sábado, 13 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 21




—¿Cuánto tiempo puede tardar, niñas? —preguntó él, agachado delante de sus hijas y tratando de entretenerlas—. Dijo que no tardaría mucho.


Sonrió y Eva estiró la mano.


—Pa-pa —dijo ella, y él sintió que los ojos se le llenaban de
lágrimas.


—Oh, niña lista.


Entonces, la pequeña dijo:
—Mamá —y él se dio cuenta de que sólo estaba balbuceando.


«Tonto». Claro que sólo estaba balbuceando. Se puso en pie y miró a su alrededor. ¿Qué podía hacer para entretenerlas? 


Vio una librería y entró con ellas, dispuesto a comprar libros que pudieran chupar, morder y tirar por el suelo, pero entonces, vio los libros de cocina.


Libros para idiotas. Libros para gente que nunca había usado una espumadera. Gente como él.


Quería cocinar para Paula. Encontraría un libro fácil, buscaría una receta y, de camino a casa, pararían en el supermercado. Así podría cocinar para ella.


Pescado. A ella le encantaba el pescado. ¿Atún fresco? 


Echó un vistazo a los libros, encontró uno que parecía prometedor, buscó una receta de atún y vio que no se tardaba nada en prepararlo.


Vuelta y vuelta en la plancha y ya estaba. Podía servirlo con
ensalada y patatas.


Compró el libro, colgó la bolsa detrás del carrito y sacó su
teléfono.


Paula estaba comunicando. Maldita fuera. Bueno, le daría un
minuto. A lo mejor estaba tratando de llamarlo.


Estaba a punto de meter el teléfono en el bolsillo cuando empezó a sonar. Contestó inmediatamente.


—¡Estabas hablando! —dijo ella, en tono acusador.


Él suspiró.


—Tú también. Intentaba llamarte. Las niñas empiezan a estar inquietas.


—Oh, lo siento. Ya he terminado.


Paula le explicó dónde estaba y Pedro miró el plano del centro comercial para ir a buscarla. De camino, pensó en que quizá Paula tuviera alguna justificación para pensar que había usado el teléfono para asuntos de trabajo, porque sí había llamado a Andrea Pero sólo a ella, y había hablado menos de tres minutos.


Así que no podía negárselo, porque Paula tenía razón. Él la había engañado, y su esposa hacía bien en no confiar en él.


La encontró junto a una caja, con un montón de ropa en la mano.


Esperándolo.


—Lo siento —dijo ella.



Pedro se sintió un poco culpable.


—No te preocupes —contestó—. Bueno, ¿y qué te has
comprado?






PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 20





Pedro no podía creer que hubiera tantas tiendas vendiendo las mismas cosas. Encontraron la barrera para las niñas, ropa, pañales y juguetes… Tantas cosas que tuvo que hacer más de un viaje al coche para cargarlo todo. Después, continuaron de compras y vio que Pau se detenía frente a una tienda de ropa para mujeres.


—¿Cuándo fue la última vez que te compraste algo nuevo? — preguntó él.


—¿Aparte de pantalones vaqueros y sudaderas? No lo recuerdo, pero no necesito nada.


—Sí que lo necesitas. Claro que lo necesitas.


—¿Para cuándo?


—¿Para cuando te invite a cenar?


—¿Con las niñas?


—No. Cuando tengamos niñera.


—No conozco una niñera. Bueno, aparte de Juana, y no querrá cuidarlas por la noche. Normalmente le llevo a las pequeñas a su casa si tengo que ir a algún sitio donde no pueda llevármelas.


—¿Mi madre?


—¿Linda? Vive en Londres.


—Vendría.


—¿Sólo para que puedas llevarme a cenar? Eso es pedir
demasiado.


—También podríamos quedarnos allí. Lo siento, sé que me estoy anticipando, pero… ¿Por qué no te compras un vestido? Algo bonito. Un top, quizá, si no quieres un vestido, o unos pantalones nuevos. También podrías vestirte en casa, si quisieras.


—Pero no quiero —soltó ella.


Él pestañeó, confuso.


Paula lo miraba como si hubiera sugerido algo malo, y se le ocurrió que podía habérselo tomado como una crítica a su manera de vestir.


—Oh, Pau, no te enfades. No estaba criticándote. Sólo pensé que, si querías algo bonito… —se calló—. No importa. Olvídalo. Lo siento.


Y sin esperar su respuesta, se alejó.


Maldita fuera.


¿Lo había malinterpretado? Porque le encantaría comprarse ropa nueva, algo que le quedara bien y que le hiciera sentirse como una mujer y no como una máquina de producir leche.


Ropa interior bonita. Y sexy.


¿Para Pedro?


Quizá.


Y un top bonito, con unos pantalones de su talla que no se
quedasen pegados a los muslos. Ya no le cabía ninguno de los pantalones que tenía antes. Todos le quedaban demasiado apretados.


Agarró el carrito y corrió tras él.


—¿Pedro? ¡Pedro, para! ¡Por favor!


Él se detuvo. Ella lo alcanzó y trató de sonreír.


—Lo siento. Ha sido un malentendido… Y tienes razón. Me
encantaría comprarme algo de ropa. De hecho, necesito algunas prendas. ¿Podrás aguantarlo?


—Sólo si puedo verte mientras te las pruebas.


—Oh... Estaba pensando en ropa interior.


—Mucho mejor —murmuró él.


Y Paula notó que se ruborizaba.


—No puedes…


—En la tienda a lo mejor no —convino él—. Pero más tarde.


—Está bien. Olvida la ropa interior.


Él hizo una mueca y se rió.


—¿Qué más necesitas?


—Pantalones, tops… No tardaré mucho.


—No soy tan ingenuo. ¿Por qué no me llevo a las niñas y te dejo sola una hora o así? Puedes llamarme cuando termines y vendré a pagar.


—¡No tienes que pagar! —protestó ella.


—Pau, eres mi esposa. Y estaré encantado de pagar tu ropa. Acabo de pagar cientos de miles de libras por pasar tiempo contigo. No creo que un top o un par de pantalones vayan a marcar mucha diferencia.


Oh, cielos. Paula había pensado que el trato con Yashimoto había sido un poco precipitado y empezaba a darse cuenta de lo mucho que él había invertido en su relación.


—Lo siento. No era mi intención que hicieras eso.


—Pau, está bien. Estoy contento. Fue una buena decisión. Y
estamos hablando de un recorte de beneficios, más que de un déficit, así que olvídalo. Y ahora, ¿mi teléfono, por favor?


—Ah, sí —ella metió la mano en el bolso y sacó su teléfono.


De pronto, se preguntó si Pedro había sugerido aquello para
conseguir que le diera el teléfono.


—No. Confía en mí.


¿Lo había dicho en voz alta?


—Lo siento. De acuerdo, seré todo lo rápida que pueda. No las dejes solas.


Él la miró y se volvió, desapareciendo entre la multitud y
dejándola sola, sintiéndose vacía y desorientada.


«Vamos, Paula», se dijo. «Organización. Primero, la ropa interior, después un top y luego los pantalones».


Entró en un establecimiento y comenzó a comprar.





PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 19




Al día siguiente, Pedro durmió hasta las nueve. Era la primera vez que ella lo había visto dormir hasta tan tarde, así que a las ocho entró en su habitación para ver si seguía vivo. 


Lo encontró tumbado en la cama roncando suavemente. La colcha se había caído hacia un lado, pero como en la habitación hacía calor, aunque estuviera desnudo no pasaría frío.


La tentación de tumbarse a su lado para abrazarlo era muy fuerte, pero salió de la habitación y regresó al piso de abajo. 


Abrió la puerta para que Murphy saliera al jardín. El perro le llevó la pelota y ella se la tiró varias veces, pero hacía frío y no le gustaba dejar a las niñas solas.


Regresó al interior, encendió la radio, dobló la ropa limpia que ya estaba seca y se preparó un café. En esos momentos, oyó el agua del baño del piso de arriba.


La noche anterior habían hablado durante horas. Él le había
contado todo, cómo había conocido a Debbie y lo mucho que se emocionaron cuando ella se quedó embarazada. También le habló del pequeño Miguel, y de cómo lo había sostenido en brazos mientras moría. También le contó que había prometido que jamás volvería a hacer que una mujer corriera ese riesgo.


—Entonces, ¿no era que no quisieras tener hijos? —le había
preguntado ella.


—Oh, no. Me habría encantado tener hijos, y las niñas…
Bueno, son maravillosas. El regalo más preciado. No puedo creer que las tengamos. Pero no sé si habría podido soportar el embarazo.


—¿Y qué habrías hecho si te lo hubiera contado? —preguntó ella.


Él se encogió de hombros.


—No lo sé. No sé si habría podido soportar todas esas semanas de espera, sabiendo que no iba a ser algo inmediato, viéndote sufrir, esperando que sucediera algo malo. Creo que me habría destrozado.


—¿Y si fuéramos a tener otro?


—No sé si podría soportarlo. Prefiero no saberlo. Hemos tenido mucha suerte con las niñas. No tentemos la suerte.


Aquél no era un asunto importante. Ella no quería volver a
quedarse embarazada después de la última vez, y los médicos opinaban que no era buena idea. Además, hasta que la relación estuviera más estabilizada, no pensaba correr el riesgo.


Incluso suponiendo que lo dejara acercarse tanto.


Pero sí sabía una cosa: tampoco permitiría que volviera a
ocultarlo todo. Haría que hablara de ello, de Debbie, del bebé y de cómo se había sentido al respecto.


Ellos no merecían que los olvidaran, así que su recuerdo se
mantendría vivo, y las niñas sabrían que un día, mucho tiempo atrás, habían tenido un hermano.


Ella se secó las lágrimas de los ojos y levantó la vista al verlo entrar. Pedro la miró y suspiró:
—Oh, Pau. ¿Te encuentras bien?


—Lo siento. Estaba pensando en cuando se lo contemos a las niñas, cuando sean mayores.


—Te estás anticipando demasiado. No importa. ¿Qué tiene que hacer un hombre en esta casa para conseguir una taza de té?


—¿Poner la tetera al fuego? —sugirió ella.


Pedro puso el agua a hervir y se agachó para saludar a las niñas, que estaban en el parque mordiendo un juguete.


—Creo que les están saliendo los dientes —dijo él.


Paula se rió y se puso en pie.


—Por supuesto. No harán mucho más durante las próximas
semanas. Aparte de intentar escaparse de todos lados.


—Tendremos que probar a esposarlas —dijo él.


Paula se cubrió la boca con la mano.


—Shh. No lo digas delante de ellas.


Él soltó una carcajada. Era la primera vez desde hacía años que lo oía soltar una carcajada de verdad. Después, se miraron y él dejó de respirar por un instante.


Ella preparó el té y metió el pan en la tostadora, sin dejar de
recordar el sonido de su risa y cómo las lágrimas que había
derramado la noche anterior parecían haber liberado sus
sentimientos.


¿Eso significaba que podría seguir adelante?


Esperaba que sí. Ella siempre había sabido que había otra cara de Pedro que no conocía, porque siempre la mantenía acallada, y confiaba en poder llegar a conocerla.


—¿Y qué vamos a hacer hoy? —preguntó ella.


—¿Qué tiempo hace?


—Frío. Hace sol, pero el viento está helado.


—¿Algo que sea en el interior? ¿Qué tal si vamos a buscar una valla mejor para la escalera?


—Es una buena idea. Y también podríamos comprarles algo de ropa, si vamos a uno de esos centros comerciales. Ahora hay un montón.


—Así quería comerse la escobilla del váter —dijo él.


Ella lo miró horrorizada.


—¿Qué?


—Eva —contestó él, mirando cómo su hija mordisqueaba un
juguete de plástico.


—¿Cuándo?


—El otro día, en el baño. No te preocupes, no llegó a metérsela en la boca.


—¿Por eso estaba en la repisa de la ventana?


—Sí.


—Oh, pequeño monstruito. Nunca había hecho algo así.


—Probablemente porque eres más eficiente con ellas que yo. Lo hizo mientras yo comprobaba la temperatura del agua. Bueno, ¿nos vamos de tiendas?


Ella lo miró. Parecía casi entusiasmado, y nunca le había
entusiasmado ir de compras. En realidad, nunca habían tenido tiempo de ir de compras con la vida que llevaban anteriormente.


—Vamos a Lakeside —sugirió ella—. Hay muchas clases de
tiendas y es todo interior, así que no tendremos que preocuparnos por si las niñas pasan frío. Podemos pasar el día allí.





viernes, 12 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 18




—Pobre Murphy. ¿Te hemos abandonado?


Pedro le acarició las orejas y Murphy se apoyó en él moviendo el rabo.


—Creo que eso significa «dame de comer» —dijo Pau.


Él se rió y agarró el cuenco del perro.


—¿Tienes hambre? —preguntó, y el perro comenzó a mover el rabo más deprisa—. ¿Le doy de comer?


—Mmm… Si pudieras sacarlo a dar un paseo primero, sería
estupendo. Yo bañaré a las niñas.


—¿Estás segura de que puedes apañártelas sola?


—Estoy bien. Vete.


Él sacó al perro a dar un paseo corto por el río. Estaba
oscureciendo y cuando regresó a casa, Paula estaba en la cocina dándoles una papilla a las niñas antes de darles de mamar.


—¿Te apetece un té? —le ofreció él.


Ella asintió con una sonrisa y se acomodó en el sofá con las
niñas.


Él le sirvió un té, mezclado con agua fría, y se lo dejó en la mesa.


Después, se sentó frente a ella. Murphy estaba comiendo y el cuenco se le escurría sobre el suelo de baldosas.


—Puede que le compre un comedero con base de goma —dijo ella.


Pedro se rió y bebió un poco de té. Miró a su mujer y a sus hijas y pensó que su vida nunca había sido tan compleja, ni más completa.


«Una familia feliz», pensó, y se preguntó cuánto tiempo duraría.


—¿Tienes hambre? —le preguntó a Paula.


—Mucha. ¿Por qué? ¿Qué estás pensando?


Él se rió.


—En algo sin ajo. Me preguntaba si te apetece que pida algo en el pub, otra vez.


—Oh. Sería estupendo. Hacen una tartaleta con mozzarella y albahaca, buenísima. Está deliciosa. Y un postre de toffee pegajoso.


—Pegajoso… Eso suena horrible —dijo él, entre risas.


—No. Está buenísimo. Tienes que probarlo.


—Probaré un poco del tuyo.


—Si te dejo.


—Oh, lo harás —respondió él, y tomó a Eva en brazos para
sacarle el aire—. Te convenceré.


—Puedes intentarlo —dijo ella, con un brillo en la mirada.


¡Maldita fuera! Después de la conversación que habían tenido la noche anterior, no había manera de que pudiera acercarse a ella, así que sería mejor que ni pensara en ello.


—Vamos, pequeñas. Voy a cambiaros el pañal y a acostaros, para que mamá y papá puedan tener una conversación civilizada.


—Entonces, será mejor que las dejes aquí —dijo Pau desde detrás.


Él se volvió y, al ver su pícara sonrisa, sintió que el deseo se
apoderaba de él otra vez.


Iba a ser una tarde muy larga.


Paula encendió la chimenea mientras él estaba en el pub
encargando la comida. Cuando regresó, el fuego estaba encendido y, la mesa, puesta.


—¿Huele a leña quemada? —preguntó él, al entrar en la cocina.


Ella asintió.


—He encendido la chimenea. Se me ocurrió que podíamos jugar al ajedrez otra vez, o ver algún DVD de las niñas.


—Eso estaría bien —dijo él.


Paula se fijó en que su sonrisa se había desvanecido y recordó que la vez que vieron los DVDs él se había disgustado. ¿Por qué?


—¿Pedro?


—¿Te apetece un vaso de vino? Queda un poco de blanco, y
también he traído un rosado.


—Oh. El rosado suena bien. Gracias —dijo ella, y decidió dejar el tema por el momento.


Paula lo estaba mirando.


Él la ignoró y le entregó los recipientes de la comida antes de descorchar el vino. Cuando lo sirvió y se sentó frente a ella, Paula ya estaba concentrada en la comida.


—Vaya, estaba deliciosa. Gracias, Pedro.


—Ha sido un placer. ¿Qué te parece si me dejas que te rete al ajedrez otra vez?


Ella dudó un instante y puso una pícara sonrisa.


—Muy bien. Si no te importa que te gane. Ya me he acordado de cómo funciona tu mente.


—Más deprisa que la tuya.


Ella le sacó la lengua y se puso en pie.


—Ya lo veremos.


—Sin duda. ¿El mejor de tres?


—¿Crees que necesitaremos tantas partidas?


—No. Dos bastarán para que te vayas con el rabo entre las
piernas —contestó él, siguiéndola con el perro a su lado.


Eso fue un error, porque estaba a punto de ganarla por segunda vez cuando Murphy se puso en pie. Paula no quiso desaprovechar la oportunidad y lo llamó con entusiasmo. El perro se acercó moviendo el rabo y tiró las fichas.


—Oh, qué lástima, tendremos que empezar otra vez —dijo ella.


—Recuerdo dónde estaba cada pieza —contestó Pedro, y
comenzó a recolocarlas.


—Tu caballo no estaba ahí.


—Sí.


—No. Estaba ahí. Tu alfil estaba ahí.


—Tonterías. ¿Cómo podía haber puesto el alfil ahí? Asúmelo, Pau, te habría ganado.


—Nunca.


—No pensaba que fueras una tramposa.


—¡No he hecho trampas! Sólo bromeaba, Pedro. Trataba de quitar tensión al ambiente.


—¿Qué le pasa al ambiente?


—No lo sé, pero desde que mencioné los DVDs, estás raro. ¿Por qué no quieres verlos?


—Sí quiero —mintió. Aunque realmente no era una mentira, pero le daba miedo que los sentimientos que había enterrado hacía tiempo afloraran a la superficie.


Ella se puso en pie y guardó el ajedrez. Después, bajó la
intensidad de la luz y encendió el televisor.


—Muy bien. Éste es el siguiente: cuando las niñas estaban en el hospital. La otra noche estábamos a punto de verlo cuando te marchaste.


—Ponlo sin más, Pau —dijo él, sujetando con fuerza la copa de vino en su mano izquierda.


Paula inició el vídeo, agarró la mano derecha de Pedro y se
acurrucó contra él.


—Ésa es Eva. Era la más fuerte. Nació primero, y, aunque era la más pequeña, se desarrolló mejor y ahora pesa más que Ana. Y ésa es Ana. Tuvieron que ayudarla a estabilizar su respiración, y hubo unos días en los que pensamos que podíamos perderla —dijo con voz temblorosa.


Pedro se percató de que ella tampoco lo estaba pasando bien y le apretó la mano.


—Parecen muy pequeñas.


—Lo eran. Los gemelos suelen ser más pequeños.
Tienen la mitad del espacio, así que cuando nacieron, mi útero ya había alcanzado el límite y corría el riesgo de que se desgarrara.


—Suena horrible —dijo él, pensando en que debía de haber sido muy doloroso. ¿Por qué diablos no se había puesto en contacto con él?


—Lo fue. Y estuve muy asustada. Estuve a punto de llamarte. Si me hubieses llamado antes, lo habría hecho, pero entonces me robaron el teléfono y lo único que pude hacer fue tratar de superar todo lo que iba sucediendo.


—Habría venido —afirmó él.


—¿Sí?


Paula se volvió para mirarlo a los ojos un instante, antes de que él volviera la cabeza.


—Sí. Habría venido.


Pedro, ¿puedo preguntarte una cosa?


Él la miró con el corazón acelerado.


—Claro.


—¿Quién es Debbie?


Pedro derramó el vino sin querer, mojándose la mano y el brazo del sofá. Se puso en pie, agarró un paño y lo frotó hasta que ella se lo quitó de la mano y lo empujó con delicadeza para que se sentara de nuevo a su lado.


Pedro, olvídate de eso y cuéntamelo. ¿Quién es? ¿Por qué tu madre se sorprendió tanto al ver que yo nunca había oído hablar de ella? ¿Y qué te hizo para que te volvieras tan reservado?


Él la miró con la respiración agitada. Después, tragó saliva. 


Podía hacerlo. Y debería habérselo dicho años atrás.


—Era mi novia —dijo Pedro—. Estaba embarazada y tuvo preeclampsia. Le hicieron una cesárea, pero murió en el quirófano. Igual que el bebé. Mi hijo. Él vivió quince horas y siete minutos. Tenía veintiséis semanas. Por eso el vídeo…


Apretó los dientes, conteniendo las lágrimas para no perder el control. Ella no dijo nada durante un buen rato, pero al final preguntó con voz temblorosa.


—¿Teníais nombre para él?


—Sí —tragó saliva otra vez—. Sí. Lo llamé Miguel.
Era el nombre de mi padre.


—Oh, Pedro.


Paula comenzó a llorar y se cubrió la boca con la mano.


Él no quería mirarla. No podía verla llorar por Debbie y por su hijo, sentía tanto dolor que ni siquiera podía ver el vídeo de las niñas sin recordar a su primer hijo. No podía soportar que sus sentimientos afloraran a la superficie, provocando que volviera a sentirse destrozado.


—Oh, Pedro —murmuró ella, y él sintió cómo le secaba las
lágrimas que corrían por sus mejillas—. Está bien, Pedro, te tengo a ti.


Él se dio cuenta de que le había sentado bien contarlo, porque Pau estaba con él y ya no se sentía solo.


Así que, tras un suspiro, se acurrucó en sus brazos y lloró junto a ella por primera vez en quince años.