domingo, 13 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 34





El jueves por la tarde, Pedro abrió la puerta a Daniel y luego la cerró a las miradas indiscretas de los periodistas y a los poderosos objetivos de las cámaras. Una nube de camionetas de los más diversos medios de comunicación rodeaba la casa de la montaña.


Daniel parecía como si viniera de una guerra y acabara de atravesar las líneas enemigas.


—No sabes lo difícil que me ha sido convencer a tu equipo de seguridad de que era amigo tuyo. ¿No has conseguido persuadir a Roscoe para que vuelva contigo?


—Aún no. Pero estoy en ello.


—He estado esperando que me llamaras. ¿Vas a decirme lo que pasó con Paula?


—No te habrás creído lo que dice la prensa, ¿verdad? —respondió Pedro, con su acento texano—. Salí a defenderla de un tipo que la estaba molestando y descubrí mi identidad. Eso fue todo.


—Te creo. Cuando le preguntaron a ella ni siquiera admitió que te conociera.


—Demostró ser muy inteligente. Hizo lo mejor que podía hacer para los dos.


Pedro se dejó caer abatido en una de las sillas de la cocina. 


Estaba más molesto por lo que había ocurrido con Paula que por el caos y el circo que tenía montado afuera.


—No sé si me estás diciendo toda la verdad —dijo Daniel, arqueando una ceja y yendo a sentarse enfrente de su amigo—. Paula llegó a casa esta mañana y no quiso hablar de lo que pasó. Ni siquiera con Erika. Las dos han estado trabajando muy duro para conseguir tenerlo todo listo para el Frontier Days de mañana. Daba la impresión de que no había dormido. Dijo que Joaquin y ella habían pasado las dos últimas noches en casa de los Lambert.


Así que se había ido allí. Por eso no había podido contactar con ella. Había enviado a varios miembros de su equipo de seguridad a su apartamento, pero habían vuelto diciendo que allí no había nadie. Pedro había supuesto que no quería hablar con él y no le había dejado ningún mensaje en el contestador. Quería hablar con ella, pero en persona. El problema era que no sabía aún lo que iba a decirle.


—Tú tampoco tienes mucho mejor aspecto que ella. Mira Pedro, te conozco bien, no me puedes engañar con esa falsa actitud de indiferencia. ¿Qué ha desencadenado toda esta tormenta?


Una tormenta. Esa era, sin duda, una buena forma de definir lo que estaba pasando, se dijo Pedro. Se sentía como partido en dos. Por un lado, estaba lo que sentía por Paula, y por el otro, su vida y su profesión. Tras pensárselo dos veces, decidió contárselo todo a su amigo.


—Conseguí despistar a los paparazzi que me seguían, pero alguien debió sacarme una foto y al final lograron averiguar que tenía alquilada esta casa. Debería haber usado un nombre falso.


—¿Y Paula?


—No me ha llamado. Ni siquiera ha intentado ponerse en contacto conmigo.


—¿Y por qué iba a hacerlo? ¿Con qué derecho le dijiste a su jefe que dejaba el restaurante y la sacaste casi a rastras de allí? Apostaría a que estaba furiosa. ¿En qué estabas pensando?


—¡No estaba pensando! ¿Vale? Estaba recordando lo que habíamos hecho la noche anterior. Podía verla y sentirla. ¡Maldita sea, Daniel!, no consigo sacármela de la cabeza desde la primera vez que la vi. Y menos aún después de haber hecho el amor con ella…


Daniel arqueó ahora las dos cejas a la vez.


—Tal como lo cuentas, parece que tuviste una simple aventura con Paula Chaves. Una aventura de una semana o tal vez de un mes como mucho. Si es así, no entiendo por qué te molestó ver a un hombre agarrándola del brazo.


—La estaba amenazando.


—¿De veras? ¿No estaría tratando simplemente de conseguir una cita con ella?


—Ese tipo no tenía categoría ni para descalzarla.


—En eso estamos de acuerdo.


Pedro se levantó, se pasó la mano por el pelo y se puso a dar vueltas por el cuarto, como tratando de ordenar sus pensamientos.


—En ese momento, sentí como si ella fuera mi mujer.


—Y tú, claro, estabas celoso.


—¡Sí, maldita sea! ¡Estaba celoso! ¡Y enojado! Él no tenía derecho a tocarla y ella necesitaba a alguien que la protegiera. Necesitaba a alguien que le parara los pies a ese cerdo.


Daniel prosiguió con su papel de abogado del diablo.


—Es algo que habrías hecho por cualquier mujer, ¿verdad?


—Sí, lo habría hecho por cualquiera, pero probablemente no habría sentido lo mismo. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Qué mujer podría soportar todo esto? Beatriz no pudo. Y Paula tiene un hijo. ¿Cómo podríamos protegerle?


—Hay muchos famosos que tienen hijos. Viviendo en una zona adecuada y con un buen servicio de seguridad, podríais disfrutar de una vida prácticamente normal. Tú lo sabes mejor que yo, Pedro. ¿Por qué estás tratando de presentar las cosas más difíciles de lo que son?


—Ella es especial, Daniel. No quiero que la prensa se meta con ella.


—¿Quién sabe? Podrían ver en ella a una nueva Cenicienta. Dime una cosa, Pedro, ¿qué es lo que sientes sinceramente por Paula Chaves? ¿Cómo has llegado a la conclusión de que ella no podría adaptarse a tu estilo de vida? ¿Te has molestado en preguntárselo?


—Nunca hemos llegado a tanto. Nuestra relación no ha sido tan seria.


—¿Es eso lo que crees? Vamos, Pedro. Sabías desde el principio que tenía un hijo con el que, por cierto, has congeniado perfectamente. La has tratado de forma especial, como tú mismo has dicho, y hasta has estado a punto de pelearte por ella con un hombre.


—Ya he pasado por esto antes, Daniel.


—Pero de eso hace ya muchos años. Y Beatriz era muy joven. Hay un mundo de diferencia entre ellas dos y tú lo sabes. Pedro, yo sé lo solo que uno se siente cuando no tiene ninguna persona a su lado. Acabas acostumbrándote a esa soledad. Pero de pronto entra alguien en tu vida y tienes que amoldarte a ella. Tienes que cambiar un poco la forma de pensar y de hacer las cosas. Uno se pregunta, a veces, si vale la pena. Pero entonces ves su sonrisa y sabes que sí. Yo nunca imaginé que podría encontrar de nuevo la felicidad porque, durante mucho tiempo, me sentí indigno de ser amado. Tú fuiste el que me ayudaste a darme cuenta de que no podía continuar castigándome a mí mismo, viviendo anclado en el pasado. Tú fuiste el que me diste la patada en el trasero que necesitaba. Y yo estoy ahora aquí para devolverte el favor. ¿Qué favor harías a la memoria de esa chica, Ashley Tuller, si decidieras seguir llevando esa vida de ermitaño?


Pedro palideció al oír esa pregunta. Era algo que nunca se había planteado.


—¿Te vas ya? —preguntó Pedro al ver a su amigo levantándose de la mesa.


—No soy la persona con la que debas estar en este momento. Creo más bien que necesitas librar una batalla contigo mismo para encontrar las respuestas a tus propias preguntas. Tal vez te vendría bien escuchar las letras de tus canciones, como por ejemplo esa de Movin’On, con la que probablemente conseguirás, el mes próximo, el premio a la mejor canción de música country. Saca tu iPod y escúchala: «Cambia la tristeza por la luz del sol». Eso es lo que tienes que hacer. Tienes el número de mi móvil, si me necesitas. Y el de Erika. A ella le encantaría volver a verte cantar en el Frontier Days.


—No me presiones.


—Alguien tiene que hacerlo —dijo Daniel, saliendo por la puerta.


Daniel le había dejado todo un legado de palabras y preguntas. Pedro se puso a pensar en ellas, mientras paseaba por la cocina y luego por el cuarto de estar.


Recordó las declaraciones que Paula había hecho para la prensa. ¿Había tratado de protegerle o había sido sincera cuando había dicho que no le conocía realmente?


Hacía tres semanas y media desde aquel primer día que había entrado en la cocina y la había visto de rodillas recogiendo el café que se le había caído al suelo. 


Sin embargo, de alguna manera, sentía como si la hubiera conocido de toda la vida. Una vida que aspiraba a compartir con ella.


¿Era solo sexo lo que había habido entre ellos? No. Esa noche del domingo había sido maravillosa. Sin embargo, había algo que le atormentaba, algo que ella le había dicho justo antes de bajarse del todoterreno: «Ni siquiera me dijiste lo que esa noche representó para ti».


No, no se lo había dicho, porque había sentido demasiadas cosas esa noche y no quería que ella lo supiera. Pero ahora sabía exactamente lo que sentía por ella. Si alguna vez volviera a cantar, desearía hacerlo solo para ella. Esa era la frase que había estado dándole vueltas en la cabeza desde que hicieron el amor la primera vez:
«Cantando para ti. Solo para ti».


Se dirigió al pie de la escalera y miró hacia arriba, hacia la negra oscuridad de su estudio. No sabía lo que podría pasar en el juicio, pero sabía que tenía que hacer algo para tener la oportunidad de estar con Paula al menos el tiempo suficiente para poder preguntarle si quería estar a su lado. 


Porque él sí quería estar con ella. La amaba.


Con esa confesión, saliendo de lo más hondo de su corazón, subió las escaleras de dos en dos. Entró en el estudio y tomó la guitarra entre las manos, esperando que le viniera algo.



UNA CANCION: CAPITULO 33




Manuel abrió la puerta cuando Paula llegó para recoger a Joaquin. Estaba algo alterada. Había dejado su trabajo en el LipSmackin’ Ribs y estaba abatida y preocupada. Abatida porque amaba a Pedro y temía que él no la correspondiera. 


preocupada porque él había puesto en riesgo su seguridad por ella. Quizá se sentía también culpable. Había estado dando vueltas con el coche durante un buen rato por la ciudad. Temía volver a casa con Joaquin y que los paparazzi estuvieran allí esperándola. Pero sabía que tendría que volver en algún momento.


Esa mañana, cuando había dejado a Joaquin con sus abuelos, Manuel le había dicho que Olga estaba todavía en la cama. Eso le había extrañado mucho. Tal vez estuviera enferma o enfadada con ella. Esperaba poder hablar con Olga para aclararlo. Tal vez debería advertirles que su foto podría aparecer en alguna revista.


Joaquin se puso muy contento al verla y corrió a abrazarla.


—¿Por qué no te vienes conmigo a la cocina? Te ayudaré a terminar el puzle. La abuela quiere hablar un rato con tu madre —dijo Manuel a Joaquin muy sonriente, y luego añadió dirigiéndose a ella—: La verdad es que a mí también me gustaría hablar contigo, pero alguien tiene que quedarse con Joaquin.


Olga entró en el cuarto de estar en ese momento. Jeannette la encontró un tanto pálida.


—¿Por qué no nos sentamos? —dijo Olga una vez que Manuel y Joaquin se fueron a la cocina.


Todo parecía indicar que la conversación podía ir para largo. Paula había ido con un suéter largo, sabiendo que Olga odiaba, casi tanto como ella, el uniforme del restaurante.


—¿Está bien? —preguntó Paula—. La encuentro un tanto pálida. Me quedé preocupada esta mañana cuando no salió a la puerta a recibir a Joaquin.


—Tenía otras cosas en que pensar —dijo Olga desviando la mirada—. En primer lugar, siento no habernos podido quedar anoche con Joaquin.


—No se preocupe, lo comprendo. Ya se quedan con él bastantes días.


—No teníamos ningún plan para salir anoche cuando nos llamaste. Y menos aún a una bolera. ¿Qué íbamos a hacer nosotros en una bolera? Solo pretendíamos…


—Que no saliera con ningún hombre, ¿verdad?


—Siempre hemos sabido que llegaría el día en que encontrarías a otro hombre. Y que ese día os perderíamos a Joaquin y a ti.


—Eso no sucederá nunca —le aseguró Paula—. Joaquin sabe que ustedes son sus abuelos y siempre vendrá a verles aunque yo conozca a otro hombre.


—¿Has conocido a alguien? —preguntó Olga, mirándola ahora a los ojos.


—Sinceramente, no sabría contestar, a fecha de hoy, a esa pregunta.


—Sé que no tenemos ningún derecho a inmiscuirnos en tu vida —dijo Olga en plural, como si Manuel estuviera sentado a su lado—, pero me gustaría decirte algo que tal vez debería haberte dicho hace ya mucho tiempo —Olga rompió a llorar y Paula se quedó helada, sin saber adónde podría derivar la conversación—. Es hora de que sepas la verdad sobre el accidente de mi hijo. Eduardo había estado bebiendo esa noche. El médico forense era amigo nuestro y le pedimos que no te dijera nada sobre el índice de alcohol en sangre que tenía cuando se produjo el accidente.


—No me lo puedo creer. ¿Había estado bebiendo?


—Sí, y no creo que fuera la primera vez —confesó Olga—. Una noche al llegar, pude oler cómo olía a alcohol. No le dije nada, aunque sé que debía haberlo hecho. Creo que bebía porque le asustaba ser padre. Tal vez no quería casarse y asumir responsabilidades. Al principio, pensé que no había ninguna razón para que lo supieras, y cuando Eduardo murió, pensé que te sentirías aún peor sabiéndolo. Sin embargo, ahora que has conocido a alguien, he pensado que debes saber la verdad. Sentimos mucho habértela ocultado todos estos años. ¿Podrás perdonarnos?


Paula comprendió que era el momento de las confesiones. Ella también tenía sobre sus hombros un sentimiento de culpabilidad. Y ya era hora de descargarlo. Su embarazo había sido un accidente. Se había olvidado aquel domingo de cambiarse el parche. Pero cuando se había enterado de que estaba embarazada, había querido a su bebé. Había querido ser su madre y dedicarle todo su corazón. Eduardo, en cambio, no lo quería y debería haberle dicho que no deseaba casarse con ella. Debería haber sido más sincero. 


Pero en vez de eso, prefirió darse a la bebida y ponerse luego al volante del coche.


Paula vio apenada los ojos de Olga bañados en lágrimas y deseó compartir con ella su dolor. Es lo que trataba siempre de hacer con las personas que amaba.


Empujó la silla hacia atrás, se arrodilló a los pies de Olga y tomó sus manos entre las suyas.


—Claro que les perdono. Solo estaban tratando de protegernos a Joaquin y a mí.


Las dos mujeres permanecieron en silencio unos minutos hasta que consiguieron finalmente controlar sus emociones. Olga miró entonces a Paula a los ojos y le apretó la mano.


—Bueno, cuéntame algo de ese hombre con el que saliste anoche.


—Se llama Pedro Alfonso —dijo Paula con un nudo en la garganta.


Por la expresión que vio en el rostro de Olga, supo que iba a abrirle el corazón.


Necesitaba la experiencia y sensatez de la abuela de su hijo para ayudarla a decidir lo que tenía que hacer.





UNA CANCION: CAPITULO 32





Paula estaba temblando y a punto de llorar cuando llegó al restaurante.


Unos cuantos jóvenes se la quedaron mirando con cara de sorpresa.


—¿Conoce usted a Pedro Alfonso? —le preguntó una chica.


Una camioneta de la prensa apareció en ese instante y se detuvo en la plaza del aparcamiento que Pedro había dejado libre unos minutos antes. Paula sabía que eso iba a ser solo el principio. Tenía que manejarse con mucha cautela si no quería verse asediada por la prensa. Y Pedro con ella. Había pasado toda la noche repasando sus sentimientos en la oscuridad del insomnio. Sabía muy bien lo que sentía por Pedro. Él había sacrificado su seguridad por defender su honor en el restaurante.


Había sido un gesto muy noble. La única razón por la que ella se había enfadado era porque no sabía realmente lo que él sentía por ella. ¿Por qué lo habría hecho? ¿Pensaría dejarla o volvería a por ella?


—Estaba en el restaurante y al verme en una situación comprometida acudió a defenderme.


Pero la joven era bastante más perspicaz de lo que ella se imaginaba.


—¿Por qué volvió usted aquí?


Era una buena pregunta. Ya se había quejado antes de Bob Collins, pero su jefe, Woody Paulson, no le había dado la menor importancia. ¿Qué podía hacer ahora si quería preservar su integridad moral? Lo correcto sería ir al restaurante de DJ Traub a contarle lo que Woody le había propuesto y luego ponerse a buscar otro trabajo. Tal vez, encontrase un empleo en el Tottering Teapot, la cafetería del centro de la ciudad, o en alguna oficina, como la que Edgardo Traub acababa de abrir en el complejo de Thunder Canyon. Ya encontraría algo. Trabajaría en tres sitios a la vez, si fuera necesario. Pero no se quedaría allí.


—He vuelto para presentar mi renuncia de forma oficial. No pienso volver a trabajar aquí.


Paula se alejó del grupo y entró en el restaurante. Si los reporteros le hacían preguntas, ella les daría esas mismas respuestas y seguramente la dejarían en paz.


Sobre todo, si Pedro no entraba en contacto con ella. Pero, 
¿por qué iba a hacerlo? Ella le había dejado sin darle más explicaciones, después de haber pasado con él la mejor noche de su vida.



sábado, 12 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 31




¡Maldita sea! La echaba de menos. No podía vivir sin ella.


Por eso había decidido ir a verla al LipSmackin’ Ribs.


Entró por la puerta de servicio, amparado en el disfraz de su incipiente barba, unas gafas de sol y su sombrero Stetson calado hasta las cejas. Había llevado a Paula la noche anterior a su apartamento porque Erika necesitaba volver a su casa y ella tenía que trabajar al día siguiente. Tenía un turno en el restaurante desde media mañana hasta las siete de la tarde.


Pedro sabía que no debía estar allí. Los turistas estaban empezando ya a llegar para el Frontier Days y el restaurante se veía bastante más concurrido que un lunes normal.


Pero eso no pareció preocuparle. Solo podía pensar en la noche que había pasado con ella. ¡Había sido increíble! Sin embargo, cuando la había llevado a casa, había notado en ella una cierta inquietud, como si se sintiera molesta por algo.


Por eso había ido allí. Para averiguarlo. Quería repetir lo de la última noche.


Podrían cenar en el apartamento con Joaquin y luego estar juntos cuando el niño se hubiese dormido. Podrían pasar toda la noche haciendo el amor hasta que Joaquin se despertase.


Comenzaba a preocuparle aquella especie de adicción que sentía por ella. Aquel loco torrente de adrenalina que sentía fluir por las venas cada vez que pensaba en ella.


«Aquel loco torrente». Podría ser un buen título para una canción, se dijo él.


Pero no había lugar en su mente para canciones. Echó una mirada por el restaurante. No tardó en ver a Paula en una mesa. Estaba de espaldas, pero él reconoció en seguida su coleta, su cintura y sus maravillosas piernas que había sentido ya más de una vez alrededor de la cintura. 


Sintió una gran excitación al recordar todas esas imágenes.


El restaurante estaba casi lleno y había varios clientes pululando por entre las mesas en busca de alguna libre. Le llamó entonces la atención un hombre corpulento, casi tan alto como él, que llevaba una chaqueta de ante con flecos, y que parecía estar discutiendo con Paula. Ella parecía bastante molesta y él la agarraba del brazo y la miraba de forma bastante lasciva.


¿Qué demonios estaba pasando?


Pedro, sin dudarlo un instante, se acercó a la mesa donde estaba aquel tipo.


—Vamos, Paula —dijo el hombre—. Te he estado dando unas buenas propinas todas estas semanas. Estoy seguro de que puedes darme algo más sabroso que estas costillas. Cuando salgas de trabajar puedes venir a mi casa o, si lo prefieres, puedo ir yo a la tuya.


—Yo no salgo con los clientes —respondió ella muy cordialmente, tratando de zafarse de él.


—Has estado, todo el rato, moviendo el trasero de forma provocativa y ahora me vienes…


Pedro se puso rojo de ira. Ningún hombre tenía derecho a tocar a una mujer sin su permiso. Pero supuso que ese hombre no tenía moral ni principios.


—Déjela en paz —dijo Pedro con una voz tan fría como el hielo, y luego añadió, poniendo la mano en el hombro de aquel tipo que seguía mirando a Paula sin soltarla, como si no le hubiera oído—: Le he dicho que la deje en paz.


Pedro… —susurró ella levemente al verle.


Muchos clientes dejaron de comer y se pusieron a mirarles. 


Pero las cosas habían ido ya demasiado lejos como para volverse atrás.


El hombre soltó el brazo de Paula, se puso de pie y se enfrentó a Pedro.


—¿Quién lo dice? —preguntó él en tono bravucón.


Pedro Alfonso —dijo él, sin vacilar, echándose atrás el sombrero y quitándose las gafas de sol, dispuesto a hacer cualquier cosa que fuera necesaria para proteger a Paula.


El atrabiliario cliente dio un paso atrás y le miró boquiabierto con cara de sorpresa. Todo el restaurante le estaba mirando ahora. Algunos, incluso, se levantaron de la mesa para verle mejor. Una pareja se puso a sacarle fotos con el móvil. En ese momento, Pedro supo que todo se había ido al traste.


Woody Paulson, el director del LipSmackin’ Ribs apareció en seguida.


Pedro agarró a Paula de la mano y se acercó a él.


—La señorita se va de aquí —dijo Pedro, pasándole el brazo por la cintura y saliendo con ella por la puerta de servicio en dirección al todoterreno.


Montaron en el vehículo y salieron de allí a toda velocidad. 


Algunas personas habían salido del restaurante a verles. Pedro miró por el espejo retrovisor para ver si alguien le seguía.


—¡Para! —exclamó ella.


—No puedo. Tendremos todas las cámaras de Montana sobre nosotros en unos minutos.


—¡Para! —repitió ella, ahora con más energía.


Pedro detuvo el coche. Aún se podía ver, desde donde estaban, la marquesina del restaurante.


—¿Sabes lo que acabas de hacer? —preguntó ella, casi temblando.


—Sí. Descubrir mi identidad para salvar tu honor.


Pedro se giró para mirarla y vio que estaba casi más enfadada que el día que Joaquin se cayó en la montaña y se hizo aquella herida en la barbilla.


—No debías haberlo hecho. Me las habría arreglado yo sola. No tenías por qué haber ido siquiera al restaurante. No tienes ningún derecho a tomar decisiones por mí.


—Después de lo de la última noche, pensé que representaba algo en tu vida.


—¿Algo en mi vida? Ni siquiera me dijiste lo que esa noche representó para ti. Supongo que fue solo sexo, ¿verdad?


—Este no es el lugar adecuado para hablar de eso. En pocos minutos, tendremos a algún periodista pisándonos los talones.


—¿Lo dices porque no quieres que te vean en público o para no darme explicaciones?


—Tú no comprendes hasta dónde pueden llegar los reporteros.


—No me has dado la oportunidad de comprender muchas cosas de ti. Soy bastante fuerte, Pedro. La vida me ha obligado a serlo. Pero esa no es la cuestión. Tú puedes permitirte el lujo de hacer un alto en tu vida e irte a descansar unos meses a una casa en la montaña, pero yo tengo que enfrentarme a la vida real. Tengo que volver al LipSmackin’ Ribs y recuperar mi trabajo, para poder vivir y sacar a mi hijo adelante.


Paula se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió bruscamente la puerta del vehículo.


Había dos coches saliendo del aparcamiento en ese instante. En uno de ellos, había un hombre en el asiento del acompañante que llevaba una cámara apuntándolos.


—Corre, Pedro. Huye, vuelve a la montaña. Yo tengo que volver a mi trabajo — dijo Paula, saliendo del todoterreno y cerrando la puerta de golpe.



Él quiso detenerla, salir tras ella… Pero, ¿qué podría decirle? Su vida era un desastre. Después de todo, ¿qué podría decir la gente? Él había acudido a defender a una camarera de un cliente que la acosaba. No era nada del otro jueves.


Observó a Paula mientras corría hacia el restaurante. Pensó que ella tenía razón: no necesitaba a nadie que la defendiera. Por otra parte, ¿qué podría ella decir a los periodistas si la bombardeaban a preguntas? Simplemente lo que había ocurrido.


Lo primero que tenía que hacer era despistar a la camioneta y a la furgoneta que le estaban siguiendo. Y lo segundo, atrincherarse en su refugio de la montaña.


Aunque lo más importante de todo era asegurarse de que Paula y Joaquin estuvieran a salvo de la prensa. Todo dependía de lo que ella les dijese. Tal vez, debería llamarla para decírselo.


«Vuelve a la montaña. Yo tengo que volver a mi trabajo», le había dicho ella. Lo más probable era que ni siquiera le contestara si la llamaba