domingo, 10 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 29




La fiesta en casa de Ghita era esa tarde. Paula se puso de nuevo el vestido largo; era lo mejor que podía ponerse en sus circunstancias. Las pocas cosas que Pedro le había llevado de casa de su padre era ropa sencilla y cómoda y la ropa de Lisette le quedaba demasiado grande.


Ghita llevaba un vestido de seda de color vino que debía haber llegado directamente de una boutique de Roma o París y Paula se sintió como una turista a su lado con su vestido malayo.


La madre de Ghita estaba resplandeciente en un shari de seda brillante. Era una mujer encantadora y le hizo sentir a Paula cómoda y bienvenida y al poco tiempo, se encontró hablando con ella de los curries indios y los tipos de salsa de la cocina hindú.


Había algunos invitados más y fue un alivio encontrarse entre gente de nuevo. La conversación era interesante, la comida maravillosa y Paula agradeció la diversión.


Intentó no fijarse en cómo Ghita no se separaba de Pedro y en cómo él parecía cómodo con sus atenciones. Se estaba riendo. Le hacía parecer menos duro y suavizaba los agudos ángulos de su cara y el duro brillo de sus ojos. Paula sintió una punzada dolorosa en el pecho. Apenas le había visto reírse en los días que habían pasado juntos.


No pudo negar una sensación de irritación cada vez que su mirada se posaba en ellos. Irritación… ¿era eso? Ghita estaba enamorada de él, eso lo sabía y saberlo le producía un vacío en el estómago a pesar de intentar pensar con racionalidad: Si Pedro amara a Ghita, ya habría hecho sus avances con ella mucho tiempo atrás.


Durante los años anteriores había pensado mucho en Pedro, preguntándose con quién o donde estaría, imaginándoselo en brazos de otra mujer. Pero la imagen había sido siempre tan dolorosa que la había apartado de su conciencia al instante. Ahora, enfrente de sus mismos ojos, tenía a una mujer real que le deseaba, que coqueteaba con él y eso la hacía sentirse miserable de abatimiento.


Necesitaba respirar aire fresco y se escabulló al jardín. El aire estaba cargado de la fragancia de los jazmines y el cielo tachonado de estrellas y una luna plateada creciente.


Un emplazamiento ideal para el romance. Se le atenazó el pecho como si alguien se lo estuviera apretando hasta quitarle la vida. La desesperación se aposentó en ella como si tuviera cemento mojado en el estómago. Amaba a Pedro y era inútil. Lo amaba y no era suficiente.


Lentamente, volvió a la terraza, donde un excéntrico profesor británico reclamó su atención con una extravagante historia de los tiempos coloniales hasta que Pedro anunció que era hora de irse.


En la ida, el trayecto hasta casa de los Patel había sido tenso y silencioso, así como el almuerzo que habían compartido al mediodía. Ahora a la vuelta, hablaron poco aparte de comentarios casuales y Paula se alegró de llegar por fin a la casa.


Le dio las buenas noches a Pedro, se fue a su habitación y se metió en la cama. Se sentía agotada, como si hubiera estado todo el día haciendo ejercicio físico.


Pero a pesar de la fatiga, no se podía dormir. Tenía la mente en un remolino, sus pensamientos circulando de forma caótica. Intentó relajar la mente, pensar en escenas pacíficas, pero fue inútil. Una hora más tarde se levantó frustrada, se puso el albornoz de Lisette y se fue a la cocina a prepararse un té.


Se fue a tomarlo a la terraza, y percibió el olor de las antorchas anti mosquito en cuanto salió. Pedro estaba sentado en la oscuridad con un vaso en la mano.


—¿No podías dormir? —preguntó.


—No. Bajé a preparar un té.


Él hizo un gesto hacia una de las sillas.


—Siéntate.


Paula tragó saliva.


—No, no. No quiero molestarte si quieres estar solo.


—Ya he estado solo suficiente tiempo.


Su voz era calmada, y, sin embargo, ella notó un leve rastro de algo diferente, de algún profundo significado oculto.


—Siéntate. Paula.


Ella obedeció sabiendo que la presencia de Pedro era lo menos indicado para calmar sus nervios a flor de piel. Dio un sorbo a su té mirando a la oscuridad y escuchando el frenético chirrido de las chicharras. El sonido agudizó sus nervios.


—En la cena del viernes por la noche mencionaste un sueño —interrumpió el silencio Pedro—. Me gustaría saber de qué trataba.


Paula frunció el ceño.


—¿Para qué quieres saberlo?


Él se encogió de hombros.


—He pensado en lo que me contaste y me ha parecido extraño que soñaras con que te rescatara.


—¿Extraño por qué?


Paula posó la taza en la mesa.


—Porque tú no tienes un carácter como para esperar a ser rescatada. Siempre has sido muy independiente y confiada.


Eso era verdad, tenía que admitirlo. Contempló el humo de la antorcha formando perezosas espirales en el aire.


Pedro se removió en su silla y ésta crujió bajo su peso.


—Entonces, dime, ¿por qué soñaba una persona tan independiente como tú con que la rescataran?


—No lo sé.


—¿Me contarás el sueño?


Ella sintió un extraño estado de ánimo. Era una noche cargada de sombras, secretos y penas.


—Soñé que estaba sola en una gran casa vacía —empezó—. Nunca supe de quién era la casa, pero estaba en un sitio extraño y frío, muy lejano. Estaba de pie en un espacio abierto y grande y podía ver el horizonte a mí alrededor. Miraba por la ventana y estaba esperando por ti, pero no creía que me encontraras porque no sabías dónde estaba.


—Yo siempre he sabido dónde estabas —dijo él con suavidad.


—Ya lo sé —tragó saliva—. Pero era un sueño. Y en el sueño me había olvidado de decírtelo. Y tenía tanto miedo de que no pudieras encontrarme por estar en un sitio desconocido y no saber ni cómo había llegado hasta allí… estaba tan desolado y vacío… y no había árboles. ¿Te puedes imaginar un sitio sin árboles?


Se mordió el labio sabiendo que los nervios se estaban adueñando de ella como si ahora que había empezado, ya no supiera cómo parar.


—De todas formas, llevaba mucho tiempo esperándote, pero no sé cuánto, y cuando por fin te vi, llegabas montado a caballo.


—¿A caballo? No he montado a caballo desde los campamentos juveniles.


—Los sueños son raros a veces.


—Y entonces, ¿qué pasó?


Ella desvió la mirada con el corazón desbocado.


—Tú… yo salí fuera y tú me alzaste con un solo brazo y me pusiste delante de ti en la grupa y salimos al galope.


Él esbozó una sonrisa de soslayo.


—¿Así de sencillo?


—No, bueno, algo así.


—¿Qué más pasó entonces?


Su voz fue baja y la sonrisa había desaparecido.


—Nada, quiero decir que no me acuerdo realmente.


Aquello era una mentira, por supuesto. Pero de ninguna manera pensaba revelarle lo que él le había dicho en el sueño o lo que había pasado después. Se levantó y apoyó las manos contra la barandilla.


Escuchó el crujido de su silla y enseguida le sintió detrás, volviéndola para que lo mirara. La puso de espaldas a la barandilla y se acercó apoyando a cada lado de su cuerpo las manos y acorralándola.


Ella se puso rígida al instante.


—Quiero que me digas lo que te dije cuando te subí al caballo.


—¡Era sólo un estúpido sueño!


—Quizá no fuera tan estúpido.


—¡Por Dios bendito! —dijo ella irritada—. De acuerdo, te lo diré. Y después quiero volver dentro. Quiero irme a dormir.


—Bien.


Paula metió los pies entre los barrotes de madera de la barandilla deseando mantener la calma.


—Me dijiste que me llevabas a casa porque era donde pertenecía —dijo con tono monótono—. Y que me encontrarías dondequiera que fuera porque me amabas y deseabas estar conmigo.


Un corto silencio.


—Y entonces —dijo Pedro—, me gritaste y me dijiste que eras una persona libre y que yo no tenía derecho a obligarte a ir a ningún sitio ni siquiera a casa, si no querías ir.


Paula le miró al mentón con la garganta repentinamente seca. Tenía miedo de mirarlo a los ojos.


—No, no lo hice.


—¿Por qué no?


Ella cerró los ojos un momento.


—Sentí mucho alivio de que hubieras ido a buscarme.
«Sentí tanto alivio de que me quisieras lo suficiente como para ir a buscarme».


Pedro frunció el ceño.


—¿Estabas en peligro? ¿De quién te rescataba yo?


Paula sacudió la cabeza.


—No había ningún peligro, o al menos ningún peligro físico. Estaba sola.


—Ya entiendo. ¿Entonces qué pasó? Desaparecimos juntos a la puesta del sol.


Ella tragó saliva.


—No.


—¿Entonces qué?


—Cabalgamos una corta distancia y de repente detuviste el caballo y me pusiste en el suelo de nuevo.


—¿Dónde estábamos entonces?


Ella sacudió la cabeza.


—En ningún sitio. No había nada por ninguna parte, sólo el vacío. Y tú me dijiste que después de todo, no podías rescatarme —se mordió el labio—. Me dijiste que tenía que rescatarme a mí misma. Entonces espoleaste el caballo y me dejaste allí —la voz se le quebró—. Yo empecé a gritar y a llamarte y cada vez que lo he vuelto a soñar, eso me despertaba. Siempre igual.


Paula se estremeció en silencio. Por fin alzó la vista y lo vio mirándola con la cara pálida bajo la luz de la luna. Pero fueron sus ojos lo que más la sorprendió, de un gris velado y cargados de desolación.


La expresión desapareció como un rafagazo cuando Pedro apretó la mandíbula.


—Bueno. Entonces fui un auténtico héroe ¿no?


—Era sólo un sueño.


Pedro escudriñó su cara en la oscuridad.


—Exacto —entonces se dio la vuelta de forma brusca y recogió el vaso de la mesa—. Será mejor que te tomes el té antes de que se enfríe



***


Paula llamó a la puerta de la oficina. No quería molestar a Pedro, pero no le quedaba otro remedio. Se chupó el dedo, donde se había clavado una diminuta espina bajo la piel. 


Después de la comida había estado tan inquieta que se había ido al jardín a cortar un ramo de flores para alegrar su habitación y se había pinchado con algo.


—Pasa.


El sonido de las teclas no se detuvo.


—Perdona que te moleste, pero necesito unas pinzas y no encuentro ninguna. ¿Tienes tú unas?


Había buscado en todo el armario del cuarto de baño, pero no había encontrado nada.


Pedro alzó la vista con expresión ausente.


—¿Pinzas? Sí, en el cajón de encima de la cómoda de mi habitación. Hay un botiquín de bolsillo.


—Gracias.


Paula subió a la habitación y abrió el cajón que le había dicho, examinando su contenido. Billetes de avión, su monedero, un llavero y una pila de facturas sujetas con un clip. Un pasaporte. Otro pasaporte.


Paula agarró los dos con el corazón acelerado al abrir las cubiertas.


Uno era el de él. El otro el suyo propio.







sábado, 9 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 28




Paula volvió a recuperar la conciencia lenta y perezosamente, consciente de una maravillosa sensación de bienestar. La cama era cómoda, el aire de la mañana limpio y fresco.


Un brazo la rozaba.


Se acurrucó contra el cuerpo caliente a su lado sintiéndole removerse contra ella, buscarla. Sus manos en sus senos, su boca besándola.


Flotando otra vez despacio hacia el paraíso.


—No te levantes —susurró Pedro besándola con suavidad—. Yo te traeré el café.


Paula mantuvo los ojos cerrados y suspiró. Cuando el aroma del café la despejó, se incorporó y abrió los ojos.


—¡Oh, Dios! Nadie me había preparado el desayuno desde hace años.


Sólo Pedro se lo había hecho en toda su vida.


Se quedó concentrada en la bandeja mientras recordaba aquellos desayunos del pasado cuando se había sentido amada y completa.


Recordando la noche anterior.


Por una noche, la realidad había sido suspendida. Una noche fuera del tiempo. Una noche de magia. No era suficiente para cambiar la verdad.


Pedro no la necesitaba realmente; nunca la había necesitado. Y en cuanto aquella situación se hubiera acabado, seguirían sus caminos por separado. 


Probablemente no volverían a verse nunca. En ese momento, ella era sólo conveniente, como lo había sido durante su matrimonio.


No, pensó con desesperación. Otra vez no. Nunca más. 


Sintió un nudo en la garganta. Le temblaron las manos y tuvo que posarlas en la bandeja.


—¿Paula? ¿Qué pasa?


Ella tragó saliva de forma compulsiva.


—No tengo hambre.


—¿Así de repente?


Ella asintió con miedo a mirarlo, a ver su cara, a ver los recuerdos del amor en sus ojos. «No puedo dejar que suceda esto», pensó con desesperación. No puedo pasar por todo una vez más.


Levantó la bandeja.


—Déjala en la mesilla. Lo tomaré más tarde —su voz sonó fina e irreal, como si no le perteneciera a ella. Pedro no le retiró la bandeja—. No estoy lista para levantarme todavía.


—Quiero saber lo que va mal —dijo él con suavidad.


Ella sacudió la cabeza, muda.


—No voy a irme hasta que no me lo digas, Paula.


Ella lo conocía lo bastante bien como para saber que no tenía sentido negarse, pero no pudo evitarlo.


—No tienes derecho a pedirme que te explique nada.


Pero no sonó convincente.


—Tengo derecho a saber por qué repentinamente, después de una noche como la de ayer, actúas como si hubiera ocurrido un desastre. ¿Es por algo que he dicho? ¿O hecho?


Paula contempló la bandeja que yacía en su regazo sin verla.


—Ha sido un error. Fue culpa mía. No debería haber preparado esa cena que…


—¿De qué estás hablando?


—De anoche. Fue demasiado parecido a… a antes.


—A cuando estábamos casados.


Ella asintió.


—¿Y qué tiene eso de malo?


—¡Que lo de anoche no ha sido real! Era sólo… como si estuviéramos interpretando una vieja historia.


—A mí me gusta bastante la vieja historia, pero no creo que ninguno de los dos estuviéramos interpretando. Para mí fue muy real —la tomó de la mano—. Paula, mírame. Dime, ¿qué había de malo en la vieja historia?


Ella tragó saliva.


—Que tú no me necesitabas. Quiero decir, que no me necesitabas de verdad.


Hubo un denso silencio.


—No sé de qué estás hablando, Paula.


—Sólo lo que he dicho. Yo te venía bien para cuando volvías a casa y estaba allí para hacer que las cosas fueran especiales. Pero cuando no estaba, a ti no te importaba. Era conveniente, pero no esencial —dijo con amargura—. No me necesitabas para nada y estabas perfectamente sin mí.


Bajó la vista de nuevo. El aire estaba cargado de tensión.


—¿Que yo estaba perfectamente sin ti? —repitió él despacio—. ¿Cómo podías saber cómo me encontraba si no estabas allí?


Ella sintió una oleada de emoción incontrolable.


—¡No estabas nunca en casa cuando te llamaba! ¡Ni siquiera a las tres de la mañana!


Se levantó irritada y el café se derramó. La bandeja se deslizó y cayó al suelo. La comida se esparció por todas partes. Pero a ella ya no le importaba. Lo único que sentía era el desgarro de la vieja angustia atenazándole el alma. Le temblaba todo el cuerpo.


—¿Dónde estabas por las noches? ¿Dónde y con quien dormías?


Paula se sentó entre los restos del desayuno y luchó contra las lágrimas al recordar las agonizantes noches que había pasado marcando su número de teléfono desde la casa de Sophie en Roma. Lágrimas de furia y humillación. Miró a Pedro, pero lo vio borroso.


—No estabas en nuestra cama, así que, ¿en la cama de quién estabas durmiendo?


La voz le salió espesa por las lágrimas. La garganta le dolía.
Pedro apretó la mandíbula como el acero. Hubo un helado silencio.


—Quizá —dijo él muy despacio—. Quizá debería ser yo el que hiciera esa pregunta. ¿Con quién estabas durmiendo cuando no volvías a casa para estar conmigo?


Paula pensó que el corazón se le pararía. La rabia y la angustia la atenazaron. Luchó por contener las lágrimas.


—¿Cómo te atreves? —susurró con fiereza—. ¡Yo no dormía con nadie! ¿Cómo te atreves a pensar que te he engañado!


—Considerando las circunstancias, corazón, era de lo más fácil —arqueó los labios con amargura—. Evidentemente tú no estabas interesada en seguir durmiendo conmigo o hubieras vuelto a casa.


Lo siguiente que Paula vio fue su espalda y después la puerta cerrándose de un portazo tras él. Se quedó mirando la destrucción a su alrededor, las sábanas empapadas de café, la papaya por el suelo, la miel goteando de la bandeja volcada. Una imagen de su vida, de su amor, de todo lo dulce y adorable destrozado e inservible.


Estaba temblando de forma incontrolada. Se enroscó como una pelota y empezó a sollozar



***


Paula volvió a su propia habitación e intentó escribir. Se sentía enferma, entonces recordó que no había desayunado. 


En la cocina encontró algo que comer. Pedro estaba en la terraza, revisando una prueba de impresora y tomando notas en los márgenes. A Paula se le empañaron los ojos en lágrimas. Oh, Dios, no podía soportar estar a solas con él. Lo amaba, pero eso no era suficiente.


De repente, Pedro se puso de pie y al instante estaba en la cocina. El destello oscuro de sus ojos puso en evidencia que no esperaba encontrarla allí. Sin decir una sola palabra, alcanzó la cafetera y se sirvió una taza. La levantó y volvió a dejarla de nuevo. Apoyó las dos manos en la encimera como para apoyarse, como si sus hombros soportaran demasiado peso. Bajó la cabeza y se quedó mirando fijamente a la madera.


—Por si te sirve de algo —dijo con tensión como si le costara mucho hablar—, nunca, nunca te fui infiel.


A Paula se le secó la boca. Pedro enderezó la espalda, recogió la taza y abandonó la cocina sin mirarla más.









UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 27




Pedro estaba en la terraza leyendo. Una novela, se fijó ella.


—La cena está lista —anunció Paula.


—Voy.


Paula volvió a la cocina, sacó el pato del horno, lo salpicó de cilantro rayado y lo llevó a la mesa.


—Parece un banquete real —dijo Pedro con una sonrisa al sentarse—. Y no es que esperara menos, por supuesto.


—He tenido todo el tiempo del mundo —bromeó ella—. Después de ser raptada y retenida en lo profundo de una jungla.


—Yo no te he raptado, te he rescatado.


—Exacto —de nuevo la extraña sensación de haberlo vivido ya—. Hace tiempo tuve repetidamente un sueño de que tú me rescatabas.


Pedro sirvió el vino.


—¿Qué te rescataba de qué?


—No tengo ni idea.


Se sirvió el arroz con hierbas y le pasó el cuenco.


—¿Y cuando tuviste ese sueño?


—Cuando estábamos todavía casados —desvió la vista—. Era un sueño extraño


—¿Y todavía lo recuerdas?


Paula asintió mordiéndose el labio, arrepentida de haberlo mencionado. No quería hablar de ello. Él debió sentir su reticencia porque abandonó el tema y le preguntó si había leído el libro que él estaba leyendo.


La cena fue deliciosa y Pedro comió con apetito y hasta repitió del segundo plato.


—No has perdido tu toque —comentó sonriendo—. Está delicioso.


A Paula le dio un vuelco el corazón del placer.


—Gracias.


Él seguía mirándola y le hizo sentir un lento calor crecer dentro, una estremecedora conciencia de que había algo más tras sus palabras. Bajó la mirada hacia el vaso, lo alzó y dio un sorbo al vino.


La cinta que habían puesto en el estéreo había terminado y la habitación había quedado en silencio. Pedro apartó su silla.


—Yo la cambiaré.


Cuando se sentó de nuevo, los acordes melodiosos de una guitarra española flotaron en el aire. Paula contempló las manos de Pedro usando el cuchillo. Eran unas manos muy bonitas. Inspiró lentamente mientras pensaba en qué decir.


—¿Por qué te enfadaste antes, cuando yo estaba cocinando?


Él alzó la vista.


—No estaba… enfadado —dijo en voz muy baja—. Verte en la cocina, disfrutando de lo que hacías… me trajo recuerdos.


A Paula se le contrajo el corazón. Los recuerdos, siempre los recuerdos. Todo lo que decían o hacían siempre despertaba los recuerdos.


—Recuerdo volver a casa después de algún viaje… recuerdo desear volver para encontrarte en la cocina con un mandil de encaje y la cara sonrojada. Disfrutabas tanto cocinando y yo viéndote… y no porque sea un hombre chapado a la antigua que quiera a su mujer en la cocina como una sirvienta, sino porque tú hacías un arte de ello.


—Sí.


Paula intentó esbozar una sonrisa natural, pero tenía los labios paralizados.


—Lo hacías para agradarme —siguió él—, para prepararme una comida casera después de todas las semanas que había tenido que comer de restaurante —se detuvo—. Me encantaba verte cocinar porque lo hacías porque me amabas.


Su voz sonó apenada y anhelante.


Paula sintió un nudo en la garganta. Le dolía oírle decir aquellas palabras, ver la pena en su cara. ¿O eran imaginaciones suyas? ¿Eran sólo sus propias emociones y las estaba trasladando a él?


La música era suave y sensual. Paula posó la servilleta al lado del plato.


—Iré a buscar el postre.


La voz le sonó quebrada y tuvo que inspirar al llegar a la cocina y apoyar la frente en el frigorífico. Había sido un error preparar aquella cena, desenterrar los recuerdos. Debía tranquilizarse y cambiar de tema al volver a la mesa.


Soltó un gemido. ¿Cómo iba a hacerlo? Bueno, se le ocurriría algo. Abrió el frigorífico, sacó los dos platos y al darse la vuelta, se encontró a Pedro acercándose a ella.


Le quitó los platos de la mano y la miró fijamente a los ojos.


—Dejemos esto para más tarde —dijo con suavidad.


A Paula le dio un vuelco el corazón. Otro de los rituales de su antiguo hogar: el postre en la cama después de haber hecho el amor.


Pedro volvió a meter los platos en la nevera sin apartar los ojos de ella. Cerró la puerta y la rodeó con sus brazos.


—Te deseo —dijo con voz ronca—. Nunca he dejado de desearte. Por favor, dime que tú también me deseas.


Las suaves palabras le calentaron la sangre y le aceleraron el pulso. No le llegaba el aliento. Sentía la cabeza ligera y las rodillas temblorosas. Demasiado vino en la cena. 


Demasiados recuerdos de amor y pasión. Demasiado anhelo y deseo dentro de ella. El cuerpo le dolía de deseo.


No era el vino. Era un encantamiento diferente, un hechizo que no se podría romper nunca. Cerró los ojos y suspiró deslizando los brazos alrededor de él.


—Yo también te deseo —susurró.


Lo amaba. Lo amaba tanto…


Estaban en la habitación de él, comprendió un momento después sin saber cómo habían llegado hasta allí… flotando por el aire, quizá. Pedro empezó a quitarle la ropa, lentamente, besando cada centímetro de piel que quedaba expuesta poco a poco, sus senos, su estómago, sus muslos, despertando un calor febril, delicioso y agónico dentro de ella. A Paula le temblaron las manos cuando le ayudó a quitarse su ropa y las deslizó por su piel desnuda, rozando el suave vello y los duros músculos. Con un gemido ronco, Pedro la levantó y la posó con suavidad en la cama como si fuera frágil y preciosa y ella sintió la dulzura derramarse sobre ella como miel caliente.


Pedro se inclinó sobre ella y la miró durante un momento eterno, en silencio, sólo mirándola. Había una ternura en sus ojos que le produjo temblores. Algo frágil empezó a brillar dentro de ella, algo por encima de las necesidades físicas de su cuerpo.


Él bajó la boca hacia la de ella, besándola con suavidad, sensualmente, como si tuviera todo el tiempo del mundo y quisiera que durara toda la eternidad. Su lengua danzó un lento vals con la de ella, retirándose, apretándole los labios, jugueteando.


Entonces bajó un poco más, deslizando besos mientras sus manos rozaban como plumas su piel, haciendo que su cuerpo cantara, cargándole la cabeza de estrellas. Paula dejó escapar un gemido, estirándose para tocarle ella también y moviéndose un poco para ganar acceso.


Paula se abandonó a las sensaciones y el sabor de su cuerpo, aquel cuerpo maravilloso que ahora le pertenecía, y él le sujetó las manos y se las apartó con delicadeza.


—Déjalo —susurró—. Déjame tocarte sólo a mí por ahora.


Era como flotar en la música, paladear el color y acariciar olas de luz dorada. Era como no sentir su cuerpo, como si estuviera hecha de sensaciones… maravillosas sensaciones.


—Qué placer —murmuró.


Sintió la sonrisa de Pedro contra su seno.


—Y todavía va a ser mejor.


Ella se removió bajo él, la piel deslizante contra la piel deslizante.


—¿Estás seguro?


Pedro se rió con suavidad.


—Por supuesto que estoy seguro.


Y siguió creando su magia y ella hundiéndose en las sensaciones sensuales para las que no existía ni el tiempo ni el lugar, que llenaban cada célula de su cuerpo, tan cargado de placer exquisito que ya no podía guardarlo sólo para ella.


Alargó las manos y tiró de su cabeza hacia ella deslizando los labios contra los de él.


—Te deseo… Necesito tocarte —susurró jadeante.


Y le tocó, provocando nuevos placeres para ella misma tanto como para él, y los dos se unieron en ardiente necesidad, fundiéndose el uno en el otro en una danza de éxtasis cada vez más rápida hasta el borde de la pasión donde se estremecieron, perdieron el ritmo y se desmoronaron juntos por un bendito abismo.