domingo, 10 de septiembre de 2017
UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 31
Hacía bastante fresco para el ligero vestido de algodón que llevaba.
La ducha le sentó bien, pero el agua caliente no le quitó la tensión acumulada. Tenía los nervios de punta. Desearía poder irse a la cama sin tener que ver a Pedro el resto de la velada. Pero era demasiado temprano y no había comido nada. Se puso uno de los acogedores jerseys de Lisette y volvió al salón. Pedro estaba sentado en una silla con un vaso de whisky en la mano. No estaba leyendo ni haciendo nada, sólo permanecía sentado con el vaso medio vacío en la mano.
Alzó la vista en cuanto ella entró en la habitación.
—¿Te sacaste por fin esa espina de la mano?
—La verdad es que no.
—Déjame verte.
Ella extendió la mano.
—No es nada.
Pedro le dio la vuelta a la mano y la examinó.
—Iré a por las pinzas. No debe resultar nada agradable.
No tenía sentido discutir, así que Paula no dijo nada mientras él intentaba extraerle la pequeña espina, que se rebelaba. Pedro estaba muy cerca y ella le estudió la cara, concentrada en lo que estaba haciendo: los ángulos y planos, las arruguitas en el rabillo del ojo, la aspereza de la barba incipiente. Amaba aquella cara.
«Parecía un muerto andante», resonaron las palabras de Ghita en su cerebro. Se mordió el labio y los ojos se le empañaron en lágrimas. Oh Dios, ¿qué le había hecho?
Pedro alzó entonces la vista.
—¿Te estoy haciendo daño?
—Sí, no —se mordió el labio—. No te preocupes. Sólo sácala.
Se sentía como si fuera a estallar en miles de pedazos y no por la espina.
Pedro estaba tan cerca… Podía estirar la mano y tocarle el pelo. Si se inclinaba un poco más, podría rozarle la cara con la suya.
Pedro se enderezó en ese momento y se apartó.
—Ya está. Estaba bien clavada.
—Gracias.
—Siento haberte hecho daño.
Ella sacudió la cabeza.
—No es nada —se puso de pie—. Voy a preparar algo de comida.
Sentía un vacío dentro de ella… doloroso. Quizá sólo fuera hambre. Quizá no.
Pedro apuró su copa.
—¿Quieres que te ayude?
—No. Prepararé algo sencillo. ¿Tienes mucha hambre?
—No, algo sencillo me irá bien.
Estaba a punto de terminar cuando él entró en la cocina oliendo a jabón. Tenía el pelo mojado y se había puesto unos vaqueros limpios y un jersey gris pálido. Estaba tan guapo.
Paula cerró los ojos. ¿Por qué tenía que estar tan devastadoramente masculino?
Pedro se sirvió una copa de vino y los dos comieron, pero Paula apenas saboreó nada y le costó tragar. Se tomó un vino y se sirvió otra copa.
Cuando terminaron, él se levantó, recogió la mesa y enjuagó los platos dejándolos en el fregadero.
—Creo que teníamos una conversación sin terminar —dijo volviéndose para mirarla.
A Paula le dio un vuelco el corazón. Ya sabía que eso llegaría y, sin embargo, no se sentía preparada. Nunca lo estaría. Le siguió al salón.
Se sentó en el sofá y él lo hizo a su lado.
—Nunca hablamos mucho durante nuestro matrimonio, ¿verdad?
—No. No estábamos en casa lo suficiente, supongo.
—Pero cuando estábamos, tampoco hablábamos. Yo nunca fui consciente de que teníamos problemas cuando estábamos en casa juntos —se detuvo—. Cuando estábamos juntos éramos felices. Eso es todo lo que recuerdo, ser felices.
Paula tenía un nudo en la garganta y no podía decir ni una sola palabra. Dondequiera que hubieran estado juntos habían sido felices.
—Quiero saber —siguió él con dificultad—, si fuiste infeliz alguna vez cuando estábamos juntos. ¿Había algo que yo no viera? ¿Cuándo empezaron las cosas a ir mal? ¿Cuándo empezaste a ser infeliz?
Paula tragó saliva.
—Cuando dejamos de estar juntos.
Él la miró fijamente.
—¿Y un divorcio era la solución a eso?
—No. Pensé que a ti no te importaba que ya no nos viéramos más. Pedí el divorcio para que reaccionaras, para que despertaras —tragó saliva desbordada por los recuerdos y el dolor—. ¡Y ni siquiera te opusiste! Yo quería que te negaras, que lucharas. Yo…
Ya no pudo seguir. Se le escapó un sollozo al mirarlo.
—Paula. ¿Qué estás diciendo? ¿Me estás diciendo que no querías divorciarte?
El momento de la verdad. La pregunta de Pedro flotaba entre ellos, viva y estremecedora.
—¡Sí! ¡No! Quiero decir que… —el aire no le llegaba a los pulmones—. No, no quería el divorcio.
—¿Y por qué en el nombre de Dios me dijiste que lo querías?
—¡Quería que reaccionaras! —soltó con desesperación.
—¿Que reaccionara? —Su voz era ronca de la sorpresa—. ¡Oh, Paula. Yo ya era bien consciente!
Ella se puso rígida.
—¡Pero yo no lo sabía! ¡Tú no me lo dijiste! ¡Quería que me dijeras lo que sentías, lo que deseabas! ¡Quería que te preocuparas por mí!
—¡Oh, Dios mío! —susurró él—. ¡Dios mío, Paula, esto es una locura! ¿Que te hizo pensar que no me preocupaba?
A ella se le secó la boca. Tragó saliva con dificultad.
—Por una parte, firmaste la solicitud. Ni siquiera volviste a casa. Si te importara, ¿no hubieras luchado contra el divorcio?
Él soltó una carcajada amarga.
—¡No iba a retenerte contra tu voluntad! Si no querías estar conmigo, si querías irte, ¿qué elección me quedaba salvo dejarte ir?
—¿Así de simple?
—No, no es así de simple, Paula. Tú no habías vuelto a casa desde hacía Dios sabe cuánto tiempo. ¿Crees que quiero a una mujer que no me quiera?
«¡Yo te quería!», gritó ella en silencio.
—¿Creíste que no te quería? —consiguió decir en voz alta.
Nunca se le había ocurrido que él pudiera pensar que no lo amaba. Le había dicho miles de veces lo mucho que lo amaba, se lo había escrito en cartas y en notas, se lo había dicho por teléfono. Hasta que el dolor y la rabia se habían adueñado de ella y había dejado de decírselo.
A Pedro le tembló un músculo del mentón.
—¿Y qué otra cosa se supone que debía pensar, Paula? Tú estabas evitando estar en casa cuando volvía yo. Las dos primeras veces fue por tu madre. Eso lo entendí, por supuesto. Después vino Sophie —se encogió de hombros—. Con eso tuve más problema. Sabía que ella tenía montones de familiares que podían estar a su lado. Pero no tenía intención de interferir si eso era lo que tú querías. Después de eso… vino aquel curso especial de cocina en Nueva York tan repentinamente y justo en las dos semanas en que yo estaría en casa después de volver de Guatemala.
Paula no dijo nada, sintiendo una fuerte opresión de vergüenza y arrepentimiento. ¡Qué juego tan terrible y destructivo había jugado! Sólo que entonces no lo había visto. Recordaba haber estado suplicando que la llamara antes de irse a Nueva York.
Pedro se frotó la frente.
—Paula, ¿por qué hiciste eso? ¿Por qué te fuiste a Nueva York? Y no me digas que ese curso era una oportunidad única en tu vida.
El corazón se le encogió. El curso había sido verdad, pero no era importante. En Nueva York lo había pasado aún peor que en Roma. Esperaba que Pedro se acercara a verla durante el fin de semana o que la pidiera que volviera. No lo había hecho. De nuevo le había llamado a todas horas de la noche y nunca le había encontrado en casa.
—Estaba disgustada… enfadada —consiguió decir por fin.
—¿Por qué? Dios mío, Paula, ¿qué había hecho yo?
La garganta le dolía del esfuerzo por no llorar.
—Creía que ya no me amabas. Seguías diciéndome que te las podías arreglar. Eras tan independiente y seguro… Sentí que ya no me necesitabas.
—Paula. Me las puedo arreglar. Estaba hablando de las necesidades humanas básicas. No necesito a nadie para que me lave los calcetines y me haga la cama. No necesito a nadie para que me cocine. No necesito a un ama de llaves o a una madre pesada. No me casé contigo para cubrir esas necesidades. Me casé contigo porque necesitaba una esposa, una amiga, una amante.
Paula sintió la humedad de una lágrima y bajó la vista al verlo todo borroso.
—Nunca me dijiste que me necesitabas. Lo único que yo quería era que me dijeras que me echabas de menos cuando estábamos separados —se le quebró la voz—. Quería que me dijeras que deseabas que volviera a casa.
Él se levantó de golpe y se pasó los dedos por el pelo con gesto de frustración.
—No me puedo creer esto —dijo con una nota de desesperación—. Estaba expresando mi amor por ti no siendo egoísta acerca de lo que quería para mí mismo. No interfiriendo con tu libertad de ser lo que quisieras ser e hicieras lo que desearas. No era porque no me importara.
Ella cerró los ojos digiriendo sus palabras, sabiendo que eran verdad, sabiendo, también, lo poco que había entendido a su marido, al hombre al que había amado por su falta de posesividad, su falta de egoísmo y su generosidad de espíritu.
—Nunca lo entendí así —dijo con voz de niña viendo la desesperación en la cara de él al alzar la vista.
Pedro se metió las manos en los bolsillos y dio unos pasos hacia el otro lado, se detuvo y volvió a donde estaba sentado.
—Y cuando ya no volvías a casa cuando estaba yo —siguió él—, supuse que era porque lo querías hacer así. Me preguntaba si habrías dejado de amarme, si habrías encontrado a otra persona.
—¡Oh Dios! —murmuró ella con miseria—. No, no.
—Paula —dijo él con suavidad—. ¿Qué otra cosa podía pensar?
Ella sacudió la cabeza aturdida. ¿Por qué no le habría contado sus preocupaciones y sus miedos? ¿No la hubiera entendido? Era su marido. Se había casado con ella y había prometido amarla siempre. Entonces, ¿por qué lo había dudado ella?
Pedro se sentó a su lado. No demasiado cerca, dejando un espacio entre ellos. Las lágrimas la cegaron y se las secó.
—Lo siento tanto. Tanto…
Él la tomó de la mano.
—Yo también lo siento —dijo con suavidad.
—Debería haberte dicho lo que necesitaba, contarte por qué estaba tan asustada. Cometí tantos errores, tantos estúpido errores.
—Los dos lo hicimos, Paula. Yo nunca he sabido expresar mis sentimientos, eso lo sé. Di por supuesto que tú sabías lo que sentía —el dolor y el arrepentimiento le oscurecieron los ojos—. Te amaba tan profundamente, Paula, que no se me ocurrió que pudieras dudarlo. Que debiera expresarlo con palabras.
Dolía ver la pena en su cara y Paula bajó la vista hacia su dedo ya sin anillo.
—Tú… nosotros., estábamos tan lejos y cuando llamabas, me sentía tan feliz de oír tu voz y después… no me decías nada. Sonabas siempre tan profesional… —levantó la vista hacia él—. Yo me sentía tan insegura.
Él forzó una sonrisa.
—El teléfono nunca me ha parecido una pieza muy romántica de comunicación. Por eso sólo lo uso para los negocios y otros asuntos nada íntimos.
—Deseaba tanto oírte decir que me amabas, que me echabas de menos…
—Siempre te eché de menos. Y siempre te tenía en mi cabeza, en mitad de una reunión, en el medio de un campo de cultivo de vainilla. Si te pones a pensarlo, Paula, has sido querida, añorada y amada, prácticamente en cada rincón del mundo.
El arrepentimiento la sacudió. No conseguía que le saliera la voz y se mordió el labio inferior para evitar que le temblara.
—Cuando ya no estabas en casa nunca, debería haberte pedido una explicación —siguió Pedro con voz estrangulada—. Nunca debería haberte dejado ir como lo hice.
—¿Por qué lo hiciste?
Pedro sacudió la cabeza.
—Tenía el orgullo herido. La única razón que podía encontrar era que habías encontrado a otra persona y yo no estaba…
—¡Oh, Pedro! —susurró ella—. No, no.
—¿Te acuerdas del sueño que me contaste? ¿El del caballo?
—Sí.
Él se frotó el cuello.
—Cada vez que volvía a casa y estaba solo, era eso lo que quería hacer. Montar en el siguiente avión y simplemente recogerte y llevarte a casa conmigo. Quería decirte que no podía vivir sin ti, que te deseaba, que te amaba más que a nada en el mundo y que me pertenecías.
Cómo había deseado ella que hubiera hecho precisamente eso.
—Yo deseaba que lo hicieras —admitió—. Secretamente siempre estaba esperando que llegaras a buscarme.
—Fue mi maldito orgullo. La idea de que no me querías no fue fácil de aceptar y no iba a suplicar que me amaras.
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