jueves, 24 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 6





Hector lo recibió con el pecho desnudo y los vaqueros desabrochados. Un cepillo de dientes sobresalía de su boca y marcas de peine recorrían su pelo moreno y mojado. Año y medio más viejo que Pedro, unos centímetros más alto y diez kilos más grueso, Hector Alfonso resultaba imponente para muchas personas. Y con motivo. Sus rasgos eran duros, dominados por una nariz rota dos veces y que hacía que la gente se lo pensara dos veces antes de llevarle la contraria.


Hector había sido policía en Dallas hasta un par de años atrás, cuando su prometida había muerto en un atraco a una tienda. Y en cierto modo, Hector también. Los psiquiatras del Cuerpo lo convencieron de que necesitaba tomarse un tiempo antes de volver a afrontar el mundo con una pistola al cinto. Y Hector volvió a casa con un permiso de seis meses y se encontró con que Mario tenía el rancho de caballos de la familia y Pedro la consulta, pero él no tenía nada.


Así que compró el motel y no volvió nunca a Dallas. Echó un vistazo a su hermano y lanzó una imprecación.


—¿Ha tenido el niño?


—¿Qué te hace suponerlo?


Hector volvió a entrar en su apartamento, adyacente a la oficina, un auténtico agujero, y regresó al baño seguido por Pedro. Como de costumbre, escuchaba ópera procedente de una cadena de música.


—Su coche no está aquí esta mañana y tú sí. Por eso.


Pedro miraba con fascinación el apartamento de su hermano, donde lo único refinado era la música. Había montones de ropa sucia, recipientes de cartón que habían contenido comida, platos amontonados en el fregadero... un verdadero agujero.


—¿Por qué no le pagas a Clara cincuenta pavos más y que te limpie esto una vez a la semana?


Oyó ruido de gárgaras procedente del baño antes de que Hector reapareciera abrochándose una camisa vaquera.


—Lo hago. Viene mañana.


—Lo retiro. Dale cien. Y recuérdame que compruebe si tiene al día la vacuna del tétanos.


Hector soltó un gruñido.


—¿Y cómo sabías que Paula Chaves estaba a punto de parir?


Hector, cuyos ojos eran tan oscuros como claros los de su hermano, lo miró de frente.


—Se lo pregunté. Me dijo que le faltaban tres semanas.


—La niña tenía otras ideas.


Hector tomó un cinturón que había en una silla y empezó a meterlo por las presillas del pantalón.


—¿Cómo te ha encontrado? —metió la mano al bolsillo y sacó un chicle, hábito que había adoptado después de que Pedro lo convenciera de que dejara de fumar.


—Ni idea. Sus hijos y ella aparecieron de repente.


—Ah. ¿La has llevado al hospital?


—Apenas llegué a tiempo de recoger a la niña al salir. He venido a buscar sus cosas.


Hector asintió y tomó un llavero que colgaba en la pared al lado de la puerta. Agarró una chaqueta de cuero que había en una silla y abrió la puerta.


Recorrieron en silencio la corta distancia hasta las habitaciones individuales. Aunque no se podía decir que Hector hubiera devuelto su antigua gloria al motel, no había duda de que lo estaba restaurando poco a poco. Las habitaciones estaban prácticamente terminadas, apero pasaría un año hasta que los bungaloes, de dos y tres habitaciones, resultaran habitables.


El lugar era hermoso, sobre todo en esa época, con los colores de las hojas que empezaban a caer. Y con mucho esfuerzo, tal vez Hector consiguiera convertirlo en un sitio agradable.


Entraron en la habitación número doce y Pedro respiró aliviado cuando vio que olía a limpio.


Las dos camas gemelas estaban deshechas y en el respaldo de la silla del escritorio había ropa. Había también una maleta abierta. Pedro reunió rápidamente todo lo que había fuera, incluida una jabonera de plástico y un cepillo de dientes que encontró en el lavabo, lo metió todo en la maleta y la cerró.


La llevó a su coche, seguido por Hector. En realidad, ninguno de los dos tenía mucho que decirse, lo cual era una lástima, ya que de niños habían estado muy unidos.


Hector estaba de pie con los brazos cruzados y la brisa agitando su pelo.


—¿Qué crees tú que hace que una mujer salga corriendo de donde está tan cerca de dar a luz?


Pedro metió las maletas en el maletero y miró a su hermano.


—Desesperación —repuso con sencillez—. El marido ha muerto y no tiene dinero. Y su único pariente vivo está aquí.


—¿Sí? ¿Quién?


—Nicolas.


Hector enarcó las dejas.


—¿McAllister?


—Sí.


—¡Maldita sea! Sí que tiene una racha de mala suerte, ¿eh?


—¡Y que lo digas! —Pedro sacó la cartera del bolsillo de atrás—. Cóbrame lo que te deba.


Su hermano negó con la cabeza.


—De eso nada. Y si necesita un sitio para quedarse...


—No —repuso Pedro con rapidez. Volvió a guardarse la cartera—. Tengo que vigilarla. Y a la niña también.


Hector asintió con la cabeza.


—Es muy guapa —comentó.


Pedro lo miró sorprendido. Hacía mucho tiempo que su hermano no daba señales de fijarse en una mujer. Y se había fijado en aquélla, a punto de dar a luz y con dos niños más. No tenía sentido, aunque quizá indicaba que Hector empezaba a volver a la vida. Y eso no era malo, ¿verdad?


—Supongo que no está mal —dijo con indiferencia, antes de subir al coche.


Hector sonrió. Y Pedro lo miró aún más sorprendido y puso el coche en marcha con una irritación que no tenía motivos para sentir.



NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 5



Pedro entró en la cocina con el ceño fruncido. Ines había cambiado la emisora de radio y sonaba música country en lugar de la música clásica que él siempre escuchaba. 


Además, estuvo a punto de tropezar con Noah, que por alguna razón, decidió retroceder justo en el momento en que Pedro se disponía a alcanzar la cafetera. El médico lo sujetó por los hombros para detenerlo y el niño levantó la cabeza, se encontró con su mueca de desagrado y abrió mucho los ojos.


¡Maldición!


Pedro se apresuró a sonreír, pero el daño estaba ya hecho. 


Noah corrió al lado de Ines como un cachorro asustado y lo miró por encima del hombro antes de que algo le llamara la atención.


—¿Qué es eso? —preguntó, señalando el vientre de la recién nacida.


La comadrona sujetaba con firmeza a la niña encima del fregadero de porcelana y le pasaba la esponja por la cabecita.


—Es el cordón umbilical —respondió. Secó a la niña y se lanzó a una descripción detallada de placentas y cordones umbilicales que fascinó a Noah un momento. Luego se acercó a la puerta y miró el jardín grande de la casa. 


Preguntó con timidez si Karen y él podían salir fuera y Pedro les dio permiso, ya que había salido el sol y dejado de llover.


Cuando los niños hubieron salido, se sirvió una segunda taza da café y se apoyó en la encimera. La pequeña Ana, que tenía menos de dos horas de vida, estaba
plenamente despierta y clavaba los ojos en el rostro de Ines, que le ponía una camiseta minúscula, calcetines y un mono amarillo. La miraba con tal intensidad que casi se puso bizca. Ines se echó a reír.


—Seguro que se pregunta qué he hecho con su madre —dijo—. ¿Es así, preciosa? —la envolvió en una manta pequeña y se la puso sobre el hombro—. Seguro que va a ser dormilona.


Señaló la cocina antigua.


—Quedan salchichas y huevos revueltos — dijo—. Te haría tortitas, pero ahora estoy ocupada.


Pedro sabía que era inútil discutir. Además, tenía hambre. 


Sacó un plato del armario y se sirvió.


—Y toma zumo también —ordenó la mujer—. No se puede vivir de café, no es sano.


Pedro se sirvió zumo.


—Me gustaría saber cuándo te vas a buscar un ama de llaves —gruño Ines.


Pedro se sentó en una silla victoriana de las que había elegido Susana cuando todavía estaban prometidos antes de contestar.


—Para empezar, no quiero a una desconocida en mi cocina todas las mañanas. Y además, ¿con qué le pago? ¿Con mis encantos?


—No creo que le pareciera un buen trato.


Pedro se encogió de hombros y tomó un bocado de huevo.


—Claro que también puedes buscarte una esposa.


—Sí, claro, sabía que dirías eso. ¿Vas a solicitar el puesto?


—No digas tonterías.


Pedro tomó un sorbo de zumo.


—Si no tengo dinero ni encantos suficientes para un ama de llaves, ¿quieres decirme cómo voy a cuidar de una esposa?


Por supuesto, los dos sabían que el problema era mucho más profundo que eso.


—No hay motivo para que tengas problemas de dinero —dijo ella—. Tienes pacientes suficientes para tres médicos, y muchos de ellos tienen algún tipo de seguro. La casa es gratis, no tienes a nadie que dependa de ti y estudiaste la carrera con una beca, o sea que tampoco tienes que devolver créditos estudiantiles.


—¡Vaya, Ines! —musitó él, de mal humor—. Te veo muy animosa esta mañana.


La mujer se sentó enfrente de él con un suspiro y frotó la espalda de la niña.


—Me preocupo por ti, eso es todo. Supongo que desde que murió tu madre me toca a mí. Ella no te dejaría vivir así y lo sabes.


Pedro suspiró. Por si no fuera bastante tener la cocina llena de gente, una mujer con la que no sabía qué hacer en el cuarto de invitados y una consulta con muchos pacientes y poco dinero, Ines tenía que recordarle a su madre.


No, Mariana Alfonso no lo habría dejado en paz, ni a él ni a ninguno de sus hermanos. Y posiblemente entre los tres la hubieran llevado a la tumba, de no haberlo hecho ya el cáncer cuando Hector y Mario eran aún adolescentes.


Después de su muerte la familia se había separado como un sistema solar al que le faltara el sol. No tanto físicamente, ya que los tres vivían todavía en Haven, como a nivel emocional. Y Hector padre, al parecer, no había sabido cerrar las heridas. El viejo había ido decayendo poco a poco hasta morir mientras dormía cinco años después de la falta de su esposa.


Sí, su madre los habría atormentado por rendirse de ese modo. E Ines, que había sido su mejor amiga, había decidido adoptar su causa. Pedro suponía que tal vez algún día podría agradecérselo.


Un día, no esa mañana.


—Hazme un favor —le dijo—. Limítate al trabajo de comadrona. Lo que me recuerda... ¿el niño de los Lewis se ha dado ya la vuelta?


—Ayer, gracias. Veo que quieres cambiar de tema.


Pedro mordió una salchicha.


—Desde luego.


Ines suspiró y reajustó la posición de la niña en su hombro.


—Sabes que tiene que quedarse aquí, ¿no?


Pedro terminó el zumo y llevó el plato al fregadero.


—No voy a echarlos a la calle, Ines.


—Ya lo sé, pero pensaba que intentarías buscarles otro sitio donde quedarse.


Pedro negó con la cabeza y empezó a fregar los platos.


—Por lo menos en una semana, no. Quiero tenerlas vigiladas a la niña y a ella.


—¿Y luego?


—No lo sé. ¿Te ha dicho que es pariente de Nicolas McAllister?


Ines enarcó las cejas.


—No. ¿Cómo?


—Es tío abuelo de su difunto marido. El imbécil la dejó sin nada.


—¡Oh, pobrecita!


Pedro se volvió y se secó las manos en un paño de cocina.


—¿Has visto las cicatrices?


La mujer suspiró.


—¿El padre?


—Sí.


—La vida no ha sido muy amable con esa joven.


Pedro estaba de acuerdo en eso. Miró el reloj y tomó la chaqueta que había dejado antes en el respaldo de la silla.


—¿Adonde vas?


—Al motel de Hector a recoger lo que hayan dejado en la habitación.


—¿Crees que le gustará tener visita tan pronto?


—Eso me da igual —Pedro se puso la chaqueta—. La consulta empieza a las ocho y media y presiento que la señora Chaves querrá tener ropa antes de las seis de la tarde.






NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 4



Paula frunció el ceño. A pesar de la insistencia del médico en que no se fuera de allí hasta que él dijera que estaba en condiciones, tenía la impresión de que la idea no le gustaba mucho, aunque probablemente su reacción no se debía tanto a ella personalmente como a que no estaba habituado a tener invitados.


Miró detenidamente a su alrededor por primera vez. El papel de las paredes, las cortinas oscuras y la madera sucia que bordeaba los cristales debían de haber estado en buenas condiciones cuarenta o cincuenta años atrás, pero de no haber sido por el sol que entraba por la ventana, la habitación habría resultado deprimente. Cosa que era una lástima, ya que alguien tan amable como el doctor Alfonso merecía una casa agradable y acogedora. Pero aquello no era asunto suyo.


Se puso de lado con un suspiro y miró a su hija recién nacida con preocupación. Había sido una tontería contar con que podría quedarse con el tío de Javier. ¿Y qué iba a hacer ahora? Tenía cincuenta dólares y debía veinticuatro de la habitación del motel. No tenía mucho sentido volver a Arkansas, donde ya no tenía casa ni conocía a nadie que pudiera ayudarla. Lo que implicaba quedarse en Haven.


Si lo hacía, podía pedir ayuda a los Servicios Sociales de Oklahoma, ¿pero cuánto tardarían en concedérsela y cuánto le darían?


Y si buscaba un trabajo, ¿qué haría con los niños? ¿Cómo pagar cuidados para los tres con lo que ella podía ganar?


Podía sacar unos centenares de dólares por el coche, pero si lo vendía, ya no podría moverse. ¿Y dónde iban a vivir?


Sintió que se le oprimía el pecho. A todos los efectos, sus hijos y ella estaban sin hogar. Una lágrima silenciosa rodó por sus mejillas, seguida de otra. Oyó ruido de pasos y se apresuró a secarse los ojos con la sábana. Unos segundos después, entraban Ines y los niños. Noah llevaba una bandeja con tortitas, salchichas, huevos, leche y zumo.


—Mira lo que te hemos traído, mamá.


Paula miró la sonrisa y los ojos brillantes del niño. Unos meses atrás, había sido tan travieso como el que más, y hasta ese momento no había sido plenamente consciente de lo mucho que echaba de menos sus travesuras.


—Ines dice que tienes que comértelo todo — anunció el niño.


Allí había más comida de la que ella había visto junta en meses.


—La compartiremos —dijo.


Noah se instaló boca abajo en la cama, con la barbilla apoyada en las manos, y se dedicó a mirar a su hermanita.


—Ellos han comido ya —dijo Ines; la ayudó a colocar las almohadas a su espalda—. Cinco tortitas, dos salchichas y dos vasos de zumo él, y una tortita y una salchicha la niña.


Paula apenas podía pasar el primer bocado de tortita. Ella había procurado que no les faltaran sándwiches de crema de cacahuete por la mañana... y por la noche. Ines le puso una mano en el hombro.


—Ahora está aquí —dijo con gentileza—. Sus niños y usted están a salvo, ¿me oye?


Paula tragó con fuerza, pero no pudo evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas. Un segundo después se dejaba inundar por el calor y la bondad que procedían de aquella mujer. Ines le recordaba un poco a Graciela Idlewild, su madre adoptiva, la mujer que había hecho lo posible por darle estabilidad, que le había hecho creer que con trabajo duro y determinación se podía conseguir todo.


Se apoyó en aquel pecho amplio y oyó a Ines explicar a los niños que las mujeres lloraban a veces después de tener un niño y que no había de qué preocuparse.


—Usted coma —le dijo—. Yo voy a limpiar a la pequeña en la cocina, que está caliente. He traído una camiseta de bebé conmigo. Venid conmigo —dijo a los niños—. Dejad que mamá coma en paz.


Se marcharon y dejaron a Paula sola con más comida de la que podría comer en tres semanas y más preocupaciones de las que mucha gente tenía que soportar en toda su vida.






miércoles, 23 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 3




Los niños se fueron y la madre se apoyó de nuevo en las almohadas con un suspiro.


—Les estoy muy agradecida —dijo—. Pero tendremos que irnos pronto, no quiero molestar.


Pedro arrugó la frente.


—A menos que pueda asegurarme que va a tener ayuda en los próximos días, no saldrá de aquí hasta que yo lo diga.


La mujer levantó su barbilla puntiaguda, sólo un poco más grande que la de su hijo.


—Ha sido un parto sencillo. Y las otras dos veces estaba en pie a las pocas horas.


—¿Por elección suya?


Lo sobresaltó ver lágrimas en aquellos ojos grises. Ella apartó la vista y se desabrochó el camisón para acercar a la niña a su pecho. Pedro las observó con interés. La recién nacida acertó con el pezón casi a la primera. Paula soltó una risita y Pedro sintió derretirse algo en su interior y se creyó obligado a justificar su presencia en la habitación.


—¿Cansada? —preguntó.


Paula negó con la cabeza. Acarició la mejilla de la niña con un dedo.


—No.


—No es un signo de debilidad admitir que esté cansada si acaba de dar a luz.


—Estoy bien.


—Vale, está bien. ¿Le apetece hablar?


Ella tardó un momento en responder.


—¿Se refiere a contestar preguntas?


—Si una desconocida da a luz en mi casa, es normal que sienta curiosidad. Y también interés.


La mujer lo miró con orgullo.


—Le pagaré por sus servicios.


—Estoy seguro. Pero no es eso lo que quiero saber.


Vio otra vez lágrimas en sus ojos, y supuso que haría lo imposible por evitar que rodaran.


—Puedo decirle que no es de su incumbencia.


Pedro la miró con exasperación.


—Ahora ya sí es de mi incumbencia. Pesa usted diez kilos por debajo de su peso normal, así que perdone que me tome mi trabajo en serio, pero quiero saber por qué. Tiene suerte de que la niña esté bien, pero no puede seguir descuidándose a sí misma. ¿Ha tenido cuidados prenatales?


Paula miraba a la niña con la boca fruncida.


—Ha sido mi tercer embarazo, sabía cuidarme sola —levantó la vista—. No fumo ni bebo y he comido tan bien como he podido. Y nunca he pesado más de cincuenta kilos, ni siquiera cuando...


Se interrumpió. Acarició la mejilla de la niña. Pedro suspiró.


—Yo no te juzgo —dijo—. Sólo quiero saber si te vas a cuidar como es debido. Y también a tus hijos.


—Sobreviviremos.


Pedro se cruzó de brazos.


—¿Por qué no has tenido a la niña en el coche?


—No había espacio —musitó ella—. Y no me gusta que me mire la gente.


—Supongo que no. Yo sólo quiero que en los próximos días te preocupes únicamente de dar de comer a tu niña y recuperar las fuerzas.


La mujer le lanzó una mirada acerada.


—No necesito...


Pedro la miró con fijeza y ella guardó silencio.


—Usted no nos conoce —dijo—. ¿Por qué se siente obligado a cuidar de nosotros?


Pedro sintió deseos de estrangularla. Se sentó en el borde de la cama y se inclinó de modo que ella no tuviera otro remedio que mirarlo a los ojos.


—Vamos a dejar algo claro. La obligación no tiene nada que ver con esto. Te guste o no, tu hija y tú sois ahora mis pacientes, ¿entendido? —esperó un momento—. Bien —tomó un cartón de la mesilla con una hoja de papel encima—. Vamos a hacerlo oficial. ¿Nombre completo?


—Paula Maria Chaves.


—¿Edad?


—Veinticuatro.


—¿Dirección?


Cuando ella no contestó, levantó la vista.


—¿Paula?


Ella tardó un momento en mirarlo a los ojos.


—De momento no tengo una. A menos que cuente el Flecha Doble.


El Flecha Doble era el motel de su hermano Hector. No era el Hilton precisamente, pero allí estaba segura. Sin embargo, los moteles baratos también costaban dinero, y sospechaba que ella tenía poco.


—¿Dónde estaba antes?


—En Little Rock. Arkansas —ella hizo una mueca—. Nos mudamos allí desde Fayetteville cuando nació Noah. Vine aquí en busca del tío abuelo de mi marido. Quizá lo conozca. ¿Nicolas McAllister?


—¿Nicolas? ¿En serio? ¿Es familia suya?


—Por matrimonio... pero no nos conocemos —palideció aún más, si aquello era posible—. ¡Oh, no! No habrá muerto, ¿verdad?


Pedro soltó una risita.


—¿Nicolas? Ese viejo buitre nos enterrará a todos, pero sus huesos ya no son tan fuertes como antes. La semana pasada se rompió la cadera y ahora esté en el hospital, en Claremore, y estará allí bastante tiempo, por lo menos hasta que termine la fisioterapia.


—¡Oh! —Paula miró a la niña y le acarició la mejilla con mano temblorosa—. No tiene teléfono y usa un apartado de correos para las cartas. Sabía que era un riesgo venir así, pero no había nadie más que...


Guardo silencio. La niña se había quedado dormida. Pedro se la quitó de los brazos con gentileza.


—Tengo ropa para ella en el motel —dijo la mujer—, pero he olvidado traerla.


—Es comprensible —sonrió él.


Paula miró a la niña con un suspiro.


—Antes de que lo pregunte, mi esposo está muerto —dijo.


—Lo siento.


—Yo también, pero no por los motivos habituales.


—¿La ha dejado en la ruina? —preguntó él.


La mujer soltó una carcajada amarga, pero no contestó. De la cocina llegaba olor a tortitas y café y la voz de Ines hablando con los niños. Unos cuantos pájaros piaban fuera de la ventana y el sol empezaba a quemar lo que quedaba de la tormenta. Pedro dejó la niña en una cuna que había llevado desde su consulta antes del alumbramiento.


—¿Tus padres viven todavía? —preguntó.


Ella tardó un momento en contestar.


—Ya le he dicho que no tenemos a nadie.


Pedro no entendía lo que le ocurría. Cierto que se interesaba por todos sus pacientes, incluida la vieja señorita Hightower, cuyos contratiempos Pedro atribuía desde hacía tiempo al miedo a hacerse vieja y estar sola. Pero aquello era distinto. 


Aquel caso tocaba una fibra personal que no tocaban otros casos. Hacía mucho tiempo que nada lo afectaba de aquel modo. No sabía lo que iba a hacer con Paula, pero todo aquello no le gustaba nada. Se acercó a la puerta.


—Creo que voy a ver cómo están en la cocina y a limpiarme —musitó, sin saber por qué se sentía tan nervioso en su propia casa.