domingo, 10 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO FINAL




Paula cerró los ojos un instante, asombrada ante la noción de que él hubiera pensado tener que suplicar su amor. Le llenó de tristeza y arrepentimiento.


Pensó en su sueño intentando descifrar su significado.


—Era verdad lo que me decías en el sueño, ¿sabes? Que tenía que ser yo la que me rescatara a mí misma. Estaba equivocada en esperar sentada a que tú vinieras a buscarme. Debería haberme rescatado a mí misma.


—¿Cómo? —preguntó él con suavidad.


—Debería haberte contado mis miedos en vez de dejar que me fermentaran dentro. Debería haber estado en casa hablando contigo en vez de quedarme lejos preguntándome si te importaba siquiera el que no estuviera.


—Claro que me importaba, Paula ¿Qué crees? La casa no era nada sin ti; sólo un sitio más para dormir y comer. Excepto que era peor.


—¿Peor?


—Porque todo me recordaba a ti y acentuaba el hecho de que no estabas. Al menos la habitación de un hotel es bastante anónima e impersonal. No podía soportar estar solo en la casa, así que me quedaba en un hotel cerca de la oficina.


—Yo te llamé miles de veces por las noches —dijo ella con voz temblorosa—. Y nunca estabas en casa. Pensé que estabas con otra persona.


—Dios, Paula. ¿Qué tipo de ideas tenías en la cabeza? ¿Cómo se te pudo ocurrir que quisiera a alguien que no fueras tú?


Las lágrimas se derramaron por sus mejillas. Tenía miedo de decir una sola palabra más. Él se acercó a ella y tomó sus dos manos entre las de él.


—Paula, ¿tienes alguna idea de lo mucho que te amaba?


Ella sacudió la cabeza.


—Si lo hubiera sabido, no hubiera hecho lo que hice —sintió la fuerza de sus manos que le dio valor—. Te puse a prueba —confesó—. Me alejé para ponerte a prueba. Tenías que demostrármelo, pero tenía que ser en mis términos.


—Y yo no conocía las reglas.


—No puedo creer lo que hice. ¿Cómo pude hacerlo? —Apartó las manos para cubrirse la cara—. No sé que hacer —dijo con un suave gemido.


Él la rodeó con sus brazos y la apretó contra sí.


—Puedes perdonarte a ti misma —sugirió en voz baja—. Puedes perdonarme a mí. Y entonces, yo tendré que hacer lo mismo.


—Puedo perdonarte. Eso no es difícil. Pero no sé si podré perdonarme a mí misma.


Él le alzó la barbilla y acercó la cara con los ojos cargados de ternura.


—Yo siento exactamente lo mismo. Me cuesta perdonarme por mi estúpido orgullo. Es mucho más fácil perdonarte a ti.


Paula sacudió la cabeza.


—No lo entiendo. Yo jugué un juego terrible e inmaduro. Fue injusto y peligroso. ¿Cómo puedes perdonarme por eso?


—Porque te quiero más de lo que pueda expresar con palabras, Paula.


Ella siguió inmóvil mientras las palabras calaban en su alma. 


La pena se alivió y Sintió unas lágrimas de júbilo empañarle los ojos.


—¿Paula? —rozó sus labios contra los de ella—. Te quiero. Siempre te he querido y siempre te querré. Nunca he querido a nadie salvo a ti.


—Yo también te quiero.


Se le escapó un sollozo y al momento estaba llorando de forma incontrolable, un torrente de emociones liberando su corazón y su mente. Él la mantuvo abrazada con fuerza.


—Somos una pareja de lástima. Tú eres la que te expresas de forma verbal y yo el silencioso y ahora me toca a mí decirlo todo. De acuerdo, entonces. Lo haré. ¿Te he dicho lo mucho que te quiero? ¿Sabes lo que te necesito en mi vida? Te necesito más de lo que podrás llegar a entender, Paula. Por favor, por favor, no lo dudes nunca.


—Te quiero —susurró ella con más lágrimas en los ojos—. Nunca he dejado de quererte.


Él le apretó la espalda.


—De acuerdo. Te diré lo que vamos a hacer. Párame cada vez que no estés de acuerdo. Vamos a casarnos de nuevo y esta vez lo haremos bien. Si yo me siento infeliz por algo, te lo diré. Y si tú estás preocupada por algo, me lo dirás. ¿Qué te parece?


Ella asintió enterrando la cara mojada contra su pecho y abandonándose al consuelo de sus palabras.


Pedro le alzó la barbilla y la besó. Ella le devolvió el beso con una eufórica sensación de abandono y alivio.


—Te quiero —susurró contra su boca—. Te quiero, te quiero.


Con un ronco gemido, Pedro la levantó en brazos y se la llevó hasta la habitación.


—¿Te he contado que a veces sólo tengo que mirarte para saber que eres lo único que quiero en el mundo? Sólo a ti. En casa conmigo, cerca de mí, en la cama a mi lado. Para siempre.


Ella sintió una oleada de alegría.


—Ahí estaré —dijo temblorosa—. Te prometo que siempre estaré ahí.







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