domingo, 12 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 24






Se sentía como un adolescente: ansioso y desesperado, torpe, extraño.


Era un tipo que tenía una ganada fama de seductor y que, sin embargo, se sentía como un necio patoso en aquel instante.


Prácticamente la había arrastrado hasta su camarote. Pero, en el instante en que había cerrado la puerta, todo había cambiado. Había empezado a sudar y no por efecto de la excitación, sino de los nervios.


Iba a hacerle el amor a Paula Chaves.


Tenía el estómago encogido y el cuerpo le temblaba. Estaba seguro de que lo estropearía todo, y le resultaba increíble. 


¿El, Pedro Alfonso, estaba sufriendo un ataque de pánico solo porque se iba a meter en la cama con una mujer?


La diferencia era que no se trataba de una mujer cualquiera, sino de la única que realmente le había importado. Eso hacía de aquella una situación única.


Hasta entonces, sus relaciones habían sido siempre un pasatiempo. Por supuesto que se había preocupado de que sus amantes disfrutaran tanto como él, pero jamás el acto había tenido un significado profundo. No había sido más que un desahogo físico. Nunca había tenido problemas en marcharse sin mirar atrás.


En aquella ocasión no sería así.


No podría dejar a Paula. Porque ya no era solo su cuerpo o su mente o su corazón o su alma los que estaban en juego, sino también los de ella.


Por eso tenía que hacer las cosas bien y demostrarle cuánto la amaba.


Para ser un tipo que había escrito páginas y páginas en su vida sobre cómo no comprometerse, aquel era un paso aterrador.


—¿Ocurre algo? —le preguntó Paula, mientras lo miraba con curiosidad de pie junto a la cama. Acababa de desabrocharse la camisa y ya se la estaba quitando, dejando ver unos senos turgentes recogidos dentro de un sujetador de encaje en color albaricoque.


Deslizó lentamente las manos hacia el cierre.


—¡Para! —dijo él, y ella lo miró.


—¿Qué? —preguntó ella, sin apartar las manos de los corchetes.


—Quiero… —tragó saliva. Tenía la boca seca. Se aclaró la garganta—. Quiero hacerlo yo.


Paula bajó las manos, asintió y se quedo esperándolo.


Él se encaminó hacia ella y se detuvo a unos pocos centímetros. Observó el modo en que sus senos subían y bajaban al ritmo de la respiración.


Inspiró profundamente y se puso manos a la obra. Sentía los dedos toscos y torpes, le mortificaba verlos temblar.


Levantó la mirada hasta su rostro para ver si se estaba riendo de él. Pero no.


También temblaba.


Eso hizo que se sintiera mejor. Consiguió desabrocharle el sujetador y se lo quitó lentamente, descubriendo sus pechos cremosos


—Bien… —dijo él y comenzó a acariciarlos lentamente.


Ella gimió ligeramente, pero no se movió. Se quedó inmóvil, sintiendo su tacto.


Descendió hasta su cintura y deslizó un dedo por el interior de sus pantalones.


—¡Pedro! —exclamó ella.


—¿Sí? —preguntó él, mientras le besaba los hombros, el cuello y las mejillas.


Con la lengua saboreó su carne y ella se estremeció.


Paula le sacó la camisa de los vaqueros y comenzó a acariciarle lentamente la espalda, con tanta necesidad y urgencia como la de él. Tomó el final de su camisa y se la quitó por la cabeza, lanzándola a un lado.


Ella apretó las palmas contra su pecho y, luego, se puso a juguetear con sus pezones, hasta que sus dedos fueron sustituidos por su lengua. Pedro inspiró con fuerza y la agarró de los glúteos, atrayéndola hacia sí.


—Cuidado —le dijo.


Pero Paula negó con la cabeza mientras continuaba besándolo con fervor.


—Llevo demasiado tiempo teniendo cuidado —descendió hasta la hebilla del cinturón.


Aquella frase fue como un chorro de gasolina derramado sobre una hoguera.


Todos los miedos o preocupaciones de Pedro fueron acallados por el deseo, su pánico devorado por la necesidad de hacerla suya.


Llevaba toda la vida esperando aquello.


—¿Estás segura? —le preguntó.


Su respuesta fue desabrocharle el cinturón y la cremallera del pantalón. Pronto sintió su miembro pujante liberado de la presión de la tela.


Fue entonces él quien se dispuso a eliminar la barrera que suponían los pantalones de ella. Se los quitó lentamente.


Se tumbaron juntos sobre la cama y ella empezó a moverse seductoramente debajo de él.


—¡Paula, espera! Tienes que ir más despacio…


—¿No puedes aguantar? —le susurró sobre los labios, mientras sus manos se deslizaban por lugares prohibidos.


Él se las sujetó.


—Quiero que también sea perfecto para ti. Quiero… —farfulló su última palabra demasiado excitado como para hablar—. Quiero hacer las cosas bien.


Paula lo besó suavemente.


—Todo va bien, Pedro —lo besó de nuevo y levantó sus caderas ofreciéndose—. Tómame.


Lo hizo. Ya no podía esperar más. Llevaba esperando toda la vida. La quería de inmediato.


Y por el modo en que ella se ofrecía, Paula sentía lo mismo. 


Le hundió los dedos en la espalda y volvió a levantar su pubis.


—Vamos, Pedro.


—Sí —dijo él y se abrió paso dentro de ella.


«Al fin», pensó Paula.


Su sueño se hacía realidad. Era el final de sus noches solitarias, de su anhelo de amor. Pedro Alfonso la amaba, la acariciaba, la besaba.


Era lo mejor que le había sucedido nunca. Él era su otra mitad.


El éxtasis de él la llenó por completo, reconstruyendo todos sus sueños rotos y devolviéndole la ilusión.


Permaneció sobre ella una vez satisfecho, pensando que debía levantarse, que pesaba demasiado. Hizo un amago de retirarse y ella lo detuvo.


—No —le susurró.


Él levantó la cabeza y la miró. ¡Ella estaba llorando!


—¿Te he hecho daño? —le preguntó alarmado.


Paula sonrió y negó con la cabeza.


—No me has hecho daño. Ha sido maravilloso, ¡maravilloso! Tú eres maravilloso.


Pedro parpadeó confuso.


—Entonces, ¿por qué…?


—Siempre lloro cuando me siento feliz.


Estaba feliz. Estaba en sus brazos y se sentía feliz.


Pedro estaba experimentando idéntica sensación con una fuerza inusitada.


Rodó sobre la cama y se la puso encima. Ella comenzó a acariciarle el torso y a moverse sensualmente sobre él una vez más.


Él se excitó y comenzó a respirar aceleradamente. La abrazó amorosamente y volvió a abrirse paso en su feminidad.


Ella lo miraba con una dulce sonrisa.


El teléfono sonó en ese momento.


Pedro extendió la mano y respondió con un ladrido.


—¿Qué?


—Quería saber qué tal vas, si has hecho algún progreso.


—Sí —dijo Pedro—. Desaparece.





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