viernes, 21 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 12





Había una paz increíble en medio del lago, y costaba creer que estuvieran en mitad de Londres. El ruido del tráfico había quedado reducido a un murmullo lejano. Paula echó la cabeza hacia atrás y miró hacia el cielo.


—Así está mejor —dijo Pedro—. Relájate. No es bueno estar tan tensa.


—Tú me pones tensa —admitió ella con un suspiro.


—Tú también me pones tenso, pero no me quejo. Quizá debiéramos ayudarnos el uno al otro a relajarnos.


Se sentía incapaz de resistirse cuando Pedro adquiría su encanto italiano. Su voz la envolvía como la seda. Se había quitado las gafas de sol y Paula observó su cara, sus ojos oscuros, el perfil de su nariz y la curva de sus labios. El recuerdo de aquellos labios hacía que se estremeciera, incapaz de quitarle los ojos de encima. Pedro metió los remos en la barca y se inclinó hacia ella.


—Hazlo —dijo él.


—¿Hacer qué?


—Bésame. Sabes que lo deseas.


El orgullo le decía que tenía que contenerse, pero se sentía incapaz y, al fin y al cabo, ya tendría años para recuperar su orgullo. Dudó un instante y entonces se arrodilló frente a él en el suelo de la barca. Le colocó una mano en el hombro y lo acercó a su cara, besándolo con suavidad. Pedro parecía satisfecho dejando que ella controlara la situación, y Paula disfrutaba con ello.


Pedro se aferró a su autocontrol con serias dificultades. Paula era tan guapa, tan cálida y generosa que le costaba resistir la tentación de tumbarla en el suelo de la barca y hacerle el amor allí mismo, a plena luz del día. Se recordó a sí mismo que debía ir poco a poco. La rodeó con los brazos, acercándola a su cuerpo y devolviéndole los besos con una pasión que bordeaba la desesperación.


Paula pareció perpleja cuando finalmente él la soltó. Se sentó de nuevo en el asiento y sus ojos azules brillaban con fuerza mientras se pasaba un dedo tembloroso por los labios. Se daba cuenta de que había sido una tonta. Estaba cayendo en su trampa, pero era allí donde quería estar.


—¿Te apetece ver el nuevo musical que han estrenado en el Palladium? —preguntó él mientras caminaban de vuelta por el parque.


—Me encantaría, pero las entradas llevan meses agotadas.


—Tengo entradas para la función de esta noche, precedida por una cena en uno de los mejores restaurantes que conozco.


—No voy vestida para la ocasión —señaló Paula.


—Pues pasaremos por alguna tienda a comprarte algo.


—No —la invitación para ver el espectáculo era algo demasiado bueno como para perdérselo después de las buenas críticas que había recibido, pero eso sería lo único que aceptaría—. Yo me compraré algo o tomaré el tren de vuelta a Wellworth.


Pedro tuvo que disimular una sonrisa. No sabía de dónde había sacado Paula ese temperamento, pues no lo había mostrado durante el año que habían pasado juntos. ¿Acaso le tenía miedo? Probablemente no. La idea era aún más inquietante porque no podía dejar de pensar en ello. La paciencia no era uno de sus puntos fuertes, y era cierto que le gustaba salirse con la suya, pero sus explosiones de ira siempre duraban poco. Quizá no hubiera tenido sus sentimientos lo suficientemente en cuenta. Sabía que Paula odiaba ser un personaje público.


—Hay un problema en el que no habías pensado —dijo Paula, frunciendo el ceño mientras salía de la tienda de ropa con bolsas en la mano. Le había pedido a Pedro que la esperase en el coche después de que él la volviera loca siguiéndola por toda la tienda tratando de ayudar—. ¿Dónde voy a cambiarme?


—En el hotel en el que nos he registrado. Pienso en todo, cara.


—Sí, bueno, pues ya puedes quitarme del registro. No pienso compartir una habitación contigo.


—Realmente no confías en mí, ¿verdad? —murmuró él mientras depositaba las bolsas en el maletero del coche.


—No, no confío. Me decepcionaste, Pedro, y no al revés, así que no vayas por ahí. Una vez te entregué mi confianza en bandeja de plata, pero no volveré a cometer el mismo error.


Condujeron entre el tráfico en silencio y Paula suspiró mientras se masajeaba las sienes. Le dolía la cabeza y la pierna, y lo único que quería hacer era irse a casa, salvo que su casa era también la de Pedro.


El hotel era de los mejores de Londres, y Paula observó la suite que les habían dado con la boca abierta. Pedro había entrado directamente al dormitorio y ella podía oír el sonido de la ducha en el baño contiguo. Podría cambiarse en la sala de estar, pero una ducha no le vendría mal, y era un método de relajación mucho más seguro que el que Pedro había sugerido.


Se quedó de piedra al ver la enorme cama de matrimonio, negándose a admitir que estaba excitada ante la idea de compartirla con él. La opción sensata habría sido salir del hotel, tomar un taxi a la estación y regresar a Wellworth, pero no le apetecía ser sensata.


Pedro salió del cuarto de baño con una toalla anudada a la cintura y la imaginación de Paula se puso en funcionamiento al pensar en lo que había debajo de la toalla. Las gotas de agua le caían por la frente, goteando sobre su pecho y abriéndose paso hasta su estómago.


—¿Deseas algo, cara? —preguntó él al ver su mirada.


—Yo... —contestó Paula, apartando la mirada y sintiendo cómo se le sonrojaban las mejillas—... eh, necesito cambiarme.


—Tu habitación está al otro extremo del salón, pero estaré encantado de compartir si insistes.


—Ni lo pienses.


—Estás tan decidida a pensar lo peor de mí, que no creo que merezca la pena gastar saliva, pero deja que te aclare una cosa. No estoy tan desesperado como para necesitar engañarte para meterte en la cama. Te deseo, claro, pero no pienso forzarte, así que puedes dejar a un lado ese aire de doncella ofendida. Otra cosa, deja de mirarme así, con esos ojos de deseo.


—¿Cómo?


—Como si quisieras que te lanzase sobre la cama y te arrancase la ropa para lamerte entera y después poseerte hasta que ambos alcanzásemos el éxtasis sexual.


—No quiero que hagas eso —dijo ella.


—Lo cual demuestra mi teoría. Sigo diciendo que eres una mentirosa.




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