sábado, 11 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 16





—Paula, no me gusta insistir, pero es viernes por la noche y estás en la capital. Dime, ¿qué tengo que hacer para convencerte de que vengas a la fiesta?


Paula sonrió a la alta y delgada chica sentada con las piernas cruzadas en la cama. Candy era una atractiva morena cuya leve y elegante apariencia física enmascaraba el hecho de ser una joven sumamente inteligente que ocupaba un puesto de responsabilidad en un banco. Además era encantadora, como ella había podido comprobar al cabo de las primeras veinticuatro horas que había pasado en Londres, cuando se había derrumbado completamente debido a encontrarse embargada por una profunda tristeza.


Aunque en Yorkshire había logrado ocultar el amor que sentía por Pedro a todo el mundo, el primer domingo en Londres le contó todo a Candy. Y Candy no podía haberse portado mejor con ella, ofreciéndole todo su apoyo y llamando a Pedro de todo. Desde entonces, Candy se había propuesto animarla y divertirla, a pesar de que ella se había resistido hasta el momento.


—Escucha —Candy se inclinó hacia delante, mirándola fijamente con sus ojos castaños—, llevas en Londres más de dos meses, es una maravillosa tarde de junio y me niego a que te quedes encerrada en casa. Y no me digas que vas a salir a darte uno de tus interminables paseos porque no es a esa clase de salida a la que me refiero.


Paula sonrió.


—Ya. Quieres que salga a uno de esos clubs llenos de gente, ¿verdad?


Candy alzó los ojos al techo.


—A un club nocturno lleno de hombres guapos que estás esperando a que tú aparezcas.


—Sí, claro —Paula no pudo evitar echarse a reír—. Lo siento, pero no, Candy.


—Tienes que probar. Además van a venir también Kath, Linda, Nikki, Lucy y Samantha. Aunque alguna de nosotras consiga ligar, siempre quedará alguna para volver a casa en el taxi. No sirve de nada pasarse el tiempo en casa lloriqueando.


—Yo no lloriqueo y lo sabes muy bien —dijo Paula con firmeza—. Lo siento, Candy, pero a mí no me gusta el ambiente de los clubs.


—¿Cómo lo sabes si no has ido nunca a ninguno? —protestó Candy.


—Además, no quiero conocer a nadie por el momento.


—En ese caso, dedica el tiempo a pasártelo bien con las chicas —insistió Candy—. Primero vamos a ir a cenar y luego vamos a ir a Blades o a Edition. Las conoces a todas, te caen bien y tú a ellas también. Suéltate el pelo aunque sólo sea por una vez. Baila y libérate. Coquetea. En fin, ya sabes.


No, no lo sabía, pero la sonrisa de Candy era contagiosa.


—No te vas a dar por satisfecha hasta que no acabe levantándome ojerosa y con resaca el sábado por la mañana, ¿verdad? —dijo Paula con resignación.


—¿Significa eso que sí? —gritó Candy encantada—. Estupendo. Enseguida podemos empezar a ver qué nos vamos a poner, echo de menos hacer eso desde que Jennie decidió abandonar la buena vida y casarse.


Jennie, la antigua compañera de piso de Candy, se había casado, para disgusto de ésta. Después de que su madre la criara sola debido a que su padre las había abandonado cuando ella tenía cinco años, Candy había decidido no casarse jamás.


Paula no se había dado cuenta de la cantidad de peso que había perdido hasta que no empezó a probarse ropa para salir aquella noche. Y no se debía a que estuviera haciendo dieta, sino a las muchas horas de trabajo y a las tardes que pasaba dándose paseos por el barrio hasta acabar agotada de cansancio.


Siempre había querido estar más delgada; pero ahora que lo había conseguido, no estaba segura de gustarse más que antes. Quizá lo que no le gustaba era su expresión sombría y las permanentes ojeras bajo sus ojos. Fuera lo que fuese, descubrió que ya no le gustaba cómo le sentaban sus dos vestidos preferidos.


Delante del espejo de su habitación, Paula sorprendió a Candy mirándola. El vestido de tul sin mangas era perfectamente apropiado para salir de noche, pero le colgaba sin gracia.


—Espera un momento —le dijo Candy, y desapareció al instante.


Unos segundos más tarde, su compañera de piso volvió con un precioso cinturón de cuerpo negro que se había comprado el fin de semana anterior.


—Toma —le dijo Candy dándole el cinturón—. Creo que te va a quedar precioso con ese vestido. Debía estar pensando en ti cuando lo compré.


—Todavía no lo has estrenado…


—Vamos, no digas tonterías y póntelo. Lo que yo daría por tener un busto como el tuyo —comentó Candy, suspirando de envidia sana—. No creo a los hombres que dicen que lo que a ellos les gustan son las piernas, les encantan las mujeres con pecho.


—A algunos no les gustan lo suficiente —comentó Paula con pesar.


Sus miradas se encontraron en el espejo e, inmediatamente, Candy hizo una mueca.


—Te prohíbo terminantemente que pienses en él esta noche, Paula. ¿De acuerdo?


—De acuerdo.


Paula se preguntó, no por primera vez, cómo habría podido sobrevivir las últimas nueve semanas sin su compañera de piso. La desolación que sentía por la ausencia de Pedro y la considerable tensión del nuevo trabajo en un ambiente al que no estaba acostumbrada había sido difícil, pero Candy la había apoyado en todo momento.


Su compañera de piso era una de esas personas maravillosas y generosas que tan difíciles eran de encontrar.


Paula sonrió a su amiga y dijo:
—Te gustaría Pedro si le conocieras, Candy. Tiene una virtud que tú valoras sobremanera: es absolutamente sincero con las mujeres.


Candy lanzó un bufido.


—En ese caso, debe ser uno entre un millón.


—Sí, así es. Pero hablando en serio, Candy, no todos los hombres son como tu padre.


—Lo sé. Siempre hay alguna excepción a la regla, Paula, pero todos piensan con lo que llevan dentro de los pantalones, no con la cabeza. Y no me mires así porque es verdad. Los hombres son otra especie. Y hay que jugar a lo que ellos juegan y ganarles en su propio terreno: toma lo que quieras cuando quieras y no te impliques emocionalmente. 
Es la única forma de no perder la integridad.


—Te pareces más a Pedro que el mismo Pedro.


—En ese caso, quizá nos lleváramos bien —Candy sonrió traviesamente—. Pero tú eres demasiado buena para un hombre así. Y ahora dime, ¿qué zapatos te vas a poner con ese vestido? Por supuesto, de tacón alto. A ver qué tenemos por aquí…


Paula se agachó y, tras rebuscar en la parte de abajo del armario, sacó un par de zapatos.


—¿Te parecen bien?


—Perfectos —Candy examinó los zapatos escotados de alto tacón con un lazo del mismo color que el vestido.


—No están mal para ser de una chica de pueblo, ¿eh?


—No, nada mal —dijo Candy mirándola de arriba abajo—. Te aseguro que cuando entres por la puerta del club esta noche más de uno se va a desmayar.


Paula sonrió, pero no pudo evitar que su sonrisa fuera triste. 


No podía evitar pensar en Pedro.


Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Candy adoptó una expresión de reproche.


—Para en este momento. Ya te lo he advertido, esta noche nada de Pedro. Voy a servir un par de copas de vino para tomárnoslas mientras nos peinamos a lo loco, tengo un spray color rosa maravilloso que se quita con un simple lavado.


Paula se la quedó mirando con horror.


—¿Rosa? ¿Con mi color de pelo? No, Candy, no.


—Está bien, quizá no sea para ti. Pero tengo unas plumas que te quedarían muy bien.


Paula asintió con resignación.


—Está bien, si insistes…


A pesar de sus dudas, cuando estaban listas para salir, Paula tuvo que admitir que tenía muy buen aspecto, gracias a Candy. No parecía ella misma, ni se sentía ella misma, pero ahí estaba la gracia, según Candy. Por supuesto, con su vestido azul y los mechones color rosa en el pelo, Candy proyectaba una imagen completamente distinta a la que presentaba cuando iba a trabajar al banco.


—Me encanta disfrazarme —dijo Candy contenta mientras apuraba su copa de vino—. Si quieres que te sea sincera, creo que jamás me haré mayor. Es por eso por lo que soy la última persona en el mundo que tendría hijos.


—No necesariamente —dijo Paula racionalmente—. Ser infantil en ciertos aspectos puede significar que te entenderías mejor con los niños.


Esa vez, el bufido estaba cargado de ironía.


—No me gustan los niños —declaró Candy firmemente—. Son demasiado exigentes, hay que dedicarles demasiado tiempo y son sucios. Una no puede hacer lo que se le antoje cuando tiene un hijo, y con un marido además… Y eso de estar embarazada durante nueve meses debe ser horrible. Mi madre está muy guapa en las fotos de antes de tener hijos, pero ahora parece diez años mayor de lo que es.


—No tiene por qué ser así.


Candy la miró mientras agarraba su chaqueta de algodón.


—¿En serio te gustaría perder tu libertad durante los veinte años que cuesta que se independice el hijo que tengas con cualquier hombre?


—No con cualquier hombre.


—Ah, ya, otra vez Pedro, ¿verdad?


Paula se sonrojó.


—Me lo has preguntado y yo te he contestado. No se me ocurre nada mejor en el mundo que estar con él y tener hijos con él. Lo siento, pero yo soy así.


—En ese caso, ¿por qué no aceptaste lo que te ofreció y, digamos que de forma accidental, te quedaste embarazada? Así habrías conseguido estar con él.


—Yo no puedo hacer eso, Candy —contestó Paula escandalizada.


Candy se la quedó mirando un momento.


—No, ya sé que no —dijo Candy con voz suave—. Pero sabes una cosa, ese Pedro tuyo es un imbécil.


Paula forzó una sonrisa.


—En eso estoy de acuerdo contigo —respondió Paula en tono ligero al tiempo que dejaba su copa de vino en la mesa—. Venga, vamos. Estoy muerta de hambre.





viernes, 10 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 15




Eran ya las diez y media cuando Pedro detuvo el coche delante de la puerta de Paula.


—Estoy lleno —declaró Pedro al tiempo que apagaba el motor del coche y estiraba las piernas tanto como le era posible—. Siempre que voy a desayunar al café de Mick me pasa lo mismo.


Paula asintió.


—¿Necesitas que te ayude en algo?


Ella sacudió la cabeza.


—No, no necesito nada, gracias.


Pedro no pudo evitar inclinarse hacia ella y rozarle los labios con los suyos.


—Siento que las cosas hayan acabado así.


—¿Así? —preguntó ella confusa.


—Sí, tú teniéndote que marchar por culpa de ese tipo.


Pedro había decidido no pedirle otra vez la dirección de su piso de Londres. Si quería dársela, bien; si no…


Paula salió del coche y él hizo lo mismo.


—En fin, supongo que ya tenemos que despedirnos, ¿no?


—Sí, tenemos que despedirnos.


Pedro titubeó un momento.


—Quizá sea egoísta por mi parte, pero no me gustaría perder el contacto con la única mujer que conozco con la que puedo hablar. Lo digo en serio, Paula —Pedro le puso una mano en la barbilla y la miró con intensidad—. Ya sé que quieres cortar con todo esto, pero será mejor que te enfrentes a los hechos. Tus padres, tus hermanas y tus amigos están aquí; de vez en cuando irán a visitarte y tú vendrás a verlos. Insisto en que me incluyas en tu lista, ¿de acuerdo?


Paula dio un paso atrás y él bajó la mano.


—Ya te lo he dicho, Pedro, no creo que sea buena idea.


—Y yo te he dicho que no estoy de acuerdo —Pedro alzó una mano—. Está bien, reconozco que me he excedido respecto a lo que te he sugerido antes, pero no hay nada que impida que seamos siendo amigos.


—No aceptas un no como respuesta, ¿eh?


—Sí, lo sé. Me pasa desde que era pequeño.


—¿No se te ha ocurrido pensar nunca que yo puedo ser igual de obstinada que tú? —preguntó ella con voz queda.


—Sí, claro que sí. Pero también sé que tienes sentido común —dijo Pedro en un tono tan ligero como pudo—. ¿Qué tiene de malo que, de vez en cuando, cenemos o vayamos al cine juntos?


La sonrisa que vio en los labios de Paula le pareció irónica.


—Así que una mujer con sentido común, ¿eh? —dijo ella con un súbito temblor en la voz—. Las mujeres con sentido común no dejan que hombres egoístas les hagan daño.


Otra vez ese hombre, pensó Pedro.


—¿Lo ves? Tienes sentido común. Has salido con ese hombre, él no ha valorado como se merece lo que podías ofrecerle y tú te vas. Me parece perfectamente lógico.


Pedro la vio tragar saliva antes de responder.


Pedro, me parece que voy a tener que decirte una cosa.



Él empequeñeció los ojos. Fuera lo que fuese lo que Paula iba a decir, sabía que no iba a gustarle. Lo presentía. Se metió las manos en los bolsillos porque, de no hacerlo, iba a abrazarla.


—Adelante, soy todo oídos.


—Lo que te he dicho respecto a por qué me voy a Londres es verdad, pero… —comenzó a decir Paula, pero se detuvo cuando alguien a sus espaldas la llamó—. Pedro, es el de la agencia inmobiliaria con los nuevos inquilinos. Tengo que marcharme.


—Espera —Pedro le agarró el brazo—. No te vayas todavía. ¿Qué ibas a decir?


—Da igual, no tiene importancia.


—Paula…


—Por favor, Pedro, vete. Tengo cosas que hacer —dijo ella en tono cortante.


—Está bien —respondió él súbitamente encolerizado—. Adiós, Paula.


—Adiós.


Y sin más palabras, Paula se dio media vuelta, se reunió con el agente inmobiliario y con los nuevos inquilinos, y entró en la casa.


Pedro se quedó inmóvil durante unos minutos, sintiéndose como si tuviera los pies pegados al pavimento. Pero el problema no eran los pies, sino su corazón. No sabía cómo, pero iba a tener que hacerse a la idea de no volver a verla nunca.


Respiró profundamente con intención de calmarse.


Y ahora, ¿qué?


Pedro se metió en el coche y se alejó de allí. No podía volver a vivir de la forma que había vivido antes de conocer a Paula; sobre todo, después de reconocer lo que Paula significaba para él.


Furioso, dio un golpe al volante. ¿Por qué Paula estaba tan obsesionada con ese hombre?


Se sentía como si le hubieran estrujado el corazón. No quería sentirse así, ahogado en su tristeza. Eso era justo lo que había intentado evitar durante años, encontrarse en una situación así. Quizá fuera una suerte que Paula estuviera enamorada de otro si así era como le hacía sentir. Le tenía en el bolsillo.


Y no sabía cómo iba a lograr pasar el resto de la vida sin ella.







SEDUCCIÓN: CAPITULO 14





El sábado por la mañana, cuando Paula se despertó, seguía triste y estaba cansada. Se había pasado el día anterior limpiando, terminando de embalar sus cosas y cumpliendo con sus obligaciones. Estaba casi muerta de cansancio.


Fuera, su pequeño utilitario estaba a rebosar. Los nuevos inquilinos del piso iban a ir a las once de la mañana con el agente inmobiliario, que iba a examinar la casa.


Paula se sentó en la cama. Él no la había llamado. Pero… ¿por qué iba a hacerlo?


Por fin, se levantó, pensando que Pedro ya se había olvidado completamente de ella. Pero así era Pedro.


Cuando el teléfono sonó, Paula descolgó el auricular automáticamente. La única persona que podía llamarla a esas horas era su madre.


—Hola, mamá.


Paula se alegró de estar sentada. Aunque, desgraciadamente, no pudo pronunciar una sola palabra más de momento.


—¿Paula? Soy Pedro. Ya sé que es muy temprano, pero como no sabía a qué hora te ibas…


«Contesta. Di algo. Grita. Cualquier cosa».


—Yo… no, todavía no. Quiero decir que… que todavía estoy en la cama.


—¿Te he despertado? Lo siento.


Paula no le sacó de su error. Prefería que pensara que su balbuceo se debía a que aún estaba medio dormida.


—No te preocupes. ¿Ocurre algo?


—No, nada escucha, creo que no te he dado las gracias como te mereces por todo lo que me has ayudado con los cachorros.


—Claro que me has dado las gracias —Paula se miró el reloj de oro, el que Pedro y su padre le habían regalado. Había dormido con él puesto.


—No, yo creo que no. En fin, se me ha ocurrido que podíamos desayunar juntos. Es decir, si no tienes otros planes.


Qué extraño. Soltando el aire que había estado reteniendo en los pulmones, Paula cerró los ojos. Sería una locura verle aquella mañana; con ello, sólo lograría sufrir más. ¿Y para qué? Una hora en compañía de Pedro, dos a lo sumo. 


Volvería a trastornarla. Lo único razonable era ponerle una excusa y decirle que no.


El silencio se prolongó.


—Paula, ¿estás ahí? —dijo Pedro por fin.


—Sí —respondió ella con calma, a pesar de que gritaba por dentro. Se comportaba como una tonta en lo que a ese hombre se refería—. De acuerdo, desayunaremos juntos.


—Estupendo. Conozco un café muy bueno no lejos de tu casa.


Pedro parecía realmente contento. Paula deseó poder verle la cara.


—¿A qué hora te vas a pasar por aquí?


Otro silencio antes de que él respondiera:
—La verdad es que estoy sentado en el coche delante de tu casa. He visto el amanecer.


Paula se quedó atónita.


—¿Por qué?


—No podía dormir.


¿Qué Pedro estaba ahí?


—Tengo que ducharme —logró decir ella.


—Está bien. No corras, no hay prisa. Tómate el tiempo que necesites.


—Tengo que entregar las llaves del piso a las once.


—Estaremos de vuelta para entonces, no te preocupes.


—¿Quieres subir y esperarme aquí? —preguntó ella con desgana, preguntándose si estaba destinada a que Pedro la viera despeinada y sin maquillar.


Pero él debió notar su reluctancia.


—No, estoy bien aquí, escuchando la radio. ¿Sabías que va a hacer un día maravilloso? Fresco, pero soleado, según el informe meteorológico.


Iba a ser el día más hermoso del mundo porque ella iba a verle por otra vez, por última vez; y también el peor porque iba a tener que repetir la despedida. Sin embargo, Pedro había pensado en ella y estaba allí.


—¿Cuándo tienes que volver a tu casa para cuidar de los cachorros?


—La señora Rothman se va a encargar de ellos. Como yo he estado en casa estos dos últimos días, ella ha accedido a venir a casa todo el fin de semana.


—Está bien, enseguida bajo.


Después de una ducha rápida y con el cabello recogido en una cola de caballo, Paula se puso unos vaqueros y una camiseta. No eran sus mejores ropas para encontrarse con el hombre al que amaba, pero era un atuendo apropiado para un desayuno informal en un café.


Pedro no estaba dentro del coche cuando salió de la casa, sino apoyado en él, mirando al río, de espaldas a ella. Paula se quedó momentáneamente sin respiración mientras contemplaba la imponente figura de cabellos de ébano enfundada en unos vaqueros y una chaqueta de cuero negro. Le amaba con locura.


Pedro se volvió mientras ella avanzaba hacia él y la sonrisa que se dibujó en su hermoso rostro le calentó el dolorido corazón.


—Hola —dijo Pedro con voz ronca—. Has tardado menos de lo que esperaba.


—Estupendo. ¿Adónde vamos exactamente? —preguntó ella cuando llegó hasta él.


—¿Exactamente? —Pedro, en tono burlón, ladeó la cabeza—. A un infame café de camioneros que descubrí un día por casualidad a unos tres kilómetros de aquí. Está un poco apartado de la carretera, pero siempre está lleno. Todos los camioneros lo recomiendan y, al parecer, ésa es toda la publicidad que el café necesita.


—¿Infame? —preguntó ella dubitativa.


—Bueno, quizá no sea infame. Lo frecuenta gente… digamos que peculiar. Pero la comida es estupenda y está todo muy limpio. ¿De acuerdo? —la sonrisa de Pedro se agrandó—. Vamos, Paula, no te preocupes, estás a salvo conmigo. Jamás dejaría que te ocurriera nada.


Paula estuvo a punto de contestarle, pero al final decidió callar. Fue por la forma como él la estaba mirando.


Entonces, Pedro le abrió la puerta del coche y, al cabo de unos segundos, se encontró sentada al lado de él oliendo el aroma de la loción para después del afeitado. Y se estremeció.


—¿Tienes frío? —preguntó Pedro, notando su temblor—. Pronto te calentarás.


Sí, no le cabía duda.


—Ha sido un bonito detalle invitarme a desayunar, Pedro —dijo ella, enorgullecida del tono ligero que había logrado poner en su voz.


—Me alegra que lo digas —contestó Pedro poniendo en marcha el coche al tiempo que se fijaba en el de ella—. ¿Estás segura de que tienes espacio para llevar todas tus cosas? No sé si así podrás conducir.


—Naturalmente que sí.


—Paula, se supone que el parabrisas posterior del coche tiene que estar despejado para que puedas ver por el cristal.


—Tengo que llevar mis cosas a Londres, ¿no?


—Bien, en ese caso, ¿por qué no dejas que te acompañe a Londres en mi coche? Podría llevarte algunas cosas.


—¿Tú? No, no, no es necesario —lo último que quería en el mundo era empezar una nueva vida con Pedro detrás de ella—. Mucha gente me ha ofrecido ayuda, pero prefiero arreglármelas yo sola.


—¿Mucha gente?


—Sí. Mis padres, mis hermanas…


—Ya, entiendo —Pedro pareció meditar lo que iba a decir—. ¿Te molesta que te haga una pregunta personal?


A Paula le dio un vuelco el corazón.


—No, no me molesta. Pregunta lo que quieras.


—Ese tipo con el que has estado saliendo… En fin, ¿este traslado a Londres significa una ruptura definitiva con él? Lo que quiero saber es si hay alguna posibilidad de que vuelvas con él si se le ocurre ir a Londres a suplicarte.


—No va a hacerlo —respondió ella débilmente.


—¿Pero si lo hiciera? —insistió Pedro—. Escucha, lo que realmente quiero saber es si estás dispuesta a empezar de nuevo, a salir con otros hombres.


Paula agrandó los ojos y se humedeció los labios con la lengua. ¿Por qué Pedro le producía siempre ese efecto?


—No lo sé.


De repente, Pedro se salió de la carretera principal, tomó una secundaria y al momento aparcó en la cuneta. Sus ojos grises se habían oscurecido hasta parecer casi negros cuando se volvió a ella y, con voz ronca, le dijo:
—Paula, aunque no me creas ahora, te aseguro que con él no se acaba todo. Podría demostrártelo.


Estaba como hipnotizada cuando Pedro bajó la cabeza y, poniéndole un brazo sobre los hombros mientras con la otra mano le sujetaba la barbilla, la besó. Fue un beso profundo, prolongado y cálido, y ella sintió el deseo corriéndole por las venas. Con las manos en el pecho de Pedro, el calor y el aroma de él la envolvieron.


Pedro comenzó a besarle la mejilla, la sien, la punta de la nariz y, de nuevo, la boca. Ella abrió los labios y Pedro la penetró con la lengua lanzando un gemido. El pasado y el presente se fundieron, estaban los dos solos en un mundo de tacto, sabor y olor.


Cuando Pedro la soltó por fin, ella tardó unos momentos en poder moverse, todos sus esfuerzos concentrados en recuperar el sentido. Entonces, le vio pasarse una mano por el cabello antes de oírle decir:
—Me gustaría que saliéramos juntos, Paula. Podemos ir todo lo despacio que tú quieras, pero no niegues que hay algo entre los dos.


Paula lanzó un tembloroso suspiro. Tenía que pensar, tenía que asimilar lo que había ocurrido y el significado de esas palabras.


«Algo entre los dos». ¿Qué quería decir?


Pero sabía muy bien lo que Pedro había querido decir. No eran los protagonistas de una película de amor en la que el personaje masculino, de repente, se da cuenta de que está enamorado de esa chica en la que antes no se había fijado.


No, la realidad era distinta. Que hubiera decidido hacerse cargo de cuatro cachorros no quería decir que estuviera dispuesto a tener una relación duradera, a entregar su corazón a una mujer durante el resto de su vida. No, Pedro huía de las ataduras como de la peste.


Pedro, me marcho a Londres. No sería realista pensar que podemos salir juntos —esperaba que su voz no, hubiera manifestado el temblor de su cuerpo.


—No veo por qué no. Londres no está precisamente en las antípodas.


—No, pero…


—¿Qué? —preguntó él con voz queda.


—¿Por qué ahora? Hace un año que nos conocemos y hasta ahora nunca… nunca me has pedido que salga contigo.


—Quizá porque no he querido mezclar el placer con el trabajo.


Placer.


—Lo siento, pero no te creo. Sé sincero, Pedro. Tú nunca me te habías fijado en mí en ese sentido. Así deja que repita la pregunta. ¿Por qué ahora?


Pedro sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos.


—Estás equivocada, Paula. Me había fijado en ti, «en ese sentido» como tú dices, desde el primer momento.


Paula no podía hablar, estaba atónita.


—Respecto a por qué no te había pedido que salieras conmigo hasta ahora… creo que quizá ese beso tenga algo que ver con ello —respondió Pedro misteriosamente.


Paula, confusa, se lo quedó mirando.


—Perdona, pero no te comprendo.


—Sabía que si salíamos juntos… sería importante y yo todavía no estaba preparado para una relación así —respondió Pedro con los ojos fijos en ella—. Pero ahora las circunstancias han cambiado. Yo he cambiado. Y al decirme que has terminado con ese otro hombre…


De repente, Paula se sintió como si acabaran de apuñalarla. 


Sí, acababa de comprenderlo. Pedro creía que ella estaba enamorada de otro hombre y que ese hombre era la razón de que ella se marchara de Yorkshire. A Pedro ella le gustaba, pero como él no quería complicaciones, por eso no le había dicho nada. Pero ahora era diferente. Ahora Pedro podía tener una aventura amorosa con ella porque se iba a vivir a Londres y eso significaba que la relación sería menos intensa debido a la distancia; además, como se suponía que estaba enamorada de otro, él podía ir a Londres a acostarse con ella de vez en cuando pensando quizá que le estaba haciendo un favor a la pobre chica de pueblo sola en la ciudad.


Paula respiró profundamente.


—Dejemos las cosas claras. Lo que tú estás sugiriendo es que salgamos juntos a pesar de que yo viva en Londres, ¿no?


Pedro asintió.


—Por la autopista se llega rápido.


—¿Y con cuánta frecuencia crees que nos veríamos?


—Eso dependería de ti —respondió Pedro con voz queda—. Naturalmente, como quien no quiere estar aquí eres tú, yo iría a verte a Londres.


Qué generoso. De esa manera, él podría verla cuando le apeteciera. Y si, en el futuro, empezaba a agobiarle la relación, lo único que tenía que hacer era visitarla menos.


A Paula le dieron ganas de decirle a gritos que era el hombre menos sensible y más egoísta del planeta, que prefería morir a convertirse en su entretenimiento de fin de semana y que podía irse al infierno. Pero no estaba dispuesta a perder su dignidad, por lo que se volvió y le dijo fríamente:
—Lo siento, Pedro, pero no funcionaría.


—No estoy de acuerdo.


—Perdona, pero a mí no me serviría.


—¿Es por culpa de ese hombre?


—En parte. Me temo no ser la clase de chica que se acuesta con un hombre mientras está pensando en otro.


Había pensado que aquel implícito insulto haría callar a Pedro, pero la tenacidad de él no parecía tener límites.


—Nunca he pensado que lo fueras. Hasta dónde llegaría y cómo sería nuestra relación lo decidirías tú. Al contrario de lo que puedas pensar, soy capaz de invitar a cenar a una mujer sin acabar con ella en la cama.


«Créeme, no tendrías que esperar nada». Y ése era el problema.


—Supongo que, en el fondo, lo que me pasa es que no quiero que nada me recuerde a Yorkshire, Pedro. Es así de sencillo. Necesito estar sola, que todo sea nuevo —Paula no pudo evitar un sollozo al acabar de pronunciar aquellas palabras.


—No era mi intención disgustarte, Paula —dijo Pedro con voz ronca.


Paula sacudió la cabeza.


—No lo has hecho. Estoy bien.


—Me gustaría retorcerle el pescuezo —Pedro alzó una mano y le acarició los labios, sus ojos llenos de una emoción que ella no logró descifrar—. Bueno, creo que necesitas comer algo. Y yo también.


Al instante, Pedro se distanció de ella, puso en marcha el motor del coche y reanudó el trayecto.


No tardaron mucho en llegar a una construcción de madera algo destartalada y con mesas y sillas fuera.


—Ya te había dicho que no es un sitio elegante —dijo Pedro sonriendo traviesamente.


—Creo que el calificativo que empleaste fue «infame».


—Ah, sí. Bueno, ven a ver qué te parece. No es necesario que desayunemos fuera, dentro hay sitio de sobra.


Cuando entraron, Paula vio inmediatamente que, aunque limpio, todo estaba muy viejo. Muchas de las mesas y las sillas parecían haber sido remendadas con trozos de maderos; el suelo estaba arañado y gastado; y las mesas no estaban vestidas con manteles de algodón, sino con hules.


Un hombre bajo, enjuto, con profundas arrugas en la cara y cabello gris saludó inmediatamente a Pedro.


—¡Hola, Pedro! Hoy estás de suerte, acabo de recibir unas morcillas estupendas.


Mientras Pedro la conducía a una mesa en un rincón junto a una ventana, volvió la cabeza y contestó al hombre que le había saludado:
—Estupendo, Mick. ¿Podrías traernos un par de tazas de té mientras echamos un vistazo al menú?


—Marchando.


Paula se sentó y, disimuladamente, miró al resto de los clientes del establecimiento. Casi todas las mesas estaban ocupadas y, aunque vio a gente de aspecto corriente, muchos tenían un aspecto pintoresco. Había un hombre cubierto de tatuajes de la cabeza a los pies y una pareja de los Angeles del Infierno junto a un grupo de personas vestidas de negro y rostros muy pálidos, estilo gótico. Más sorprendente aún resultaba un hombre con esmoquin al lado de una mujer llena de alhajas, ambos parecían dormidos.


Pedro notó que estaba examinando a la clientela del lugar y comentó:
—Mike tiene una clientela muy variopinta.


Antes de que ella pudiera contestar, Mick se les acercó con una sonrisa enorme y dos tazas de té, que puso en la mesa al tiempo que la miraba.


—¿No nos vas a presentar, Pedro?


—Mick, Paula. Paula, Mick.


Mick asintió.


—Encantado de conocerte, Paula.


Ella sonrió. Había algo en ese hombre que le gustó de inmediato.


—Lo mismo digo, Mick.


—Así que Pedro te ha invitado a uno de mis desayunos «bonanza», ¿eh? —preguntó Mick animadamente—. Huevos, beicon, salchichas, judías, tomates, morcillas y champiñón con tostadas?


A Paula le pareció que la estaba poniendo a prueba.


—Sí, estupendo.


—Me gusta —dijo Mick, volviéndose a Pedro—. Me alegro de que por fin hayas encontrado a una mujer de verdad.


Después, volviéndose de nuevo a Paula, añadió:
—Desde que vino aquí por primera vez, no he hecho más que insistirle en que se buscara una buena chica.


Ella parpadeó, pero el brillo travieso de los ojos de Mick la deshizo.


—¿Cómo sabes que soy una buena chica? —ella también sonrió—. A lo mejor a Pedro le gusta otra clase de chicas.


Mick negó con la cabeza.


—No, no es tan tonto como parece.


—Cuando hayáis terminado de hablar de mí, si no os importa… —interrumpió Pedro burlonamente.


—Marchando dos «bonanzas» —Mick se alejó con paso alegre.


Paula bebió un sorbo de té y luego, al alzar los ojos, vio que Pedro la estaba observando con expresión muy seria.


—¿Qué? —preguntó ella nerviosa.


—¿Hay alguien a quien no sepas tratar? —murmuró él en tono de aprobación.


Sintiéndose como si le hubieran hecho el mayor halago de su vida, Paula respondió:
—Claro que no. Soy una mujer moderna, ¿no lo sabías? Las mujeres modernas podemos enfrentarnos a cualquier situación… al contrario que los hombres.


Paula acababa de decidir que la mejor forma de tratar con Pedro, con Mick y con lo que había pasado y pudiera pasar aquella mañana era tomándoselo todo con humor.


Pedro sonrió y ella se derritió.


—Ya, las mujeres sois un milagro de la naturaleza.


—Por supuesto —pero, entonces, Paula no pudo evitar hacer una pregunta respecto al comentario de Mick—. Pedro, ¿qué ha querido decir Mick con eso de que por fin has encontrado a una mujer de verdad? Desde que has vuelto a Inglaterra has tenido varias novias.


Pedro se encogió de hombros.


—Pero no las he traído aquí —Pedro hizo una pausa—. Y tampoco las he llevado a mi casa.


Paula se aseguró a sí misma que aquello no significaba nada. No obstante, bajando la mirada a su taza de té, comentó:
—A mí sí me has llevado a tu casa.


—Sí, lo he hecho.


—¿Por qué somos amigos?


—No, no somos sólo amigos, Paula. Me gusta ser amigo tuyo; pero, al menos por mi parte, siento algo más por ti y no puedo evitarlo. Te deseo desde que te conocí.


—Físicamente —observó ella alzando los ojos para mirarle fijamente.


—Sí, no puedo evitar que me atraigas físicamente, soy un hombre. Pero… pero luego te fui conociendo.


Paula se llevó la taza de té a los labios mientras se decía que no debía perder la calma.


—Estoy muy confusa, Pedro. Decías que no querías ataduras ni responsabilidades. ¿Por qué ahora es diferente?


—¿Quizá porque haya llegado el momento de cambiar? —sugirió él.


—Así que… ¿has empezado con los cachorros esperando alcanzar mayores compromisos? ¿Es algo así?


Pedro sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos.


—No exactamente. La cuestión es…


—Dos «bonanzas» —ninguno de los dos había visto a Mick acercándose y a Paula le dieron ganas de dar una patada al alegre propietario del establecimiento.


Tan pronto como Mick volvió a dejarles a solas, ella dijo:
—Estabas diciendo…


Pedro se la quedó mirando unos momentos.


—Déjalo, no tiene importancia. Tal y como están las cosas…


Paula abrió la boca para preguntarle qué quería decir, pero ajusto en ese momento Mick volvió a aparecer a su lado.


—¿Más té?


«Márchate», gritó Paula por dentro.


—No, gracias.


Pedro negó con la cabeza.


Pero Mick no era una persona de gran percepción porque, al instante siguiente, agarró una silla y se sentó a la mesa, al lado de Pedro.


—Oye, he decidido hacerte caso respecto a lo que me aconsejaste que hiciera con el negocio.


Pedro asintió.


—Estupendo.


—Creo que es un buen momento. ¿Cómo crees que debo empezar?


Paula suspiró para sí. Fin de la íntima conversación. Ahora no le quedaba más remedio que intentar comerse ese enorme desayuno cuando lo que realmente quería era echarse a llorar.


Y decidió que Mick ya no le caía bien.