martes, 12 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 4





—¡Fiona!


Unas horas más tarde, con el arreglo de la puerta casi terminado, Pedro entró por la puerta de atrás de la casa de su abuela, cruzó el cuarto de la colada que, hasta donde él sabía, su animosa abuela no había usado nunca personalmente. Eso era algo que siempre dejaba para sus «ayudantes», personas que, en opinión de la madre de Pedro, necesitaban más ayuda de la que podían proporcionar a Fiona.


—Fiona —volvió a llamar. Hizo señas a sus hijos para que avanzaran y los siguió con la pesada caja de herramientas en la mano.


—No entiendo por qué no podemos quedarnos en casa —Valentina continuaba la discusión que había empezado desde que subiera a la camioneta, cuando Pedro la había recogido en su clase de ballet—. Tengo doce años y puedo
hacer de canguro de Iván.


—No necesito canguros —replicó Iván con acidez. Era dos años más joven que su hermana, que no cesaba de recordárselo. Se acercó directamente al frigorífico gigante de Fiona y abrió la puerta.


—Tengo hambre.


—Tú siempre tienes hambre —comentó Valentina, con un gesto de desdén que habría enorgullecido a su madre.


Pedro le puso una mano en el hombro.


—Tú también deberías comer algo —comentó, aunque consiguió reprimir el resto de su pensamiento… que estaba demasiado delgada.


—No tengo hambre.


La respuesta era predecible. Por desgracia, el modo en que esquivaba el contacto de él también resultaba predecible. Pedro reprimió un suspiro y dejó la caja de herramientas en el suelo de la cocina.


—Entonces ayuda a tu hermano. Y si no te importa, prepárame un sándwich también a mí. Voy a buscar a la abuela.


Sin esperar respuesta, entró en el pasillo estrecho que iba desde la cocina hasta la oficina de su abuela. Pero ella no estaba detrás del escritorio enorme que había pertenecido al abuelo de Pedro. Tampoco estaba en el invernadero,
cuidando las orquídeas y begonias. A su abuela de casi ochenta y cinco años la encontró arriba, encima de una escalera de tres metros con un plumero de mango largo en la mano, intentando llegar a los brazos de la gran araña de cristal que colgaba encima del vestíbulo de dos pisos de altura.


—Fiona —dijo con calma desde el pie de las escaleras, porque no quería asustarla, aunque tuvo que agarrar con fuerza la barandilla para no precipitarse escaleras arriba—. Me dijiste que habías contratado a alguien para limpiar esa araña.


—Y lo hice —la mujer movió el plumero hacia la araña, que gimió un poco y se balanceó débilmente—. Pero detuvieron al pobre marido de Rosalie.


—¡Ah! —él empezó a subir las escaleras—. ¿Y habías contratado al marido?


—No, no —Fiona negó con la cabeza y miró hacia abajo, apuntándolo con el plumero—. Yo contraté a Rosalie. Pero es obvio que no puede estar aquí si tiene que estar al lado de su esposo —volvió su atención de nuevo a la araña.


—¿Y lo han detenido?


—Hace una semana. Le dije a Rosalie que no se preocupara por nada, ni económicamente ni en ningún otro sentido.


Pedro suspiró. Entre sus hijos, que daban la impresión de querer que desapareciera de sus vidas, y su abuela, que era el blanco perfecto para cualquiera que necesitara algo, tenía que entrenarse mucho en el arte de no perder la paciencia.


Terminó de subir las escaleras y echó a andar por el rellano.


—Abuela, ¿por qué no contratas a otra persona? —sabía, por larga experiencia, que era inútil intentar convencer a Fiona de que no tenía que salvar a todas las personas que conocía—. ¿O por qué no esperas a que llegue yo y te ahorras ese dinero? Sabías que vendría hoy —llegó hasta la escalera, alzó las manos, tomó a su abuela por la cintura y la levantó en vilo.


Pedro —ella agitó el plumero en su dirección, llenándole la cara de polvo—. Bájame inmediatamente.


—Eso es lo que intento… —estornudó fuerte—, hacer —la dejó bien apartada de la escalera y se colocó entre las dos. Volvió a estornudar y se pasó las manos por la cara—. ¿Cuánto polvo había ahí?


—Mucho —repuso Fiona—. Y por eso había que hacerlo —puso los brazos en jarras y lo miró encantada cuando él volvió a estornudar—. Eso te pasa por interrumpirme.


Él le quitó el plumero de la mano antes de que volviera a agitarlo en su cara.


—Yo acabaré eso.


—No digas tonterías —ella le quitó a su vez el plumero, demostrando que la edad no le había hecho perder muchos reflejos—. ¿No tenías a Valentina e Iván esta tarde?


—Sí. Y están abajo asaltando tu cocina.


A Fiona se le iluminaron los ojos.


—Están aquí, ¿eh? Eso es maravilloso. ¿Cuánto tiempo?


—No lo suficiente —él hizo una mueca—. Le he pedido a Stephanie que me los dejara hasta mañana, pero… —movió la cabeza.


Fiona frunció el ceño.


—Como siempre, quiere ponerte todas las dificultades que pueda.


Pedro podría haberlo negado, ¿pero de qué habría servido? Su abuela y el resto de la familia sabían lo mal que se llevaba con su exmujer. Aunque Fiona era casi la única que no lo culpaba por ello.


Su abuela le dio una palmadita en la mano y señaló la escalera.


—Hay que limpiar la araña antes de esa horrible fiesta de cumpleaños que tu madre está empeñada en dar el próximo fin de semana.


—¿Es horrible porque es tu cumpleaños? ¿O porque la da Amanda?


A su madre no sólo le gustaba controlarlo todo, sino que además estaba lejos de ser la nuera ideal. Si daba una fiesta, probablemente era porque le interesaban las apariencias… las suyas. Una mujer tierna y encantadora no era.


Fiona lo miró.


—Elige tú. ¿Has conseguido arreglarle la puerta a Paula?


Sin esperar respuesta, se bajó las mangas de la sudadera y echó a andar por el rellano, enderezando los cuadros colgados allí. Tres generaciones de Alfonso y entre ellos no había ni uno solo que trabajara con las manos… como
Pedro.


—Sí —éste subió a la escalera y se dispuso a terminar el trabajo iniciado por su abuela—. Pero voy a cambiar la cerradura antes de irme hoy. Me ha dicho que también tiene problemas con eso.


—O sea, que la has visto.


—La he visto.


—¿Y qué te ha parecido? —Fiona se detuvo ante el retrato de su marido y tiró de una esquina hacia abajo—. Una chica encantadora.


—Parece muy amable —repuso él sin comprometerse—. Estaba sacando a los perros para una clase.


—Los entrena ella. En lo que respecta a los perros, hace casi de todo —Fiona, satisfecha con los retratos, avanzó hacia las escaleras—. Ya es suficiente. Si tu madre se quiere subir a una escalera para inspeccionar la araña, que lo haga —movió la cabeza—. Y no necesito una maldita fiesta que me recuerde lo vieja que soy —empezó a bajar la escalera con una ligereza impropia de su edad—. ¿Eso de cambiar la cerradura me permitirá robarte a tus hijos un par de horas?


Pedro la miró desde la escalera.


—¿En qué estás pensando?


Ella movió una mano en el aire.


—En nada que deba preocuparte.


Pedro hizo una mueca.


—La última vez que dijiste eso, acabé con dos hámsteres viviendo en mi casa —le recordó. Y aquellos dos hámsteres se habían multiplicado rápidamente.


Había tardado casi tres meses en encontrar casas que aprobaran sus hijos.


—No volveremos con nada que respire —le aseguró ella, antes de desaparecer en el pasillo de abajo.


Pedro movió la cabeza y bajó de la escalera. Que algo no respirara no implicaba necesariamente que le fuera a gustar. 


Pero no tenía intención de quejarse.




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