sábado, 11 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 16





—Paula, no me gusta insistir, pero es viernes por la noche y estás en la capital. Dime, ¿qué tengo que hacer para convencerte de que vengas a la fiesta?


Paula sonrió a la alta y delgada chica sentada con las piernas cruzadas en la cama. Candy era una atractiva morena cuya leve y elegante apariencia física enmascaraba el hecho de ser una joven sumamente inteligente que ocupaba un puesto de responsabilidad en un banco. Además era encantadora, como ella había podido comprobar al cabo de las primeras veinticuatro horas que había pasado en Londres, cuando se había derrumbado completamente debido a encontrarse embargada por una profunda tristeza.


Aunque en Yorkshire había logrado ocultar el amor que sentía por Pedro a todo el mundo, el primer domingo en Londres le contó todo a Candy. Y Candy no podía haberse portado mejor con ella, ofreciéndole todo su apoyo y llamando a Pedro de todo. Desde entonces, Candy se había propuesto animarla y divertirla, a pesar de que ella se había resistido hasta el momento.


—Escucha —Candy se inclinó hacia delante, mirándola fijamente con sus ojos castaños—, llevas en Londres más de dos meses, es una maravillosa tarde de junio y me niego a que te quedes encerrada en casa. Y no me digas que vas a salir a darte uno de tus interminables paseos porque no es a esa clase de salida a la que me refiero.


Paula sonrió.


—Ya. Quieres que salga a uno de esos clubs llenos de gente, ¿verdad?


Candy alzó los ojos al techo.


—A un club nocturno lleno de hombres guapos que estás esperando a que tú aparezcas.


—Sí, claro —Paula no pudo evitar echarse a reír—. Lo siento, pero no, Candy.


—Tienes que probar. Además van a venir también Kath, Linda, Nikki, Lucy y Samantha. Aunque alguna de nosotras consiga ligar, siempre quedará alguna para volver a casa en el taxi. No sirve de nada pasarse el tiempo en casa lloriqueando.


—Yo no lloriqueo y lo sabes muy bien —dijo Paula con firmeza—. Lo siento, Candy, pero a mí no me gusta el ambiente de los clubs.


—¿Cómo lo sabes si no has ido nunca a ninguno? —protestó Candy.


—Además, no quiero conocer a nadie por el momento.


—En ese caso, dedica el tiempo a pasártelo bien con las chicas —insistió Candy—. Primero vamos a ir a cenar y luego vamos a ir a Blades o a Edition. Las conoces a todas, te caen bien y tú a ellas también. Suéltate el pelo aunque sólo sea por una vez. Baila y libérate. Coquetea. En fin, ya sabes.


No, no lo sabía, pero la sonrisa de Candy era contagiosa.


—No te vas a dar por satisfecha hasta que no acabe levantándome ojerosa y con resaca el sábado por la mañana, ¿verdad? —dijo Paula con resignación.


—¿Significa eso que sí? —gritó Candy encantada—. Estupendo. Enseguida podemos empezar a ver qué nos vamos a poner, echo de menos hacer eso desde que Jennie decidió abandonar la buena vida y casarse.


Jennie, la antigua compañera de piso de Candy, se había casado, para disgusto de ésta. Después de que su madre la criara sola debido a que su padre las había abandonado cuando ella tenía cinco años, Candy había decidido no casarse jamás.


Paula no se había dado cuenta de la cantidad de peso que había perdido hasta que no empezó a probarse ropa para salir aquella noche. Y no se debía a que estuviera haciendo dieta, sino a las muchas horas de trabajo y a las tardes que pasaba dándose paseos por el barrio hasta acabar agotada de cansancio.


Siempre había querido estar más delgada; pero ahora que lo había conseguido, no estaba segura de gustarse más que antes. Quizá lo que no le gustaba era su expresión sombría y las permanentes ojeras bajo sus ojos. Fuera lo que fuese, descubrió que ya no le gustaba cómo le sentaban sus dos vestidos preferidos.


Delante del espejo de su habitación, Paula sorprendió a Candy mirándola. El vestido de tul sin mangas era perfectamente apropiado para salir de noche, pero le colgaba sin gracia.


—Espera un momento —le dijo Candy, y desapareció al instante.


Unos segundos más tarde, su compañera de piso volvió con un precioso cinturón de cuerpo negro que se había comprado el fin de semana anterior.


—Toma —le dijo Candy dándole el cinturón—. Creo que te va a quedar precioso con ese vestido. Debía estar pensando en ti cuando lo compré.


—Todavía no lo has estrenado…


—Vamos, no digas tonterías y póntelo. Lo que yo daría por tener un busto como el tuyo —comentó Candy, suspirando de envidia sana—. No creo a los hombres que dicen que lo que a ellos les gustan son las piernas, les encantan las mujeres con pecho.


—A algunos no les gustan lo suficiente —comentó Paula con pesar.


Sus miradas se encontraron en el espejo e, inmediatamente, Candy hizo una mueca.


—Te prohíbo terminantemente que pienses en él esta noche, Paula. ¿De acuerdo?


—De acuerdo.


Paula se preguntó, no por primera vez, cómo habría podido sobrevivir las últimas nueve semanas sin su compañera de piso. La desolación que sentía por la ausencia de Pedro y la considerable tensión del nuevo trabajo en un ambiente al que no estaba acostumbrada había sido difícil, pero Candy la había apoyado en todo momento.


Su compañera de piso era una de esas personas maravillosas y generosas que tan difíciles eran de encontrar.


Paula sonrió a su amiga y dijo:
—Te gustaría Pedro si le conocieras, Candy. Tiene una virtud que tú valoras sobremanera: es absolutamente sincero con las mujeres.


Candy lanzó un bufido.


—En ese caso, debe ser uno entre un millón.


—Sí, así es. Pero hablando en serio, Candy, no todos los hombres son como tu padre.


—Lo sé. Siempre hay alguna excepción a la regla, Paula, pero todos piensan con lo que llevan dentro de los pantalones, no con la cabeza. Y no me mires así porque es verdad. Los hombres son otra especie. Y hay que jugar a lo que ellos juegan y ganarles en su propio terreno: toma lo que quieras cuando quieras y no te impliques emocionalmente. 
Es la única forma de no perder la integridad.


—Te pareces más a Pedro que el mismo Pedro.


—En ese caso, quizá nos lleváramos bien —Candy sonrió traviesamente—. Pero tú eres demasiado buena para un hombre así. Y ahora dime, ¿qué zapatos te vas a poner con ese vestido? Por supuesto, de tacón alto. A ver qué tenemos por aquí…


Paula se agachó y, tras rebuscar en la parte de abajo del armario, sacó un par de zapatos.


—¿Te parecen bien?


—Perfectos —Candy examinó los zapatos escotados de alto tacón con un lazo del mismo color que el vestido.


—No están mal para ser de una chica de pueblo, ¿eh?


—No, nada mal —dijo Candy mirándola de arriba abajo—. Te aseguro que cuando entres por la puerta del club esta noche más de uno se va a desmayar.


Paula sonrió, pero no pudo evitar que su sonrisa fuera triste. 


No podía evitar pensar en Pedro.


Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Candy adoptó una expresión de reproche.


—Para en este momento. Ya te lo he advertido, esta noche nada de Pedro. Voy a servir un par de copas de vino para tomárnoslas mientras nos peinamos a lo loco, tengo un spray color rosa maravilloso que se quita con un simple lavado.


Paula se la quedó mirando con horror.


—¿Rosa? ¿Con mi color de pelo? No, Candy, no.


—Está bien, quizá no sea para ti. Pero tengo unas plumas que te quedarían muy bien.


Paula asintió con resignación.


—Está bien, si insistes…


A pesar de sus dudas, cuando estaban listas para salir, Paula tuvo que admitir que tenía muy buen aspecto, gracias a Candy. No parecía ella misma, ni se sentía ella misma, pero ahí estaba la gracia, según Candy. Por supuesto, con su vestido azul y los mechones color rosa en el pelo, Candy proyectaba una imagen completamente distinta a la que presentaba cuando iba a trabajar al banco.


—Me encanta disfrazarme —dijo Candy contenta mientras apuraba su copa de vino—. Si quieres que te sea sincera, creo que jamás me haré mayor. Es por eso por lo que soy la última persona en el mundo que tendría hijos.


—No necesariamente —dijo Paula racionalmente—. Ser infantil en ciertos aspectos puede significar que te entenderías mejor con los niños.


Esa vez, el bufido estaba cargado de ironía.


—No me gustan los niños —declaró Candy firmemente—. Son demasiado exigentes, hay que dedicarles demasiado tiempo y son sucios. Una no puede hacer lo que se le antoje cuando tiene un hijo, y con un marido además… Y eso de estar embarazada durante nueve meses debe ser horrible. Mi madre está muy guapa en las fotos de antes de tener hijos, pero ahora parece diez años mayor de lo que es.


—No tiene por qué ser así.


Candy la miró mientras agarraba su chaqueta de algodón.


—¿En serio te gustaría perder tu libertad durante los veinte años que cuesta que se independice el hijo que tengas con cualquier hombre?


—No con cualquier hombre.


—Ah, ya, otra vez Pedro, ¿verdad?


Paula se sonrojó.


—Me lo has preguntado y yo te he contestado. No se me ocurre nada mejor en el mundo que estar con él y tener hijos con él. Lo siento, pero yo soy así.


—En ese caso, ¿por qué no aceptaste lo que te ofreció y, digamos que de forma accidental, te quedaste embarazada? Así habrías conseguido estar con él.


—Yo no puedo hacer eso, Candy —contestó Paula escandalizada.


Candy se la quedó mirando un momento.


—No, ya sé que no —dijo Candy con voz suave—. Pero sabes una cosa, ese Pedro tuyo es un imbécil.


Paula forzó una sonrisa.


—En eso estoy de acuerdo contigo —respondió Paula en tono ligero al tiempo que dejaba su copa de vino en la mesa—. Venga, vamos. Estoy muerta de hambre.





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