domingo, 12 de marzo de 2017
HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 25
Paul había soñado con largos paseos a la luz de la luna, cenas en una idílica terraza y cientos de lugares en los que ella y el hombre de sus sueños pudieran comprometerse de por vida.
Pero lo que jamás habría esperaba era que eso sucediera de verdad.
Al día siguiente navegaron durante todo el día y Paula, por supuesto, tuvo que trabajar, mientras la única obligación de Pedro era estarse alejado de Simone.
—No quiero que ni tan siquiera te vea —le advirtió—. Prefiero que no sospeche que algo ha ocurrido.
Pedro sonrió.
—No tiene más que mirarte para saber que algo ha ocurrido —dijo él lleno de satisfacción.
Paula se ruborizó y, al mirarse en el espejo se dio cuenta de que Pedro tenía razón.
Sus ojos brillaban intensamente, su boca aparecía satisfecha por un sinfín de besos y toda ella resplandecía.
Era embarazoso y maravilloso al mismo tiempo.
—No quiero que vayas al salón —insistió ella en un tono severo.
La sonrisa de Pedro se hizo picara.
—Yo tampoco quiero ir allí —la tomó en sus brazos amorosamente—. Lo que yo quiero es estar aquí contigo.
—¡Compórtate! —ella se apartó y negó con el dedo.
Él agarró la yema y la acarició suavemente, provocándole un escalofrío.
—Tú no quieres que me comporte —dijo él.
—Lo que yo quiera no importa mucho aquí —dijo Paula firmemente—. Trabajo en el barco.
—Pero mañana tienes el día libre.
—A menos que Stevie siga enfermo —respondió Paula.
—Stevie no se pondrá enfermo. No se atreverá.
No se atrevió. Allí estaba a primera hora de la mañana con un aspecto saludable cuando Paula fue a ver si la necesitaban.
Había temido que Simone aprovechara la ocasión para advertirle que no pasara el día con Pedro, pues obviamente debía saber que algo sucedía. Pero estaba ocupada y ni siquiera levantó la mirada.
—Diviértete —le dijo Stevie.
—Lo haré —respondió Paula y se apresuró a ir al encuentro de Pedro.
Pasaron el día en la zona holandesa de St. Maarten. Las calles de Philipsburg, la ciudad portuaria, estaban llenas de turistas. Hacía calor, mucho calor. Pero eso no importaba.
Iban juntos, de la mano, sus cuerpos tocándose sensualmente.
Pedro le compró un sombrero de paja para protegerla del sol y ella insistió en regalarle unas bermudas y unas sandalias.
—¿Qué tienen de malo mis vaqueros y mis botas?
—Nada. Pero aquí hace mucho calor. Además, me gusta verte las piernas.
Pedro se ruborizó.
—¡Se supone que tú no dices ese tipo de cosas!
Paula soltó una carcajada. Era verdad, le encantaba mirarle las piernas. Y, por fin, tenía la libertad de hacerlo.
Se había pasado años sin atreverse a mirar a Pedro, pero ya no había ningún impedimento.
Por eso, se había levantado a primera hora de la mañana y se había resistido a dormirse otra vez. Se había quedado allí, observándolo y había concluido que, sin lugar a dudas, era un hombre tremendamente hermoso.
Después de un largo paseo, se dirigieron a la playa, donde disfrutaron de las olas y del sol.
A la hora de la comida eligieron uno de los numerosos restaurantes que ofrecía la zona y, después de un opíparo banquete Pedro le propuso volver al barco.
—Todavía no —dijo ella. El día era demasiado perfecto, demasiado hermoso y quería disfrutarlo.
Después de comer, dieron una vuelta y visitaron las innumerables tiendas en las que se vendía de todo, desde diamantes a Rolex, pasando por caracolas marinas y estúpidas camisetas.
Paula quería comprar algunos regalos, especialmente para Arturo.
—Se lo debemos —dijo ella—. Necesitamos encontrar el regalo perfecto.
Pedro protestó.
—Tú buscas y yo te espero tomándome una cerveza —le dijo.
Incluso en un día de cuento de hadas era mucho pedir que la acompañara de compras.
—De acuerdo. Nos veremos en el bar dentro de una hora.
—Bien —dijo él y cruzó la calle.
Ella no dejaba de mirarlo. Estaba tan estupendo con los pantalones cortos como lo estaba con los vaqueros.
Aunque, su mejor atuendo era la ausencia de él. Recordó con deleite su cuerpo desnudo y se sorprendió de lo cómoda que se sentía pensando en él en aquellos términos. Era como si todo el deseo que había tenido constreñido durante años saliera a borbotones al encontrar su foco.
De pronto sintió la tentación de correr tras él y decirle que sí, que quería volver al barco. Pero necesitaba conseguir algo para Arturo. Se lo debían.
Fue duro encontrar un regalo para un hombre de noventa años que tenía todo cuanto necesitaba. Acabó concluyendo que lo que más le podría interesar sería compartir aquel crucero con ellos. Así que optó por un álbum de fotos y algunas cámaras desechables para poder tomar instantáneas de los lugares que visitaran.
Ansiosa por volver con Pedro, se encaminó hacia el bar antes de haber encontrado todos los regalos. No podía esperar.
Al llegar, se lo encontró tomando una cerveza con las tres rubias del barco. Al verlo rodeado de mujeres, Paula se sintió extraña. Sin embargo, en el momento en que él la vio, se levantó sin dilación y se encaminó hacia ella con una complacida sonrisa en el rostro.
—No tenías por qué dejarlas —dijo Paula rápidamente en cuanto se acercó.
Él la tomó de la mano y salieron a la calle.
—Mejor así —respondió él.
Estaba anocheciendo y tendrían que regresar al embarcadero en cuestión de una hora.
—¿Qué tal si nos vamos a los acantilados de Cupecoy? —sugirió Paula.
Más de una vez había soñado con ir allí con ese hombre perfecto que algún día habría de encontrar.
Pedro sonrió.
—Suena bien.
Se hicieron fotos delante del bar, primero por separado y luego juntos.
—Quiero hacerle a Arturo un álbum con imágenes de lo que compartamos en este viaje.
—De algunas cosas, no de todas —dijo Pedro.
Paula sonrió.
—No, no de todas.
De camino hacia el acantilado tomaron fotos de los demás lugares en los que habían estado.
Luego, subieron en taxi hacia la parte alta y Pedro le dijo al conductor que volviera en media hora.
El lugar era tan idílico como ella había soñado, con el sol tiñendo el paisaje de tonos morados, naranjas y rosados. La brisa agitaba el pelo de Paula y acariciaba sus mejillas tostadas por el sol.
—¿No es precioso?
—Sí —dijo él, pero no miraba el paisaje, sino a ella.
Le tomó una mano y se la acercó. La besó, un beso cálido, persuasivo, sugerente. Paula respondió con la misma intensidad. Lo amaba y quería que aquel instante durara siempre.
Pedro rompió el beso y se apartó ligeramente.
Paula abrió los ojos y lo miró alarmada.
—¿Pedro?
Su rostro estaba solo a unos centímetros del de ella. Su mirada era intensa.
—Te quiero —le dijo—. Cásate conmigo.
Paula sabía cuál era la respuesta que quería darle.
—Sí —le susurró, abrazándolo con fuerza y besándolo—. ¡Sí!
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