lunes, 11 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 1




—Cony, te prometo que no volveré a entrometerme en los asuntos de los chicos —Abel Hunt hablaba por teléfono sentado ante su escritorio en una oficina de un piso alto de la urbanización HuntCom en Seattle. Ya no dirigía la empresa informática que había creado con su mejor amigo, Ismael Chaves, mucho tiempo atrás. Lorenzo, el hijo mayor de Abel, dirigía ahora esa empresa.


Pero Abel mantenía todavía un despacho en las oficinas centrales.


Estaba aún pendiente de muchos temas… principalmente porque le gustaba mortificar a Lorenzo. Básicamente para impedirle que se pareciera demasiado a su viejo.


No quería que sus hijos cometieran los mismos errores que él. Y aunque no había sido muy popular con ellos unos años atrás, cuando les había forzado la mano para que se casaran, todo había salido muy bien. Hasta sus hijos lo admitían así.


Ahora.


—No me mientas, Abel —decía Constanza Chaves. Era la viuda de Ismael y, lo más importante para Abel, su amiga más antigua—. He comido con Amelia esta tarde.


Amelia. La esposa de Lorenzo y, a decir verdad, bastante más independiente de lo que sugerían su nombre y su comportamiento dulce. Abel tomó una de las fotografías enmarcadas que había en la mesa en la que aparecían Lorenzo,


Amelia y su familia, más amplia de lo que Abel habría podido esperar, pues su hijo y su nuera criaban también a los sobrinos de Amelia.


—Yo sólo sugerí que Lorenzo ya no era joven. Si querían tener otro hijo, debían empezar ya. Eso es verdad, ¿no? —dejó la fotografía con las demás de su colección.


Una colección en la que, durante gran parte de su vida, no había habido ninguna.


—Viniendo de otra persona que no fueras tú, sería así —repuso Constanza—. Deja en paz a tus hijos, Abel. Han elegido bien a sus esposas y son felices.


—Sí, es cierto —así lo demostraban sus familias. Abel quería nietos y los tenía.


Por fin era feliz. ¿No?


Decidió cambiar de tema, pues no quería que la conversación acabara allí cuando era la primera vez en una semana que oía la voz de Constanza.


—¿Cómo están las chicas?


—Muy bien. Lucia disfruta trabajando con Alex y todos los viajes que eso conlleva. Alma está más ocupada que nunca en la universidad. Jimena trabaja sin parar en su bistró.


—¿Y Paula? Ya no llora por aquel idiota que rompió con ella, ¿verdad? —Abel tomó la taza que había en su mesa. 


En aquel momento estaba vacía, pero pronto estaría llena de café. Paula era la hija pequeña de Constanza e Ismael. Y sabía que él probablemente la veía más que Constanza, pues Paula le llevaba personalmente el café dos veces por semana.


—Gracias a Dios. Está ocupada criando esos perros que no puede permitirse alimentar.


—Di una palabra y ninguna de tus hijas tendrá que volver a trabajar en su vida —era una discusión antigua, discusión que Abel había renunciado ya a ganar.


Cuando murió Ismael y salió a la luz el desastre de sus finanzas, Constanza insistió en arreglar aquel lío sola. 


Rehusó terminantemente la ayuda de Abel en todos los sentidos. Y desde luego, había conseguido defenderse bien con sus hijas a pesar de las circunstancias. Abel estaba tan orgulloso de ellas como de sus propios hijos. Pero lo máximo que había podido hacer por las hijas de Ismael había sido darles un regalo de vez en cuando. Aunque se las había
arreglado para burlar un poco la vigilancia de Cony y había dado a cada una de las chicas un regalo económico sustancioso cuando se graduaban en el instituto y asientos honorarios en el Consejo de Administración de HuntCom. 


Asientos que habrían sido suyos antes o después si su padre no se hubiera jugado casi todo lo que poseía.


Todas las chicas se habían mostrado encantadas.


Constanza no tanto.


No le había dirigido la palabra en un mes.


—No se te ocurra sacarme el tema del dinero —le dijo ahora ella—. Y todas las chicas están bien. Solas, claro, pero supongo que no debo quejarme si básicamente es por propia elección.


—Siguen el ejemplo de su madre —señaló Abel, no por primera vez.


Constanza no se había vuelto a casar después de Ismael. Tampoco había vuelto a tener una relación seria. Como si, después de un matrimonio que había resultado ser menos feliz de lo que parecía en la superficie, quisiera demostrar que sólo necesitaba a sus hijas para ser feliz.


Y Abel había tardado casi dos décadas en darse cuenta de eso. Después de todo, él era el que podía hacer maravillas con los ordenadores; el que tenía el don de lidiar con la gente en general y con Constanza en particular, era Ismael.


—Quiero que mis hijas tengan una vida plena elegida por ellas —repuso ahora la mujer.


El método de Abel con sus hijos adultos había sido mucho más expeditivo, pues había amenazado con quitarles todo lo que les importaba si no se casaban y montaban familias en los doce meses que les había concedido. Pero en su momento había tenido buenos motivos y ahora no podía arrepentirse de lo que había hecho.


—¿Me quieres decir que no te gustaría tener a tus nietos en brazos antes de morir?


Constanza soltó una risita apagada.


—Muy típico de ti recordarme lo vieja que soy.


Él sonrió. Miró la fotografía de la boda de Lorenzo y Amelia, que estaba en el centro de todas. Pero en la foto no estaban los novios, sino Constanza. Vestida con un tono dorado suave, esbelta, rubia y tan adorable como cuando Ismael y
Abel eran muchachos que perseguían chicas juntos.


—¿Para qué están los amigos?


Ella volvió a reír y la sonrisa de él se hizo más amplia y siguió acompañándolo después de colgar. Unos minutos después, una chica morena asomó la cabeza por la puerta del despacho. Llevaba una taza de café en la mano.


¿Cuántas veces había querido Abel hacer que se cumplieran todos los sueños de Constanza?


Demasiadas para contarlas.


Saludó a su hija pequeña con un gesto de la mano y empezó a pensar.


Había conseguido que se casaran sus hijos, ¿no?


¿Por qué no hacer lo mismo con las hijas de su querida Constanza?


Sonrió a Paula, que se acercaba a su mesa.


«Después de todo, ¿para qué están los amigos?».








UNA PROPOSICIÓN: SINOPSIS





Necesitaba una esposa urgentemente


Sólo fue un beso, destinado a librarse de un pretendiente no deseado. Y después, Pedro Alfonso le pidió a Paula Chaves que se hiciera pasar por su prometida para conseguir la custodia de sus hijos. 


Desde luego, ella no tendría que fingir la atracción sexual que sentía por ese padre entregado. Y ahí precisamente radicaba el problema. 


Pedro no podía olvidar el beso de la inquilina de su abuela. Sabía que pedía mucho, pero ella hacía que volviera a creer de nuevo en el amor. Ahora sólo le quedaba convencerla de que aquella era su oportunidad de un nuevo comienzo…





domingo, 10 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO FINAL




Paula cerró los ojos un instante, asombrada ante la noción de que él hubiera pensado tener que suplicar su amor. Le llenó de tristeza y arrepentimiento.


Pensó en su sueño intentando descifrar su significado.


—Era verdad lo que me decías en el sueño, ¿sabes? Que tenía que ser yo la que me rescatara a mí misma. Estaba equivocada en esperar sentada a que tú vinieras a buscarme. Debería haberme rescatado a mí misma.


—¿Cómo? —preguntó él con suavidad.


—Debería haberte contado mis miedos en vez de dejar que me fermentaran dentro. Debería haber estado en casa hablando contigo en vez de quedarme lejos preguntándome si te importaba siquiera el que no estuviera.


—Claro que me importaba, Paula ¿Qué crees? La casa no era nada sin ti; sólo un sitio más para dormir y comer. Excepto que era peor.


—¿Peor?


—Porque todo me recordaba a ti y acentuaba el hecho de que no estabas. Al menos la habitación de un hotel es bastante anónima e impersonal. No podía soportar estar solo en la casa, así que me quedaba en un hotel cerca de la oficina.


—Yo te llamé miles de veces por las noches —dijo ella con voz temblorosa—. Y nunca estabas en casa. Pensé que estabas con otra persona.


—Dios, Paula. ¿Qué tipo de ideas tenías en la cabeza? ¿Cómo se te pudo ocurrir que quisiera a alguien que no fueras tú?


Las lágrimas se derramaron por sus mejillas. Tenía miedo de decir una sola palabra más. Él se acercó a ella y tomó sus dos manos entre las de él.


—Paula, ¿tienes alguna idea de lo mucho que te amaba?


Ella sacudió la cabeza.


—Si lo hubiera sabido, no hubiera hecho lo que hice —sintió la fuerza de sus manos que le dio valor—. Te puse a prueba —confesó—. Me alejé para ponerte a prueba. Tenías que demostrármelo, pero tenía que ser en mis términos.


—Y yo no conocía las reglas.


—No puedo creer lo que hice. ¿Cómo pude hacerlo? —Apartó las manos para cubrirse la cara—. No sé que hacer —dijo con un suave gemido.


Él la rodeó con sus brazos y la apretó contra sí.


—Puedes perdonarte a ti misma —sugirió en voz baja—. Puedes perdonarme a mí. Y entonces, yo tendré que hacer lo mismo.


—Puedo perdonarte. Eso no es difícil. Pero no sé si podré perdonarme a mí misma.


Él le alzó la barbilla y acercó la cara con los ojos cargados de ternura.


—Yo siento exactamente lo mismo. Me cuesta perdonarme por mi estúpido orgullo. Es mucho más fácil perdonarte a ti.


Paula sacudió la cabeza.


—No lo entiendo. Yo jugué un juego terrible e inmaduro. Fue injusto y peligroso. ¿Cómo puedes perdonarme por eso?


—Porque te quiero más de lo que pueda expresar con palabras, Paula.


Ella siguió inmóvil mientras las palabras calaban en su alma. 


La pena se alivió y Sintió unas lágrimas de júbilo empañarle los ojos.


—¿Paula? —rozó sus labios contra los de ella—. Te quiero. Siempre te he querido y siempre te querré. Nunca he querido a nadie salvo a ti.


—Yo también te quiero.


Se le escapó un sollozo y al momento estaba llorando de forma incontrolable, un torrente de emociones liberando su corazón y su mente. Él la mantuvo abrazada con fuerza.


—Somos una pareja de lástima. Tú eres la que te expresas de forma verbal y yo el silencioso y ahora me toca a mí decirlo todo. De acuerdo, entonces. Lo haré. ¿Te he dicho lo mucho que te quiero? ¿Sabes lo que te necesito en mi vida? Te necesito más de lo que podrás llegar a entender, Paula. Por favor, por favor, no lo dudes nunca.


—Te quiero —susurró ella con más lágrimas en los ojos—. Nunca he dejado de quererte.


Él le apretó la espalda.


—De acuerdo. Te diré lo que vamos a hacer. Párame cada vez que no estés de acuerdo. Vamos a casarnos de nuevo y esta vez lo haremos bien. Si yo me siento infeliz por algo, te lo diré. Y si tú estás preocupada por algo, me lo dirás. ¿Qué te parece?


Ella asintió enterrando la cara mojada contra su pecho y abandonándose al consuelo de sus palabras.


Pedro le alzó la barbilla y la besó. Ella le devolvió el beso con una eufórica sensación de abandono y alivio.


—Te quiero —susurró contra su boca—. Te quiero, te quiero.


Con un ronco gemido, Pedro la levantó en brazos y se la llevó hasta la habitación.


—¿Te he contado que a veces sólo tengo que mirarte para saber que eres lo único que quiero en el mundo? Sólo a ti. En casa conmigo, cerca de mí, en la cama a mi lado. Para siempre.


Ella sintió una oleada de alegría.


—Ahí estaré —dijo temblorosa—. Te prometo que siempre estaré ahí.







UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 31




Hacía bastante fresco para el ligero vestido de algodón que llevaba.


La ducha le sentó bien, pero el agua caliente no le quitó la tensión acumulada. Tenía los nervios de punta. Desearía poder irse a la cama sin tener que ver a Pedro el resto de la velada. Pero era demasiado temprano y no había comido nada. Se puso uno de los acogedores jerseys de Lisette y volvió al salón. Pedro estaba sentado en una silla con un vaso de whisky en la mano. No estaba leyendo ni haciendo nada, sólo permanecía sentado con el vaso medio vacío en la mano.


Alzó la vista en cuanto ella entró en la habitación.


—¿Te sacaste por fin esa espina de la mano?


—La verdad es que no.


—Déjame verte.


Ella extendió la mano.


—No es nada.


Pedro le dio la vuelta a la mano y la examinó.


—Iré a por las pinzas. No debe resultar nada agradable.


No tenía sentido discutir, así que Paula no dijo nada mientras él intentaba extraerle la pequeña espina, que se rebelaba. Pedro estaba muy cerca y ella le estudió la cara, concentrada en lo que estaba haciendo: los ángulos y planos, las arruguitas en el rabillo del ojo, la aspereza de la barba incipiente. Amaba aquella cara.


«Parecía un muerto andante», resonaron las palabras de Ghita en su cerebro. Se mordió el labio y los ojos se le empañaron en lágrimas. Oh Dios, ¿qué le había hecho?


Pedro alzó entonces la vista.


—¿Te estoy haciendo daño?


—Sí, no —se mordió el labio—. No te preocupes. Sólo sácala.


Se sentía como si fuera a estallar en miles de pedazos y no por la espina.


Pedro estaba tan cerca… Podía estirar la mano y tocarle el pelo. Si se inclinaba un poco más, podría rozarle la cara con la suya.


Pedro se enderezó en ese momento y se apartó.


—Ya está. Estaba bien clavada.


—Gracias.


—Siento haberte hecho daño.


Ella sacudió la cabeza.


—No es nada —se puso de pie—. Voy a preparar algo de comida.


Sentía un vacío dentro de ella… doloroso. Quizá sólo fuera hambre. Quizá no.


Pedro apuró su copa.


—¿Quieres que te ayude?


—No. Prepararé algo sencillo. ¿Tienes mucha hambre?


—No, algo sencillo me irá bien.


Estaba a punto de terminar cuando él entró en la cocina oliendo a jabón. Tenía el pelo mojado y se había puesto unos vaqueros limpios y un jersey gris pálido. Estaba tan guapo. 


Paula cerró los ojos. ¿Por qué tenía que estar tan devastadoramente masculino?


Pedro se sirvió una copa de vino y los dos comieron, pero Paula apenas saboreó nada y le costó tragar. Se tomó un vino y se sirvió otra copa.


Cuando terminaron, él se levantó, recogió la mesa y enjuagó los platos dejándolos en el fregadero.


—Creo que teníamos una conversación sin terminar —dijo volviéndose para mirarla.


A Paula le dio un vuelco el corazón. Ya sabía que eso llegaría y, sin embargo, no se sentía preparada. Nunca lo estaría. Le siguió al salón.


Se sentó en el sofá y él lo hizo a su lado.


—Nunca hablamos mucho durante nuestro matrimonio, ¿verdad?


—No. No estábamos en casa lo suficiente, supongo.


—Pero cuando estábamos, tampoco hablábamos. Yo nunca fui consciente de que teníamos problemas cuando estábamos en casa juntos —se detuvo—. Cuando estábamos juntos éramos felices. Eso es todo lo que recuerdo, ser felices.


Paula tenía un nudo en la garganta y no podía decir ni una sola palabra. Dondequiera que hubieran estado juntos habían sido felices.


—Quiero saber —siguió él con dificultad—, si fuiste infeliz alguna vez cuando estábamos juntos. ¿Había algo que yo no viera? ¿Cuándo empezaron las cosas a ir mal? ¿Cuándo empezaste a ser infeliz?


Paula tragó saliva.


—Cuando dejamos de estar juntos.


Él la miró fijamente.


—¿Y un divorcio era la solución a eso?


—No. Pensé que a ti no te importaba que ya no nos viéramos más. Pedí el divorcio para que reaccionaras, para que despertaras —tragó saliva desbordada por los recuerdos y el dolor—. ¡Y ni siquiera te opusiste! Yo quería que te negaras, que lucharas. Yo…


Ya no pudo seguir. Se le escapó un sollozo al mirarlo.


—Paula. ¿Qué estás diciendo? ¿Me estás diciendo que no querías divorciarte?


El momento de la verdad. La pregunta de Pedro flotaba entre ellos, viva y estremecedora.


—¡Sí! ¡No! Quiero decir que… —el aire no le llegaba a los pulmones—. No, no quería el divorcio.


—¿Y por qué en el nombre de Dios me dijiste que lo querías?


—¡Quería que reaccionaras! —soltó con desesperación.


—¿Que reaccionara? —Su voz era ronca de la sorpresa—. ¡Oh, Paula. Yo ya era bien consciente!


Ella se puso rígida.


—¡Pero yo no lo sabía! ¡Tú no me lo dijiste! ¡Quería que me dijeras lo que sentías, lo que deseabas! ¡Quería que te preocuparas por mí!


—¡Oh, Dios mío! —susurró él—. ¡Dios mío, Paula, esto es una locura! ¿Que te hizo pensar que no me preocupaba?


A ella se le secó la boca. Tragó saliva con dificultad.


—Por una parte, firmaste la solicitud. Ni siquiera volviste a casa. Si te importara, ¿no hubieras luchado contra el divorcio?


Él soltó una carcajada amarga.


—¡No iba a retenerte contra tu voluntad! Si no querías estar conmigo, si querías irte, ¿qué elección me quedaba salvo dejarte ir?


—¿Así de simple?


—No, no es así de simple, Paula. Tú no habías vuelto a casa desde hacía Dios sabe cuánto tiempo. ¿Crees que quiero a una mujer que no me quiera?


«¡Yo te quería!», gritó ella en silencio.


—¿Creíste que no te quería? —consiguió decir en voz alta.


Nunca se le había ocurrido que él pudiera pensar que no lo amaba. Le había dicho miles de veces lo mucho que lo amaba, se lo había escrito en cartas y en notas, se lo había dicho por teléfono. Hasta que el dolor y la rabia se habían adueñado de ella y había dejado de decírselo.


Pedro le tembló un músculo del mentón.


—¿Y qué otra cosa se supone que debía pensar, Paula? Tú estabas evitando estar en casa cuando volvía yo. Las dos primeras veces fue por tu madre. Eso lo entendí, por supuesto. Después vino Sophie —se encogió de hombros—. Con eso tuve más problema. Sabía que ella tenía montones de familiares que podían estar a su lado. Pero no tenía intención de interferir si eso era lo que tú querías. Después de eso… vino aquel curso especial de cocina en Nueva York tan repentinamente y justo en las dos semanas en que yo estaría en casa después de volver de Guatemala.


Paula no dijo nada, sintiendo una fuerte opresión de vergüenza y arrepentimiento. ¡Qué juego tan terrible y destructivo había jugado! Sólo que entonces no lo había visto. Recordaba haber estado suplicando que la llamara antes de irse a Nueva York.


Pedro se frotó la frente.


—Paula, ¿por qué hiciste eso? ¿Por qué te fuiste a Nueva York? Y no me digas que ese curso era una oportunidad única en tu vida.


El corazón se le encogió. El curso había sido verdad, pero no era importante. En Nueva York lo había pasado aún peor que en Roma. Esperaba que Pedro se acercara a verla durante el fin de semana o que la pidiera que volviera. No lo había hecho. De nuevo le había llamado a todas horas de la noche y nunca le había encontrado en casa.


—Estaba disgustada… enfadada —consiguió decir por fin.


—¿Por qué? Dios mío, Paula, ¿qué había hecho yo?


La garganta le dolía del esfuerzo por no llorar.


—Creía que ya no me amabas. Seguías diciéndome que te las podías arreglar. Eras tan independiente y seguro… Sentí que ya no me necesitabas.


—Paula. Me las puedo arreglar. Estaba hablando de las necesidades humanas básicas. No necesito a nadie para que me lave los calcetines y me haga la cama. No necesito a nadie para que me cocine. No necesito a un ama de llaves o a una madre pesada. No me casé contigo para cubrir esas necesidades. Me casé contigo porque necesitaba una esposa, una amiga, una amante.


Paula sintió la humedad de una lágrima y bajó la vista al verlo todo borroso.


—Nunca me dijiste que me necesitabas. Lo único que yo quería era que me dijeras que me echabas de menos cuando estábamos separados —se le quebró la voz—. Quería que me dijeras que deseabas que volviera a casa.


Él se levantó de golpe y se pasó los dedos por el pelo con gesto de frustración.


—No me puedo creer esto —dijo con una nota de desesperación—. Estaba expresando mi amor por ti no siendo egoísta acerca de lo que quería para mí mismo. No interfiriendo con tu libertad de ser lo que quisieras ser e hicieras lo que desearas. No era porque no me importara.


Ella cerró los ojos digiriendo sus palabras, sabiendo que eran verdad, sabiendo, también, lo poco que había entendido a su marido, al hombre al que había amado por su falta de posesividad, su falta de egoísmo y su generosidad de espíritu.


—Nunca lo entendí así —dijo con voz de niña viendo la desesperación en la cara de él al alzar la vista.


Pedro se metió las manos en los bolsillos y dio unos pasos hacia el otro lado, se detuvo y volvió a donde estaba sentado.


—Y cuando ya no volvías a casa cuando estaba yo —siguió él—, supuse que era porque lo querías hacer así. Me preguntaba si habrías dejado de amarme, si habrías encontrado a otra persona.


—¡Oh Dios! —murmuró ella con miseria—. No, no.


—Paula —dijo él con suavidad—. ¿Qué otra cosa podía pensar?


Ella sacudió la cabeza aturdida. ¿Por qué no le habría contado sus preocupaciones y sus miedos? ¿No la hubiera entendido? Era su marido. Se había casado con ella y había prometido amarla siempre. Entonces, ¿por qué lo había dudado ella?


Pedro se sentó a su lado. No demasiado cerca, dejando un espacio entre ellos. Las lágrimas la cegaron y se las secó.


—Lo siento tanto. Tanto…


Él la tomó de la mano.


—Yo también lo siento —dijo con suavidad.


—Debería haberte dicho lo que necesitaba, contarte por qué estaba tan asustada. Cometí tantos errores, tantos estúpido errores.


—Los dos lo hicimos, Paula. Yo nunca he sabido expresar mis sentimientos, eso lo sé. Di por supuesto que tú sabías lo que sentía —el dolor y el arrepentimiento le oscurecieron los ojos—. Te amaba tan profundamente, Paula, que no se me ocurrió que pudieras dudarlo. Que debiera expresarlo con palabras.


Dolía ver la pena en su cara y Paula bajó la vista hacia su dedo ya sin anillo.


—Tú… nosotros., estábamos tan lejos y cuando llamabas, me sentía tan feliz de oír tu voz y después… no me decías nada. Sonabas siempre tan profesional… —levantó la vista hacia él—. Yo me sentía tan insegura.


Él forzó una sonrisa.


—El teléfono nunca me ha parecido una pieza muy romántica de comunicación. Por eso sólo lo uso para los negocios y otros asuntos nada íntimos.


—Deseaba tanto oírte decir que me amabas, que me echabas de menos…


—Siempre te eché de menos. Y siempre te tenía en mi cabeza, en mitad de una reunión, en el medio de un campo de cultivo de vainilla. Si te pones a pensarlo, Paula, has sido querida, añorada y amada, prácticamente en cada rincón del mundo.


El arrepentimiento la sacudió. No conseguía que le saliera la voz y se mordió el labio inferior para evitar que le temblara.


—Cuando ya no estabas en casa nunca, debería haberte pedido una explicación —siguió Pedro con voz estrangulada—. Nunca debería haberte dejado ir como lo hice.


—¿Por qué lo hiciste?


Pedro sacudió la cabeza.


—Tenía el orgullo herido. La única razón que podía encontrar era que habías encontrado a otra persona y yo no estaba…


—¡Oh, Pedro! —susurró ella—. No, no.


—¿Te acuerdas del sueño que me contaste? ¿El del caballo?


—Sí.


Él se frotó el cuello.


—Cada vez que volvía a casa y estaba solo, era eso lo que quería hacer. Montar en el siguiente avión y simplemente recogerte y llevarte a casa conmigo. Quería decirte que no podía vivir sin ti, que te deseaba, que te amaba más que a nada en el mundo y que me pertenecías.


Cómo había deseado ella que hubiera hecho precisamente eso.


—Yo deseaba que lo hicieras —admitió—. Secretamente siempre estaba esperando que llegaras a buscarme.


—Fue mi maldito orgullo. La idea de que no me querías no fue fácil de aceptar y no iba a suplicar que me amaras.