martes, 11 de julio de 2017

¿CUAL ES MI HIJA?: CAPITULO 6





Una hora más tarde, Paula se vio en una habitación con una
enorme cama de madera y se sintió como si hubiera aterrizado en Oz.


Los acontecimientos del día se habían desarrollado a tanta velocidad que no sabía muy bien ni dónde estaba.


—Buenas noches, mami —murmuró Abril a su lado abrazándose a su conejito de peluche.


Paula sintió una punzada en el corazón mientras arropaba a su hija. Eleanora Alfonso había intentado que Abril y ella durmieran en habitaciones contiguas pero separadas. Pero Paula había rechazado la idea diciéndole a la madre de Pedro que aquella noche su hija y ella dormirían juntas. 


No quería que Abril se despertara por la noche en un lugar desconocido y le entrara miedo. Para su sorpresa, Pedro la respaldó.


Paula se sentó en la cama y deseó abrazar a su hija y no soltarla nunca. Su cabeza le decía que ella también debería prepararse para dormir. Debería introducirse en el mundo de los sueños, igual que Abril, y tratar de ver las cosas por la mañana con una perspectiva diferente. Pero los pensamientos no dejaban de rondarle por la cabeza.


Sentía como si se hubiera tomado diez tazas de café. 


Aunque no había bebido ninguna.


La puerta de la habitación se abrió entonces y entró Pedro.


—No quise llamar por si estaba dormida. Para no despertarla.


—Creo que está completamente rendida —respondió Paula
mirando a Abril en lugar de a él—. Ha sido un día muy largo.


Pedro se acercó a la cama y ella sintió que el corazón se le
aceleraba. Se dijo a sí misma que se trataba sencillamente de una reacción a las noticias que le había dado, a aquel viaje tan repentino, al hecho de encontrarse en un lugar extraño. Pero la luz que emitía la lamparita que había al lado de la cama le confería a la habitación una atmósfera íntima.


De pronto, Paula sintió la necesidad de ponerse de pie para no tener a Pedro tan cerca.


—A tu madre no le caigo bien —dijo sin más preámbulo.


—No te conoce —respondió él.


—Eso no parece importarle.


Pedro se pasó la mano por el cabello y Paula observó las líneas de cansancio que se dibujaron en la frente y alrededor de los ojos. Él también había tenido un día muy largo. Más que ninguno de ellos.


—El año pasado no ha sido fácil para ella. La muerte de mi padre fue muy repentina. Y aunque mi tío trató de ayudarla a llevar la bodega, ella no había tenido que enfrentarse nunca antes con todos los aspectos del negocio. Antes ayudaba a mi padre a su manera, actuando como anfitriona y estando en contacto con la comunidad. Pero el proceso de fabricar vino la ha sobrepasado.


—Muchas mujeres se encuentran en una posición semejante
cuando su marido muere.


—¿Tú también? —inquirió Pedro.


—No. Yo ya llevaba antes mi propio negocio.


—Y mi madre lo sabe. Sabe que eres una viuda con una niña pequeña que se encarga de todo sola. Por eso tal vez está a la defensiva. Tal vez vea en ti el tipo de mujer que ella siempre quiso ser: independiente y con vida propia. También se ha vuelto muy posesiva con Mariana. Creo que el hecho de que la niña y yo estemos aquí le ha dado un nuevo sentido a su vida.


—¿Y me ve a mí como una amenaza? —preguntó Paula.


—Probablemente.


Pedro la miraba pensativo, como si estuviera tratando de
averiguarlo todo sobre ella. A su vez, Paula estaba haciendo lo mismo, por lo que sintió de nuevo entre ellos un campo magnético que la sacudió emocionalmente casi tanto como la propia situación.


—¿Te gustaría ver a Mariana? —preguntó finalmente él—.
Duerme como un tronco. Aunque entremos no se despertará.


Paula sentía de alguna manera como si llevara toda la tarde y toda la noche aguantando la respiración. Nunca había sido una persona miedosa. Siempre había rechazado el temor y se había enfrentado a las situaciones. Pero ahora tenía que enfrentarse al miedo que había estado intentando asaltar su corazón desde que Pedro Alfonso había entrado en su vida.


¿Y si Abril no era hija suya? ¿Y si la perdía?


—Enseguida vuelvo, cariño —dijo girándose para darle un beso a la niña en la mejilla.


Paula no quería que Pedro captara su miedo porque sabía que lo utilizaría en su contra. Así que se puso muy recta, trató de tranquilizarse y dijo con voz pausada:


—Me gustaría ver a Mariana.





¿CUAL ES MI HIJA?: CAPITULO 5





Durante la hora de viaje que se tardaba en llegar a los viñedos de Willow Creek, el tiempo empeoró. Comenzó a nevar y la nieve se confundía con el granizo, así que Pedro tuvo que concentrarse en la conducción. Pero no tanto como para no darse cuenta de que Paula no dejaba de mirar hacia el asiento de atrás, en el que Abril iba dormida en la silla de viaje de Mariana.


—¿Quieres que suba la calefacción? —preguntó al ver que Paula se abrazaba a sí misma.


—No. Estoy bien.


—El tiempo aquí es muy distinto al de Florida.


—Sí, lo es.


Hablar del tiempo no los llevaría a ninguna parte. Pedro casi
podía sentir la tensión de Paula. La veía en sus hombros, en el modo en que inclinaba ligeramente la cabeza hacia un lado. Tras unos minutos de silencio, Pedro decidió adentrarse en territorio desconocido.


—Háblame del padre de Abril.


—¿Por qué? —preguntó Paula a la defensiva.


—Porque podría ser el padre de Mariana.


Paula se quedó mirando los limpiaparabrisas, que se agitaban furiosamente para limpiar los copos de nieve y el granizo.


—Era asesor financiero.


Pedro ya sabía eso, y también otros datos básicos.


—¿Qué le pasó? —preguntó.


Sabía que Eric había muerto de cáncer, pero tenía curiosidad por saber cómo comenzó todo y cómo lo había llevado Paula.


—Desarrolló un cáncer de páncreas. Había nacido en un
pueblecito de Pensilvania con muchas fábricas químicas y una tasa muy elevada de cáncer. Pero según los médicos eso es pura coincidencia. Murió cinco meses después de que le diagnosticaran la enfermedad.


—Eso es muy duro.


Paula no contestó. Siguió mirando fijamente por la ventana, y Pedro se preguntó qué estaría viendo, ya que no había más que agua y nieve.


—¿Estaba muy unido a Abril?


—No sé qué importancia tiene eso.


—Quiero saber cómo ha crecido Abril. El papel que Eric y tú
habéis jugado en su vida.


—He querido a Abril con todo mi corazón desde el momento de su concepción —respondió ella con la voz inflamada—. Sólo tenía seis meses cuando Eric enfermó.


—No estuvo contigo aquella noche —insistió Pedro—. La noche que te pusiste de parto.


Paula se quedó callada el tiempo suficiente como para que él no la creyera cuando contestó.


—Viajaba mucho. Estaba fuera de la ciudad por asuntos de
trabajo.


La delicadeza no era el fuerte de Pedro, pero se jugaba demasiado como para presionar a Paula o buscarse en ella una enemiga. A pesar de la tensión que había entre ellos y de su actitud a la defensiva, el cuerpo de Pedro respondía ante ella. O tal vez fueran sus hormonas o lo que fuera que hacía que un hombre deseara a una mujer. No había sentido aquellas descargas eléctricas, la necesidad física ni el deseo de tocar a alguien de manera íntima desde que Fran había muerto. El hecho de sentirlo ahora con aquella mujer no tenía sentido y complicaba todavía más la situación. En cualquier caso, él siempre había presumido de saber controlar sus emociones y también sus actos.


Podía controlar el deseo exactamente igual que las demás cosas. La mano invisible de Fran sobre su hombro lo ayudaría, porque no estaba dispuesto a olvidarla ni a ella ni a lo que habían compartido.


—Me dijiste que tu esposa y tú llevabais casados un año cuando ella se quedó embarazada, ¿verdad? —le preguntó Paula desviando la conversación hacia él.


—Sólo pasé con ella veintiún meses. Muy poco tiempo.


Pedro esperaba que ella indagara más, pero para su sorpresa no lo hizo. Guardó un silencio incómodo, y él deseó tener el poder de leerle la mente.


Cuando llegaron a Willow Creek, Pedro se dio cuenta de que
Paula leía el cartel de entrada al camino privado. Resultaba difícil ver nada en medio de la oscuridad, la nieve y el granizo, pero él estaba tan familiarizado con su propiedad que conocía cada uno de sus rincones.


—¿Es muy grande Willow Creek? —preguntó Paula.


—Unos cincuenta acres. Los árboles que hay alrededor del
camino son arces plateados que plantó mi abuelo.


El camino fue siguiendo por los viñedos durante algunos
kilómetros hasta que dejaron el edificio de las bodegas a la derecha y se encontraron con una casa de ladrillo de tres plantas y un amplio porche iluminado.


—Es muy grande —murmuró Paula.


—Sí lo es. Así que hay sitio de sobra para Abril y para ti.


Pedro encendió la luz interior del coche y miró hacia la niña. La pequeña tenía los ojos abiertos.


—Entremos a ver a mi madre —le dijo con una sonrisa—. Seguro que te tiene algo preparado de comer por si tienes hambre. A lo mejor ha hecho galletas.


—¿Puedo comer galletas? —preguntó Abril mirando a su madre.


—Claro —respondió Paula sonriendo a su hija.


Pero Pedro notaba que seguía tensa.


Él había llamado a su madre desde el aeropuerto para avisarla de que habían llegado. Confirmando su sospecha de que probablemente estaría esperándolos nerviosa y preocupada, su madre abrió la puerta de entrada antes de que salieran del coche. Cuando Pedro se dio la vuelta para sacar a la niña de la silla vio que Paula ya le había
desabrochado el cinturón y la tenía en brazos.


Sabía que era inútil ofrecerse a llevarla. La mirada de los ojos de Paula indicaba a las claras que podía encargarse perfectamente de cuidar y proteger a su hija.


Con su hija en brazos, indiferente a la nieve que le caía sobre el cabello, Paula se aproximó a la puerta de la casa, se quedó delante de la madre de Pedro y finalmente, tras unos segundos de incómodo silencio, dijo:
—Hola. Soy Paula Chaves.


—Yo soy Eleanora Alfonso —respondió la otra mujer
asintiendo brevemente con la cabeza.


Pedro se reunió con ellas en el porche tras sacar las maletas.


—Entrad, hace mucho frío —dijo su madre mirándolo a él y
cerrando tras ellos la puerta al frío y el viento de febrero.


Pedro trató de mirar la casa a través de los ojos de Paula. Y se dio cuenta de que le parecería absolutamente pasada de moda. El papel pintado del salón era el mismo que hacía diez años, blanco y con flores rosas. Era una estancia amplia con grandes butacones y un sofá lleno de cojines a juego con el papel de pared.


Pedro sabía que Paula encontraría también la cocina pasada de moda. Todos los electrodomésticos, a excepción del microondas, tenían casi veinte años. Pero su madre mantenía los muebles de madera de cerezo relucientes como espejos, y tanto el suelo de gres como la vieja encimera estaban tan inmaculados como el resto de la casa.


Pedro hizo las presentaciones con toda la naturalidad que pudo.


—Mamá, ya conoces a Paula. Y esta es Abril —dijo mirando a su madre.


La expresión de Eleanora no dejaba dudas de que estaba dispuesta a aceptar a Abril como su nieta, pero sabía que era demasiado pronto.


Se limitó a tenderle la mano extendida a Paula.


La joven se la estrechó haciendo equilibrios con Abril en brazos para que no se le cayera.


—Esa ropa no sirve para el mes de febrero en Pensilvania —
aseguró la anciana mirando a la madre y a la hija—. Espero que hayáis traído algo más abrigado.


Paula estiró los hombros y abrazó a Abril con más fuerza.


—Pensilvania es muy diferente a Florida. He traído la ropa más de invierno que tenemos.


Viendo que las líneas de la batalla comenzaban a trazarse, Pedro trató de apaciguar un poco los ánimos.


—Le he dicho a Abril que a lo mejor habías hecho galletas.


—Claro que sí —respondió Eleanora suavizando la expresión—.¿Quieres venir conmigo para que te dé una?


Abril observó a aquella mujer que tendría unos sesenta y tantos años, el pelo rizado y canoso y gafas de montura plateada. Sin contestar, se dio la vuelta y hundió el rostro en el hombro de su madre.


—Es tímida con los desconocidos —aseguró Paula acariciándole la espalda a su hija pero sin animarla a que fuera con Eleanora.


—¿Por qué no vienes a la cocina conmigo y buscamos esas
galletas? —le preguntó Pedro a la niña.


—Quiero que venga también mamá —respondió Abril con una firmeza que él sabía que era inamovible.


—Claro. Mamá te llevará. Vamos, seguidme.


Eleanora pareció decepcionada, pero cuando Pedro pasó a su lado le murmuró:
—Dale tiempo.


Luego encabezó la comitiva, preguntándose cómo encajaría
Mariana en aquella mezcla y si habría sido una buena idea reunirse todos.




¿CUAL ES MI HIJA?: CAPITULO 4




Pedro estaba sentado en el asiento del pasillo, Paula iba a su lado y Abril en la ventanilla. La niña de tres años tenía miles de preguntas. Le brillaban los ojos y abría la boca desmesuradamente al contemplar por la ventana la frenética actividad de la pista de aterrizaje del aeropuerto.


Pedro recordó cómo aquella misma tarde a primera hora, Paula había llamado a su socia y a un par de personas más antes de hacer su equipaje y el de la niña y decirle a Abril que iban a ir en avión a Pensilvania para visitar a la familia de Pedro.


Era una madre sola con muchas responsabilidades. Parecía una buena madre, aunque Pedro no comprendía muy bien los entresijos de su vida ni cómo se las arreglaba para llevar un negocio y criar a una hija sin que ninguna de las dos se resintiera por ello. Pedro tenía también por si lo necesitaba el nombre y la dirección de una señora que supuestamente cuidaba de Abril cuando Paula trabajaba. El detective privado había conseguido mucha información en un corto espacio de tiempo.


Paula y él no hablaron mientras embarcaba el resto de los
pasajeros. Cuando la azafata hizo las demostraciones de emergencia, ella agarró a Abril de la mano y acercó la cabeza a la de su hija para despegar.


—¿Has volado mucho? —le preguntó Pedro.


—No, no mucho —respondió ella negando con la cabeza—. Hice un par de viajes de negocios con mi marido antes de que Abril naciera. También vinimos en avión a Florida cuando nos mudamos desde Washington.


—¿Los tres?


—No —respondió ella con expresión súbitamente sombría—. Nos mudamos cuando Eric murió.


Pedro pensó que tal vez se sintiera unido a Paula porque ambos habían perdido a su cónyuge.


—Nunca se repone uno de una pérdida así.


—Cualquier tipo de pérdida es difícil de asimilar —respondió ella con voz suave.


Pedro le hubiera preguntado a qué se refería, pero Paula se
inclinó sobre la niña y abrió la bandeja del asiento para que pudiera pintar.


Cuando llevaban un rato de vuelo, la azafata pasó con el carro sirviendo bebidas y aperitivos. Abril mordisqueó las almendras. La imagen de Mariana se dibujó en la cabeza de Pedro, y deseó que no lo estuviera echando mucho de menos. Confiaba en que su madre la entretuviera con actividades reposadas. La preocupación por ella no le había abandonado desde que el médico le había hablado de su problema. Tal vez después de la operación aquella angustia desaparecería por fin.


—¿Seguro que no quieres? —le preguntó a Paula ofreciéndole su bolsa abierta de almendras.


Ella le sonrió levemente y negó con la cabeza. Llevaba puesta una camisa verde de algodón y pantalones. Había colocado su chaqueta y la de Abril en el compartimento superior, y Pedro se dio cuenta en aquel momento de que no les abrigarían lo suficiente en Pensilvania. Pero la ropa era el menor de sus problemas en aquel momento.


Incapaz de apartar los ojos de Paula, observó que tenía unas cuantas pecas en la nariz. Por lo demás, su piel era de una porcelana perfecta. Una oleada de deseo lo animó a mantener las distancias.


—Tienes que comer algo, Paula. Por el bien de Abril y también por el de Mariana.


Sus palabras sonaron algo más asertivas de lo que a él le hubiera gustado, pero Paula no se amilanó. Se mantuvo en sus trece.


—He desayunado copiosamente esta mañana. Cuando lleguemos a Pensilvania ya pensaré en la comida. Ahora mismo estoy mejor sin probar bocado, sobre todo mientras volamos.


Pedro supuso que el sentimiento de protección que ella le
provocaba se debía a que era doce años mayor.


—Debiste casarte muy joven —comentó.


—Tenía veintiún años —respondió Paula parpadeando ante aquel súbito cambio de tema—. No sé si eso es ser muy joven.


Pedro sabía por el informe del detective que Eric tenía tres años más que ella.


—¿Podría volver a ver esos papeles? —le pidió Pedro, impidiendo así que la conversación continuara por aquellos derroteros—. Los de la custodia y la transcripción de la entrevista. Antes no he podido estudiarlos bien.


Pedro los sacó del bolsillo y se los pasó.


Estaba vez, Paula los repasó con gran atención.


—Aunque yo vaya contigo serás tú quien tome todas las
decisiones respecto a Mariana —concluyó ella.


—Fui a buscarte porque puede que seas su madre —respondió él en voz baja para que nadie más pudiera oírlos—. Discutiremos juntos todo lo que le concierne. Pero sí, hasta que tengamos los resultados finales de la prueba de ADN, yo tomaré las decisiones.


Pedro observó un destello de desconfianza en sus ojos y se
preguntó por qué no terminaba de creerse lo que le decía.


—Y aunque Abril puede ser hija mía —continuó utilizando el
mismo tono de voz—, tú tomarás todas las decisiones que le conciernan hasta que conozcamos la verdad.


Paula volvió a concentrarse en los papeles y él observó por el rabillo del ojo cómo los ojos se le llenaban de lágrimas al leer la transcripción de la entrevista con la enfermera. 


Parpadeó rápidamente para tratar de contenerse.


Pedro le colocó suavemente la mano en el brazo.


El contacto de aquel hombre casi desconocido la hizo soltar algo de presión. Una lágrima resbaló a través de las pestañas de Paula.


Pedro sintió al instante deseos de secársela, sentir el calor de su piel bajo su dedo pulgar, aspirar la dulzura que desprendía su aroma. Pero una punzada de culpa le atenazó el pecho. De alguna manera, tocar a Paula le hacía sentirse desleal hacia Fran. Tras su muerte, Pedro había prometido no volver a pasar por una pena así. El amor dolía demasiado cuando terminaba. Al regresar a Willow Creek se había quitado el anillo, pero todavía se sentía casado con Fran. Y tenía la sensación de que eso no cambiaría nunca.


Apartó la mano de Paula y pensó en que iba a regresar a casa.


Antes de aterrizar, el piloto les dijo cómo estaba el tiempo en
Pensilvania, y no era bueno. La temperatura rozaba los cero grados y la lluvia que estaba cayendo podía llegar a convertirse en agua nieve. Abril se había quedado dormida durante el último tramo del viaje y no se despertó al aterrizar.


—Dejemos que bajen los demás pasajeros —le dijo Pedro a
Paula—. Luego yo la llevaré en brazos.


Parecía como si ella fuera a protestar. La vio morderse el labio inferior, sopesar las opciones respecto al equipaje y la lluvia y lo que pasaría después.


—Gracias —dijo finalmente—. Es una buena idea.


Pedro no sabía todavía con exactitud qué tipo de mujer era
Paula, pero podía percibir que estaba muy unida a Abril. Le resultaría muy difícil soltar un poco aquel lazo.


Abril se despertó cuando desembarcaron, pero no protestó por el hecho de que Pedro la llevara en brazos.


—Vamos a visitar el sitio en el que yo vivo —le explicó él.


Aquello pareció bastarle a la niña. Se metió el pulgar en la boca y apoyó la cabeza contra su hombro. Pedro sintió una tensión en el pecho al pensar una vez más en la posibilidad de que Abril fuera hija suya. Tenía que encontrar la manera de convencer a Paula para que se fuera a vivir a Pensilvania. 


Tendrían que aprender de algún modo a compartir a sus hijas.