sábado, 25 de marzo de 2017

SUS TERMINOS: CAPITULO 3




Sus amigas le recomendaron que se pusiera su vestido verde de estilo años veinte, lo cual hizo; y mientras pasaba las manos sobre la tela, se alegró de haberse dejado convencer: la ropa hacía al hombre y aumentaba la confianza de la mujer; era una ley de la naturaleza. También dijeron que se dejara el pelo suelto, con el argumento de que a los hombres les gustaban las melenas. Y Paula siguió el consejo porque resultaba más cómodo que hacerse un peinado, aunque al final se ató un pañuelo a juego con el vestido.


Sin embargo, la propuesta de que llevara zapatos de tacón alto, no resultó tan bien. Cuando estaba a punto de llegar al hotel, decidió entrar en un bar que le gustaba especialmente, de la calle O'Connell, y pedir un café para llevar; lamentablemente se encontraba al otro lado del río, de modo que no tuvo más remedio que cruzar el puente; además, había tanta gente en la cola que perdió demasiado tiempo y tuvo que volver a la carrera. Todo un problema con sus tacones altos, pero Paula necesitaba el café: la noche anterior había tomado demasiados cócteles con su grupo de amigas.


Pedro la estaba esperando en la entrada del hotel, hablando por teléfono con alguien. Al verlo, el pulso de Paula se aceleró. No llevaba un traje de ejecutivo como el día anterior, sino unos vaqueros y una camisa blanca arremangada que le recordaron enormemente al desconocido de Galway.


Estaba muy guapo, y su atractivo aumentó cuando el sol se asomó entre las nubes e iluminó su cabello rubio.


Paula pensó que si ella hubiera nacido hombre y hubiera sido como él, habría exudado la misma seguridad. Además de su aspecto físico, Pedro procedía de una de las familias más ricas, más antiguas y más famosas del condado. Hasta cierto punto era lógico que equilibrara tantas virtudes con cierta tendencia a comportarse como un cretino.


En ese momento, Pedro se ajustó la cinta de la cámara que llevaba al hombro y soltó una carcajada como si su interlocutor telefónico hubiera dicho algo gracioso. Fue un sonido tan profundo y masculino que Paula lo oyó entre el ruido de los coches y sonrió sin poder evitarlo; de hecho, la dejó tan trastornada que chocó con un transeúnte y estuvo a punto de derramar el café.


Pedro cortó la comunicación, se guardó el móvil en el bolsillo, caminó hacia ella y la miró de la cabeza a los pies.


—¡Buenos días! —dijo Paula, sonriente—. ¿Llevas mucho tiempo esperando?


Pedro comprobó la hora.


—No, eres muy puntual. Me gustaría poder decir lo mismo de Mickey D.


—Las estrellas del rock no llegan nunca a tiempo. Sería demasiado convencional.


—Hum…


Pedro la miró como si pensara que ella también sabía mucho de comportamientos poco convencionales.


—Bueno, ¿entramos y hablamos del proyecto del hotel o nos quedamos aquí y hablamos sobre el clima? —preguntó ella.


—Primero deberíamos hablar sobre lo de ayer.


—Sería mejor que empezáramos con algo que no nos enfrente o nos condene a una posición horizontal —ironizó.


Pedro frunció el ceño.


—De eso es exactamente de lo que tenemos que hablar. No debes decir esas cosas cuando estemos delante de un cliente o de los trabajadores.


Paula sopló el café para que se enfriara.


—Si me tratas como si fuera una niña de doce años, tendrás que afrontar las consecuencias —afirmó ella—. Sé comportarme delante de los clientes; y en cuanto a los trabajadores, disfrutan con las bromas… si no se bromea de vez en cuando, los días se pueden volver interminables.


—Sí, pero…


—Creía recordar que tenías más sentido del humor, Pedro. ¿Es que lo alquilaste en algún sitio para pasar ese fin de semana en Galway?


—Veo que estás decidida a molestarme.


—No, pero parece que tengo facilidad para ello. Si no te tomaras tan en serio a ti mismo…


—Me tomo muy en serio mi trabajo.


—Tomarse en serio el trabajo y ser rígido son cosas diferentes. Créeme, una pizca de encanto puede hacer milagros.


—¿Crees que no puedo ser encantador? —preguntó, mirándola con intensidad—. Sabes de sobra que sí, Paula.


Ella lo miró, vio su media sonrisa y sintió el mismo estremecimiento que había sentido en Galway. Pedro le gustaba tanto que consideró la posibilidad de hacerle el amor allí mismo, en la escalinata, a plena luz del día; pero habría sido ilegal.


Pedro clavó la mirada en sus zapatos de tacón alto y la fue subiendo poco a poco, observándola con detenimiento, hasta llegar a sus ojos. Entonces, dio un paso adelante y se acercó.


—Puedo ser encantador —continuó—. Incluso mucho más que encantador si me sirve para obtener los resultados que quiero.


Paula pensó que aquello iba a resultar más difícil de lo que había imaginado. Trabajar con Pedro cuando se portaba como un cretino, era pan comido; pero si se ponía encantador, tendría graves problemas.


Paula alzó la barbilla, orgullosa.


—Nunca mezclo los negocios con el placer, señor Alfonso. Yo también me tomo en serio mi trabajo.


Acto seguido, alzó el vaso, tomó un poco de café y sonrió.


Pedro la sorprendió con una carcajada.


—Touché, señorita Chaves. Parece que contigo no me voy a aburrir.


Ella se giró un poco, miró a la gente que pasaba a su alrededor y dijo, en tono de broma:
—¿Todas tus personalidades múltiples están aquí? Porque si llego a saberlo, habría extendido el saludo matinal a las demás…


Pedro la tomó del brazo y la llevó hacia las enormes puertas de roble.


—Venga, vamos dentro. Ah, y si consigues quitarme de encima a Mickey D., te prometo que seré encantador mucho más a menudo.


—¿Eso es una amenaza?


Él rió.


—Es una promesa. Sincera.






SUS TERMINOS: CAPITULO 2




Pedro la maldijo para sus adentros y volvió a meterse las manos en los bolsillos. Paula le ponía tan nervioso que no podía estarse quieto. Y eso era verdaderamente excepcional en él.


—¿Por qué no echas un vistazo al hotel y te lo piensas? —preguntó—. Por favor…


—Me agrada que lo pidas con tanta amabilidad, pero francamente, si hubieras esperado veinticuatro horas, habría pasado a verlo de todas formas. Ya había tomado la decisión.


—Podrías habérmelo dicho por teléfono…


—Pensé que te lo había dicho —afirmó, encogiéndose de hombros—, pero supongo que se me pasaría porque en ese momento estaba trabajando. Y de todas formas, te pedí que me llamaras mañana.


Pedro la miró durante un buen rato, hasta que el silencio incomodó a Paula y la empujó a preguntar:
—¿Qué pasa?


Él negó con la cabeza.


Paula sintió que otra carcajada se formaba en el fondo de su garganta. Aquello era surrealista. Parecía increíble que el hombre que le había regalado la mejor experiencia sexual de su vida fuera Pedro Alfonso.


Pero de haberlo sabido en su momento, se habría acostado con él de todas formas. Pedro había encendido su pasión con una simple mirada, y la había llevado a un estado de placer tan continuado e intenso que muy pocas mujeres llegaban a alcanzarlo. Además, ella era de ascendencia irlandesa y las irlandesas aún tenían mucho camino por recorrer en cuanto a la vivencia del deseo; su tradición condenaba el placer por el placer, de modo que Paula pensaba que aquella noche fantástica había sido su contribución a la causa del feminismo. Su madre habría estado orgullosa de ella.


Echó otro trago de tila y esperó a que él hablara. No le importaba de qué; si hubiera empezado a recitar los resultados de la liga de fútbol, Paula habría escuchado con atención. Tenía una voz profunda, preciosa, que le hizo estremecerse cuando habló con él por teléfono; pero en ese momento no cayó en la cuenta de que Pedro y el amante de aquella noche eran la misma persona. Al fin y al cabo, habían pasado varios meses desde entonces.


Su misterioso hombre de Galway estaba relajado, vestía con ropa informal, era extraordinariamente divertido y resultaba más sexy que el pecado.


En cambio, Pedro Alfonso, del estudio de arquitectos Alfonso e Hijo, llevaba un traje de ejecutivo y había sonado brusco e impaciente durante la conversación telefónica. Entre ellos no había más punto en común que el atractivo físico, pero eso bastaba para que Paula estuviera decidida a relajarlo un poco más.


Él entrecerró sus ojos de color avellana y apretó los labios de tal forma que el hoyuelo de su barbilla se marcó más. 


Después, alzó la cabeza y preguntó:
—¿Trabajar contigo es tan difícil como hablar contigo?


—No sabía que yo fuera difícil —comentó con inocencia.


—¿Te viene bien que quedemos mañana, a las nueve?


—No lo sé, tendré que comprobar mis compromisos…


Paula volvió a sonreír cuando Pedro volvió a apretar los labios. Caía en sus provocaciones con tanta facilidad que no se podía resistir a la tentación. Y por otra parte, el proyecto del Hotel Pavenham era tan interesante que la boca se le había hecho agua al saberlo.


—Sí, a esa hora me viene bien —añadió.


—Perfecto —dijo él, relajándose un poco—. Supongo que sabes dónde está…


—Es el viejo mausoleo de Aston Quay, ¿verdad?


—El mismo.


—Pues sí, sé dónde está.


Paula tomó un poco más de tila y esperó; por el movimiento de Pedro, que cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, era evidente que había algo más.


Estaba tan tenso que pensó que la tila le vendría bien. O un valium. O el único método natural que se le ocurría para aliviarlo.


De repente, tuvo calor.


—¿Eso es todo? —preguntó.


—No —dijo él—. ¿El hecho de que durmiéramos juntos va a suponer un problema en el trabajo?


Ella no pudo resistirse a tomarle el pelo.


—No recuerdo que durmiéramos mucho…


Pedro intentó adoptar un tono profesional.


—Este proyecto es tan valioso que…


—Que han invertido millones, sí, ya lo mencionaste por teléfono —lo interrumpió, mirándolo a los ojos.


—No me refería a eso. Iba a decir que es muy importante para mí.


—¿Por qué? ¿Qué tiene de especial en comparación con el resto de los proyectos de tu empresa?


Él frunció el ceño y apartó la mirada.


—Eso no importa.


—Yo diría que sí…


—No quiero que el trabajo se mezcle con…


—¿Prefieres que no aparezca mañana a las nueve? Veo que no confías mucho en mi capacidad profesional.


Pedro bajó la voz y adoptó un tono de resignación.


—Mira, Mickey D. y sus amigos de Apocalypse me están volviendo loco desde hace seis meses. Trabajar con ellos es muy difícil, y no quiero que la situación se complique con otra persona difícil a quien tendré que ver casi todos los días.


—No me conoces. Estás sacando conclusiones apresuradas, Pedro.


—Como bien sabes —puntualizó—. Y el problema es justo el contrario, Paula… que sé más de ti de lo que nunca he sabido sobre una mujer con quien voy a trabajar. No puedo permitir que el negocio y el placer se mezclen.


Paula intentó mantener la calma.


—Comprendo. Necesitas a alguien que trabaje contigo, no contra ti —afirmó.


—Exacto.


—Alguien que pueda diseñar los interiores del hotel sin apartarse del marco arquitectónico.


—En efecto.


Cuando Paula lo miró a los ojos, vio que Pedro alzaba rápidamente la cabeza como si hubiera estado admirando su cuerpo. Por lo visto, no era más inmune que ella a la atracción física.


Se humedeció los labios con la lengua y se mordió el labio inferior, lo cual provocó que él frunciera el ceño. A continuación, inclinó la cabeza hacia un lado, contempló las motas doradas de sus ojos marrones y volvió a hablar.


—Buscas un diseñador a quien puedas guiar desde un punto de vista artístico. Una persona maleable…


Paula enfatizó la palabra maleable de tal modo que los ojos de Pedro brillaron peligrosamente; pero antes de que pudiera decir nada, se acercó a él y procedió a cerrarle un poco la corbata, apretándosela al cuello.


—Estaré a las nueve, Pedro, y me reuniré con tu cliente porque me ha ofrecido un trabajo que me interesa. Sin embargo, no voy a permitir que nadie me manipule… ni siquiera un hombre tan hábil con las manos como tú.


Pedro estuvo a punto de gemir.


—Y ahora, si no te importa, debo dejarte. Tengo que volver con mis hojas doradas —continuó, sonriendo—. Es un trabajo que exige gran concentración y mucho tacto.


—Paula…


Ella hizo caso omiso y empezó a subir por el andamio.


—Adiós, Pedro. Te veré mañana por la mañana.


Ya estaba a mitad de camino del techo cuando oyó la voz de Pedro, que se dirigía a la salida:
—Eso es más de lo que conseguiste la última vez.


Cuando Paula llegó a lo alto, decidió dejar el trabajo para más tarde, sacó el teléfono móvil y llamó a su amiga Lisa.


—Hola, soy yo. ¿Te acuerdas del Festival de las Ostras de Galway?


—Claro. Fue cuando conociste a aquella maravilla de hombre…


—Sí. ¿Y recuerdas lo que nos prometimos? ¿Que lo sucedido en Galway se quedaría en Galway?


—Por supuesto…


—Pues me temo que ha surgido un problema.




SUS TERMINOS: CAPITULO 1




—¿Paula Chaves?


Pedro tenía que lidiar las exigencias de cierto cliente estaban a punto de acabar con su paciencia; pero por otra parte, ese cliente era precisamente el responsable de que tuviera que encontrar a aquella mujer.


Habría dado cualquier cosa por llevar una vida más sencilla; una vida como la que había tenido hasta poco antes, aunque le parecía que había pasado un siglo.


—Aquí arriba…


Pedro reconoció la voz de la persona con quien había hablado por teléfono. Alzó la cabeza y la descubrió en lo alto de un andamio, aplicando pintura dorada a un arabesco del techo. En cierto sentido, Paula Chaves era su presa; iba a conseguir que colaborara en aquel proyecto aunque tuviera que vender su alma al diablo.


—Hablamos por teléfono hace un rato —dijo él.


—Debe de haber sido muy difícil para usted. Todo el mundo dice que mi voz suena especialmente sexy por teléfono.


Pedro pensó que tenía razón. Le había parecido una voz sexy hasta que ella interrumpió la conversación y colgó para su sorpresa; la gente de aquella ciudad no colgaba a un Alfonso si sentían algún deseo de alcanzar el éxito. Él se quedó mirando el auricular durante varios minutos y decidió tomar el toro por los cuernos.


—Dijo que estaba muy ocupada y que no podía venir a mi despacho, de modo que decidí pasar a verla y…


—Como puede comprobar, señor Alfonso, sigo ocupada —lo interrumpió—. Si no se trata de un asunto de vida o muerte, estoy segura de que podrá esperar hasta mañana.


—En circunstancias normales, le daría la razón, pero mi cliente ha insistido. Si no consigo pronto un diseñador de interiores, todo el proyecto se vendrá abajo.


Pedro dijo la verdad, pero omitiendo un detalle: si no conseguía pronto un diseñador de interiores, tendría que asesinar a su cliente. Y aunque técnicamente no fuera un asesinato sino defensa propia, el simple hecho de que ya lo estuviera pensando, lo convertiría en asesinato con premeditación.


—Un día más no cambiará las cosas —declaró ella—. Mañana habré terminado con este trabajo.


Pedro la miró mientras ella daba las últimas pinceladas a una de las hojas del arabesco.


—Ya que estoy aquí, ¿hay alguna posibilidad de que baje y me conceda cinco minutos antes de que empiece a pintar otra hoja?


—La hay. Si lo pide con amabilidad.


Él tomó aire y se obligó a decir:
—Por favor…


—¿Sólo por favor? ¿No me lo va a rogar?


Pedro suspiró y ella soltó una carcajada en lo alto del andamio. Si su cliente no hubiera estado tan empeñado en contratar a esa mujer, Pedro le habría dicho dónde se podía meter su petición de amabilidad.


—Está bien, ya bajo…


Él dio un paso atrás y echó un vistazo a su alrededor mientras ella descendía por el andamiaje. La decoración del local era muy bonita, aunque le pareció que resultaba demasiado ostentosa para un restaurante. Cuando miró el mosaico del suelo, pensó que Paula Chaves debía de estar acostumbrada a los clientes difíciles; era obvio que le habría llevado muchas horas de trabajo.


Pedro volvió a alzar la cabeza al ver que unas botas y unos pantalones de mono, ambos polvorientos, aparecían en su campo de visión. Segundos después, la miró a los ojos y se quedó boquiabierto; algo verdaderamente extraordinario, porque Pedro Alfonso nunca se quedaba boquiabierto.


—¿Tú? —preguntó ella, clavándole sus ojos verdes. —¿Tú eres Paula Chaves?


—¿Y tú, Pedro Alfonso? —replicó, con una gran sonrisa—. Vaya, vaya, vaya… qué interesante.


Pedro apretó los puños dentro de los bolsillos y recompensó su sonrisa con un ceño fruncido, aunque sintió deseos de sonreír a su vez. Al fin y al cabo, en su encuentro anterior lo había dejado en fuera de juego con una sonrisa.


—No es posible. Tú no puedes ser Paula Chaves…


Él lo dijo por decirlo. Sólo se habían visto en una ocasión, y al final, Pedro decidió llamarla Red; pero ella no le había dicho su nombre real.


Paula se cruzó de brazos e inclinó la cabeza. Un mechón de cabello ondulado y rubio le acariciaba el cuello.


—¿Y por qué no puedo serlo?


—Porque no pienso trabajar seis meses contigo después de…


—¿De una noche de sexo maravilloso y sin complicaciones?


Los ojos de Paula Chaves de tal forma que él sonrió a su pesar y se maldijo para sus adentros. No era posible que tuviera tan mala suerte.


Intentó recordar que era un hombre adulto y que sabía afrontar cualquier situación, por complicada que fuera. Sin embargo, no iba a ser tan fácil; en cuanto la reconoció, su mente empezó a bombardearlo con imágenes de aquella noche y su cuerpo reaccionó como si estuviera más que dispuesto a repetir la experiencia. De hecho, hasta consideró la posibilidad de utilizar accesorios distintos; sus juegos con el pañuelo de seda habían sido verdaderamente interesantes, pero podían probar con algo de terciopelo o incluso con plumas.


Aquello no iba a funcionar. Pedro se conocía bien y sabía que no se podría concentrar en el trabajo si ella lo distraía con sus virtudes físicas.


—Además —continuó ella—, todavía no he dicho que vaya a aceptar tu oferta. ¿Siempre eres tan presuntuoso?  ¿Pensabas que tu apellido sería suficiente para convencerme? Supongo que debería arrodillarme ante ti…


Pedro pensó que Paula sólo decía estupideces, pero su imaginación se empeñaba en desnudarla y en sacarlo de quicio a él.


Cerró los ojos durante un momento, respiró a fondo y la miró con ojos entrecerrados.


—¿Me estás tomando el pelo?


—¿Quién? ¿Yo? —preguntó ella, con una sonrisa—. Oh, no me atrevería…


Pedro aún se estaba preguntando si seguía de broma cuando ella descruzó los brazos y se alejó de él.


—Ya te dije por teléfono que tengo que estudiar el proyecto antes de poder darte una contestación —añadió.


—No, no es verdad. Dijiste que estarías libre durante una temporada, y sé que no serás capaz de rechazarlo cuando sepas en qué consiste.


—¿Por qué estás tan seguro?


—Porque ningún diseñador que disfrute con su trabajo rechazaría un proyecto de esas dimensiones —respondió.


Paula pensó que había elegido muy bien las palabras. Y cuando giró la cabeza para mirarlo, sus ojos volvieron a brillar con malicia.


—¿Nadie te ha dicho que las dimensiones no son importantes?


Pedro apretó los labios, miró el techo y tomó aire para mantener la calma y lograr que su cerebro tuviera oxígeno suficiente. Un hombre con treinta años no podía tener problemas de tensión alta.


—¿Por qué no lo estudias antes de tomar una decisión? Mi cliente tiene tu trabajo en mucha estima —dijo él, frunciendo el ceño—. Además, la reforma del Pavenham sería una ocasión excelente para lanzarte a la fama y…


Paula se giró de repente, se echó el cabello hacia atrás y lo miró a los ojos.


—¿El hotel Pavenham? ¿El que Apocalypse acaba de comprar?


Pedro sonrió. Había conseguido impresionarla.


—El mismo —respondió—. Y tienen mucho dinero… te pagarían muy bien.


Ella alcanzó una petaca y la alzó en gesto de invitación.


—¿Te apetece una tila? —preguntó.


Pedro sacudió la cabeza.


—Qué horror, no.


Paula volvió a dedicarle aquella sonrisa. Vestida con un peto lleno de polvo, le daba aspecto de niña traviesa; pero su efecto había sido muy distinto en su encuentro anterior: entonces se había puesto unos pantalones blancos, extraordinariamente cortos, y una camisa negra de un sólo botón bajo la que no parecía llevar sostén.


A decir verdad, aquella sonrisa fue lo primero que la atrajo de ella cuando la vio por primera vez. Era una noche de septiembre, extrañamente bochornosa para Galway, y el cuerpo de Pedro reaccionó de inmediato. De un modo tan literal que, al recordarlo, se excitó de nuevo.


—Deberías echar un trago —afirmó ella con voz seductora—. Te ayudaría con tu tensión.


Él volvió a fruncir el ceño. Sacó las manos de los bolsillos y cruzó los brazos sobre el pecho.


—¿Qué tensión?


—La que te provoca Mickey D.


Pedro inclinó un poco la cabeza.


—¿Crees que no soy capaz de manejar a un rockero viejo como Mickey D.?


—Si fueras capaz, no me habrías estado buscando por todo Dublín. Es evidente que te está apretando las tuercas. Tiene fama de ser muy divo… —contestó, inclinando la cabeza en un ángulo similar—. ¿Sabías que mis padres me concibieron mientras sonaba una de sus canciones?


—No estoy seguro de que yo necesitara saberlo. Pero si se lo dices a él, me consta que se sentiría más que halagado.


—En serio, deberías tomar un poco de tila. Es muy sana, y completamente natural.


—No, gracias. Estoy bien.


Paula se encogió de hombros, desenroscó el tapón de la petaca y echó un trago. Pedro aprovechó la ocasión para observar su ropa. Su mono sucio y demasiado grande, combinado con un jersey verde y morado, no le habría llamado la atención en circunstancias normales; pero conociendo las curvas que ocultaba, le pareció hasta bonito.


Al notar su vago aroma a espliego, recordó su piel sorprendentemente suave, sus pechos que casi le cabían en las manos y sus piernas largas, las piernas que se habían enroscado alrededor de su cintura cuando hicieron el amor. 


Ni siquiera llevaba braguitas entonces; sólo medias y ligas. Paula Chaves era el sueño erótico de cualquier hombre.


—¿Y qué ha pasado con tu diseñador de interiores?


—¿Cuál de todos? —preguntó él, arqueando una ceja.


—¿Cuántos has tenido? —replicó.


—Cuatro. Mickey D. es bastante particular.


—De modo que yo soy su último recurso…


—No, en realidad eres la primera que está decidido a tener.


Ella rió con suavidad y pasó a su lado.


—Hum. Dudo mucho que sea la primera… —ironizó.


Pedro supo que sólo estaba bromeando, pero la posibilidad de que Mickey D. pudiera desear a Paula por algo más que por sus habilidades profesionales, le molestó.


—Si quisiera tenerte en ese sentido, tendría que arreglárselas por su cuenta. Soy su arquitecto, no su proxeneta particular.


Paula arqueó las cejas.


—Lo digo muy en serio, Pedro. Echa un trago de tila. Aún queda un poco…