domingo, 6 de noviembre de 2016

SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 9




Pedro pasó diez minutos bajo el agua fría de la ducha, tratando de despertarse después de la peor noche de sueño de su vida y la mejor de sexo. No recordaba la última vez que no había querido levantarse de la cama.


Le esperaba mucho trabajo en la oficina y, por vez primera, estaba considerando trabajar desde casa para pasar unas horas más con Paula. Después de su timidez inicial, se había mostrado atrevida e insaciable, cualidades que los habían mantenido despiertos hasta el amanecer. Finalmente, ella se había quedado dormida, con el cuerpo entrelazado al suyo, mientras los primeros rayos bañaban el dormitorio.


Le había resultado imposible escabullirse sin despertarla, así que se había quedado allí, embriagado por el olor de su piel y de su cabello y atrapado por aquellas largas piernas.


No había más culpable que él. Había estado dispuesta a marcharse, pero él se lo había impedido. Frunció el ceño al pensar en su comportamiento. No necesitaba mostrar afecto ni ninguna otra emoción. Para él, el sexo era una necesidad física, no muy diferente al hambre o a la sed. Una vez satisfecho, seguía con su vida. No deseaba nada más intenso porque no creía que existiera.


Cuando era más joven, varias mujeres habían intentado convencerlo de lo contrario, sin que ninguna lo consiguiera. 


Lo había escuchado todo: que no tenía corazón, que era un egoísta, que estaba demasiado centrado en el trabajo. Había aceptado aquellas acusaciones sin discutir, sabiendo que ninguna de ellas justificaban su permanente estado de soltería. Era mucho más sencillo que todo aquello: simplemente, no creía en el amor. Desde una edad muy temprana había aprendido que el amor desaparecía tan rápidamente como llegaba, que las promesas podían romperse a la vez que se hacían, que un anillo de boda era una pieza más de joyería y que los votos matrimoniales ataban menos que una rama enredada a otra.


No necesitaba de la amistad y el afecto que regían la vida de otras personas. Había aprendido a vivir sin ello, así que verse abrazado por una mujer que sonreía incluso en sueños era algo tan novedoso para él como inquietante.


Después de dormir un rato, consiguió zafarse de su abrazo sin despertarla y se fue al cuarto de baño a considerar las opciones que tenía. Debía de encontrar la manera de alejarla diplomáticamente.


Se duchó, se afeitó y volvió al dormitorio. Convencido de que seguiría durmiendo, se sorprendió al encontrarla vestida con una camisa blanca suya, hablando por teléfono.


–Claro que estará allí –estaba diciendo en tono muy amable–. Estoy segura de que ha sido un malentendido. Bueno, estoy de acuerdo con usted, pero está muy ocupado.


Paula se tumbó en la cama boca abajo, las sábanas enredadas entre sus muslos desnudos. Pedro la miró y decidió que no había motivo para que se fuera inmediatamente. Desayunarían en la terraza y quizá se bañaran en la piscina. Más tarde pensaría en alguna postura que no hubieran probado, antes de mandarla en coche a su casa.


Se colocó delante de ella y, lentamente, se quitó la toalla de la cintura. Paula abrió los ojos como platos y sonrió con picardía. Pedro deseó que colgara.


Se vistió bajo su atenta mirada, mientras la conversación se reducía a monosílabos. Era la clase de conversación que no había tenido en su vida, aquella que implicaba escuchar a la otra persona desahogarse. Nunca había entendido la necesidad de las mujeres de contarlo y analizarlo todo.


–Lo sé –murmuró ella–. No hay nada más doloroso que una ruptura en la familia, pero hay que ser sincero con los propios sentimientos.


Era evidente que la conversación iba para largo. Alguien la había llamado convencido de que hablar con ella le haría sentir mejor.


Molesto, Pedro se pasó un dedo por el cuello para indicarle que colgara. Entonces Paula señaló el teléfono con su mano libre.


–Es para ti –le dijo en voz muy baja–. Es tu padre.


¿Su padre? ¿La persona a la que llevaba veinte minutos tranquilizando era su padre?


Pedro se quedó de piedra. Entonces se dio cuenta de que el teléfono que Paula tenía en la mano era el suyo.


–¿Has contestado mi teléfono?


–En condiciones normales no lo habría hecho –susurró–, pero cuando vi que era tu padre, supuse que querrías hablar con él. No quería que perdieras la llamada por estar en la ducha.


Convencida de que le había hecho un enorme favor, se despidió de su padre y le tendió el teléfono. La parte delantera de la camisa se ahuecó, dejando entrever aquellas tentadoras curvas que tan minuciosamente había recorrido la noche anterior. Deseó deshacerse del aparato y llevársela de nuevo a la cama.


–Esa camisa es mía.


–Tienes muchas, no pensé que echarías de menos una.


Pedro apartó la mirada de sus labios sonrientes, tomó el teléfono y empezó a hablar.


–No hacía falta que me llamaras otra vez. He recibido tus últimos cuatro mensajes.


–Entonces, ¿por qué no me has devuelto la llamada?


–He estado muy ocupado.


–¿Demasiado ocupado para hablar con tu padre? Te he llamado todos los días de esta semana.


Consciente de que Paula lo estaba escuchando, se acercó a la ventana y se quedó mirando el mar.


–¿Sigue en pie la boda?


–¡Por supuesto que sí! ¿Por qué no iba a ser así? Amo a Daniela y ella me ama a mí. A ti también te gustaría si te tomaras la molestia de conocerla –dijo, y se hizo un silencio entre ambos–. Pedro, ven a casa. Hace tiempo que no vienes.


–He estado ocupado.


–¿Ocupado para visitar a tu propia familia? Sé que no te gustaba Carla y es cierto que durante mucho tiempo estuve enfadado contigo por no ser más amable con ella, especialmente después de lo cariñosa que era contigo, pero eso ya ha quedado atrás.


Pedro recordó aquella clase de «cariño» y apretó con fuerza el teléfono. Quizá se había equivocado al no contarle a su padre la verdad sobre su tercera esposa.


–¿Irá Carla a la boda?


–No –contestó su padre, y se quedó callado unos segundos–. Le he pedido que traiga a la pequeña Chloe, pero no ha respondido a mis llamadas. Me doy cuenta de que es una situación muy incómoda para todos.


–¿De veras quieres que Carla vaya a la boda?


–Ella no, pero Chloe sí. Si por mí fuera, estaría viviendo aquí conmigo. No he perdido la esperanza de que lo consiga algún día. Chloe es mi hija, Pedro. Quiero que crezca conociendo a su padre. No quiero que piense que la abandoné o que no quise que formara parte de mi vida.


–Esas cosas pasan. Son parte de la vida y de las relaciones.


–Siento que pienses así. La familia es lo más importante en la vida y me gustaría que algún día tuvieras una.


–Tengo mis propios objetivos en la vida y ese no es uno de ellos.


A la vista de la complejidad de las relaciones, se alegraba de que fuera así. Como todos los demás aspectos de su vida, sus sentimientos estaban bajo control.


–¿Crees que a Daniela le gustaría que Chloe viviera con vosotros?


–¡Por supuesto! Es encantadora. Lo está deseando tanto como yo. Y también está deseando conocerte. Quiere que seamos una verdadera familia. Vamos, Pedro, vuelve a casa. Quiero que olvidemos el pasado. Carla ya no está aquí.


Pedro no le dijo que la razón por la que evitaba volver a la isla no tenía nada que ver con Carla. Cada vez que iba allí, lo asaltaba el recuerdo de su madre marchándose en mitad de la noche mientras él la observaba desde la escalera.


«¿Adónde vas, mamá? ¿Vas a llevarme contigo? ¿Puedo ir yo también?».


Pedro, ¿vendrás? –estaba diciendo su padre.


–Sí, si eso es lo que quieres –respondió frotándose la nuca.


–¿Cómo puedes dudarlo? La boda es el martes, pero la mayoría de nuestros amigos llegarán durante el fin de semana para empezar a celebrarlo. Ven el sábado.


¿El sábado? ¿Su padre esperaba que se quedara cuatro días?


–Veré si puedo despejar mi agenda.


–Claro que puedes. ¿Qué sentido tiene dirigir tu propia compañía si no puedes decidir tu propio horario? Ahora, háblame de Paula. Me cae muy bien. ¿Por qué no la traes a la boda?


–No tenemos esa clase de relación.


Estaba molesto. ¿Por qué había pasado tanto tiempo al teléfono hablando con su padre? ¿Acaso era su manera de conseguir una invitación para la gran boda del año en Grecia?


Se despidió de su padre y colgó.


–Nunca más vuelvas a contestar mi teléfono –dijo dándose la vuelta.


Pero estaba hablando a una habitación vacía porque Paula no estaba por ninguna parte. Atónito, Pedro miró hacia el baño y entonces vio una nota sobre la almohada. Pedro tomó la nota y la arrugó. Había estado tan absorto hablando con su padre, que no la había oído marcharse.


El vestido de la noche anterior estaba cuidadosamente colocado sobre la silla, pero no había ni rastro de los zapatos ni de la camisa. No necesitaba ningún plan para apartarla de su vida porque ella misma se había ido. Y ni siquiera se había molestado en despedirse.







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