domingo, 12 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 26





—No es más que un romance de barco —dijo Simone mirando a Paula fijamente—. Eso es todo.


—No, no lo es —protestó Paula—. Además, no lo he conocido en el barco. Es mi amigo desde hace años.


—A pesar de todo, los romances de barco no duran.


—El nuestro sí —insistió Paula—. ¡Nos vamos a casar! Ya hemos fijado la fecha.


Simone la miró con dudas. En su dedo brillaba el solitario de diamante que le había dado Pedro al pedirle que se casara con ella.


Ella se había quedado atónita al ver la cajita de terciopelo negro saliendo de su bolsillo.


—¿De dónde has sacado…? —ella lo había mirado atónita.


—Tú no eres la única que se ha ido de compras —le había dicho él con una amplia sonrisa.


Así que, mientras ella se había dedicado a comprar álbumes de fotos y cámaras desechables, Pedro había estado comprando un diamante.


—Me han dicho que lo puedo devolver si no te gusta… o si me dices que no.


—Me encanta —había respondido ella. Era un elegante anillo de oro blanco con una hermosa piedra en el centro. Muy tradicional, perfecto.


Simone miró el diamante y suspiró.


—Los romances de barco no duran —insistió una vez más—. Y si dejas el trabajo antes de los seis meses, ya no podrás volver.


—Yo no quiero volver —respondió Paula—. No quiero hacer esto durante el resto de mi vida. Solo quería viajar, conocer gente…


—Encontrar un hombre —dijo Simone.


Paula se ruborizó.


—Pues sí —admitió—. Pero jamás habría pensado que sería Pedro.


Pero era él y tenía el anillo en su dedo para probarlo.


—Nos casaremos el día tres de octubre —le dijo a Simone.


Pedro había sugerido que lo hicieran en el barco, pero a Paula no le había parecido una buena idea.


—Yo quiero casarme en Elmer —eso la resarciría por la decepción de su fallida boda con Mateo.


—¿Estás segura?


Ella le había respondido que sí con absoluta firmeza, tanta como la que tenía con Simone.


—Yo me quiero ir a casa. No me importa no poder volver. ¡No voy a hacerlo!


—Eso dicen todas —respondió Simone—. Y dos meses después…


Paula ignoró su comentario. Indudablemente, Simone estaba acostumbrada a tratar con jóvenes que creían haber encontrado al hombre de sus sueños y se convertía en una pesadilla.


Pero ella no era una de esas mujeres.


Pedro tampoco era como aquellos hombres.


No era lo mismo.


Así que regresaban a casa.







HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 25





Paul había soñado con largos paseos a la luz de la luna, cenas en una idílica terraza y cientos de lugares en los que ella y el hombre de sus sueños pudieran comprometerse de por vida.


Pero lo que jamás habría esperaba era que eso sucediera de verdad.


Al día siguiente navegaron durante todo el día y Paula, por supuesto, tuvo que trabajar, mientras la única obligación de Pedro era estarse alejado de Simone.


—No quiero que ni tan siquiera te vea —le advirtió—. Prefiero que no sospeche que algo ha ocurrido.


Pedro sonrió.


—No tiene más que mirarte para saber que algo ha ocurrido —dijo él lleno de satisfacción.


Paula se ruborizó y, al mirarse en el espejo se dio cuenta de que Pedro tenía razón.


Sus ojos brillaban intensamente, su boca aparecía satisfecha por un sinfín de besos y toda ella resplandecía.


Era embarazoso y maravilloso al mismo tiempo.


—No quiero que vayas al salón —insistió ella en un tono severo.


La sonrisa de Pedro se hizo picara.


—Yo tampoco quiero ir allí —la tomó en sus brazos amorosamente—. Lo que yo quiero es estar aquí contigo.


—¡Compórtate! —ella se apartó y negó con el dedo.


Él agarró la yema y la acarició suavemente, provocándole un escalofrío.


—Tú no quieres que me comporte —dijo él.


—Lo que yo quiera no importa mucho aquí —dijo Paula firmemente—. Trabajo en el barco.


—Pero mañana tienes el día libre.


—A menos que Stevie siga enfermo —respondió Paula.


—Stevie no se pondrá enfermo. No se atreverá.


No se atrevió. Allí estaba a primera hora de la mañana con un aspecto saludable cuando Paula fue a ver si la necesitaban.


Había temido que Simone aprovechara la ocasión para advertirle que no pasara el día con Pedro, pues obviamente debía saber que algo sucedía. Pero estaba ocupada y ni siquiera levantó la mirada.


—Diviértete —le dijo Stevie.


—Lo haré —respondió Paula y se apresuró a ir al encuentro de Pedro.


Pasaron el día en la zona holandesa de St. Maarten. Las calles de Philipsburg, la ciudad portuaria, estaban llenas de turistas. Hacía calor, mucho calor. Pero eso no importaba. 


Iban juntos, de la mano, sus cuerpos tocándose sensualmente.


Pedro le compró un sombrero de paja para protegerla del sol y ella insistió en regalarle unas bermudas y unas sandalias.


—¿Qué tienen de malo mis vaqueros y mis botas?


—Nada. Pero aquí hace mucho calor. Además, me gusta verte las piernas.


Pedro se ruborizó.


—¡Se supone que tú no dices ese tipo de cosas!


Paula soltó una carcajada. Era verdad, le encantaba mirarle las piernas. Y, por fin, tenía la libertad de hacerlo.


Se había pasado años sin atreverse a mirar a Pedro, pero ya no había ningún impedimento.


Por eso, se había levantado a primera hora de la mañana y se había resistido a dormirse otra vez. Se había quedado allí, observándolo y había concluido que, sin lugar a dudas, era un hombre tremendamente hermoso.


Después de un largo paseo, se dirigieron a la playa, donde disfrutaron de las olas y del sol.


A la hora de la comida eligieron uno de los numerosos restaurantes que ofrecía la zona y, después de un opíparo banquete Pedro le propuso volver al barco.


—Todavía no —dijo ella. El día era demasiado perfecto, demasiado hermoso y quería disfrutarlo.


Después de comer, dieron una vuelta y visitaron las innumerables tiendas en las que se vendía de todo, desde diamantes a Rolex, pasando por caracolas marinas y estúpidas camisetas.


Paula quería comprar algunos regalos, especialmente para Arturo.


—Se lo debemos —dijo ella—. Necesitamos encontrar el regalo perfecto.


Pedro protestó.


—Tú buscas y yo te espero tomándome una cerveza —le dijo.


Incluso en un día de cuento de hadas era mucho pedir que la acompañara de compras.


—De acuerdo. Nos veremos en el bar dentro de una hora.


—Bien —dijo él y cruzó la calle.


Ella no dejaba de mirarlo. Estaba tan estupendo con los pantalones cortos como lo estaba con los vaqueros.


Aunque, su mejor atuendo era la ausencia de él. Recordó con deleite su cuerpo desnudo y se sorprendió de lo cómoda que se sentía pensando en él en aquellos términos. Era como si todo el deseo que había tenido constreñido durante años saliera a borbotones al encontrar su foco.


De pronto sintió la tentación de correr tras él y decirle que sí, que quería volver al barco. Pero necesitaba conseguir algo para Arturo. Se lo debían.


Fue duro encontrar un regalo para un hombre de noventa años que tenía todo cuanto necesitaba. Acabó concluyendo que lo que más le podría interesar sería compartir aquel crucero con ellos. Así que optó por un álbum de fotos y algunas cámaras desechables para poder tomar instantáneas de los lugares que visitaran.


Ansiosa por volver con Pedro, se encaminó hacia el bar antes de haber encontrado todos los regalos. No podía esperar.


Al llegar, se lo encontró tomando una cerveza con las tres rubias del barco. Al verlo rodeado de mujeres, Paula se sintió extraña. Sin embargo, en el momento en que él la vio, se levantó sin dilación y se encaminó hacia ella con una complacida sonrisa en el rostro.


—No tenías por qué dejarlas —dijo Paula rápidamente en cuanto se acercó.


Él la tomó de la mano y salieron a la calle.


—Mejor así —respondió él.


Estaba anocheciendo y tendrían que regresar al embarcadero en cuestión de una hora.


—¿Qué tal si nos vamos a los acantilados de Cupecoy? —sugirió Paula.


Más de una vez había soñado con ir allí con ese hombre perfecto que algún día habría de encontrar.


Pedro sonrió.


—Suena bien.


Se hicieron fotos delante del bar, primero por separado y luego juntos.


—Quiero hacerle a Arturo un álbum con imágenes de lo que compartamos en este viaje.


—De algunas cosas, no de todas —dijo Pedro.


Paula sonrió.


—No, no de todas.


De camino hacia el acantilado tomaron fotos de los demás lugares en los que habían estado.


Luego, subieron en taxi hacia la parte alta y Pedro le dijo al conductor que volviera en media hora.


El lugar era tan idílico como ella había soñado, con el sol tiñendo el paisaje de tonos morados, naranjas y rosados. La brisa agitaba el pelo de Paula y acariciaba sus mejillas tostadas por el sol.


—¿No es precioso?


—Sí —dijo él, pero no miraba el paisaje, sino a ella.


Le tomó una mano y se la acercó. La besó, un beso cálido, persuasivo, sugerente. Paula respondió con la misma intensidad. Lo amaba y quería que aquel instante durara siempre.


Pedro rompió el beso y se apartó ligeramente.


Paula abrió los ojos y lo miró alarmada.


—¿Pedro?


Su rostro estaba solo a unos centímetros del de ella. Su mirada era intensa.


—Te quiero —le dijo—. Cásate conmigo.


Paula sabía cuál era la respuesta que quería darle.


—Sí —le susurró, abrazándolo con fuerza y besándolo—. ¡Sí!








HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 24






Se sentía como un adolescente: ansioso y desesperado, torpe, extraño.


Era un tipo que tenía una ganada fama de seductor y que, sin embargo, se sentía como un necio patoso en aquel instante.


Prácticamente la había arrastrado hasta su camarote. Pero, en el instante en que había cerrado la puerta, todo había cambiado. Había empezado a sudar y no por efecto de la excitación, sino de los nervios.


Iba a hacerle el amor a Paula Chaves.


Tenía el estómago encogido y el cuerpo le temblaba. Estaba seguro de que lo estropearía todo, y le resultaba increíble. 


¿El, Pedro Alfonso, estaba sufriendo un ataque de pánico solo porque se iba a meter en la cama con una mujer?


La diferencia era que no se trataba de una mujer cualquiera, sino de la única que realmente le había importado. Eso hacía de aquella una situación única.


Hasta entonces, sus relaciones habían sido siempre un pasatiempo. Por supuesto que se había preocupado de que sus amantes disfrutaran tanto como él, pero jamás el acto había tenido un significado profundo. No había sido más que un desahogo físico. Nunca había tenido problemas en marcharse sin mirar atrás.


En aquella ocasión no sería así.


No podría dejar a Paula. Porque ya no era solo su cuerpo o su mente o su corazón o su alma los que estaban en juego, sino también los de ella.


Por eso tenía que hacer las cosas bien y demostrarle cuánto la amaba.


Para ser un tipo que había escrito páginas y páginas en su vida sobre cómo no comprometerse, aquel era un paso aterrador.


—¿Ocurre algo? —le preguntó Paula, mientras lo miraba con curiosidad de pie junto a la cama. Acababa de desabrocharse la camisa y ya se la estaba quitando, dejando ver unos senos turgentes recogidos dentro de un sujetador de encaje en color albaricoque.


Deslizó lentamente las manos hacia el cierre.


—¡Para! —dijo él, y ella lo miró.


—¿Qué? —preguntó ella, sin apartar las manos de los corchetes.


—Quiero… —tragó saliva. Tenía la boca seca. Se aclaró la garganta—. Quiero hacerlo yo.


Paula bajó las manos, asintió y se quedo esperándolo.


Él se encaminó hacia ella y se detuvo a unos pocos centímetros. Observó el modo en que sus senos subían y bajaban al ritmo de la respiración.


Inspiró profundamente y se puso manos a la obra. Sentía los dedos toscos y torpes, le mortificaba verlos temblar.


Levantó la mirada hasta su rostro para ver si se estaba riendo de él. Pero no.


También temblaba.


Eso hizo que se sintiera mejor. Consiguió desabrocharle el sujetador y se lo quitó lentamente, descubriendo sus pechos cremosos


—Bien… —dijo él y comenzó a acariciarlos lentamente.


Ella gimió ligeramente, pero no se movió. Se quedó inmóvil, sintiendo su tacto.


Descendió hasta su cintura y deslizó un dedo por el interior de sus pantalones.


—¡Pedro! —exclamó ella.


—¿Sí? —preguntó él, mientras le besaba los hombros, el cuello y las mejillas.


Con la lengua saboreó su carne y ella se estremeció.


Paula le sacó la camisa de los vaqueros y comenzó a acariciarle lentamente la espalda, con tanta necesidad y urgencia como la de él. Tomó el final de su camisa y se la quitó por la cabeza, lanzándola a un lado.


Ella apretó las palmas contra su pecho y, luego, se puso a juguetear con sus pezones, hasta que sus dedos fueron sustituidos por su lengua. Pedro inspiró con fuerza y la agarró de los glúteos, atrayéndola hacia sí.


—Cuidado —le dijo.


Pero Paula negó con la cabeza mientras continuaba besándolo con fervor.


—Llevo demasiado tiempo teniendo cuidado —descendió hasta la hebilla del cinturón.


Aquella frase fue como un chorro de gasolina derramado sobre una hoguera.


Todos los miedos o preocupaciones de Pedro fueron acallados por el deseo, su pánico devorado por la necesidad de hacerla suya.


Llevaba toda la vida esperando aquello.


—¿Estás segura? —le preguntó.


Su respuesta fue desabrocharle el cinturón y la cremallera del pantalón. Pronto sintió su miembro pujante liberado de la presión de la tela.


Fue entonces él quien se dispuso a eliminar la barrera que suponían los pantalones de ella. Se los quitó lentamente.


Se tumbaron juntos sobre la cama y ella empezó a moverse seductoramente debajo de él.


—¡Paula, espera! Tienes que ir más despacio…


—¿No puedes aguantar? —le susurró sobre los labios, mientras sus manos se deslizaban por lugares prohibidos.


Él se las sujetó.


—Quiero que también sea perfecto para ti. Quiero… —farfulló su última palabra demasiado excitado como para hablar—. Quiero hacer las cosas bien.


Paula lo besó suavemente.


—Todo va bien, Pedro —lo besó de nuevo y levantó sus caderas ofreciéndose—. Tómame.


Lo hizo. Ya no podía esperar más. Llevaba esperando toda la vida. La quería de inmediato.


Y por el modo en que ella se ofrecía, Paula sentía lo mismo. 


Le hundió los dedos en la espalda y volvió a levantar su pubis.


—Vamos, Pedro.


—Sí —dijo él y se abrió paso dentro de ella.


«Al fin», pensó Paula.


Su sueño se hacía realidad. Era el final de sus noches solitarias, de su anhelo de amor. Pedro Alfonso la amaba, la acariciaba, la besaba.


Era lo mejor que le había sucedido nunca. Él era su otra mitad.


El éxtasis de él la llenó por completo, reconstruyendo todos sus sueños rotos y devolviéndole la ilusión.


Permaneció sobre ella una vez satisfecho, pensando que debía levantarse, que pesaba demasiado. Hizo un amago de retirarse y ella lo detuvo.


—No —le susurró.


Él levantó la cabeza y la miró. ¡Ella estaba llorando!


—¿Te he hecho daño? —le preguntó alarmado.


Paula sonrió y negó con la cabeza.


—No me has hecho daño. Ha sido maravilloso, ¡maravilloso! Tú eres maravilloso.


Pedro parpadeó confuso.


—Entonces, ¿por qué…?


—Siempre lloro cuando me siento feliz.


Estaba feliz. Estaba en sus brazos y se sentía feliz.


Pedro estaba experimentando idéntica sensación con una fuerza inusitada.


Rodó sobre la cama y se la puso encima. Ella comenzó a acariciarle el torso y a moverse sensualmente sobre él una vez más.


Él se excitó y comenzó a respirar aceleradamente. La abrazó amorosamente y volvió a abrirse paso en su feminidad.


Ella lo miraba con una dulce sonrisa.


El teléfono sonó en ese momento.


Pedro extendió la mano y respondió con un ladrido.


—¿Qué?


—Quería saber qué tal vas, si has hecho algún progreso.


—Sí —dijo Pedro—. Desaparece.