viernes, 12 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 18




—Pobre Murphy. ¿Te hemos abandonado?


Pedro le acarició las orejas y Murphy se apoyó en él moviendo el rabo.


—Creo que eso significa «dame de comer» —dijo Pau.


Él se rió y agarró el cuenco del perro.


—¿Tienes hambre? —preguntó, y el perro comenzó a mover el rabo más deprisa—. ¿Le doy de comer?


—Mmm… Si pudieras sacarlo a dar un paseo primero, sería
estupendo. Yo bañaré a las niñas.


—¿Estás segura de que puedes apañártelas sola?


—Estoy bien. Vete.


Él sacó al perro a dar un paseo corto por el río. Estaba
oscureciendo y cuando regresó a casa, Paula estaba en la cocina dándoles una papilla a las niñas antes de darles de mamar.


—¿Te apetece un té? —le ofreció él.


Ella asintió con una sonrisa y se acomodó en el sofá con las
niñas.


Él le sirvió un té, mezclado con agua fría, y se lo dejó en la mesa.


Después, se sentó frente a ella. Murphy estaba comiendo y el cuenco se le escurría sobre el suelo de baldosas.


—Puede que le compre un comedero con base de goma —dijo ella.


Pedro se rió y bebió un poco de té. Miró a su mujer y a sus hijas y pensó que su vida nunca había sido tan compleja, ni más completa.


«Una familia feliz», pensó, y se preguntó cuánto tiempo duraría.


—¿Tienes hambre? —le preguntó a Paula.


—Mucha. ¿Por qué? ¿Qué estás pensando?


Él se rió.


—En algo sin ajo. Me preguntaba si te apetece que pida algo en el pub, otra vez.


—Oh. Sería estupendo. Hacen una tartaleta con mozzarella y albahaca, buenísima. Está deliciosa. Y un postre de toffee pegajoso.


—Pegajoso… Eso suena horrible —dijo él, entre risas.


—No. Está buenísimo. Tienes que probarlo.


—Probaré un poco del tuyo.


—Si te dejo.


—Oh, lo harás —respondió él, y tomó a Eva en brazos para
sacarle el aire—. Te convenceré.


—Puedes intentarlo —dijo ella, con un brillo en la mirada.


¡Maldita fuera! Después de la conversación que habían tenido la noche anterior, no había manera de que pudiera acercarse a ella, así que sería mejor que ni pensara en ello.


—Vamos, pequeñas. Voy a cambiaros el pañal y a acostaros, para que mamá y papá puedan tener una conversación civilizada.


—Entonces, será mejor que las dejes aquí —dijo Pau desde detrás.


Él se volvió y, al ver su pícara sonrisa, sintió que el deseo se
apoderaba de él otra vez.


Iba a ser una tarde muy larga.


Paula encendió la chimenea mientras él estaba en el pub
encargando la comida. Cuando regresó, el fuego estaba encendido y, la mesa, puesta.


—¿Huele a leña quemada? —preguntó él, al entrar en la cocina.


Ella asintió.


—He encendido la chimenea. Se me ocurrió que podíamos jugar al ajedrez otra vez, o ver algún DVD de las niñas.


—Eso estaría bien —dijo él.


Paula se fijó en que su sonrisa se había desvanecido y recordó que la vez que vieron los DVDs él se había disgustado. ¿Por qué?


—¿Pedro?


—¿Te apetece un vaso de vino? Queda un poco de blanco, y
también he traído un rosado.


—Oh. El rosado suena bien. Gracias —dijo ella, y decidió dejar el tema por el momento.


Paula lo estaba mirando.


Él la ignoró y le entregó los recipientes de la comida antes de descorchar el vino. Cuando lo sirvió y se sentó frente a ella, Paula ya estaba concentrada en la comida.


—Vaya, estaba deliciosa. Gracias, Pedro.


—Ha sido un placer. ¿Qué te parece si me dejas que te rete al ajedrez otra vez?


Ella dudó un instante y puso una pícara sonrisa.


—Muy bien. Si no te importa que te gane. Ya me he acordado de cómo funciona tu mente.


—Más deprisa que la tuya.


Ella le sacó la lengua y se puso en pie.


—Ya lo veremos.


—Sin duda. ¿El mejor de tres?


—¿Crees que necesitaremos tantas partidas?


—No. Dos bastarán para que te vayas con el rabo entre las
piernas —contestó él, siguiéndola con el perro a su lado.


Eso fue un error, porque estaba a punto de ganarla por segunda vez cuando Murphy se puso en pie. Paula no quiso desaprovechar la oportunidad y lo llamó con entusiasmo. El perro se acercó moviendo el rabo y tiró las fichas.


—Oh, qué lástima, tendremos que empezar otra vez —dijo ella.


—Recuerdo dónde estaba cada pieza —contestó Pedro, y
comenzó a recolocarlas.


—Tu caballo no estaba ahí.


—Sí.


—No. Estaba ahí. Tu alfil estaba ahí.


—Tonterías. ¿Cómo podía haber puesto el alfil ahí? Asúmelo, Pau, te habría ganado.


—Nunca.


—No pensaba que fueras una tramposa.


—¡No he hecho trampas! Sólo bromeaba, Pedro. Trataba de quitar tensión al ambiente.


—¿Qué le pasa al ambiente?


—No lo sé, pero desde que mencioné los DVDs, estás raro. ¿Por qué no quieres verlos?


—Sí quiero —mintió. Aunque realmente no era una mentira, pero le daba miedo que los sentimientos que había enterrado hacía tiempo afloraran a la superficie.


Ella se puso en pie y guardó el ajedrez. Después, bajó la
intensidad de la luz y encendió el televisor.


—Muy bien. Éste es el siguiente: cuando las niñas estaban en el hospital. La otra noche estábamos a punto de verlo cuando te marchaste.


—Ponlo sin más, Pau —dijo él, sujetando con fuerza la copa de vino en su mano izquierda.


Paula inició el vídeo, agarró la mano derecha de Pedro y se
acurrucó contra él.


—Ésa es Eva. Era la más fuerte. Nació primero, y, aunque era la más pequeña, se desarrolló mejor y ahora pesa más que Ana. Y ésa es Ana. Tuvieron que ayudarla a estabilizar su respiración, y hubo unos días en los que pensamos que podíamos perderla —dijo con voz temblorosa.


Pedro se percató de que ella tampoco lo estaba pasando bien y le apretó la mano.


—Parecen muy pequeñas.


—Lo eran. Los gemelos suelen ser más pequeños.
Tienen la mitad del espacio, así que cuando nacieron, mi útero ya había alcanzado el límite y corría el riesgo de que se desgarrara.


—Suena horrible —dijo él, pensando en que debía de haber sido muy doloroso. ¿Por qué diablos no se había puesto en contacto con él?


—Lo fue. Y estuve muy asustada. Estuve a punto de llamarte. Si me hubieses llamado antes, lo habría hecho, pero entonces me robaron el teléfono y lo único que pude hacer fue tratar de superar todo lo que iba sucediendo.


—Habría venido —afirmó él.


—¿Sí?


Paula se volvió para mirarlo a los ojos un instante, antes de que él volviera la cabeza.


—Sí. Habría venido.


Pedro, ¿puedo preguntarte una cosa?


Él la miró con el corazón acelerado.


—Claro.


—¿Quién es Debbie?


Pedro derramó el vino sin querer, mojándose la mano y el brazo del sofá. Se puso en pie, agarró un paño y lo frotó hasta que ella se lo quitó de la mano y lo empujó con delicadeza para que se sentara de nuevo a su lado.


Pedro, olvídate de eso y cuéntamelo. ¿Quién es? ¿Por qué tu madre se sorprendió tanto al ver que yo nunca había oído hablar de ella? ¿Y qué te hizo para que te volvieras tan reservado?


Él la miró con la respiración agitada. Después, tragó saliva. 


Podía hacerlo. Y debería habérselo dicho años atrás.


—Era mi novia —dijo Pedro—. Estaba embarazada y tuvo preeclampsia. Le hicieron una cesárea, pero murió en el quirófano. Igual que el bebé. Mi hijo. Él vivió quince horas y siete minutos. Tenía veintiséis semanas. Por eso el vídeo…


Apretó los dientes, conteniendo las lágrimas para no perder el control. Ella no dijo nada durante un buen rato, pero al final preguntó con voz temblorosa.


—¿Teníais nombre para él?


—Sí —tragó saliva otra vez—. Sí. Lo llamé Miguel.
Era el nombre de mi padre.


—Oh, Pedro.


Paula comenzó a llorar y se cubrió la boca con la mano.


Él no quería mirarla. No podía verla llorar por Debbie y por su hijo, sentía tanto dolor que ni siquiera podía ver el vídeo de las niñas sin recordar a su primer hijo. No podía soportar que sus sentimientos afloraran a la superficie, provocando que volviera a sentirse destrozado.


—Oh, Pedro —murmuró ella, y él sintió cómo le secaba las
lágrimas que corrían por sus mejillas—. Está bien, Pedro, te tengo a ti.


Él se dio cuenta de que le había sentado bien contarlo, porque Pau estaba con él y ya no se sentía solo.


Así que, tras un suspiro, se acurrucó en sus brazos y lloró junto a ella por primera vez en quince años.














1 comentario:

  1. Ayyyyyyyy, cuánta angustia en el último cap. Menos mal que ya casi no pelean. Muy buena historia.

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