. Por resultar convincente —y se alejó con los perros.


Al menos, el intentar seguirles el paso le daba una buena excusa para justificar su corazón galopante.










UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 2




—Bésame.


Pedro Alfonso miró a la chica bajita de pelo moreno rizado que estaba en pie en la puerta de la casa de su abuela.


—¿Cómo…?


No pudo terminar la frase, pues la chica, después de echar un vistazo apresurado a su alrededor, lo agarró por los hombros y lo abrazó con una urgencia que le sorprendió tanto que no pudo evitar seguirle la corriente.


—Bésame —murmuró ella con la boca apretada contra la suya y los brazos alrededor de su cuello—. Y por lo que más quieras, intenta parecer convincente.


¿Parecer convincente? El cerebro de Pedro era consciente de que aquello encerraba un insulto, pero no podía pensar bien. Tenía las manos ocupadas abrazando el cuerpo que se apretaba contra él. Recordó vagamente la última vez que había besado a una mujer. Una rubia de piernas largas a la que había conocido en Colorado. Quizá hasta se había acostado con ella.


¡Demonios! ¿Quién iba a recordar un detalle así cuando el sabor de aquella morena bajita en la boca le hacía sentir que le iba a explotar la cabeza?


Flexionó los dedos en la cintura de ella y sintió su cuerpo a través de la fina camisa de color rojo cereza.


La había visto antes, claro. Era la nueva inquilina de su abuela y vivía con ella en la vieja casita del jardín situada detrás de la mansión de Fiona Alfonso en Seattle.


Pero no había anticipado aquello.


Volvió a flexionar los dedos, y tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no bajarlos por las caderas y el trasero y apretarla más contra él. Para no apretar su espalda contra la puerta abierta, que él recordaba vagamente haber ido allí a arreglar, y resultar convincente de verdad.


Ella soltó un sonido suave, con la boca abierta, los dedos en el pelo de él y la lengua bailando contra la suya. A través de las camisas, podía sentir la presión suave de sus pechos, y también los latidos de su corazón.


O quizá era el corazón de él. Sólo era capaz de pensar dónde demonios estaba la cama más próxima. O el sofá. O el suelo. Dio un paso y después otro.


Cruzó el umbral de la puerta.


—¿Paula? —la voz profunda detrás de ellos provocó un juramento en los pensamientos de Pedro, juramento que no llegó a sus labios, que seguían pegados a los de la chica—. ¿Qué pasa aquí?


Pedro apartó la boca y lanzó un respingo. Sus manos soltaron lentamente a la chica. Captó un momento sus ojos grises antes de que ella bajara las espesas pestañas y mirara al hombre que los había interrumpido.


—Omar —lo saludó; y parecía faltarle el aliento tanto como a Pedro—. ¿Qué haces tú aquí?


Pedro no podía apartarse. En primer lugar, porque ella lo rodeaba con sus brazos de un modo que lo mantenía atrapado contra sus curvas exuberantes. Y en segundo lugar, porque no tenía ningún deseo de mirar a un desconocido cuando se sentía estrangulado por unos vaqueros que se habían vuelto muy ceñidos de pronto.


La capacidad de control que tenía en ese momento se parecía más a la de un chico de diecisiete años que a la del hombre de cuarenta y uno que era.


—Te he traído esto —dijo el tal Omar. Pasó un ramo de rosas entre el hombro de Pedro y la puerta.


—¡Oh! —Paula soltó al fin a Pedro para tomar las flores y él aprovechó el momento para apartarse. Pero la mano libre de ella agarró la suya y lo mantuvo cerca con una fuerza sorprendente—. Es muy amable de tu parte.


Las uñas que se clavaban en la palma de Pedro no tenían nada de amables.


Él le miró la parte superior de la cabeza. Apenas si le llegaba al hombro. Y tras el velo de las flores que olfateaba, le lanzó una mirada de pánico. Los nervios de Pedro se tensaron y esa vez no tenía nada que ver con desear a una mujer por primera vez en mucho tiempo.


Se volvió a mirar al intruso al tiempo que pasaba un brazo por los hombros de Paula y la estrechaba contra sí.


Omar, que obviamente era la razón por la que Pedro tenía que mostrarse convincente aquella mañana de octubre, no parecía nada amenazador. Pelo castaño, ojos marrones, pantalones caqui y un suéter azul marino de cuello alto.


En todo caso, parecía sacado de uno de los catálogos de tiendas de yuppies por los que empezaba a interesarse Valentina, la hija de Pedro.


Pero la ansiedad de Paula era inconfundible, así que Pedro le puso la mano en el hombro con un aire de posesión que el otro tuvo que notar por fuerza.


—¿Quién es éste, cariño? —preguntó.


—Omar —se presentó el otro, antes de que Paula pudiera hablar—. Omar Boering —le tendió la mano—. ¿Y tú?


—Éste es… Pedro Alfonso —dijo Paula. Seguramente quería sonar animosa, pero su voz musical resultaba simplemente aguda y medio estrangulada—. Pedro, Omar es, ah, un amigo del tío Abel.


Pedro asintió, como si tuviera alguna idea de quién era el susodicho tío.


—Espero no ser sólo amigo del señor Hunt —Omar sonrió a Paula—. Tú y yo pasamos un día memorable juntos el fin de semana pasado.


—Viendo la ciudad —aclaró Paula de inmediato—. El tío Abel me pidió que le enseñara a Omar esto. Acaba de mudarse aquí desde… —se interrumpió y miró a Omar con aire interrogante.


—Minneapolis —repuso el otro tras una leve vacilación. 


Sonrió y Pedro supuso que, si a una mujer le gustaba aquel aspecto de niño bonito, probablemente le gustaría aquella sonrisa. Pero Paula no parecía mostrar ningún interés. Y la mirada que Omar dirigió a Pedro era puramente competitiva.


—¿Eres un viejo amigo de Paula? —preguntó.


Pedro sonrió débilmente, divertido por el intento del otro en señalar que era más viejo que él. Y que Paula. La miró. Ella lo miraba de nuevo con aire de súplica.


—Algo así —murmuró con voz baja e íntima.


Ella abrió un poco más los ojos y su mirada asustada gris se volvió suave y cálida. Parpadeó y apartó la vista. Se humedeció los labios y se sonrojó.


—Entiendo —repuso Omar. Se tiró de la oreja—. Paula, ¿puedo llamarte más tarde?


Claramente, la falta de persistencia no era uno de sus defectos.


Paula abría y cerraba la boca como si no supiera qué decir.


—Bueno, yo…


La mirada de Omar pasó de ella a Pedro y de nuevo a ella.


—No pretendía entrometerme. Simplemente, el señor Hunt me dio la impresión de que no estabas con nadie —volvió a sonreír—. Y el fin de semana pasado tuve la misma impresión.


Pedro habría jurado que Paula deseaba que se la tragara la tierra mientras buscaba algo que decir.


Pensó en la puerta que todavía tenía que arreglar por encargo de su abuela antes de poder salir de allí e ir a buscar a sus hijos. A ese paso, Paula no se iba a librar de aquel hombre a tiempo.


—Eso es culpa mía —dijo con una sonrisa. Puso un dedo debajo de la barbilla de Paula y tiró de ella hacia arriba—. Un malentendido, me temo.


Bajó la cabeza y le dio un beso en los labios.


Cuando volvió a alzarla, los ojos de ella tenían un brillo plateado. Nunca había visto unos ojos tan expresivos y cambiantes. Resultaba fascinante… para un hombre que tuviera tiempo de explorarlos.


Lo cual no era su caso.


Pasó el pulgar por los labios que acababa de besar.


—Pero eso ya lo hemos aclarado, ¿verdad, cariño?


Ella asintió con la cabeza.


—Humm. En lo bueno y en lo malo —sonrió de nuevo a Omar, más ruborizada que nunca.


—Entiendo —la expresión de Omar se oscureció un tanto—. Pues enhorabuena.


Hizo una inclinación de cabeza, se volvió y bajó los tres escalones del porche hasta el camino de piedra que llevaba hasta la calzada.


Pedro se inclinó hacia los rizos morenos que cubrían la cabeza de ella.


—No quieres correr detrás de él, ¿verdad?


Ella respiró con fuerza y ladeó la cabeza para mirarlo.


—No —apretó los labios rosados que él había comprobado que sabían más dulces que una fresa de verano.


Le costó esfuerzo no volver a besarlos. Apoyó la mano en la jamba de la puerta encima de la cabeza de ella y se dio cuenta de que todavía sostenía el martillo.


No sabía si reírse de sí mismo o maldecir, así que no hizo ninguna de las dos cosas. Se apartó de ella y señaló con la cabeza el ramo de flores que sostenía ella.


—Recuérdame que nunca te regale rosas. Sabe Dios a qué 
otra persona inocente podrías atacar.


Ella se ruborizó y miró el ramo como si se hubiera olvidado de él.


—No son las rosas —le aseguró—. Me encantan todas las flores. Y siento mucho lo que ha pasado.


Pedro no podía decir lo mismo.


—Que me bese una chica guapa no es lo peor que me ha pasado en la vida.


Ella alzó las pestañas y él no pudo evitar pensar una vez más que tenía unos ojos muy especiales. Y en aquel momento eran tan grises como los de una paloma blanca.


—Gracias —a ella le salió un hoyuelo en la mejilla suave—. Creo.


—Pero, para futuras referencias, si no han sido las rosas, ¿qué es lo que no te gusta de él?


—Es demasiado insistente —repuso ella—. Y te aseguro que yo no lo he alentado. Pasamos unas horas visitando Pike Place y el Space Needle y no ha dejado de llamarme desde entonces.


—¿Y no se te ha ocurrido decirle simplemente que no te interesaba?


Ella arrugó la frente.


—Lo intenté. De verdad que sí. No es tan fácil como te crees. Y además no quería ofenderlo. Es amigo del tío…


—Abel —terminó Pedro por ella.


—Exacto.


—Pues espero que tu tío Abel no tenga muchos amigos así con los que intente emparejarte o te…


—No, no, no —ella negó con la cabeza y los rizos bailaron a su alrededor—. El tío Abel no quería emparejarnos. Simplemente nos presentó cuando le llevé café al despacho. Se supone que no debe tomarlo, ¿vale?, pero cuando me llamó… —se encogió de hombros.


—Tampoco pudiste decirle que no a él —sonrió Pedro.


Ella curvó los labios, y el hoyuelo apareció una vez más en su mejilla.


—Sólo quería hacerle un favor. De verdad.


—Bien —él apoyó el martillo en la jamba de la puerta—. Pues dale las gracias de mi parte a tu tío Abel. Quienquiera que sea.


Esa vez ella se sonrojó intensamente. Le brillaron los ojos.


—Eres muy amable, teniendo en cuenta la situación.


—Mi abuela no esperaría menos de mí —le aseguró él.


—Cierto. Y aunque Fiona me ha hablado de ti, no nos hemos presentado como es debido —ella se colocó las rosas bajo el brazo y extendió la mano—. Soy Paula Chaves.


Él le estrechó la mano.


Pedro Alfonso. Es un placer besarte, Paula.



Ella se echó a reír.


—Supongo que me merezco la broma.