sábado, 22 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 14





Cruzar la puerta principal de la casa Dower era como regresar a un viejo amigo, pensó Paula mientras observaba los muros cubiertos de hiedra que tanto le gustaban. Su corazón parecía destinado a seguir hecho pedazos. No podía quedarse en esa casa y no podía tener a Pedro, aunque no le hubiera importado vivir en una caja de zapatos si él demostrara que quería algo más de ella aparte de sexo.


Le entregó a Nico su carta de dimisión para abandonar la casa, pidiéndole que la mantuviese informada de cualquier otra propiedad que pudiese alquilar. Por suerte, el verano era una época ajetreada en Wellworth, y pasó el resto de la semana cubriendo la fiesta en la vicaría, el partido de criquet de los veteranos y una noticia sobre el mal estado de las cañerías en el hospital local. Tras tres años cubriendo noticias sobre sequías y desastres en África, era difícil mostrar entusiasmo por la vida parroquial. Se recordó a sí misma que su carrera era importante. Ya había renunciado a ella una vez, cegada como estaba con su romance con Pedro, y estaba decidida a no volver a sacrificarla.


A decir verdad, no lograba mostrar entusiasmo por nada, y, desde luego, no por la comida. La ropa le quedaba grande y varios amigos le habían preguntado si estaba enferma. 


Enferma de amor, pensaba ella, por segunda vez en cuatro años. Pero la verdad era que no había superado lo de Pedro la primera vez y volver a verlo había vuelto a abrirle las heridas del corazón.


Estaba decidida a evitar ver por televisión el Grand Prix de Portugal, y pasó el domingo con Cliff, Jenny y su nuevo bebé. Se dijo a sí misma que era increíblemente afortunada. 


Tenía unos amigos maravilloso y vivía en uno de los pueblos más bonitos de toda Inglaterra. La vida era agradable y mucho más simple sin Pedro, pero, sin embargo, aquella noche se encontró a sí misma haciendo zapping de un canal a otro en busca de alguna noticia sobre los eventos deportivos del día.


Pedro salió el primero en la carrera, y Paula experimentó esa sensación tan familiar al ver cómo les iba sacando ventaja a los demás coches. Incapaz de quedarse sentada, daba vueltas de un lado a otro entre el salón y la cocina, y el súbito grito del comentarista hizo que derramara un cartón entero de zumo de naranja antes de salir corriendo hacia la pantalla.


—... Alfonso se ha salido. Pedro Alfonso, cinco veces campeón del mundo, se ha estrellado en el Grand Prix de Portugal. Y tengo que decir que, a juzgar por las imágenes, sería un milagro que saliera de los amasijos de su coche.


—No, por favor, no —susurró Paula. ¿Dónde estaba Pedro? No podía verlo con toda aquella gente delante, pero, como había dicho el comentarista, parecía imposible que pudiera haber sobrevivido al choque que había dejado su coche hecho un amasijo de hierros. De pronto recordó que el programa sólo estaba mostrando los momentos más importantes. La carrera había tenido lugar horas antes. Pedro podría llevar horas muerto y ella ni siquiera lo sabía.


Pedro, sal del coche —dijo y, de pronto, la multitud de personas se apartó y la cámara enfocó a Pedro saliendo del asiento del conductor. Mientras lo ayudaban a salir, la cámara le hizo un primer plano y Paula se arrodilló frente al televisor. Tenía la cara oculta bajo el casco, de modo que sólo podía ver sus ojos, y era como si estuviera mirándola directamente a ella.


Un segundo después, su imagen desapareció. El programa cubrió el resto de la carrera y luego pasó a un partido de rugby, pero Paula no veía nada, no oía nada. Simplemente se quedó sentada frente a la televisión con la mano en la pantalla como si, de algún modo, pudiera tocar a Pedro. Poco después, subió las escaleras y entró en la suite que Pedro había ocupado por una noche. La tristeza que había ido acumulando durante toda la semana finalmente se apoderó de ella, y lloró hasta que le dolió el pecho y se le pusieron los ojos rojos. Así que eso era el amor. Aquel miedo por la seguridad de Pedro y la desesperación por meterse en el próximo vuelo y seguirlo a donde fuera que estuviese.


No podía vivir sin él, pero tampoco con él. ¿Cómo podía contemplar la opción de volver a ser su amante, yendo de un hotel a otro y esperando siempre a que terminara una carrera? Parecía que estaba destinada a amar siempre a un hombre que estaba fuera de su alcance, porque Pedro no la amaba; dudaba que alguna vez lo hubiese hecho. La pregunta que la mantuvo despierta el resto de la noche era si podría conformarse con menos.




AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 13





El vestido era largo y de color melocotón, resaltando su esbelta cintura. La falda larga ocultaba sus piernas mientras que la parte de arriba mostraba más de sus pechos de lo que a ella le hubiera gustado. Era un vestido demasiado sexy y, de pie frente al espejo, Paula se arrepintió del impulso que le había llevado a comprarlo con la secreta esperanza de que Pedro la encontrara atractiva, a pesar de que la prenda ocultara sus piernas, que él siempre había admirado.


De pronto una imagen apareció en su cabeza, la de él extendiéndole la crema solar por el estómago, bajando luego por sus muslos desnudos. Le gustaban las piernas, se lo había dicho en aquella ocasión. Ella se había reído y lo había rodeado con sus piernas bronceadas para mantenerlo prisionero.


¿Qué pensaría Pedro de sus cicatrices? Dudaba que fuese a descubrirlo. Pedro jamás vería su pierna. Aún estaba tratando de asimilar el hecho de que él supiera que cada vez lo deseaba más. Por su parte, lejos de desear aprovecharse de ella a la primera oportunidad, Pedro parecía relajado hasta el punto del aburrimiento, y su actitud de «o lo tomas o lo dejas» hacía que su humillación fuese completa.


Por eso había permanecido encerrada en su dormitorio durante las últimas dos horas, aunque no podía quedarse allí para siempre. El orgullo, su único aliado cuando la estabilidad emocional parecía haberse hecho pedazos, le dictaba que saliese de la habitación y se enfrentase a él. Se miró en el espejo una última vez, se echó un poco de perfume en las muñecas y abrió la puerta.


Pedro se giró desde la ventana, desde donde había estado contemplando la calle, y sintió que se quedaba sin aliento. 


«Exquisita» era la única palabra que podía describirla, y sintió un dolor familiar en la entrepierna al ver el modo en que ese vestido se pegaba a su cuerpo. Sensual, sexy y, en ese momento, completamente nerviosa. Era su mujer y estaba decidido a reclamarla como tal, aunque no estuviese resultando tan sencillo como había anticipado.


Su pequeña rosa inglesa había desarrollado espinas. 


Prácticamente podía leer la señal de peligro en su mente, advirtiéndolo de que se alejase, pero, por fortuna, su cuerpo enviaba una señal diferente. La poderosa química sexual que había ente ellos seguía presente. Paula no quería desearlo; Pedro lo entendía y sentía compasión. No disfrutaba ser esclavo de sus hormonas tampoco, y sólo había sido capaz de relajarse cuando había aceptado que el deseo era sólo una de las intensas emociones que sentía por ella.


—El vestido ha sido una buena elección —dijo él—. Para mí siempre fuiste la mujer más bella del mundo.


—Gracias —contestó ella—. ¿Has considerado la opción de ponerte gafas?


Su sonrisa habría derretido un iceberg. Deseaba mantenerse tranquila, pero era difícil cuando podía ver ese calor intenso en sus ojos.


—El coche estará aquí en unos minutos para llevarnos al teatro. Pensé que podíamos comer algo después, dado que el espectáculo comienza pronto. ¿Te parece bien, cara?


A ella le habría parecido bien quedarse allí mirándolo el resto de la noche, pero no podía decir eso. El traje negro que él llevaba puesto resaltaba la dureza de su cuerpo, y se preguntaba si podría pedirle algo de beber. Un par de copas de vino podrían anestesiar su reacción ante él.


Un discreto toque en la puerta anunció la llegada del servicio de habitaciones; una botella de champán con dos copas y un exquisito ramo de rosas. Pedro se las entregó y seleccionó una de las flores como ramillete.


—Pensé que te gustaría llevar una flor en el vestido —murmuró mientras observaba el escote sin tirantes del vestido—, pero parece que no hay dónde ponerla.


Estaba demasiado cerca, pensó Paula mientras le quitaba la flor de la mano.


—Puedo ponérmela aquí, en la parte delantera —murmuró, tratando de ponerse la flor en el vestido.


Pedro se acercó más aún, quitándole el ramillete de la mano y colocándolo de modo que la flor reposase entre sus pechos.


—Una flor afortunada —murmuró.


Paula abandonó toda pretensión de actuar con frialdad. De acuerdo, le gustaba. Lo sabía tan bien como él y simplemente tendría que afrontar ese hecho, pero, al menos, mientras estuvieran en el teatro podría bajar la guardia durante unas pocas horas y simplemente disfrutar de su compañía.


El espectáculo, un musical con varias estrellas internacionalmente conocidas, fue increíble y Paula disfrutó cada minuto. Durante la cena de después, Pedro la entretuvo con alucinantes historias sobre la vida en las carreras y ella redescubrió al hombre del que se había enamorado cinco años atrás. Era ingenioso y encantador, y parecía decidido a alejar la conversación del pasado, lo que a ella le parecía bien, pues sólo quería pensar en el presente. El pasado estaba lleno de decepciones y dolor, y el mañana era un misterio, pero en el presente disfrutaba de la plena atención de Pedro y pretendía sacarle el máximo partido a la situación.


Era tarde cuando la limusina apareció frente al restaurante, y Paula se vio obligada a admitir que se sentía bien por ir a pasar la noche en el hotel en vez de regresar a Wellworth. 


Los suaves asientos de cuero del Mercedes eran agradables, y cerró los ojos un instante que se convirtió en minutos, sin ser consciente de que había apoyado la cabeza en el hombro de Pedro. La voz en su oído fue como una intrusión. Parpadeó y vio cómo la cara de Pedro estaba tan cerca que casi podía ver las arrugas en sus ojos. ¿Era aquello parte del sueño o realidad? En su sueño, Pedro había inclinado la cabeza y la había besado, ¿pero había sido verdad o sólo su imaginación? Se humedeció los labios con la lengua tratando de saborear su esencia y él entornó los ojos, frunciendo el ceño al ver cómo 
Paula trataba de disimular su cojera mientras subía los peldaños hacia la entrada del hotel.


—Estás cansada. Ha sido un día largo para ti, tienes que estar desesperada por meterte en la cama.


Desesperada por meterse en su cama, más bien, le dijo una voz en su interior antes de que Pedro la tomara en brazos.


—Bájame. Todo el mundo nos está mirando —exigió ella, agarrándose a sus hombros.


—El portero y la recepcionista apenas constituyen una audiencia. Te duele la pierna, no te molestes en negarlo. Apenas puedes subir los escalones. La culpa es mía. Te he hecho hacer demasiadas cosas.


La subió en el ascensor y no la soltó hasta que no llegaron a la suite, donde la depositó suavemente en el sofá.


—¿Crees que puedes desvestirte sola? —preguntó él.


«No», pensó ella. «Necesito que me desvistas tú».


—Estaré bien —dijo sin embargo.


—¿Quieres que te traiga algo de beber? —Pedro se acercó al mueble bar y Paula no pudo dejar de observarlo. Ahora que se había quitado la chaqueta, podía adivinar su abdomen bajo la camisa de seda y deseaba deslizar los dedos por él, sentir su piel bajo las yemas y el vello de su torso en las palmas. Exudaba un magnetismo que echaba abajo sus barreras. Paula cerró los ojos por un momento tratando de controlarse.


No necesitaba más alcohol, eso estaba claro. El champán debía de habérsele subido a la cabeza y sería la razón por la que se sentía caliente y sin aliento.


—Creo que será mejor que tome café. Sólo y fuerte, por favor. Puede que me despeje la cabeza —añadió en voz baja.


—Si te preocupa que vaya a saltar sobre ti, que no sea así. Nunca me lanzo a no ser que me den permiso.


Ya había dejado eso claro aquella tarde. Pero no era por él por quien estaba preocupada. No era él quien estaba embargado por el deseo y, si alguien tenía que lanzarse, temía que fuese a ser ella.


—De hecho, creo que me iré a la cama —en su desesperación por llegar a su habitación, Paula tropezó y se habría caído de no haber sido por los fuertes brazos que la agarraron y la levantaron por el aire.


—Tranquila, no hay necesidad de correr —dijo él suavemente, aunque no comprendía su urgencia por romper el hechizo.


—Tengo que irme a la cama ahora —le dijo ella.


—¿Por qué? La agradable velada que hemos pasado juntos demuestra que no tienes razón para tenerme miedo, demuestra que puedo contenerme sin arrancarte la ropa. ¿Cuál es la razón entonces por la que tienes tanta prisa?


—Tú eres la razón —dijo ella.


—Ya entiendo. Creo que los dos sufrimos de lo mismo —murmuró Pedro, presionándola contra su cuerpo y bajando la cabeza para besarla, ignorando su resistencia—. Siempre nos hemos comunicado mejor sin palabras, cara —dijo cuando ella abrió la boca para protestar, y antes de capturar su lengua con su boca.


Inmediatamente, Paula quedó transportada de vuelta en el tiempo, a la época en que sus explosiones de carácter habían acabado en pasión y la rabia había sido sustituida por el deseo. Por su salud mental, tenía que apartarse de él, pero, mientras la tomaba en brazos, la habitación comenzó a dar vueltas y le rodeó el cuello con los brazos. Olía tan bien, sabía tan bien, pensó mientras presionaba la cara contra su cuello.


—¿Quién necesita palabras cuando tenemos esto? —susurró Pedro mientras se sentaba en el sofá—y la colocaba sobre su regazo cubriéndole el cuello de besos hasta llegar a sus pechos—. Eres tan hermosa, y te he echado tanto de menos.


Sus labios se encontraron una vez más, y Paula apenas fue consciente de que le había levantado el vestido hasta que no sintió el aire frío en su pecho. Pero, antes de que pudiera protestar, Pedro le acarició uno de sus pechos y ella cerró los ojos, dejándose llevar por la excitación que la embargaba. Pedro le bajó la cremallera del vestido de modo que el corpiño cayera hasta su cintura, y ella se quedó sin aliento al ver cómo agachaba la cabeza y le acariciaba un pezón con la lengua.


El placer la rodeó y arqueó la espalda, colocándole las manos a ambos lados de su cuello para mantenerlo allí, deleitándola.


—Tus pechos siempre fueron increíblemente sensitivos —dijo él mientras deslizaba la lengua hasta el otro pezón, pero ella ya no podía hablar, ni pensar, y simplemente gimió al sentir su lengua atormentándola mientras, con dedos temblorosos, luchaba por desabrocharle los botones de la camisa.


Su piel bronceada estaba empapada en sudor, y deslizó las manos por su torso, sintiendo el latido de su corazón bajo los dedos. Tenía el vestido abierto por el lado de su pierna lesionada, pero, cuando sintió que su mano se deslizaba bajo su falda, se tensó. Al instante, él lo notó y volvió a besarla en la boca, acariciándole los labios con la lengua antes de explorar su boca por dentro. Paula suspiró de placer al sentir sus dedos deslizarse bajo la parte de arriba de sus medias y acariciarle la cara interna de los muslos.


Había pasado mucho tiempo, pensó al sentir sus dedos bajo el tanga de seda. Durante todo ese tiempo, ella había estado trabajando en el extranjero, donde las emociones normales como la pasión y el deseo habían quedado ocultos en su subconsciente, pero, mientras Pedro la acariciaba, todas esas sensaciones habían regresado.


—¿Ves, cara? —susurró él—. Así es como mejor nos comunicamos. Me deseas. Tu cuerpo no miente. ¿Ves? —le separó las piernas suavemente y deslizó un dedo en su interior, viendo cómo se arqueaba contra él. Estaba preparada, húmeda y caliente, y él estaba abrumado por la necesidad que sentía de arrancarle la ropa y tomar lo que le estaba ofreciendo. Ninguna mujer le había hecho sentir así. 


Su perfume despertaba sus sentidos y tuvo que hundir la cara en su cuello para respirar profundamente.


Quería aprisionarla contra los cojines y quitarle la falda para contemplar aquellas largas piernas que recordaba tan bien. 


Quería poseerla y sentir cómo sus músculos se tensaban. 


Sólo pensar en ello hizo que se excitara tanto que estaba seguro de que iba a explotar, pero sabía que tenía que avanzar con precaución.


Era una mujer tan receptiva y tan sensual, que seguramente habría tenido múltiples amantes en los últimos años. Aquella idea hacía que su cuerpo se tensara; ella era su mujer, y estaba decidido a hacer que no se olvidara de eso. Usaría todas sus habilidades para demostrárselo. Sabía cómo complacerla, y sintió una satisfacción primitiva al introducir los dedos dentro de ella y sentir cómo sus músculos se contraían. Paula respiraba entrecortadamente, todo su cuerpo temblaba, y la velocidad de su clímax pilló a Pedro por sorpresa. Tal vez no hubiera habido tantos amantes, pero de pronto no le importaba. Desde ese momento, sólo estaría él.


Paula regresó a la realidad y vio que Pedro la había apartado de su regazo y que estaba tumbada en el sofá con el corpiño del vestido bajado hasta la cintura. Por un momento trató de no escuchar la voz que le decía que más tarde se arrepentiría de lo que estaba haciendo. ¿Cómo podía arrepentirse de aquello? Se trataba de Pedro, el único hombre al que había amado, y hacer el amor con él era algo maravilloso.


—No sabes lo mucho que he soñado con sentir tus piernas rodeándome, cara —murmuró él mientras deslizaba la mano por su pierna lesionada y cerraba los dedos sobre su media para bajársela.


Ella se tensó y el deseo fue inmediatamente sustituido por el pánico. Pedro esperaba quitarle las medias y dejar al descubierto sus esbeltas y bronceadas piernas; ésas que tanto admiraba. Paula no podría soportar ver la repulsión en su rostro al contemplar sus cicatrices.


Pedro, no, no puedo —dijo, apartándole la mano e incorporándose.


—De acuerdo, cara —dijo él, dándole la mano para ayudarla a levantarse—. No quiero que nuestra primera vez juntos después de estos años sea un revolcón rápido en el sofá.
Quiero hacerte el amor durante toda la noche en una cama enorme antes de que volemos a Portugal mañana.


—¿Portugal? No pienso ir a Portugal.


Pedro ya estaba arrastrándola hacia su dormitorio, ajeno a la desesperación en sus ojos, y suspiró frustrado cuando Paula le soltó la mano.


—Sé que es precipitado, pero las dos próximas carreras son en Portugal y luego en el Grand Prix de Italia, en Monza. Lo siento, pero tendremos tiempo para nosotros, te lo prometo.


Pedro, no voy a ir a Portugal ni a ningún otro sitio. Ni mucho menos a tu dormitorio —con un soberano esfuerzo, se apartó de él y se hizo el silencio entre los dos.


—¿Qué quieres decir? Sabes que tengo que seguir compitiendo durante el resto de la temporada. ¿Cómo vamos a mantener algún tipo de relación si te niegas a viajar conmigo? ¿O esperas que venga a Inglaterra cada vez que tenga la oportunidad?


—No espero que hagas nada. ¿Por qué crees que puedes volver a mi vida y exigirme que la organice a tu conveniencia?


—Obviamente he malinterpretado tu ansiosa respuesta como una indicación de que querías darle otra oportunidad a nuestra relación —dijo Pedro fríamente—. No sabía que buscaras un rollo de una noche.


—No buscaba nada. Tú lo empezaste.


—Por lo merlos, sé sincera, Paula —dijo él—. La frustración sexual no es nada de lo que haya que avergonzarse. Si simplemente quieres echar un polvo, por mí está bien.


—¿Entonces tú sí quieres darle otra oportunidad a nuestra relación, Pedro? Qué alucinante. Nada ha cambiado. Sigues esperando que sea yo la que se comprometa en todo, la que te siga a todas partes, la que aparezca en los periódicos como tu nueva rubia y la que sea el blanco de la ira de tu padre.


—Mi padre es un buen hombre, un hombre maravilloso, y no dejaré que manches su reputación —dijo Pedro, mirándola con odio—. Teníamos algo bueno, algo que era más que sexo. Podríamos haberlo tenido de nuevo, pero no si sigues con esa campaña de odio contra el hombre al que respeto más que a ningún otro. No estaría donde estoy de no ser por él. Estoy tratando por todos los medios de aceptar que te juzgué mal hace cuatro años, que fue Gianni quien me mintió, no tú. Pero es difícil. Yo adoraba a mi hermano y, sin embargo, al final no pude salvarlo ni conseguir que fuera lo suficientemente feliz como para que quisiera seguir viviendo. ¿No es suficiente que me hayas hecho dudar de mi propio hermano? No empieces ahora con mi padre.


—¿Y qué sugieres? —preguntó Paula—. ¿Que lo retomemos donde lo dejamos y que nuestra aventura salga en todos los periódicos? ¿Al fin y al cabo, qué teníamos aparte de una intensa vida sexual?


—Teníamos más que eso —insistió él.


—¿De verdad? La mayor parte del tiempo la pasaba sola y aburrida. El punto álgido de mi día era cuando regresabas de la pista, y yo estaba tan insegura de mí misma, de mi lugar en tu vida, que estaba desesperada por llamar tu atención. Me convertí en una persona que no me gustaba mucho —susurró—. Era patética, siempre mirando por encima del hombro para ver por quién estarías planeando sustituirme. No quiero volver a ser esa persona otra vez, Pedro. Y, a pesar de lo que pienses, no te deseo.


Pedro pensó en lo satisfactorio que habría sido hacer que se tragase sus palabras, y podría haberlo hecho, ambos lo sabían. Incluso en ese momento, Paula no podía disimular su temblor cada vez que estaban cerca. Sería muy fácil tomarla en sus brazos y llevarla a la cama. Su resistencia física sería mínima, pero, mentalmente, sería otra historia diferente y, cuando hiciera el amor con ella, quería que no hubiese barreras entre ellos.


—En ese caso, será mejor que te acompañe a tu habitación —dijo él con frialdad.


—Puedo ir sola, gracias.


—¡Dios! ¿Es que tienes que contradecirme en todo? —preguntó, exasperado, mientras la tomaba en brazos y la llevaba a su habitación—. El doctor Hillier dijo que te había recetado analgésicos. Te sugiero que te los tomes.


—No necesito pastillas. Sólo estoy cansada, nada más, y estresada.


—Pues interprétalo como una orden en vez de como una sugerencia —dijo él—. ¿Dónde están? ¿En tu bolso o en el baño?


Paula se negaba a admitir que le dolía mucho la pierna. ¿Cómo se atrevía Pedro a acusarla de intentar manchar la reputación de su padre cuando Fabrizzio había hecho exactamente eso con ella? Se dio cuenta de que la sangre era lo más importante para él, y ella era una intrusa que jamás podría interponerse entre padre e hijo, entre hermano y hermano. Y ni siquiera quería intentarlo.


—Tienes dos minutos para meterte en la cama mientras te traigo un vaso de agua —dijo él desde la puerta—. Si tardas más, te desnudaré yo mismo, y quién sabe adónde podría conducirnos eso.


Paula ya se había quitado los zapatos y, al oír su risa socarrona, no pudo evitar agarrar uno y tirárselo a la cabeza, viendo con desilusión cómo fallaba.


—¿De dónde has sacado ese mal genio?


—El año que pasé contigo podría haber conseguido que hasta un santo cometiese un asesinato. Fuiste un gran maestro, Pedro.


—Me alegra que pienses eso, aunque creo que nos referimos a materias distintas.


Paula debería haber sabido que, en una batalla verbal, no tenía nada que hacer contra él. Se quitó el vestido y se puso el camisón, ansiosa por meterse bajo las sábanas antes de que regresara.


—¿Ahora qué? —preguntó tras tragarse las dos pastillas y ver que Pedro seguía mirándola.


—Me voy a mi dormitorio, y tú duérmete. Tienes mi palabra de que no interrumpiré tus sueños.


Que era justo lo que había estado haciendo durante los últimos cuatro años. ¿Por qué esa noche iba a ser diferente?


—Me refiero a qué ocurre entre nosotros —aclaró ella—. Lo que he dicho lo he dicho en serio, Pedro. No hay futuro para nosotros. Me marcharé de la casa Dower tan pronto como me sea posible.


Cuando Pedro se encogió de hombros, dejó clara su indiferencia y Paula sintió un agudo dolor en el pecho. 


Realmente aquello era el final. La paciencia de Pedro se había acabado, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta cómo lo había rechazado esa noche, y la realidad de ver cómo iba a salir de su vida por segunda vez hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.


—No hay prisa; estaré fuera el resto del verano como poco, y hay que pagar el alquiler de un año. Mi chofer te llevará de vuelta a Wellworth cuando estés lista mañana, pero mi vuelo sale pronto, así que intentaré no despertarte.


Mientras lo observaba, Paula pensó que debía de estar loca. 


Pedro Alfonso, el ídolo de miles de mujeres de todo el mundo, le había pedido que fuese su amante y ella le había dicho que no. La mayoría de las mujeres darían saltos de alegría por poder viajar a lugares exóticos con él, pero ella ya lo había intentado en una ocasión y había decidido que no era como la mayoría de las mujeres. No le interesaban los lujos ni el dinero. No deseaba pasar la vida comprando ropa con la esperanza de llamar la atención de su amante y tratando de que no mirara a las numerosas admiradoras ansiosas por compartir su cama. Simplemente lo deseaba a él. Deseaba que Pedro la amase como ella lo amaba a él, pero su arrogancia al dar por hecho que podía chasquear los dedos y ella haría su voluntad demostraba que nada había cambiado. No la había amado hacía cuatro años. Dudaba que hubiera amado alguna vez a una mujer. Su primer amor eran las carreras, la velocidad y el riesgo.


Necesitaba que se fuera de la habitación en ese instante, antes de que hiciera algo estúpido como lanzarse a sus brazos y prometerle que sería su amante durante el tiempo que él quisiera. El orgullo era su única defensa contra su magnetismo.


—Supongo que esto es un adiós —susurró ella.


—Por ahora, pero no por mucho tiempo, creo —contestó él mientras caminaba hacia la cama—. Me pregunto cuánto tiempo tardarás en aburrirte en tu enorme y solitaria cama. Volverás a mí, Paula. Te conozco demasiado bien y esa naturaleza pasional que tienes convertirá tu vida en un infierno. Ansío que llegue el día en que regreses a mí, cara mia. Me rogarás que te haga mía otra vez porque me perteneces.


Se inclinó sobre la cama y le dio un beso que nubló sus sentidos. Lo odiaba, odiaba cada parte de él, pero, para cuando se hubo recuperado para decírselo, ya se había marchado.


viernes, 21 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 12





Había una paz increíble en medio del lago, y costaba creer que estuvieran en mitad de Londres. El ruido del tráfico había quedado reducido a un murmullo lejano. Paula echó la cabeza hacia atrás y miró hacia el cielo.


—Así está mejor —dijo Pedro—. Relájate. No es bueno estar tan tensa.


—Tú me pones tensa —admitió ella con un suspiro.


—Tú también me pones tenso, pero no me quejo. Quizá debiéramos ayudarnos el uno al otro a relajarnos.


Se sentía incapaz de resistirse cuando Pedro adquiría su encanto italiano. Su voz la envolvía como la seda. Se había quitado las gafas de sol y Paula observó su cara, sus ojos oscuros, el perfil de su nariz y la curva de sus labios. El recuerdo de aquellos labios hacía que se estremeciera, incapaz de quitarle los ojos de encima. Pedro metió los remos en la barca y se inclinó hacia ella.


—Hazlo —dijo él.


—¿Hacer qué?


—Bésame. Sabes que lo deseas.


El orgullo le decía que tenía que contenerse, pero se sentía incapaz y, al fin y al cabo, ya tendría años para recuperar su orgullo. Dudó un instante y entonces se arrodilló frente a él en el suelo de la barca. Le colocó una mano en el hombro y lo acercó a su cara, besándolo con suavidad. Pedro parecía satisfecho dejando que ella controlara la situación, y Paula disfrutaba con ello.


Pedro se aferró a su autocontrol con serias dificultades. Paula era tan guapa, tan cálida y generosa que le costaba resistir la tentación de tumbarla en el suelo de la barca y hacerle el amor allí mismo, a plena luz del día. Se recordó a sí mismo que debía ir poco a poco. La rodeó con los brazos, acercándola a su cuerpo y devolviéndole los besos con una pasión que bordeaba la desesperación.


Paula pareció perpleja cuando finalmente él la soltó. Se sentó de nuevo en el asiento y sus ojos azules brillaban con fuerza mientras se pasaba un dedo tembloroso por los labios. Se daba cuenta de que había sido una tonta. Estaba cayendo en su trampa, pero era allí donde quería estar.


—¿Te apetece ver el nuevo musical que han estrenado en el Palladium? —preguntó él mientras caminaban de vuelta por el parque.


—Me encantaría, pero las entradas llevan meses agotadas.


—Tengo entradas para la función de esta noche, precedida por una cena en uno de los mejores restaurantes que conozco.


—No voy vestida para la ocasión —señaló Paula.


—Pues pasaremos por alguna tienda a comprarte algo.


—No —la invitación para ver el espectáculo era algo demasiado bueno como para perdérselo después de las buenas críticas que había recibido, pero eso sería lo único que aceptaría—. Yo me compraré algo o tomaré el tren de vuelta a Wellworth.


Pedro tuvo que disimular una sonrisa. No sabía de dónde había sacado Paula ese temperamento, pues no lo había mostrado durante el año que habían pasado juntos. ¿Acaso le tenía miedo? Probablemente no. La idea era aún más inquietante porque no podía dejar de pensar en ello. La paciencia no era uno de sus puntos fuertes, y era cierto que le gustaba salirse con la suya, pero sus explosiones de ira siempre duraban poco. Quizá no hubiera tenido sus sentimientos lo suficientemente en cuenta. Sabía que Paula odiaba ser un personaje público.


—Hay un problema en el que no habías pensado —dijo Paula, frunciendo el ceño mientras salía de la tienda de ropa con bolsas en la mano. Le había pedido a Pedro que la esperase en el coche después de que él la volviera loca siguiéndola por toda la tienda tratando de ayudar—. ¿Dónde voy a cambiarme?


—En el hotel en el que nos he registrado. Pienso en todo, cara.


—Sí, bueno, pues ya puedes quitarme del registro. No pienso compartir una habitación contigo.


—Realmente no confías en mí, ¿verdad? —murmuró él mientras depositaba las bolsas en el maletero del coche.


—No, no confío. Me decepcionaste, Pedro, y no al revés, así que no vayas por ahí. Una vez te entregué mi confianza en bandeja de plata, pero no volveré a cometer el mismo error.


Condujeron entre el tráfico en silencio y Paula suspiró mientras se masajeaba las sienes. Le dolía la cabeza y la pierna, y lo único que quería hacer era irse a casa, salvo que su casa era también la de Pedro.


El hotel era de los mejores de Londres, y Paula observó la suite que les habían dado con la boca abierta. Pedro había entrado directamente al dormitorio y ella podía oír el sonido de la ducha en el baño contiguo. Podría cambiarse en la sala de estar, pero una ducha no le vendría mal, y era un método de relajación mucho más seguro que el que Pedro había sugerido.


Se quedó de piedra al ver la enorme cama de matrimonio, negándose a admitir que estaba excitada ante la idea de compartirla con él. La opción sensata habría sido salir del hotel, tomar un taxi a la estación y regresar a Wellworth, pero no le apetecía ser sensata.


Pedro salió del cuarto de baño con una toalla anudada a la cintura y la imaginación de Paula se puso en funcionamiento al pensar en lo que había debajo de la toalla. Las gotas de agua le caían por la frente, goteando sobre su pecho y abriéndose paso hasta su estómago.


—¿Deseas algo, cara? —preguntó él al ver su mirada.


—Yo... —contestó Paula, apartando la mirada y sintiendo cómo se le sonrojaban las mejillas—... eh, necesito cambiarme.


—Tu habitación está al otro extremo del salón, pero estaré encantado de compartir si insistes.


—Ni lo pienses.


—Estás tan decidida a pensar lo peor de mí, que no creo que merezca la pena gastar saliva, pero deja que te aclare una cosa. No estoy tan desesperado como para necesitar engañarte para meterte en la cama. Te deseo, claro, pero no pienso forzarte, así que puedes dejar a un lado ese aire de doncella ofendida. Otra cosa, deja de mirarme así, con esos ojos de deseo.


—¿Cómo?


—Como si quisieras que te lanzase sobre la cama y te arrancase la ropa para lamerte entera y después poseerte hasta que ambos alcanzásemos el éxtasis sexual.


—No quiero que hagas eso —dijo ella.


—Lo cual demuestra mi teoría. Sigo diciendo que eres una mentirosa.