jueves, 24 de agosto de 2017
NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 5
Pedro entró en la cocina con el ceño fruncido. Ines había cambiado la emisora de radio y sonaba música country en lugar de la música clásica que él siempre escuchaba.
Además, estuvo a punto de tropezar con Noah, que por alguna razón, decidió retroceder justo en el momento en que Pedro se disponía a alcanzar la cafetera. El médico lo sujetó por los hombros para detenerlo y el niño levantó la cabeza, se encontró con su mueca de desagrado y abrió mucho los ojos.
¡Maldición!
Pedro se apresuró a sonreír, pero el daño estaba ya hecho.
Noah corrió al lado de Ines como un cachorro asustado y lo miró por encima del hombro antes de que algo le llamara la atención.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando el vientre de la recién nacida.
La comadrona sujetaba con firmeza a la niña encima del fregadero de porcelana y le pasaba la esponja por la cabecita.
—Es el cordón umbilical —respondió. Secó a la niña y se lanzó a una descripción detallada de placentas y cordones umbilicales que fascinó a Noah un momento. Luego se acercó a la puerta y miró el jardín grande de la casa.
Preguntó con timidez si Karen y él podían salir fuera y Pedro les dio permiso, ya que había salido el sol y dejado de llover.
Cuando los niños hubieron salido, se sirvió una segunda taza da café y se apoyó en la encimera. La pequeña Ana, que tenía menos de dos horas de vida, estaba
plenamente despierta y clavaba los ojos en el rostro de Ines, que le ponía una camiseta minúscula, calcetines y un mono amarillo. La miraba con tal intensidad que casi se puso bizca. Ines se echó a reír.
—Seguro que se pregunta qué he hecho con su madre —dijo—. ¿Es así, preciosa? —la envolvió en una manta pequeña y se la puso sobre el hombro—. Seguro que va a ser dormilona.
Señaló la cocina antigua.
—Quedan salchichas y huevos revueltos — dijo—. Te haría tortitas, pero ahora estoy ocupada.
Pedro sabía que era inútil discutir. Además, tenía hambre.
Sacó un plato del armario y se sirvió.
—Y toma zumo también —ordenó la mujer—. No se puede vivir de café, no es sano.
Pedro se sirvió zumo.
—Me gustaría saber cuándo te vas a buscar un ama de llaves —gruño Ines.
Pedro se sentó en una silla victoriana de las que había elegido Susana cuando todavía estaban prometidos antes de contestar.
—Para empezar, no quiero a una desconocida en mi cocina todas las mañanas. Y además, ¿con qué le pago? ¿Con mis encantos?
—No creo que le pareciera un buen trato.
Pedro se encogió de hombros y tomó un bocado de huevo.
—Claro que también puedes buscarte una esposa.
—Sí, claro, sabía que dirías eso. ¿Vas a solicitar el puesto?
—No digas tonterías.
Pedro tomó un sorbo de zumo.
—Si no tengo dinero ni encantos suficientes para un ama de llaves, ¿quieres decirme cómo voy a cuidar de una esposa?
Por supuesto, los dos sabían que el problema era mucho más profundo que eso.
—No hay motivo para que tengas problemas de dinero —dijo ella—. Tienes pacientes suficientes para tres médicos, y muchos de ellos tienen algún tipo de seguro. La casa es gratis, no tienes a nadie que dependa de ti y estudiaste la carrera con una beca, o sea que tampoco tienes que devolver créditos estudiantiles.
—¡Vaya, Ines! —musitó él, de mal humor—. Te veo muy animosa esta mañana.
La mujer se sentó enfrente de él con un suspiro y frotó la espalda de la niña.
—Me preocupo por ti, eso es todo. Supongo que desde que murió tu madre me toca a mí. Ella no te dejaría vivir así y lo sabes.
Pedro suspiró. Por si no fuera bastante tener la cocina llena de gente, una mujer con la que no sabía qué hacer en el cuarto de invitados y una consulta con muchos pacientes y poco dinero, Ines tenía que recordarle a su madre.
No, Mariana Alfonso no lo habría dejado en paz, ni a él ni a ninguno de sus hermanos. Y posiblemente entre los tres la hubieran llevado a la tumba, de no haberlo hecho ya el cáncer cuando Hector y Mario eran aún adolescentes.
Después de su muerte la familia se había separado como un sistema solar al que le faltara el sol. No tanto físicamente, ya que los tres vivían todavía en Haven, como a nivel emocional. Y Hector padre, al parecer, no había sabido cerrar las heridas. El viejo había ido decayendo poco a poco hasta morir mientras dormía cinco años después de la falta de su esposa.
Sí, su madre los habría atormentado por rendirse de ese modo. E Ines, que había sido su mejor amiga, había decidido adoptar su causa. Pedro suponía que tal vez algún día podría agradecérselo.
Un día, no esa mañana.
—Hazme un favor —le dijo—. Limítate al trabajo de comadrona. Lo que me recuerda... ¿el niño de los Lewis se ha dado ya la vuelta?
—Ayer, gracias. Veo que quieres cambiar de tema.
Pedro mordió una salchicha.
—Desde luego.
Ines suspiró y reajustó la posición de la niña en su hombro.
—Sabes que tiene que quedarse aquí, ¿no?
Pedro terminó el zumo y llevó el plato al fregadero.
—No voy a echarlos a la calle, Ines.
—Ya lo sé, pero pensaba que intentarías buscarles otro sitio donde quedarse.
Pedro negó con la cabeza y empezó a fregar los platos.
—Por lo menos en una semana, no. Quiero tenerlas vigiladas a la niña y a ella.
—¿Y luego?
—No lo sé. ¿Te ha dicho que es pariente de Nicolas McAllister?
Ines enarcó las cejas.
—No. ¿Cómo?
—Es tío abuelo de su difunto marido. El imbécil la dejó sin nada.
—¡Oh, pobrecita!
Pedro se volvió y se secó las manos en un paño de cocina.
—¿Has visto las cicatrices?
La mujer suspiró.
—¿El padre?
—Sí.
—La vida no ha sido muy amable con esa joven.
Pedro estaba de acuerdo en eso. Miró el reloj y tomó la chaqueta que había dejado antes en el respaldo de la silla.
—¿Adonde vas?
—Al motel de Hector a recoger lo que hayan dejado en la habitación.
—¿Crees que le gustará tener visita tan pronto?
—Eso me da igual —Pedro se puso la chaqueta—. La consulta empieza a las ocho y media y presiento que la señora Chaves querrá tener ropa antes de las seis de la tarde.
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