martes, 11 de julio de 2017

¿CUAL ES MI HIJA?: CAPITULO 4




Pedro estaba sentado en el asiento del pasillo, Paula iba a su lado y Abril en la ventanilla. La niña de tres años tenía miles de preguntas. Le brillaban los ojos y abría la boca desmesuradamente al contemplar por la ventana la frenética actividad de la pista de aterrizaje del aeropuerto.


Pedro recordó cómo aquella misma tarde a primera hora, Paula había llamado a su socia y a un par de personas más antes de hacer su equipaje y el de la niña y decirle a Abril que iban a ir en avión a Pensilvania para visitar a la familia de Pedro.


Era una madre sola con muchas responsabilidades. Parecía una buena madre, aunque Pedro no comprendía muy bien los entresijos de su vida ni cómo se las arreglaba para llevar un negocio y criar a una hija sin que ninguna de las dos se resintiera por ello. Pedro tenía también por si lo necesitaba el nombre y la dirección de una señora que supuestamente cuidaba de Abril cuando Paula trabajaba. El detective privado había conseguido mucha información en un corto espacio de tiempo.


Paula y él no hablaron mientras embarcaba el resto de los
pasajeros. Cuando la azafata hizo las demostraciones de emergencia, ella agarró a Abril de la mano y acercó la cabeza a la de su hija para despegar.


—¿Has volado mucho? —le preguntó Pedro.


—No, no mucho —respondió ella negando con la cabeza—. Hice un par de viajes de negocios con mi marido antes de que Abril naciera. También vinimos en avión a Florida cuando nos mudamos desde Washington.


—¿Los tres?


—No —respondió ella con expresión súbitamente sombría—. Nos mudamos cuando Eric murió.


Pedro pensó que tal vez se sintiera unido a Paula porque ambos habían perdido a su cónyuge.


—Nunca se repone uno de una pérdida así.


—Cualquier tipo de pérdida es difícil de asimilar —respondió ella con voz suave.


Pedro le hubiera preguntado a qué se refería, pero Paula se
inclinó sobre la niña y abrió la bandeja del asiento para que pudiera pintar.


Cuando llevaban un rato de vuelo, la azafata pasó con el carro sirviendo bebidas y aperitivos. Abril mordisqueó las almendras. La imagen de Mariana se dibujó en la cabeza de Pedro, y deseó que no lo estuviera echando mucho de menos. Confiaba en que su madre la entretuviera con actividades reposadas. La preocupación por ella no le había abandonado desde que el médico le había hablado de su problema. Tal vez después de la operación aquella angustia desaparecería por fin.


—¿Seguro que no quieres? —le preguntó a Paula ofreciéndole su bolsa abierta de almendras.


Ella le sonrió levemente y negó con la cabeza. Llevaba puesta una camisa verde de algodón y pantalones. Había colocado su chaqueta y la de Abril en el compartimento superior, y Pedro se dio cuenta en aquel momento de que no les abrigarían lo suficiente en Pensilvania. Pero la ropa era el menor de sus problemas en aquel momento.


Incapaz de apartar los ojos de Paula, observó que tenía unas cuantas pecas en la nariz. Por lo demás, su piel era de una porcelana perfecta. Una oleada de deseo lo animó a mantener las distancias.


—Tienes que comer algo, Paula. Por el bien de Abril y también por el de Mariana.


Sus palabras sonaron algo más asertivas de lo que a él le hubiera gustado, pero Paula no se amilanó. Se mantuvo en sus trece.


—He desayunado copiosamente esta mañana. Cuando lleguemos a Pensilvania ya pensaré en la comida. Ahora mismo estoy mejor sin probar bocado, sobre todo mientras volamos.


Pedro supuso que el sentimiento de protección que ella le
provocaba se debía a que era doce años mayor.


—Debiste casarte muy joven —comentó.


—Tenía veintiún años —respondió Paula parpadeando ante aquel súbito cambio de tema—. No sé si eso es ser muy joven.


Pedro sabía por el informe del detective que Eric tenía tres años más que ella.


—¿Podría volver a ver esos papeles? —le pidió Pedro, impidiendo así que la conversación continuara por aquellos derroteros—. Los de la custodia y la transcripción de la entrevista. Antes no he podido estudiarlos bien.


Pedro los sacó del bolsillo y se los pasó.


Estaba vez, Paula los repasó con gran atención.


—Aunque yo vaya contigo serás tú quien tome todas las
decisiones respecto a Mariana —concluyó ella.


—Fui a buscarte porque puede que seas su madre —respondió él en voz baja para que nadie más pudiera oírlos—. Discutiremos juntos todo lo que le concierne. Pero sí, hasta que tengamos los resultados finales de la prueba de ADN, yo tomaré las decisiones.


Pedro observó un destello de desconfianza en sus ojos y se
preguntó por qué no terminaba de creerse lo que le decía.


—Y aunque Abril puede ser hija mía —continuó utilizando el
mismo tono de voz—, tú tomarás todas las decisiones que le conciernan hasta que conozcamos la verdad.


Paula volvió a concentrarse en los papeles y él observó por el rabillo del ojo cómo los ojos se le llenaban de lágrimas al leer la transcripción de la entrevista con la enfermera. 


Parpadeó rápidamente para tratar de contenerse.


Pedro le colocó suavemente la mano en el brazo.


El contacto de aquel hombre casi desconocido la hizo soltar algo de presión. Una lágrima resbaló a través de las pestañas de Paula.


Pedro sintió al instante deseos de secársela, sentir el calor de su piel bajo su dedo pulgar, aspirar la dulzura que desprendía su aroma. Pero una punzada de culpa le atenazó el pecho. De alguna manera, tocar a Paula le hacía sentirse desleal hacia Fran. Tras su muerte, Pedro había prometido no volver a pasar por una pena así. El amor dolía demasiado cuando terminaba. Al regresar a Willow Creek se había quitado el anillo, pero todavía se sentía casado con Fran. Y tenía la sensación de que eso no cambiaría nunca.


Apartó la mano de Paula y pensó en que iba a regresar a casa.


Antes de aterrizar, el piloto les dijo cómo estaba el tiempo en
Pensilvania, y no era bueno. La temperatura rozaba los cero grados y la lluvia que estaba cayendo podía llegar a convertirse en agua nieve. Abril se había quedado dormida durante el último tramo del viaje y no se despertó al aterrizar.


—Dejemos que bajen los demás pasajeros —le dijo Pedro a
Paula—. Luego yo la llevaré en brazos.


Parecía como si ella fuera a protestar. La vio morderse el labio inferior, sopesar las opciones respecto al equipaje y la lluvia y lo que pasaría después.


—Gracias —dijo finalmente—. Es una buena idea.


Pedro no sabía todavía con exactitud qué tipo de mujer era
Paula, pero podía percibir que estaba muy unida a Abril. Le resultaría muy difícil soltar un poco aquel lazo.


Abril se despertó cuando desembarcaron, pero no protestó por el hecho de que Pedro la llevara en brazos.


—Vamos a visitar el sitio en el que yo vivo —le explicó él.


Aquello pareció bastarle a la niña. Se metió el pulgar en la boca y apoyó la cabeza contra su hombro. Pedro sintió una tensión en el pecho al pensar una vez más en la posibilidad de que Abril fuera hija suya. Tenía que encontrar la manera de convencer a Paula para que se fuera a vivir a Pensilvania. 


Tendrían que aprender de algún modo a compartir a sus hijas.





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