domingo, 6 de noviembre de 2016

SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 9




Pedro pasó diez minutos bajo el agua fría de la ducha, tratando de despertarse después de la peor noche de sueño de su vida y la mejor de sexo. No recordaba la última vez que no había querido levantarse de la cama.


Le esperaba mucho trabajo en la oficina y, por vez primera, estaba considerando trabajar desde casa para pasar unas horas más con Paula. Después de su timidez inicial, se había mostrado atrevida e insaciable, cualidades que los habían mantenido despiertos hasta el amanecer. Finalmente, ella se había quedado dormida, con el cuerpo entrelazado al suyo, mientras los primeros rayos bañaban el dormitorio.


Le había resultado imposible escabullirse sin despertarla, así que se había quedado allí, embriagado por el olor de su piel y de su cabello y atrapado por aquellas largas piernas.


No había más culpable que él. Había estado dispuesta a marcharse, pero él se lo había impedido. Frunció el ceño al pensar en su comportamiento. No necesitaba mostrar afecto ni ninguna otra emoción. Para él, el sexo era una necesidad física, no muy diferente al hambre o a la sed. Una vez satisfecho, seguía con su vida. No deseaba nada más intenso porque no creía que existiera.


Cuando era más joven, varias mujeres habían intentado convencerlo de lo contrario, sin que ninguna lo consiguiera. 


Lo había escuchado todo: que no tenía corazón, que era un egoísta, que estaba demasiado centrado en el trabajo. Había aceptado aquellas acusaciones sin discutir, sabiendo que ninguna de ellas justificaban su permanente estado de soltería. Era mucho más sencillo que todo aquello: simplemente, no creía en el amor. Desde una edad muy temprana había aprendido que el amor desaparecía tan rápidamente como llegaba, que las promesas podían romperse a la vez que se hacían, que un anillo de boda era una pieza más de joyería y que los votos matrimoniales ataban menos que una rama enredada a otra.


No necesitaba de la amistad y el afecto que regían la vida de otras personas. Había aprendido a vivir sin ello, así que verse abrazado por una mujer que sonreía incluso en sueños era algo tan novedoso para él como inquietante.


Después de dormir un rato, consiguió zafarse de su abrazo sin despertarla y se fue al cuarto de baño a considerar las opciones que tenía. Debía de encontrar la manera de alejarla diplomáticamente.


Se duchó, se afeitó y volvió al dormitorio. Convencido de que seguiría durmiendo, se sorprendió al encontrarla vestida con una camisa blanca suya, hablando por teléfono.


–Claro que estará allí –estaba diciendo en tono muy amable–. Estoy segura de que ha sido un malentendido. Bueno, estoy de acuerdo con usted, pero está muy ocupado.


Paula se tumbó en la cama boca abajo, las sábanas enredadas entre sus muslos desnudos. Pedro la miró y decidió que no había motivo para que se fuera inmediatamente. Desayunarían en la terraza y quizá se bañaran en la piscina. Más tarde pensaría en alguna postura que no hubieran probado, antes de mandarla en coche a su casa.


Se colocó delante de ella y, lentamente, se quitó la toalla de la cintura. Paula abrió los ojos como platos y sonrió con picardía. Pedro deseó que colgara.


Se vistió bajo su atenta mirada, mientras la conversación se reducía a monosílabos. Era la clase de conversación que no había tenido en su vida, aquella que implicaba escuchar a la otra persona desahogarse. Nunca había entendido la necesidad de las mujeres de contarlo y analizarlo todo.


–Lo sé –murmuró ella–. No hay nada más doloroso que una ruptura en la familia, pero hay que ser sincero con los propios sentimientos.


Era evidente que la conversación iba para largo. Alguien la había llamado convencido de que hablar con ella le haría sentir mejor.


Molesto, Pedro se pasó un dedo por el cuello para indicarle que colgara. Entonces Paula señaló el teléfono con su mano libre.


–Es para ti –le dijo en voz muy baja–. Es tu padre.


¿Su padre? ¿La persona a la que llevaba veinte minutos tranquilizando era su padre?


Pedro se quedó de piedra. Entonces se dio cuenta de que el teléfono que Paula tenía en la mano era el suyo.


–¿Has contestado mi teléfono?


–En condiciones normales no lo habría hecho –susurró–, pero cuando vi que era tu padre, supuse que querrías hablar con él. No quería que perdieras la llamada por estar en la ducha.


Convencida de que le había hecho un enorme favor, se despidió de su padre y le tendió el teléfono. La parte delantera de la camisa se ahuecó, dejando entrever aquellas tentadoras curvas que tan minuciosamente había recorrido la noche anterior. Deseó deshacerse del aparato y llevársela de nuevo a la cama.


–Esa camisa es mía.


–Tienes muchas, no pensé que echarías de menos una.


Pedro apartó la mirada de sus labios sonrientes, tomó el teléfono y empezó a hablar.


–No hacía falta que me llamaras otra vez. He recibido tus últimos cuatro mensajes.


–Entonces, ¿por qué no me has devuelto la llamada?


–He estado muy ocupado.


–¿Demasiado ocupado para hablar con tu padre? Te he llamado todos los días de esta semana.


Consciente de que Paula lo estaba escuchando, se acercó a la ventana y se quedó mirando el mar.


–¿Sigue en pie la boda?


–¡Por supuesto que sí! ¿Por qué no iba a ser así? Amo a Daniela y ella me ama a mí. A ti también te gustaría si te tomaras la molestia de conocerla –dijo, y se hizo un silencio entre ambos–. Pedro, ven a casa. Hace tiempo que no vienes.


–He estado ocupado.


–¿Ocupado para visitar a tu propia familia? Sé que no te gustaba Carla y es cierto que durante mucho tiempo estuve enfadado contigo por no ser más amable con ella, especialmente después de lo cariñosa que era contigo, pero eso ya ha quedado atrás.


Pedro recordó aquella clase de «cariño» y apretó con fuerza el teléfono. Quizá se había equivocado al no contarle a su padre la verdad sobre su tercera esposa.


–¿Irá Carla a la boda?


–No –contestó su padre, y se quedó callado unos segundos–. Le he pedido que traiga a la pequeña Chloe, pero no ha respondido a mis llamadas. Me doy cuenta de que es una situación muy incómoda para todos.


–¿De veras quieres que Carla vaya a la boda?


–Ella no, pero Chloe sí. Si por mí fuera, estaría viviendo aquí conmigo. No he perdido la esperanza de que lo consiga algún día. Chloe es mi hija, Pedro. Quiero que crezca conociendo a su padre. No quiero que piense que la abandoné o que no quise que formara parte de mi vida.


–Esas cosas pasan. Son parte de la vida y de las relaciones.


–Siento que pienses así. La familia es lo más importante en la vida y me gustaría que algún día tuvieras una.


–Tengo mis propios objetivos en la vida y ese no es uno de ellos.


A la vista de la complejidad de las relaciones, se alegraba de que fuera así. Como todos los demás aspectos de su vida, sus sentimientos estaban bajo control.


–¿Crees que a Daniela le gustaría que Chloe viviera con vosotros?


–¡Por supuesto! Es encantadora. Lo está deseando tanto como yo. Y también está deseando conocerte. Quiere que seamos una verdadera familia. Vamos, Pedro, vuelve a casa. Quiero que olvidemos el pasado. Carla ya no está aquí.


Pedro no le dijo que la razón por la que evitaba volver a la isla no tenía nada que ver con Carla. Cada vez que iba allí, lo asaltaba el recuerdo de su madre marchándose en mitad de la noche mientras él la observaba desde la escalera.


«¿Adónde vas, mamá? ¿Vas a llevarme contigo? ¿Puedo ir yo también?».


Pedro, ¿vendrás? –estaba diciendo su padre.


–Sí, si eso es lo que quieres –respondió frotándose la nuca.


–¿Cómo puedes dudarlo? La boda es el martes, pero la mayoría de nuestros amigos llegarán durante el fin de semana para empezar a celebrarlo. Ven el sábado.


¿El sábado? ¿Su padre esperaba que se quedara cuatro días?


–Veré si puedo despejar mi agenda.


–Claro que puedes. ¿Qué sentido tiene dirigir tu propia compañía si no puedes decidir tu propio horario? Ahora, háblame de Paula. Me cae muy bien. ¿Por qué no la traes a la boda?


–No tenemos esa clase de relación.


Estaba molesto. ¿Por qué había pasado tanto tiempo al teléfono hablando con su padre? ¿Acaso era su manera de conseguir una invitación para la gran boda del año en Grecia?


Se despidió de su padre y colgó.


–Nunca más vuelvas a contestar mi teléfono –dijo dándose la vuelta.


Pero estaba hablando a una habitación vacía porque Paula no estaba por ninguna parte. Atónito, Pedro miró hacia el baño y entonces vio una nota sobre la almohada. Pedro tomó la nota y la arrugó. Había estado tan absorto hablando con su padre, que no la había oído marcharse.


El vestido de la noche anterior estaba cuidadosamente colocado sobre la silla, pero no había ni rastro de los zapatos ni de la camisa. No necesitaba ningún plan para apartarla de su vida porque ella misma se había ido. Y ni siquiera se había molestado en despedirse.







sábado, 5 de noviembre de 2016

SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 8






Paula entró en la mansión que había estado limpiando unas horas antes, nerviosa. En el entorno romántico del restaurante, le había parecido una buena idea, pero, en aquel momento, no estaba tan segura.


–¿Por qué contrataste una empresa de limpieza?


–No lo hice –dijo dejando la chaqueta en el respaldo de una silla–. Tengo gente que cuida de este sitio. Probablemente lo hicieran ellos. No les avisé con demasiada antelación de mi llegada. Me da igual cómo hagan su trabajo, siempre y cuando esté hecho.


–Hace una noche estupenda –dijo Paula, contemplando la piscina desde el salón.


Nada de aquello tenía que ver con el romanticismo. Sus anteriores relaciones habían sido con hombres a los que conocía y por los que sentía algo. Aquella situación era nueva para ella.


–¿Tienes algo de beber?


–¿Tienes sed?


–Un poco –contestó nerviosa.


Pedro salió un momento de la habitación y volvió con un vaso de agua.


–Quiero que estés sobria.


Consciente de que de veras iban a hacerlo, de repente se dio cuenta de que estaba temblando tanto, que estaba derramando el agua.


–Vaya, estoy manchando el suelo que había limpiado.


Paula clavó la mirada en la piel bronceada de su cuello. Todo en él resultaba muy masculino. No solo era peligrosamente atractivo, era letal, y de repente se preguntó qué estaba haciendo. Quizá debería haber aceptado el ofrecimiento de Spy de sexo sin ataduras, pero no sentía por él ni una décima parte de aquel magnetismo. Sabía que se arrepentiría si se marchaba. Se tomaba las relaciones con demasiada seriedad. Si estaba decidida a probar algo diferente, no había nadie mejor para hacerlo que con Pedro.


–¿Asustada?


–Un poco –contestó ella sonriendo–. Pero solo porque no suelo hacer esto –añadió, y dejó el vaso en la mesa de cristal–. Olvida que estoy temblando y sigamos adelante.


Paula sintió la calidez de su mano al final de la espalda. 


Luego, tomó su rostro entre las manos y la obligó a mirarlo.


–Paula Chaves…


Pedro… –respondió ella después de tragar saliva.


–No estés nerviosa –murmuró junto a sus labios–. No hay motivo para que estés nerviosa.


–No lo estoy –mintió–. Es solo que no sé qué va a pasar ahora


–Yo decidiré lo que va a pasar.


Paula sintió que el corazón rebotaba entre sus costillas.


–¿Qué quieres que haga?


–Quiero que dejes de hablar –contestó él acariciándole la mejilla.


–Voy a dejar de hablar en este preciso instante.


Paula sintió como si mil mariposas quisieran escapar de su estómago. Aquellos dedos acariciaban con suavidad su rostro, deslizándose por su cuello y su pelo.


Se incorporó, desorientada por el placer embriagador de sus caricias y la tortura de sus besos ansiosos. El calor de su bajo vientre se extendía por todo su cuerpo, debilitando sus rodillas, y deslizó las manos por sus anchos hombros, sintiendo la dureza de sus músculos. Pedro siguió bajando con su boca y ella echó hacia atrás la cabeza mientras la besaba por el cuello. Volvió a hundir la mano en su melena y tomó de nuevo sus labios entre los suyos. La besó con tanta destreza, que la cabeza empezó a darle vueltas. Con cada embestida de su lengua, sentía que estaba perdiendo el control de los sentidos. Temblorosa, acarició su rostro, sintiendo la aspereza de su mentón y la perfección de su estructura ósea. Luego, sintió que la estrechaba aún más contra él.


A través de la suave tela del vestido sintió su erección y dejó escapar un gemido mientras la atrapaba con la fuerza de sus brazos, recordándole que aquello no era un juego. Los besos se volvieron más profundos y desesperados y Paula tiró de su camisa. Sus movimientos eran más frenéticos con cada centímetro de piel masculina que dejaba al descubierto.


Su pecho era fuerte, sus abdominales lisos y, por un instante, se sintió aturdida ya que nunca había tenido sexo con un hombre tan seguro de sí mismo y experimentado como él.


–Quisiera quedarme vestida, si no te importa.


–No me parece bien.


Pero había una nota divertida en su voz. Pedro subió la mano de la cadera a la cintura de Paula, atrayéndola de nuevo hacia él. Sus dedos rozaron el lateral de su pecho y ella gimió.


–Parece que estuvieras todo el día haciendo deporte.


–Pues no es así.


–¿Consigues este cuerpo solo con el sexo?


–Prometiste dejar de hablar –dijo él cubriendo su boca con la suya.


–Eso fue antes de que te viera medio desnudo. Me siento intimidada. Esa foto no mentía. Ahora que sé el aspecto que tienes sin ropa, no me siento a gusto con mi cuerpo.


Él sonrió y Paula sintió sus manos en la espalda de su vestido, antes de que la seda cayera al suelo.


Desnuda frente a él, con tan solo la ropa interior y los zapatos de tacón, se sintió desprotegida. No importaba que ya la hubiera visto así. Aquello era diferente.


–Subamos.


Le temblaban tanto las piernas que no estaba segura de ser capaz de caminar. Al sentir que la tomaba en brazos, suspiró y se aferró a sus hombros.


–No me sueltes, me salen cardenales con mucha facilidad –dijo observando con anhelo sus rasgos masculinos–. Si hubiera sabido que ibas a llevarme en brazos, no habría tomado postre.


–El postre es lo mejor.


Pedro la llevó hasta su dormitorio y la dejó en el suelo, cerca de la cama. Aunque no lo vio moverse, una tenue luz se encendió. Al mirar a su alrededor, Paula se dio cuenta de que, si se metían en la cama, su cuerpo quedaría iluminado por aquella claridad.


–¿Puedes apagar la luz?


–No –respondió él, llevándose las manos al cinturón.


Después de que Pedro se quitara la última prenda, Paula bajó la vista y sintió que le ardían las mejillas. Tan solo fue un breve instante, lo suficiente para que su cabeza grabara aquella imagen de su cuerpo.


–¿Eres modelo de ropa interior en tu tiempo libre? Porque realmente… –dijo, y sintió que se sonrojaba–. Está bien, todo este asunto sería más sencillo en la oscuridad, así no me sentiría tan intimidada por tus increíbles abdominales.


–Calla –le ordenó él, apartándole el pelo de la cara–. ¿Confías en mí?


–Eh… Sí, eso creo. ¿Por qué? ¿Acaso parezco tonta?


–No. Cierra los ojos.


Paula dudó un instante antes de cerrarlos. Oyó el sonido de un cajón al abrirse y luego sintió que le ataba algo suave y sedoso alrededor de los ojos.


–¿Qué estás haciendo?


Alzó la mano, pero él la tomó por la muñeca y se la apartó.


–Relájate. Estoy anulándote un sentido, ese que tan nerviosa te está poniendo. Todavía dispones de los otros cuatro. Quiero que los uses.


–No puedo ver.


–Exacto, querías hacer esto a oscuras. Ahora estás a oscuras.


–Me refería a que apagaras la luz. Quería que tú no me vieras, no que yo no te viera a ti.


–Shh.


Acercó la boca a la de ella y le acarició suavemente los labios con la lengua con movimientos lentos y sensuales, antes de bajarle los tirantes del sujetador por los brazos. Al sentir humedad entre los muslos, los apretó. Estaba tan excitada que apenas podía respirar.


Pedro se tomó su tiempo para explorar su cuello, sus hombros y las curvas de sus pechos y llegó un momento en el que Paula no fue capaz de seguir de pie por más tiempo. 


Él debió de darse cuenta porque la hizo tumbarse en la cama, sujetándola para que no perdiera el equilibrio.


Paula no podía ver nada tras la venda de seda, pero sintió su peso sobre ella mientras le quitaba las bragas de seda y la dejaba desnuda.


Estaba temblando. Se le habían agudizado los sentidos por la falta de visión. Sintió el calor de su boca sobre uno de sus pezones y las caricias de su lengua provocaron que su cuerpo se sacudiera entre oleadas de placer.


Paula gimió y se aferró a sus hombros.


–¿Tengo que decir alguna palabra en especial si quiero que pares?


–Simplemente di: «Para». Si hago algo que te incomode, dímelo.


–¿También si me da vergüenza?


Pedro rio y le separó las piernas con la mano. Paula sintió su aliento mientras deslizaba su boca desde el ombligo al interior de su muslo, deteniéndose junto a su rincón más oculto.


–Relájate, erota mou.


Trató de quitarse la venda, pero Pedro la sujetó por las muñecas con una mano mientras se afanaba con la otra en separarle las piernas. Excitada sin poder resistirlo más, aturdida en una mezcla de deseo y tormento, trató de cerrarlas, pero él empezó a lamer su zona más íntima, explorándola habilidosamente con la lengua, hasta que lo único que deseó fue que terminara lo que había empezado.


Pedro


Paula se arqueó y Pedro le soltó las manos y la tomó por las caderas, manteniéndola sujeta mientras seguía dándole placer con la lengua. Ya no le preocupaba quitarse la venda. 


Lo único que tenía en la cabeza era aliviar aquel ardor que se estaba volviendo insoportable.


Paula se aferró a las sábanas y jadeó, mientras Pedro la penetraba con sus dedos. Sus caricias provocaron que empezara a sentir palpitaciones, pero en vez de darle lo que quería, retiró la mano.


–Por favor, por favor –dijo jadeando, preguntándose qué estaba haciendo.


Se retorció para tocarlo y, al escuchar un sonido, entendió el motivo de aquel breve receso. Se estaba poniendo un preservativo y enseguida dejó de pensar con coherencia al percibir el calor de su cuerpo cubriéndola. Sintió su erección y se puso tensa ante la expectativa, pero en vez de penetrarla, tomó su rostro entre las manos y suavemente le quitó la venda.


–Mírame.


Su mente asimiló aquella orden, abrió los ojos y se quedó mirándolo fijamente. Pedro la tomó por el trasero y la penetró en una serie de lentas y deliciosas embestidas. Era increíblemente delicado. Se detuvo y la besó con suavidad en la boca, manteniéndole la mirada.


–¿Estás bien? ¿Quieres que pare?


Su tono de voz era calmado, pero la tensión que se adivinaba en su mentón evidenciaba que no estaba tan tranquilo como parecía.


Paula deslizó las manos por la anchura de sus hombros y acarició su espalda, a la vez que él se movía sobre ella a un ritmo desesperado. Lo rodeó con las piernas y el placer fue en aumento. Pedro la besó apasionadamente y las primeras sacudidas del orgasmo se apoderaron de ella. No dejaron de besarse mientras su cuerpo se contraía, aferrándose al de él y llevándolo al límite. Nunca antes había sentido nada parecido. Aquella experiencia estaba descubriendo su capacidad para la sensualidad.


Pasaron varios minutos hasta que fue capaz de hablar y unos cuantos más hasta que pudo mover el cuerpo.


Al tratar de apartarse de él, Pedro la rodeó con fuerza con sus brazos.


–¿Adónde crees que vas?


–Estoy siguiendo las reglas. Pensé que esto era cosa de una noche.


–Así es –replicó Pedro, tirando de ella–. Y la noche todavía no ha acabado.




SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 7





Pedro se quedó mirándola en silencio. Era irónico que su idea inicial hubiera sido exactamente esa, llevársela a la cama. Era divertida, sexy y original, pero cuanto más tiempo pasaba con ella, más se daba cuenta de que sus objetivos en la vida eran completamente diferentes. Tal y como ella misma había reconocido, Paula no era la clase de persona que se desligaba emocionalmente en una relación. Por su propio interés, Pedro decidió que tenía que mantener la cabeza fría.


–Es hora de que te lleve a casa.


En vez de sentirse defraudada, la noticia pareció alegrarla.


–Eso era lo que esperaba que dijeras. Te prometo que no te arrepentirás. Mi falta de experiencia la compenso con entusiasmo.


Era tan brillante como guapa, y sabía que su confusión era deliberada.


–Theé mou, no deberías decir cosas así a un hombre. Podría equivocarse al interpretarlas.


Pedro miró la botella de champán y trató de calcular cuánto había tomado Paula.


–No voy a llevarte a mi casa, sino a la tuya.


–Será mejor que no lo hagas. Mi cama es más pequeña que la de un gato. Además, tengo la impresión de que vamos a pasar calor y no tengo aire acondicionado.


La libido de Pedro se resistía a toda lógica.


–Te llevaré a casa y luego me marcharé.


–¿Marcharte? ¿No te resulto atractiva?


–Eres muy sexy, pero no eres mi tipo.


–Eso no tiene sentido.


–No me atraen las mujeres que buscan enamorarse, sentar la cabeza y tener muchos hijos.


–Creo que ya había dejado claro que no quiero nada de eso contigo. No cumples ninguno de los requisitos de mi lista, y es por eso por lo que quiero hacer esto. Sé que estaré a salvo. ¡Y tú también!


–¿Cuánto champán has bebido?


–No estoy borracha –contestó sonriendo y se echó hacia delante–. Una noche, eso es todo lo que pido. No te arrepentirás.


Pedro hizo acopio de fuerza de voluntad y apartó la vista de sus pechos.


–Tienes razón, no me arrepentiré porque no va a pasar nada.


–Practico yoga. Soy muy flexible. Puedo poner las piernas por encima de la cabeza.


–Deja ya de hablar.


–¿Cuál es el problema? Será una noche divertida. Mañana cada uno seguirá su camino y, si nos encontramos en la oficina, fingiré no conocerte. Llama a tu abogado. Firmaré un acuerdo prometiendo no enamorarme de ti. Lo único que quiero es que me lleves a casa, me quites la ropa, me metas en esa enorme cama tuya y practiquemos sexo en todas las posiciones posibles. Después, saldré por la puerta y no volverás a verme. ¿Trato hecho?


Pedro intentó decir algo, pero la mezcla de inocencia y sensualidad de Paula parecían haber provocado un cortocircuito en su cabeza.


–Paula, hazme caso, no es necesario que te lleve a casa, te desnude y te meta en mi cama.


–¿Por qué no? Es solo sexo.


–Has pasado varias horas contándome que no te gusta el sexo sin más.


–Pero esta vez sí. Quiero ser capaz de separar el sexo del amor. La próxima vez que un hombre se cruce en mi camino, no dejaré que el sexo me confunda. No entiendo por qué no quieres hacerlo, a menos que… –dijo y se quedó mirándolo unos segundos antes de echarse hacia delante–. ¿Tienes miedo?


–Estoy sobrio –contestó él tranquilamente–. Cuando juego, me gusta hacerlo con un oponente en igualdad de condiciones.


–Soy más fuerte de lo que parece –afirmó, y un hoyuelo apareció junto a la comisura de sus labios–. Tómate otra copa de champán y llama a Vassilis.


–¿Cómo sabes el nombre de mi chófer?


–Lo he oído. Tiene una cara afable. De veras no hay por qué ponerse nervioso. Si los rumores son ciertos, eres frío e insensible, y por eso no tienes que temer nada de alguien tan insignificante como yo.


–Si soy frío e insensible, ¿por qué ibas a querer meterte en mi cama?


–Porque, aunque eres tremendamente sexy, no eres mi tipo. Perfecto para el sexo por diversión.


Pedro miró aquellos ojos azules e intentó ignorar el arrebato de deseo sexual que lo había acompañado desde el momento en que había puesto los ojos sobre ella. Maldijo entre dientes y se puso de pie. Nunca antes hacer lo correcto le había parecido tan inoportuno.


–Nos vamos.


–Magnífica decisión –dijo ella tomándole de la mano y poniéndose de puntillas para hablarle al oído–. Seré suave contigo.


Pedro sintió que una oleada de calor se expandía por su cuerpo. Estaba tan excitado que se sentía tentado a arrastrarla tras cualquier puerta, arrancarle el vestido y recorrer cada centímetro de su cuerpo desnudo.


Vassilis estaba esperando fuera con el coche y Pedro se sentó lo más lejos posible de ella. Llevaba toda la vida evitando a mujeres que como ella creían en almas gemelas. Para él, el mito del amor se había desvanecido en su niñez, junto a Papá Noel y el Ratoncito Pérez.


–¿Dónde vives?


–No hace falta que lo sepas porque vamos a volver a tu casa. Tu cama es tan grande que seguro que se ve desde el espacio.


–Paula… –comenzó Pedro, pasándose la mano por el mentón.


El teléfono de Paula sonó al recibir un mensaje de texto y lo sacó del bolso.


–Tengo que contestar. Debe de ser Belen para saber si estoy bien. Probablemente Spy y ella estén preocupados porque me vieron irme contigo.


–Tal vez deberías hacer caso a tus amigos.


–Estoy a punto de disfrutar de sexo sin ataduras –murmuró mientras escribía–. Hablamos mañana.


Pedro se sitió tentado de arrebatarle el teléfono y decirle a sus amigos que fueran a buscarla.


–¿Belen era la del vestido azul?


–Es la versión femenina de ti, pero sin dinero. No se implica sentimentalmente. Hoy me he enterado de que estuvo casada diez días cuando tenía dieciocho años. ¿Puedes
creerlo? No conozco los detalles, pero al parecer es el motivo por el que no quiera repetir la experiencia –dijo y apretó el botón de enviar antes de volver a guardar el teléfono en el bolso–. Pasé la infancia en hogares de acogida, así que no tengo familia. Creo que por eso son tan importantes mis amigos. Nunca tuve la sensación de pertenecer a ninguna parte. Es una sensación muy triste para una niña.


–¿Por qué me cuentas todo esto? –preguntó él, sintiéndose incómodo.


–Como vamos a tener sexo, pensaba que te gustaría saber algo de mí.


–Pues no.


–Eso no es muy cortés.


–No pretendo ser cortés. Soy así. No es demasiado tarde para pedirle a mi chófer que te deje en casa. Dale la dirección.


Paula se echó hacia delante y apretó el botón para cerrar la mampara que los separaba del conductor. Luego se deslizó en el asiento, cerró los ojos y alzó la cabeza hacia Pedro.


–Bésame. Sea lo que sea que haces, hazlo ahora.


Pedro siempre se había considerado un hombre disciplinado, pero estaba empezando a reconsiderarlo. Con ella, era imposible contenerse. Miró aquellas largas pestañas y la curva de sus labios rosados, e intentó recordar cuándo había sido la última vez que se había sentido tentado a practicar sexo en la parte trasera de su coche.


–No.


Pedro consiguió darle la debida convicción a la palabra, pero en vez de apartarse, Paula avanzó.


–En ese caso, te besaré yo. No me importa llevar la iniciativa –dijo acariciando el interior del muslo de Pedro.


Estaba tan excitado que no supo por qué se estaba negando y, en vez de apartarla, sujetó su mano con fuerza y giró la cabeza hacia ella.


Su mirada la hizo sonrojarse. Maldiciendo entre dientes, Pedro inclinó la cabeza y separó sus labios con la lengua, tomando su boca con una intensidad sexualmente explícita. Su intención era asustarla, así que no se contuvo ni disimiló su ímpetu. Sin embargo, en vez de apartarse, ella se acercó aún más, colocándose sobre su regazo. Su sabor era el de la dulce tentación, su boca suave e impaciente.


Pedro sintió el peso de sus pechos sobre el brazo y gimió, mientras le sujetaba la cabeza para saciar la demanda de aquel beso. La lengua de Paula se movía en su boca, a la vez que se enroscaba como un gatito, estrechando sus curvas contra él. Era un beso sin límites, una explosión de deseo en estado puro.


Pedro deslizó la mano bajo su vestido, por la suave piel de su muslo hasta los rincones de su entrepierna. Fue el gemido de placer de Paula lo que lo despertó.


Dios santo, estaban en el coche, en mitad del tráfico. La soltó como si quemara y la apartó.


–Pensé que eras inteligente.


–Soy muy inteligente –balbuceó ella, respirando agitadamente–. Besas muy bien. ¿Eres tan bueno en todo lo demás?


Su pulso estaba acelerado y estaba tan excitado que no se atrevía a moverse.


–Si de verdad quieres venir conmigo a casa, entonces no eres tan lista como pareces.


–¿Qué te hace pensar eso?


–Una mujer como tú debería mantenerse alejada de hombres como yo. No tengo vida amorosa, tengo vida sexual. Me aprovecharé de ti. Si te metes en mi cama, solo habrá disfrute y nada más. No me importarán tus sentimientos. No soy cariñoso ni considerado, quiero que lo tengas claro.


Se hizo un largo silencio. Luego, ella lo miró a los labios.


–De acuerdo, lo entiendo. Mensaje recibido. Espero que este coche pueda ir más rápido porque en mi vida he estado tan excitada.


No era la única. Su autocontrol estaba al límite. ¿Por qué quería evitar aquello? Era una mujer adulta, no estaba borracha y sabía lo que hacía. La lógica no se rendía a la libido, la destruía.


–Tienes que estar muy segura, Paula.


–Lo estoy. Nunca he estado tan segura de algo en mi vida. A menos que quieras ser arrestado por llevar a cabo actos indecentes en un lugar público, será mejor que le digas a Vassilis que se salte algún límite de velocidad.