sábado, 25 de marzo de 2017

SUS TERMINOS: CAPITULO 1




—¿Paula Chaves?


Pedro tenía que lidiar las exigencias de cierto cliente estaban a punto de acabar con su paciencia; pero por otra parte, ese cliente era precisamente el responsable de que tuviera que encontrar a aquella mujer.


Habría dado cualquier cosa por llevar una vida más sencilla; una vida como la que había tenido hasta poco antes, aunque le parecía que había pasado un siglo.


—Aquí arriba…


Pedro reconoció la voz de la persona con quien había hablado por teléfono. Alzó la cabeza y la descubrió en lo alto de un andamio, aplicando pintura dorada a un arabesco del techo. En cierto sentido, Paula Chaves era su presa; iba a conseguir que colaborara en aquel proyecto aunque tuviera que vender su alma al diablo.


—Hablamos por teléfono hace un rato —dijo él.


—Debe de haber sido muy difícil para usted. Todo el mundo dice que mi voz suena especialmente sexy por teléfono.


Pedro pensó que tenía razón. Le había parecido una voz sexy hasta que ella interrumpió la conversación y colgó para su sorpresa; la gente de aquella ciudad no colgaba a un Alfonso si sentían algún deseo de alcanzar el éxito. Él se quedó mirando el auricular durante varios minutos y decidió tomar el toro por los cuernos.


—Dijo que estaba muy ocupada y que no podía venir a mi despacho, de modo que decidí pasar a verla y…


—Como puede comprobar, señor Alfonso, sigo ocupada —lo interrumpió—. Si no se trata de un asunto de vida o muerte, estoy segura de que podrá esperar hasta mañana.


—En circunstancias normales, le daría la razón, pero mi cliente ha insistido. Si no consigo pronto un diseñador de interiores, todo el proyecto se vendrá abajo.


Pedro dijo la verdad, pero omitiendo un detalle: si no conseguía pronto un diseñador de interiores, tendría que asesinar a su cliente. Y aunque técnicamente no fuera un asesinato sino defensa propia, el simple hecho de que ya lo estuviera pensando, lo convertiría en asesinato con premeditación.


—Un día más no cambiará las cosas —declaró ella—. Mañana habré terminado con este trabajo.


Pedro la miró mientras ella daba las últimas pinceladas a una de las hojas del arabesco.


—Ya que estoy aquí, ¿hay alguna posibilidad de que baje y me conceda cinco minutos antes de que empiece a pintar otra hoja?


—La hay. Si lo pide con amabilidad.


Él tomó aire y se obligó a decir:
—Por favor…


—¿Sólo por favor? ¿No me lo va a rogar?


Pedro suspiró y ella soltó una carcajada en lo alto del andamio. Si su cliente no hubiera estado tan empeñado en contratar a esa mujer, Pedro le habría dicho dónde se podía meter su petición de amabilidad.


—Está bien, ya bajo…


Él dio un paso atrás y echó un vistazo a su alrededor mientras ella descendía por el andamiaje. La decoración del local era muy bonita, aunque le pareció que resultaba demasiado ostentosa para un restaurante. Cuando miró el mosaico del suelo, pensó que Paula Chaves debía de estar acostumbrada a los clientes difíciles; era obvio que le habría llevado muchas horas de trabajo.


Pedro volvió a alzar la cabeza al ver que unas botas y unos pantalones de mono, ambos polvorientos, aparecían en su campo de visión. Segundos después, la miró a los ojos y se quedó boquiabierto; algo verdaderamente extraordinario, porque Pedro Alfonso nunca se quedaba boquiabierto.


—¿Tú? —preguntó ella, clavándole sus ojos verdes. —¿Tú eres Paula Chaves?


—¿Y tú, Pedro Alfonso? —replicó, con una gran sonrisa—. Vaya, vaya, vaya… qué interesante.


Pedro apretó los puños dentro de los bolsillos y recompensó su sonrisa con un ceño fruncido, aunque sintió deseos de sonreír a su vez. Al fin y al cabo, en su encuentro anterior lo había dejado en fuera de juego con una sonrisa.


—No es posible. Tú no puedes ser Paula Chaves…


Él lo dijo por decirlo. Sólo se habían visto en una ocasión, y al final, Pedro decidió llamarla Red; pero ella no le había dicho su nombre real.


Paula se cruzó de brazos e inclinó la cabeza. Un mechón de cabello ondulado y rubio le acariciaba el cuello.


—¿Y por qué no puedo serlo?


—Porque no pienso trabajar seis meses contigo después de…


—¿De una noche de sexo maravilloso y sin complicaciones?


Los ojos de Paula Chaves de tal forma que él sonrió a su pesar y se maldijo para sus adentros. No era posible que tuviera tan mala suerte.


Intentó recordar que era un hombre adulto y que sabía afrontar cualquier situación, por complicada que fuera. Sin embargo, no iba a ser tan fácil; en cuanto la reconoció, su mente empezó a bombardearlo con imágenes de aquella noche y su cuerpo reaccionó como si estuviera más que dispuesto a repetir la experiencia. De hecho, hasta consideró la posibilidad de utilizar accesorios distintos; sus juegos con el pañuelo de seda habían sido verdaderamente interesantes, pero podían probar con algo de terciopelo o incluso con plumas.


Aquello no iba a funcionar. Pedro se conocía bien y sabía que no se podría concentrar en el trabajo si ella lo distraía con sus virtudes físicas.


—Además —continuó ella—, todavía no he dicho que vaya a aceptar tu oferta. ¿Siempre eres tan presuntuoso?  ¿Pensabas que tu apellido sería suficiente para convencerme? Supongo que debería arrodillarme ante ti…


Pedro pensó que Paula sólo decía estupideces, pero su imaginación se empeñaba en desnudarla y en sacarlo de quicio a él.


Cerró los ojos durante un momento, respiró a fondo y la miró con ojos entrecerrados.


—¿Me estás tomando el pelo?


—¿Quién? ¿Yo? —preguntó ella, con una sonrisa—. Oh, no me atrevería…


Pedro aún se estaba preguntando si seguía de broma cuando ella descruzó los brazos y se alejó de él.


—Ya te dije por teléfono que tengo que estudiar el proyecto antes de poder darte una contestación —añadió.


—No, no es verdad. Dijiste que estarías libre durante una temporada, y sé que no serás capaz de rechazarlo cuando sepas en qué consiste.


—¿Por qué estás tan seguro?


—Porque ningún diseñador que disfrute con su trabajo rechazaría un proyecto de esas dimensiones —respondió.


Paula pensó que había elegido muy bien las palabras. Y cuando giró la cabeza para mirarlo, sus ojos volvieron a brillar con malicia.


—¿Nadie te ha dicho que las dimensiones no son importantes?


Pedro apretó los labios, miró el techo y tomó aire para mantener la calma y lograr que su cerebro tuviera oxígeno suficiente. Un hombre con treinta años no podía tener problemas de tensión alta.


—¿Por qué no lo estudias antes de tomar una decisión? Mi cliente tiene tu trabajo en mucha estima —dijo él, frunciendo el ceño—. Además, la reforma del Pavenham sería una ocasión excelente para lanzarte a la fama y…


Paula se giró de repente, se echó el cabello hacia atrás y lo miró a los ojos.


—¿El hotel Pavenham? ¿El que Apocalypse acaba de comprar?


Pedro sonrió. Había conseguido impresionarla.


—El mismo —respondió—. Y tienen mucho dinero… te pagarían muy bien.


Ella alcanzó una petaca y la alzó en gesto de invitación.


—¿Te apetece una tila? —preguntó.


Pedro sacudió la cabeza.


—Qué horror, no.


Paula volvió a dedicarle aquella sonrisa. Vestida con un peto lleno de polvo, le daba aspecto de niña traviesa; pero su efecto había sido muy distinto en su encuentro anterior: entonces se había puesto unos pantalones blancos, extraordinariamente cortos, y una camisa negra de un sólo botón bajo la que no parecía llevar sostén.


A decir verdad, aquella sonrisa fue lo primero que la atrajo de ella cuando la vio por primera vez. Era una noche de septiembre, extrañamente bochornosa para Galway, y el cuerpo de Pedro reaccionó de inmediato. De un modo tan literal que, al recordarlo, se excitó de nuevo.


—Deberías echar un trago —afirmó ella con voz seductora—. Te ayudaría con tu tensión.


Él volvió a fruncir el ceño. Sacó las manos de los bolsillos y cruzó los brazos sobre el pecho.


—¿Qué tensión?


—La que te provoca Mickey D.


Pedro inclinó un poco la cabeza.


—¿Crees que no soy capaz de manejar a un rockero viejo como Mickey D.?


—Si fueras capaz, no me habrías estado buscando por todo Dublín. Es evidente que te está apretando las tuercas. Tiene fama de ser muy divo… —contestó, inclinando la cabeza en un ángulo similar—. ¿Sabías que mis padres me concibieron mientras sonaba una de sus canciones?


—No estoy seguro de que yo necesitara saberlo. Pero si se lo dices a él, me consta que se sentiría más que halagado.


—En serio, deberías tomar un poco de tila. Es muy sana, y completamente natural.


—No, gracias. Estoy bien.


Paula se encogió de hombros, desenroscó el tapón de la petaca y echó un trago. Pedro aprovechó la ocasión para observar su ropa. Su mono sucio y demasiado grande, combinado con un jersey verde y morado, no le habría llamado la atención en circunstancias normales; pero conociendo las curvas que ocultaba, le pareció hasta bonito.


Al notar su vago aroma a espliego, recordó su piel sorprendentemente suave, sus pechos que casi le cabían en las manos y sus piernas largas, las piernas que se habían enroscado alrededor de su cintura cuando hicieron el amor. 


Ni siquiera llevaba braguitas entonces; sólo medias y ligas. Paula Chaves era el sueño erótico de cualquier hombre.


—¿Y qué ha pasado con tu diseñador de interiores?


—¿Cuál de todos? —preguntó él, arqueando una ceja.


—¿Cuántos has tenido? —replicó.


—Cuatro. Mickey D. es bastante particular.


—De modo que yo soy su último recurso…


—No, en realidad eres la primera que está decidido a tener.


Ella rió con suavidad y pasó a su lado.


—Hum. Dudo mucho que sea la primera… —ironizó.


Pedro supo que sólo estaba bromeando, pero la posibilidad de que Mickey D. pudiera desear a Paula por algo más que por sus habilidades profesionales, le molestó.


—Si quisiera tenerte en ese sentido, tendría que arreglárselas por su cuenta. Soy su arquitecto, no su proxeneta particular.


Paula arqueó las cejas.


—Lo digo muy en serio, Pedro. Echa un trago de tila. Aún queda un poco…








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