lunes, 11 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 3





Pedro pensó que, si bromeaba el tiempo suficiente, quizá podría olvidar su sabor. Y eso sería lo más inteligente que podría hacer. En primer lugar, porque tenía asuntos mucho más serios entre manos que su falta de vida amorosa. Y en segundo, porque suponía que Paula era una de las personas a las que su abuela tomaba bajo su ala. ¿Por qué otra razón iba a alquilar Fiona aquella casa de pronto?


Su abuela no necesitaba el dinero. Y la casa no estaba en muy buenas condiciones. Estructuralmente, quizá sí, pero allí no había vivido nadie desde que Pedro tenía memoria.


Aquello le recordó la puerta una vez más y levantó el martillo entre ellos.


—Fiona me ha pedido que arregle la puerta. ¿Se atasca?


—Cuando no se atasca, no cierra bien —Paula agradecía aquella oportunidad de pensar en otra cosa que en el modo en que había atacado al pobre hombre. Parecía que hubieran pasado horas desde que él llamara a la puerta, pero sabía que en realidad sólo habían sido minutos.


Al ver a Omar Boering acercarse por la acera con aire decidido y rosas en la mano, había cedido al pánico. 


Ninguna de sus indirectas habían conseguido convencerlo de que no le interesaba. Y puesto que había un hombre viril de más de un metro ochenta en su porche, había decidido impetuosamente demostrarle a Omar lo poco que le interesaba.


Pero no había esperado encontrarse abrazando a una bomba de relojería sexual.


Todavía le bailaba el corazón dentro del pecho.


Y se dio cuenta de que Pedro Alfonso, el nieto del que tanto hablaba Fiona, esperaba claramente que dijera algo.


La puerta. Claro.


Más ruborizada que nunca, retrocedió hasta quedar fuera de la puerta.


—El otro día se atascó de tal modo que no pude abrirla. Tuve que salir por la ventana de atrás para llegar a tiempo al trabajo.


Él tuvo la decencia de no echarse a reír, aunque no consiguió reprimir una sonrisa.


—Me lo imagino. Esta puerta vieja está torcida desde que yo era niño —pasaba la mano de dedos largos por el borde de la puerta, pero sus ojos, de un azul imposible, estaban fijos en ella—. Trabajas con mi abuela, ¿verdad?


—¿En Golden Ability? —Fiona era fundadora y directora de una pequeña agencia de ayuda canina—. Soy sólo voluntaria. Trabajo en Entregranos, un café del centro —era su último empleo en una larga lista de ellos, pero eso no se lo iba a decir—. Allí para mucha gente de negocios —añadió, sin saber por qué.


Posiblemente porque seguía incapaz de pensar con claridad.


—¿Qué clase de trabajo voluntario haces? —él terminó de examinar la puerta y pasó a la parte interior.


—Crío cachorros —ella dejó las rosas en la mesita estrecha del vestíbulo, donde estaban también su correo, sus llaves y algunos juguetes de cachorros.


Aquello la alejó lo suficiente de él para ahuyentar el peligro de babearle encima.


Pedro sacó un destornillador del bolsillo y lo usó, junto con el martillo, para retirar las bisagras de la puerta.


—Llevo diez años haciéndolo —era el tiempo más largo que había conseguido mantener algo.


Pero, por otra parte, ¿cómo dejar de criar golden retrievers que podían un día convertirse en perros de gran ayuda?


—Por alguna razón, tenía la impresión de que trabajabas en la oficina con ella.


Las bisagras cedieron y él guardó los mangos de sus herramientas en el bolsillo de atrás de los vaqueros, tomó la puerta con ambas manos y la sacó de su sitio.


—Bueno, la ayudo a veces cuando anda corta de personal o hay algo especial en marcha —Paula se dio cuenta de que miraba los músculos de él bajo la camiseta blanca que llevaba y retrocedió rápidamente cuando él sacó la puerta al porche—. ¿Qué vas a hacer ahora con ella?


Él apoyó la puerta en la barandilla de hierro y se enderezó.


—Lijar los bordes y las partes abultadas. Tengo lijas en la
camioneta —miró el reloj que llevaba en la muñeca—. No tardaré mucho. Y luego tendrás una puerta que cierre bien.


—¡Santo cielo! —ella se acercó corriendo y le agarró la muñeca para mirar su reloj—. Me había olvidado de la hora. Tengo una clase.


Entró corriendo en la casa y fue hasta la cocina, donde guardaba la jaula de perrera de sus cachorros. Incuso cuando ella estaba en casa, preferían dormir allí, pero cuando la oyeron, los dos perros de catorce meses se incorporaron y salieron por la puerta abierta para correr en círculos a su alrededor. Paula tomó las correas del gancho de la pared y el abrigo de cachorro que llevaban siempre que los sacaba en público y les puso rápidamente el collar.


Aunque sólo tardó unos segundos, los exuberantes cachorros casi la arrastraron tras ellos en su carrera hacia la puerta principal. Pero, cuando salieron, los tenía ya controlados y esperaron con paciencia a que ella les
permitiera ir a olfatear en torno a los matorrales que crecían en la parte baja de la pared de la casa.


—Bonitos perros —comentó Pedro.


—Lo son —ella se acuclilló y acarició la piel de Zeus, que casi puso los ojos en blanco de placer. Arquímedes tardó un poco más en buscar sus atenciones, pero aquello no sorprendió a Paula. Se había hecho cargo de los dos cachorros al ser destetados, pero ya entonces mostraban personalidades muy distintas.


—Zeus es el cariñoso —le dio una palmadita en la espalda y señaló al otro perro con la cabeza—. Arquímedes es el explorador.


Y el explorador había pasado de olfatear las azaleas a observar la puerta de madera, que no estaba en su lugar habitual.


Gruñó un poco y corrió hacia Paula, preparado ya para su ración de caricias. Le puso las dos patas delanteras en el muslo y estuvo a punto de tirarla al suelo. Ella se echó a reír y se enderezó cuando Pedro tendió la mano y la sujetó por el brazo.


—¿Estás bien?


—Sí —excepto porque el brazo le cosquilleaba por el contacto con él—. Después de tantos años con cachorros como éstos, ya estoy acostumbrada. La mayoría de los días tengo una colección de moratones —añadió. Se apartó de él para poder respirar con normalidad y volvió a agarrar las correas


—Quizá deberías entrenar perros más pequeños —sugirió él con sequedad—. Unos que no tengan la mitad de tu tamaño antes de estar completamente desarrollados.


—¿Por qué? —ella se acuclilló de nuevo con los perros, que le lamieron la cara mientras les ponía las chaquetas de entrenamiento en la espalda—. ¿Qué importan un par de moratones cuando recibes esta clase de amor?


—Hay moratones y moratones.


Ella se enderezó de nuevo, curiosa por el modo sombrío en que él apretaba los labios, pero Pedro cruzaba ya el césped hacia la camioneta azul oscura aparcada en el estrecho camino enfrente de la casa. En la puerta del vehículo se leía: Alfonso‐Morris Ltd.


—Vamos, chicos —dijo a los perros—. ¿Estarás bien si te dejo solo? —preguntó a Pedro.


Él sacó una caja de herramientas roja de la parte de atrás de la camioneta.


—Creo que puedo arreglármelas —le aseguró.


Ella sonrió.


—Bien.


—Pensaba que tenías clase —comentó él.


—Sí —alzó las correas de los perros—. Clase de obediencia. Se da en el parque al final de la manzana, llueva o haga sol —miró el cielo parcialmente nublado—. Por el momento parece que brilla. Gracias por arreglar la puerta. Y gracias también por… ya sabes…


—¿Resultar convincente? —la miró y el calor fue bajando lentamente desde la cara de ella por su cuerpo e instalándose en un sinfín de lugares interesantes.


Zeus y Arquímedes tiraban de sus correas. Sabían que les debía un paseo.


—Sí —ella echó a andar hacia la calle—. Por resultar convincente —y se alejó con los perros.


Al menos, el intentar seguirles el paso le daba una buena excusa para justificar su corazón galopante.










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