jueves, 24 de agosto de 2017
NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 4
Paula frunció el ceño. A pesar de la insistencia del médico en que no se fuera de allí hasta que él dijera que estaba en condiciones, tenía la impresión de que la idea no le gustaba mucho, aunque probablemente su reacción no se debía tanto a ella personalmente como a que no estaba habituado a tener invitados.
Miró detenidamente a su alrededor por primera vez. El papel de las paredes, las cortinas oscuras y la madera sucia que bordeaba los cristales debían de haber estado en buenas condiciones cuarenta o cincuenta años atrás, pero de no haber sido por el sol que entraba por la ventana, la habitación habría resultado deprimente. Cosa que era una lástima, ya que alguien tan amable como el doctor Alfonso merecía una casa agradable y acogedora. Pero aquello no era asunto suyo.
Se puso de lado con un suspiro y miró a su hija recién nacida con preocupación. Había sido una tontería contar con que podría quedarse con el tío de Javier. ¿Y qué iba a hacer ahora? Tenía cincuenta dólares y debía veinticuatro de la habitación del motel. No tenía mucho sentido volver a Arkansas, donde ya no tenía casa ni conocía a nadie que pudiera ayudarla. Lo que implicaba quedarse en Haven.
Si lo hacía, podía pedir ayuda a los Servicios Sociales de Oklahoma, ¿pero cuánto tardarían en concedérsela y cuánto le darían?
Y si buscaba un trabajo, ¿qué haría con los niños? ¿Cómo pagar cuidados para los tres con lo que ella podía ganar?
Podía sacar unos centenares de dólares por el coche, pero si lo vendía, ya no podría moverse. ¿Y dónde iban a vivir?
Sintió que se le oprimía el pecho. A todos los efectos, sus hijos y ella estaban sin hogar. Una lágrima silenciosa rodó por sus mejillas, seguida de otra. Oyó ruido de pasos y se apresuró a secarse los ojos con la sábana. Unos segundos después, entraban Ines y los niños. Noah llevaba una bandeja con tortitas, salchichas, huevos, leche y zumo.
—Mira lo que te hemos traído, mamá.
Paula miró la sonrisa y los ojos brillantes del niño. Unos meses atrás, había sido tan travieso como el que más, y hasta ese momento no había sido plenamente consciente de lo mucho que echaba de menos sus travesuras.
—Ines dice que tienes que comértelo todo — anunció el niño.
Allí había más comida de la que ella había visto junta en meses.
—La compartiremos —dijo.
Noah se instaló boca abajo en la cama, con la barbilla apoyada en las manos, y se dedicó a mirar a su hermanita.
—Ellos han comido ya —dijo Ines; la ayudó a colocar las almohadas a su espalda—. Cinco tortitas, dos salchichas y dos vasos de zumo él, y una tortita y una salchicha la niña.
Paula apenas podía pasar el primer bocado de tortita. Ella había procurado que no les faltaran sándwiches de crema de cacahuete por la mañana... y por la noche. Ines le puso una mano en el hombro.
—Ahora está aquí —dijo con gentileza—. Sus niños y usted están a salvo, ¿me oye?
Paula tragó con fuerza, pero no pudo evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas. Un segundo después se dejaba inundar por el calor y la bondad que procedían de aquella mujer. Ines le recordaba un poco a Graciela Idlewild, su madre adoptiva, la mujer que había hecho lo posible por darle estabilidad, que le había hecho creer que con trabajo duro y determinación se podía conseguir todo.
Se apoyó en aquel pecho amplio y oyó a Ines explicar a los niños que las mujeres lloraban a veces después de tener un niño y que no había de qué preocuparse.
—Usted coma —le dijo—. Yo voy a limpiar a la pequeña en la cocina, que está caliente. He traído una camiseta de bebé conmigo. Venid conmigo —dijo a los niños—. Dejad que mamá coma en paz.
Se marcharon y dejaron a Paula sola con más comida de la que podría comer en tres semanas y más preocupaciones de las que mucha gente tenía que soportar en toda su vida.
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