martes, 18 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 1






—Y en las noticias locales, el personal y los pacientes de Greenacres, la unidad especial de lesiones de columna de Wellworth, tuvieron un visitante inesperado ayer. El campeón de Fórmula 1 Pedro Alfonso llegó en helicóptero y pasó varias horas charlando con todo el mundo en la unidad antes de realizar una cuantiosa donación. El director de Greenacres, Jean Collins, dijo que todo el mundo estaba alterado por la visita —retransmitió el locutor por la radio—. Apuesto a que las mujeres sí estaban alteradas. La reputación de Alfonso fuera de los circuitos es tan legendaria como dentro de ellos. Antes de decirnos lo que el tiempo nos tiene preparado, Kate, ¿qué piensas de Pedro Alfonso?


—Oh, un dios del sexo, definitivamente, Brian. Me ha alegrado el día, que es más de lo que puede decirse de la previsión del...


Paula apretó el botón con el dedo, apagó la radio y se quedó mirando la fila de coches que tenía delante. Las obras en la carretera se habían multiplicado como por arte de magia de la noche a la mañana. Paula apretó el volante con fuerza. Se negaba a admitir que su tensión tuviera que ver más con los nervios que con el hecho de que llegara tarde. No debía haberse tomado la segunda copa de vino la noche anterior, pensó cuando por fin llegaba al hotel. Sin duda, ésa era la razón por la que se había quedado dormida y por la que sentía un leve dolor en las sienes.


Al entrar en el vestíbulo, se miró en el espejo y vio que tenía un aspecto frío y elegante con su traje color crema y su larga melena rubia recogida con una trenza. Su aparente control disimulaba el hecho de que el corazón le latiera a toda velocidad. Se dijo a sí misma que no había razón para aquella sensación que tenía en la boca del estómago. Era ridículo estar tan nerviosa.


La seguridad en el mostrador de recepción era rígida; debía haberlo imaginado. Su irritación aumentaba mientras buscaba en su bolso su pase de prensa, apenas capaz de contener su impaciencia mientras el guardia de seguridad lo estudiaba con detenimiento antes de darle paso. Sería más fácil colarse en Fort Knox, pensó cuando se vio detenida por otro guardia frente a la puerta de la sala de conferencias.


—Llega tarde —le informó el guardia con un inglés cuidadosamente pronunciado—. La entrevista ya ha comenzado.


—Me meteré sin hacer ruido —prometió Paula—. Nadie se dará cuenta.


La sala de conferencias estaba atestada de gente y, una vez más, se preguntó qué había esperado. Pedro Alfonso apenas concedía entrevistas. Mantenía una relación de amor-odio con los medios de comunicación; mientras que a los medios les encantaba informar de todos y cada uno de sus movimientos, él aborrecía que se metieran en su vida privada. Desde el terrible accidente de su hermano Gianni tres años antes, y desde la ferviente especulación por parte de los medios de que Pedro había sido el causante del accidente, sus sentimientos hacia los paparazzi se habían convertido en un odio patológico. Incluso en ese momento, siendo campeón del mundo de Fórmula 1, sus declaraciones a la prensa habían quedado reducidas a unas pocas palabras, y Paula se preguntaba cómo habría conseguido Fabrizzio Alfonso convencer a su hijo mayor para enfrentarse a los medios.


Paula mantuvo la cabeza agachada mientras se sentaba en uno de los pocos asientos vacíos que quedaban en la parte de atrás de la sala, y fue entonces cuando levantó la vista hacia el escenario. Llevaba toda la mañana preparándose mentalmente para aquello. Diablos, ¿a quién quería engañar? Llevaba de los nervios varios días, desde que había sabido que iba a volver a ver a Pedro. Aun así, cuando lo vio, el impacto fue tal que la dejó sin aliento y el estómago le dio un vuelco antes de volver a bajar la mirada.


Pedro Alfonso parecía aburrido. Sus rasgos duros formaban una máscara de educado interés junto con su nariz aquilina, sus cejas oscuras y sus ojos negros, que constituían un imán para las mujeres. Pero, incluso desde la distancia, Paula podía apreciar su impaciencia. Estaba allí, en la rigidez de su mandíbula, en el modo en que jugueteaba con el bolígrafo entre sus dedos, en su sonrisa falsa. Mientras lo observaba, Pedro se enderezó y su cuerpo se puso rígido de pronto mientras miraba en su dirección. Era imposible que supiera que estaba allí. Pedro sabía que ella era periodista y que era de Wellworth; era allí donde se habían conocido. Sin duda también sabría que ella estaba al corriente de la donación que había hecho a la unidad de lesiones de columna, pero no esperaría que estuviera en la conferencia de prensa. Aquel aire de tensión en su rostro debía de ser un truco de su imaginación.


¿Pero acaso Pedro no era siempre consciente del momento en que ella entraba en una habitación? Era un sexto sentido que ambos habían compartido, una certeza de la presencia del otro tan exacta que, incluso en una habitación llena de gente, sabían exactamente cuándo el otro estaba cerca. Era un recuerdo enterrado que Paula prefería no desenterrar. 


Prefería recordar a Pedro como un amante distante y frío que le había proporcionado un sexo magnífico, pero poco más. Ésa era una de las razones por las que ella había decidido poner fin a la relación, si él no la hubiera plantado públicamente. Era sorprendente lo mucho que seguía doliéndole, incluso después de todo ese tiempo.


Una mujer sentada en la parte delantera de la sala le preguntó a Pedro cuáles eran sus esperanzas de ganar Silverstone en dos días y él se relajó ligeramente, sonriendo y provocándole a Paula un vuelco en el estómago.


—Pienso ganar —contestó él con una arrogancia despreocupada—. El coche está rindiendo bien, y yo también —añadió, guiñándole un ojo a la periodista. Un torrente de risas recorrió la sala. No era conocido como el semental italiano por nada. Los titulares estaban llenos de sus numerosas aventuras amorosas. Paula apretó los dientes mientras sacaba su libreta.


Recopilaría los detalles y la información básica gracias a las preguntas de otros periodistas. Cliff no podía esperar otra cosa y, si lo esperaba, se llevaría una sorpresa, porque de ninguna manera Paula iba a intentar concertar una entrevista en exclusiva con Pedro Alfonso. Tal vez hubiera habido un tiempo en el que se habría dejado impresionar por su encanto latino, pero Paula ya no era la chica impresionable que se había enamorado de aquel casanova.


Sabía que su viejo amigo Cliff Harley, editor de la gaceta de Wellworth, esperaba un artículo en profundidad sobre la vida del último campeón de Fórmula 1.


—Vamos, Paula, eres la chica de oro, la mejor periodista, conocida por tus aventuras en África —le había dicho él—. Si alguien puede conseguir una buena historia en esa rueda de prensa, ésa eres tú.


Pedro Alfonso odia a los medios de comunicación —dijo Paula—, y seguramente no conceda entrevistas en exclusiva. Supongo que ha accedido a esa rueda de prensa para dar publicidad al hecho de que el grupo Alfonso haya adquirido la fábrica de coches deportivos de Oxford. Es una táctica para minimizar el daño después de los escándalos que han sacudido al equipo Alfonso durante los últimos años.


—Sí, pero tú tienes la ventaja de conocer a Pedro Alfonso íntimamente —insistió Cliff con su sonrisa pícara. 


Desde luego, ella conocía a Pedro íntimamente y estaba tan familiarizada con cada centímetro de su cuerpo, que incluso en ese momento, cuatro años después, podía visualizar su torso bronceado, sus muslos fuertes y su imponente físico.


—Mi amistad con Pedro terminó hace mucho —le dijo a Cliff tajantemente, ignorando su mueca ante la palabra «amistad». Para ser sincera, Cliff tenía razón; ella nunca había sido amiga de Pedro Alfonso. Su amante quizá, su compañera de cama, a la que había elegido y desechado cuando le había dado la gana. Pero, la intimidad que compartían nunca había llegado más allá.


—Bueno, quiero una historia con un poco de profundidad —dijo Cliff—. Quiero detalles. Quiero saber lo que mueve a Alfonso, cómo se siente antes de una carrera. Quiero una historia que descubra al hombre que hay detrás del mito...


—Quieres saber con quién se acuesta —murmuró Paula, dejando a Cliff a medias. Cinco años antes, habían empezado los dos como jóvenes reporteros en la gaceta, pero, desde entonces, sus vidas habían tomado rumbos muy distintos. Cliff se había quedado en Wellworth, se había casado con su novia de toda la vida y había logrado llegar a ser editor, mientras que ella se había ganado una reputación como intrépida corresponsal en el extranjero, enviando crónicas desde la Costa de Marfil. Había pasado los últimos tres años viviendo intrépidamente y necesitaba un descanso, tiempo para recuperarse.


Les había prometido a sus padres que no haría nada más que sentarse en el jardín de su casa de campo, pero, tras un mes de inactividad, se subía por las paredes y le había estado muy agradecida a Cliff por ofrecerle el puesto de reportera para la gaceta.


—No haré periodismo de baja calidad —le había advertido a Cliff mientras salía de la oficina—. Una de las lecciones que aprendí del año que pasé con Pedro fue saber lo que se siente cuando ves tu cara en todos los tabloides y un montón de basura escrita sobre ti.


Trató de apartar esos recuerdos de su mente y garabateó algunas notas más en su libreta sobre la intención de Pedro de seguir compitiendo durante mucho tiempo. Se rumoreaba que Fabrizzio Alfonso no estaba muy bien de salud y que había quedado devastado por el accidente que había dejado paralítico a su hijo pequeño, Gianni. Se decía que Fabrizzio quería entregarle las riendas de la corporación Alfonso a Pedro, pero Paula no se lo creía. Pedro nunca dejaría de competir; lo llevaba en la sangre, la necesidad de velocidad y un sentimiento de competitividad que lo habían colocado en los mejores puestos de ese deporte durante una década.


Pedro no era como los otros hombres. Había algo salvaje en él que hacía que aceptase los desafíos que otros habrían considerado una locura. Muchos aspiraban a ser como él, y no menos su hermano pequeño, Gianni, pero la rivalidad entre ellos había ido más lejos de la típica competitividad entre hermanos y había desembocado en el terrible accidente de Gianni.


AMANTE EN PRIVADO: SINOPSIS





Para los demás, lo suyo había acabado en traición, pero la pasión continuaba...


Hacía ya cuatro años que el apasionado romance entre el piloto de Fórmula 1 y la inocente periodista había acabado con traiciones y engaños. Después de aquello, Pedro Alfonso y Paula Chaves no querían volver a verse.


Pedro iba a aparecer de nuevo en la vida de Paula y parecía empeñado en volver a convertirla en su amante. Pero Paula ahora tenía más experiencia y sabía que quería algo más que sexo de él. Sin embargo, era incapaz de controlar el deseo que la arrastraba hacia el único hombre al que había amado en su vida.





lunes, 17 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO FINAL





El Ferrari frenó en seco y Pedro salió del coche dirigiéndose rápidamente hacia la entrada de la villa. Todo parecía tranquilo bajo el sol de la tarde.


Cuando Fiora lo había llamado al móvil aquella mañana supo que algo iba mal. Ella nunca lo llamaba cuando estaba trabajando a no ser que fuese una emergencia. La última vez que lo había hecho había sido para rogarle que acudiese porque Antonio había sufrido un accidente.


Le había preguntado de modo superficial por qué Paula y él no estaban de luna de miel, tal y como habían planeado. Él había evitado decirle que no tenía sentido salir de luna de miel si la novia no quería tener nada que ver con el novio y la había entretenido con la esperanza de que le explicase las verdaderas razones de su llamada.


—Paula pasó a visitarnos esta mañana. Se acaba de ir. Pasa algo malo, y tú deberías olvidar que diriges un imperio financiero y hacer algo al respecto. Edith y yo hemos notado que está perdiendo peso. Tiene una mirada muy triste, ha dejado de sonreír como antes. No nos lo dijo, pero ambas estamos seguras de que no es feliz. Puede que seas un hombre poderoso, hijo mío, pero eres también un esposo que comete un grave error al dejar a su esposa sufrir sola.


Su rostro se endureció, colgó el teléfono, se disculpó y salió de la reunión que había estado presidiendo.


Un grave error. Desde su matrimonio con Solange se había asegurado de no equivocarse nunca, pero instintivamente sentía que esta vez lo había hecho. La pérdida de peso y los ojos tristes no casaban con el tipo de mujer que afirma haberse unido a un hombre únicamente por su dinero.


No estaba en las habitaciones que solía usar desde que la coaccionó por primera vez para que viniese.


La forma en que ella había destrozado su matrimonio antes de que éste arrancase le había afectado, había herido su orgullo y su corazón, un corazón que había aprendido por fin a amar. Así que había preferido marcharse a mostrarle lo vulnerable que se sentía.


Tenía que haberse quedado allí y averiguar qué era lo que había convertido a la dulce Paula en un monstruo avaricioso. 


Descubrir si le había dicho la verdad o si aquellas ridículas palabras ocultaban algo más. En lugar de eso, se había refugiado en el trabajo… su refugio habitual.


Nervioso, bajó las escaleras para reunir al servicio y preguntarles por su esposa. Entonces vio la botella vacía y el vaso solitario a través de la puerta del saloncito.


La sangre se le heló en las venas y luego empezó a hervirle. 


Paula rara vez bebía, y nunca en exceso. Pero el día de la boda se había achispado con el champán. Tensó el rostro. 


¿Se habría aficionado a la bebida? ¿Por eso estaban allí aquel vaso y la botella vacía?


Con el rabillo del ojo captó un movimiento. La puerta principal seguía abierta, tal y como él la había dejado, y Beppe empujaba una carretilla por el patio delantero. No era la fuente de información más fiable, pero ya que los demás parecían haber desaparecido, era su única opción.


Dos minutos más tarde se encontraba al volante del Ferrari. 


Sí, Beppe había visto a la signora, conducía un coche a toda velocidad. No, Mario no iba con ella.


El corazón de Pedro latía apresuradamente a pesar de la mano invisible que parecía estrujarlo. No tenía sentido ir a comprobar qué coche faltaba de los muchos aparcados en el antiguo establo. ¡Con aquella cantidad de vino no sería capaz ni de montar en un triciclo!


¡Cuando descubriese quién había sido el idiota que le había dejado las llaves, lo mataría!


No importaba que no supiese adonde se dirigía. La encontraría. Tenía que hacerlo.


Una terrible tensión se apoderó de él mientras tomaba las curvas a toda velocidad hasta llegar a una empinada cuesta que conducía a un mirador muy apreciado por los turistas de la zona. Salvando el desnivel, la vio inclinada sobre la barrera de seguridad. En ese mismo instante, reconoció el deportivo de su prima.


Salió del Ferrari y cubrió en dos segundos la distancia entre ellos. La agarró del brazo y la giró para mirarla de frente.


—Madre di Dio! ¿Qué crees que estás haciendo?


Sobresaltada, Paula se quedó muda por unos segundos contemplando atónita el rostro tenso y sombrío de Pedro.


Había oído el frenazo de un coche, maldiciendo a quien fuese que venía allí a arruinarle la intimidad justo cuando empezaba a aclarar


Recobrando con esfuerzo la compostura, estrechó los ojos y le dijo:
—¡Y buenos días a ti también!


Él la miró con frialdad.


—No es momento para sarcasmos. ¡Con la cantidad de alcohol que llevas en la sangre podía haberte pasado cualquier cosa!


Paula se quedó lívida, mirándolo sin comprender nada, contemplando su rostro implacable y preguntándose qué tenía aquel hombre arrogante, intimidante e infiel para que ella lo amase tanto. Decidió tristemente que su sentido común necesitaba un bypass. Entonces recordó lo que le había dicho y respondió acaloradamente:
—No he estado bebiendo. ¿De dónde sacas esa conclusión?


Pontificando, liberó su brazo de un tirón y se frotó la zona en la que él había clavado los dedos.


—De un vaso y una botella vacía —respondió con gravedad. Expiró lo que parecía aire solidificado procedente de sus pulmones—. Cuando Beppe me dijo que habías salido en coche… —sus mejillas se tiñeron al admitirlo— me preocupé.


La suave boca de Paula se tensó al darse cuenta de lo que pasaba. Había entrado en la villa, visto la botella vacía y decidido que ella se había marchado a dar una vuelta en el coche medio borracha.


Irguiendo todo lo que pudo su insignificante altura, le aclaró:
—No fui yo la que se bebió eso, fue Renata. Estaba allí cuando volví de Florencia. Se ha echado en alguna cama a dormir la mona. Me llevé su coche porque necesitaba pensar, ¡sin guardias alrededor!


Pedro respondió aliviado:
—Renata y sus excesos, todo cuadra. ¿Qué hace aquí?


Paula estaba decidida a no contestarle a aquello en aquel momento, así que dijo débilmente:
—Tenemos que hablar del futuro. No podemos seguir así.


—Aquí no —lo que le había hecho regresar, batiendo todos los récords de velocidad, fue la necesidad de arreglar las cosas y dejar de esconder la cabeza y el corazón lastimado en el trabajo. Cerró el coche de su prima y guardó las llaves en el bolsillo. Ante las protestas de Paula, le explicó lacónicamente—: Ya vendrá alguien a recogerlo cuando ella esté sobria. Ahora mismo, no me fío de ti fuera de mi vista.


Su perfil era tan sombrío mientras conducía de vuelta a casa a la luz del crepúsculo, que Paula no se atrevió a sacar el tema de su matrimonio ni de la anulación. Aún se estaba mordiendo la lengua para evitar decir todo lo que se le agolpaba en la boca cuando él, colocando una mano firme en su espalda, la condujo hacia el gran vestíbulo iluminado, llamó a voces a Ágata y le dijo que se aplazaba la cena hasta nueva orden, que si aparecía la signorina Renata, les esperase en las dependencias del servicio y que no les interrumpiesen con pena de despido inmediato
—¡Das miedo! —le condenó Paula mientras él la hacía pasar al saloncito y cerraba la puerta tras ellos.


—Sólo cuando alguien supera los límites de mi paciencia —respondió. Fruncía el ceño con fiereza, pero aquello no asustaba a Paula. Ya se había enfrentado a él en el pasado y podía hacerlo de nuevo.


Pero primero necesitaba un segundo para ordenar sus pensamientos. La frase concreta que contenía su necesidad de una rápida anulación y un anticipo para comprar un billete de vuelta a Inglaterra se le había borrado de la cabeza. Y aquello tenía que parecer un asunto de negocios, no un balbuceo.


Caminó hacia la ventana y miró hacia fuera. La fuente siempre se encendía por las noches y los rosales que rodeaban la pila de piedra estaban preciosos. Iba a echar de menos aquella casa tan maravillosa.


Y se apenaría por lo que ella y Pedro podrían haber disfrutado juntos.
—Ven aquí, Paula —formuló la orden con suavidad, haciéndola estremecerse. Ella se giró lentamente, de mala gana, porque había llegado el momento de enfrentarse a la sentencia de muerte de su matrimonio.


Pero ella siempre había sido valiente, ¿no?


Al verla tan entera, Pedro sintió que se desarmaba. Fiora tenía razón. Había perdido peso y parecía muy cansada. De algún modo, él lo había echado todo a perder. Genial. De él dependía llegar al fondo de aquel asunto. Quería acercarse a ella, tomarla de la mano y llevarla hasta el sofá en el que estaba sentado, pero sabía que no podía hacerlo. Estaba claro que ella no quería que la tocase.


—Bien —fue directo al grano, levantándose, pero sin acercarse a ella—. Te casaste conmigo y luego decidiste deliberadamente destruir nuestro matrimonio negándote a compartir la cama conmigo. Hay base de sobra para una anulación, pero ésta te supondría perder todos tus derechos, y alegaste que te casabas conmigo únicamente por llevar una vida llena de lujos —expuso con cínica precisión—. No tiene sentido.


Terriblemente agitada, Paula retorcía las manos, feliz de que él hubiese visto más allá de su estúpida mentira, pero sintiéndose idiota al mismo tiempo por habérsela dicho.


—Fue una mentira patética —admitió—, aunque es verdad que no quiero tu dinero, ya has hecho mucho por la organización…


—Entonces, ¿por qué dijiste aquello? —pregunto impaciente—. Alguna razón debías de tener, y eso que dices de lo que he hecho por Life Begins no responde a mi pregunta.


Arrugó el rostro consternada. No podía soportar aquello. 


Deseando acabar con la situación lo antes posible, le espetó:
—¡Es culpa mía! No tenía que haber accedido a casarme contigo sabiendo lo que sabía.


—¿Y qué sabías?


La voz de Pedro era gélida. Diciéndose a sí misma que no fuera tan pusilánime, Paula continuó:
—Esto va a sonar horrible y no creo que puedas controlarte —se detuvo a respirar y creyó oír como le rechinaban los dientes, así que siguió adelante rápidamente—. Te aburres de las mujeres con enorme facilidad. Incluso estando comprometido o casado con ellas. Y no puedes resistirte a las rubias. Yo lo sabía, pero al enamorarme de ti pensé que podría conseguir gustarte tanto como para mantenerte fiel a mí.


Dándose cuenta de que se había descubierto, Paula se quedó callada. Pedro la miraba como si no creyese lo que estaba oyendo y ella no lo culpaba, porque seguramente no querría oír lo que él denominaría como «estupideces sentimentales».


—¿Cómo?


Él se iba acercando lentamente a ella y, de no conocerlo, ella habría creído que él estaba alucinando. Pero los italianos no alucinan.


—Yo… esto… bueno… en realidad todo fue por un artículo de un periódico londinense. Aparecías en una foto saliendo con una rubia de un restaurante. ¡Una semana antes de nuestra boda!


Para horror suyo, los ojos se le llenaron de lágrimas. ¡Estaba quedando como una endeble!


—Repite eso, mi amore —dijo, agarrándole ambas manos.


Aturullada, Paula repitió:
—Una semana antes de nuestra boda —se preguntó si él estaba intentando comprobar fechas para saber de qué rubia en particular se trataba y deseó que no la estuviese tocando porque aquello dificultaba mucho las cosas.


—No —tenía que decir las cosas con calma—, lo que has dicho de enamorarte de mí.


Ella se ruborizó avergonzada. ¡Qué hombre! ¡Regodeándose en su punto débil! ¡Ignorando lo que le había dicho sobre la rubia y como si su comportamiento fuese algo que ella no tenía derecho a mencionar!


Pero no intentaba escabullirse. No, porque aquellos ojos dorados le llegaban hasta el alma. Tragando con dificultad, ella hizo de tripas corazón.


—Seré la primera en admitir que fui una estúpida, pero me enamoré de ti. Fue como algo que creció en mí, y supe que, si nos casábamos, acabaría sintiéndome tan dolida que no iba a poder resistirlo.


Él le apretó las manos y la acercó aún más. Con voz alterada, le dijo:
—Nunca te haré daño, cara. ¡Te quiero demasiado!


—No tienes que decirlo —balbuceó Paula desconsoladamente. Y entonces decidió que estaba siendo muy tonta porque… ¿por qué le diría eso si no fuese en serio? A menos, claro está, que estuviese pensando en el efecto que una repentina ruptura tendría sobre su madre—. Tú no amas a nadie —le recordó, intentando ocultar la excitación que le provocaba el roce de su cuerpo.


—Cierto —él posaba los labios en su pelo—. Hasta que te conocí. Igual que te ocurrió a ti, fue algo que creció en mi interior —movió la boca hasta el lóbulo de su oreja—. Estaba enamorado de ti desde mucho antes de darme cuenta, porque era la primera vez que me pasaba.


A Paula se le ensanchó el corazón. Él descendió con los labios hasta su cuello, llevándola a ese punto en el que podía creer todo lo que le decía. Apartando la cabeza de la dulce tentación de sus labios, ella le dijo con voz agitada:
—¡Eso no es verdad! Ya estuviste prometido una vez. 
Debías de pensar que la amabas. Y luego te casaste.  Debías de sentir algo por esa esposa a la que nunca has mencionado. ¿Y qué me dices de la rubia con la que estabas la otra noche?


—Ah —sonrió atribulado—. Tenemos que tratar temas serios antes de besar a mi esposa. Una lástima. ¡Me estaba divirtiendo por primera vez desde que me prohibiste entrar en tu cama!


Perdonándole, porque ella sentía lo mismo, le permitió llevarla a uno de los sofás y morder la comisura de sus labios, ya que notó que iba en serio.


—¿Y desde cuándo lees periódicos sensacionalistas? —silencio. A Paula le costó callar. Ya de por sí, Pedro no tenía muy buena opinión de sus primos. No quería darle razones para despreciarlos—. Dímelo Paula —preguntó cortésmente—. Alguien debe de habértelo enseñado. ¿Fue Renata? No puedo pensar en otra persona capaz de hacer semejante maldad —cuando ella asintió incómoda con la cabeza, él dijo con seriedad—: Me guarda rencor por lo que pasó con mi primera esposa. Ella fue la que me presentó a Solange. Era su mejor amiga y además pareja, aunque yo no lo llegué a saber hasta mucho más tarde. Estoy seguro de que Renata pensó que obtendría algo del dinero de la familia a través de Solange y todo se desvaneció cuando puse fin al matrimonio.


—¿Y por qué lo hiciste? —Paula se sentó muy recta. De pronto supo que podía creer en él. Se había mostrado muy elocuente sobre un tema que ni siquiera había querido comentar con su madre.


—Me equivoqué. Por segunda vez en mi vida —se oscurecieron sus ojos—. Créeme, es duro tener que admitirlo. La primera vez fue cuando me prometí a María. Yo tenía diecinueve años, y ella seis años más y una carrera de modelo que, supongo ahora mirando atrás, andaba en declive. Tenía mucho glamur y me sentí halagado. ¡Un gallito, si quieres llamarlo así! Mis padres no aprobaban el compromiso, pero creí que aquella mezcla de adulación y hormonas desatadas eran amor. Pronto descubrí que no lo eran y lo único que salió herido fue mi orgullo cuando la oí decirle a una amiga que tenía el futuro asegurado.


—¡Oh, Dios! —Paula abrió tanto los ojos que casi le llenaron la cara—. Pobrecito, debiste de quedar destrozado —le dijo, incapaz de imaginar a alguien queriendo casarse con él por dinero con todo lo que tenía que ofrecer.


—No te creas —sonrió, y luego volvió a ponerse serio—. Aunque me convertí en una persona muy precavida. Luego, años después, cuando me presentaron a Solange, había llegado a un punto en mi vida en que pensé que era el momento de sentar cabeza y fundar una familia. Hice una lista de pros y contras y los pros pesaron más.


—¡Qué eficiente!


Él elevó una ceja.


—Estaba siendo precavido, ¿recuerdas? Abreviando, ella me dijo que estaba locamente enamorada de mí, dijo que quería tener hijos conmigo y todo lo demás. Era guapa, con clase, lista. Adecuada. Nos casamos tras un corto noviazgo. Durante la luna de miel descubrí que era alcohólica y drogadicta, algo que había sabido ocultarme con enorme habilidad. Intenté que admitiera que necesitaba ayuda, pero cuando se lo mencionaba montaba un número, se marchaba indignada y normalmente acababa en alguna fiesta, volviendo al día siguiente casi incapaz de tenerse en pie y prometiendo que no volvería a pasar. Pero siempre pasaba. Al final perdí la paciencia y le dije que, si no buscaba ayuda, se despidiese de nuestro matrimonio. Para ser sinceros, en aquel momento yo ya había dejado de quererla. A veces pienso que debía de haberlo intentado con más fuerza. De haberla querido de verdad, la hubiese atado y la hubiese enviado a una clínica. Pero no la amaba.


Paula le tomó la mano, odiando verle culparse a sí mismo por algo que no había sido capaz de controlar. Él apretó su mano sobre la de ella y continuó:
—Decidió marcharse y se fue con Renata. Entonces supe que mantenían una relación desde hacía años. Me desentendí de ella. Estaba fuera de control y no tardó en fallecer de una sobredosis accidental.


Paula lo envolvió en sus brazos. Debió de pasarlo muy mal. No le extrañaba que le hubiese gritado antes. Seguramente creyó que se había echado a la bebida y que la historia volvía a repetirse.


—Estoy muy enamorada de ti —afirmó—. No bebo más que la típica copa en las reuniones sociales y no quiero tu dinero, y tú me eres fiel…


—¿No olvidas algo? —le inclinó la cabeza y le acarició ligeramente la boca con los labios—. ¿Y la identidad de la rubia con la que estuve cenando?


Volviendo de golpe a la realidad, Paula ladeó la cabeza. Él le había dicho que la amaba y ella lo creía, así que…


—¡Dime cómo se llama que la mato! —rió.


—Pues sería una pena. Es una agente de viajes excelente. Tenía una agenda muy apretada y planeaba disfrutar de una larga luna de miel con mi esposa, así que lo único que pude acordar con ella fue una cena. De negocios. Mis días de aventuras ocasionales e historias vacuas con rubias tontas se han terminado. Ya se terminaron hace tiempo. Y tampoco hubo tantas como las que me adjudicó la prensa sensacionalista. Me he enamorado loca e irrevocablemente de una mujer de verdad, y en este momento lo que quiero es llevarla a la cama y poner a funcionar este matrimonio. ¿Aceptas?


—No suena muy romántico, pero sí, acepto —le sonrió tiernamente, y él le respondió con una sonrisa traviesa.


—Puedo ser romántico. Luego —y la llevó al vestíbulo, donde Ágata esperaba sin saber qué hacer.


—¿Está por ahí Renata?


—Si, signor. En la cocina. Ha comido, pero está empezando a… —buscó las palabras más convenientes— enfadarse un poco.


—Bien —le dio las llaves del coche—. Dale esto y pídele a Mario que la lleve a su casa. Puede recoger su coche mañana cuando esté sobria. Está aparcado en la cuneta junto al mirador, a un par de kilómetros de aquí. Mario sabe dónde es.


Le dedicó a Paula esa sonrisa que la hacía derretirse y la tomó en brazos para llevarla escaleras arriba.


Luego, de hecho, él fue muy romántico. Tanto que Paula pensó que nunca tendría nada de lo que quejarse durante el resto de su vida. Y se prometió a sí misma que él tampoco lo tendría.


Fin



SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 24





—¿Y dónde está hoy mi hijo? —preguntó Fiora mientras servía café en una salita cuyas vistas sobre la ciudad se extendían hasta las azules colinas del horizonte.


—En Milán —contestó Paula, ligeramente vacilante, porque él le había dicho su itinerario como si le doliese perder saliva hablando con ella. Aliviada al ver que las manos no le temblaban al aceptar la taza, añadió—: Se quedará unos días.


Echándose hacia delante en su sillón de orejas y con la cabeza inclinada a un lado, Fiora dijo suavemente:
—Espero que Pedro no te esté desatendiendo.


—Por lo que dijo, pensé que os ibais de luna de miel a Amalfi —dijo Edith, encandilada—, y estoy segura de que me dijo que pretendía recoger su yate en Cannes para ofrecerte el crucero de tu vida.


—Así es la vida —respondió Paula, tan resuelta como pudo—. Negocios. Ya sabéis lo que es eso —le dedicó una sonrisa acartonada a su suegra. Como esposa de un importante banquero, entendería que los hombres así anteponían el trabajo a todo lo demás, pero todo lo que escuchó fue:
—Tengo que hablar con él. Tengo su número de móvil. 
Solange siempre se quejaba de que era adicto al trabajo.


El corazón de Paula se retorció dolorosamente. Era su oportunidad para saber algo sobre el primer matrimonio de Pedro. Tenía que aprovecharla.


—Fue muy triste lo que le pasó, ¿verdad? —preguntó.


La subida de adrenalina remitió cuando Fiora se limitó a comentar:
—Por supuesto. Nunca sabremos lo que ocurrió en ese matrimonio. Pedro nunca habla del tema y yo respeto demasiado sus deseos como para preguntarle. Pertenece al pasado. Ahora te tiene a ti y un futuro maravilloso por delante. Ahora… —cambió hábilmente de tema— ¿te quedarás a comer?


—Gracias, pero no —Paula miró su reloj—. Le pedí a Mario que me recogiese. Sólo he pasado a ver cómo estabais.


—¡Divinamente! —dijo Edith radiante—. ¡Todo marcha sobre ruedas! Fiora está intentando enseñarme italiano, con poco éxito. Y esta mañana supe que mi inmobiliaria ha recibido una oferta por la casa.


—En cuanto llegue el dinero me la llevaré de compras. Podrá protestar todo lo que quiera, pero nunca se es demasiado viejo para iniciarse en el diseño italiano —dijo Fiora, sirviendo más café—. Pensaba llevarla a vía Tornabuoni. Le he ofrecido dinero, pero tu querida tía es demasiado terca como para aceptarlo. Mañana visitaremos los jardines Boboli y, antes de que empieces a protestar, te diré que me lo tomaré con tranquilidad.


Y así pasó la última media hora de visita, sin más preguntas incómodas, sin menciones a una posible llamada de Fiora a su hijo para preguntarle por la luna de miel inexistente ni útiles revelaciones sobre las razones de la ruptura del primer matrimonio de Pedro.


Cuando el coche giró para introducirse en el camino de entrada, Paula dijo:
—Déjame aquí, Mario. Iré caminando hasta la villa.


Se sentía muy inquieta, sentimiento que ardía en su interior desde el día de la boda. Caminando deprisa para quemar parte de aquella energía acumulada que convertía en tormento quedarse sentada en una silla, deseó en vano no haber mentido a Pedro sobre las razones por las que rechazaba convertir su matrimonio en algo real.


Había mentido para salvar su orgullo, creyendo que era lo único de valor que le quedaba, odiando pensar en convertirse en una esposa celosa y darle pistas sobre sus sentimientos por él. No quería dejarle saber que era una idiota de talla mundial que se había enamorado de un hombre que admitía cínicamente que no sabía el significado de esa palabra y trataba a las mujeres como un objeto con tanto valor a largo plazo como un periódico del día anterior.


Por eso mintió. Y deseó no haberlo hecho.


Sin embargo, había tenido pocas oportunidades o no había podido reunir el valor suficiente como para decirle la verdad. 


Lo había visto en contadas ocasiones desde aquel día. Él se había mostrado educado, frío y distante. Procuraba que el tiempo que pasaran juntos fuese breve, cortando en seco cualquier esperanza que ella tuviera de entablar una conversación coherente, de conseguir hacerle quedarse el tiempo suficiente como para escucharla. Y el hacerlo no iba a hacer más viable su matrimonio, pero al menos él sabría que ella no era la cazafortunas que había fingido ser.


Al torcer en la última curva, sudando por el calor y el ritmo de sus pasos, ralentizó la marcha, frunciendo el ceño. No sabía de quién era el deportivo rojo que había aparcado en la entrada, pero no estaba de humor para visitas.


Entrando en el inmenso vestíbulo se encontró con Ágata, que le recibió con cara preocupada.


—La signorina Renata está esperándola, signora. Está en el saloncito. Me ordenó que le trajese una botella del mejor Meursault del signor y la última vez que vi la botella estaba casi vacía.


Llena de rabia, Paula consiguió sonreír, si a eso se le podía llamar sonrisa, y darle las gracias al ama de llaves. Renata Alfonso era la última persona a la que quería ver. Y el saloncito era su habitación favorita, más pequeña y modesta que las demás habitaciones de la villa palaciega. Solía sentarse allí, encontrando cierta paz, rodeada por las flores que recogía y arreglaba para ocupar los días. Odiaba imaginar a aquella horrible mujer mancillando su sitio.


Tranquilizándose a sí misma, diciéndose que era injusto culpar al portador de malas noticias y que Renata sólo le había dicho la verdad, Paula abrió la puerta y atravesó el umbral.


—¡Llegaste por fin! —Renata estaba repantigada en una chaise longue y había una copa vacía y una botella en las últimas en una mesa a su lado—. Debo decir que me sorprendió saber que todavía seguías aquí.


—¿De veras? —Paula no pensaba ceder ni un milímetro hasta saber la razón por la que había venido. Esperaba, desesperadamente, que no viniese a traerle más pruebas de las conquistas de su primo.


Renata bostezó, examinando sus uñas pintadas de rojo, como buscando algún defecto, impasible ante la frialdad de Paula.


—Por supuesto. ¿Sabías —se inclinó hacia delante para vaciar la botella de vino en su copa— que esta habitación era la favorita de Solange? Por las vistas a la fuente y los rosales.


¡Otra cosa más que le estropeaba! Rechinando los dientes para evitar decirle que se largara, Paula tuvo que obligarse literalmente a mantener la calma.


—¿Por qué has venido?


—Una visita amistosa. Como te he dicho, quería saber si seguías aquí, o si habías actuado con sensatez y habías vuelto al lugar del que viniste. ¿Y cómo está mi querido primo?


No había nada amistoso en el comportamiento de aquella mujer hacia Paula. Puede que le hubiese contado la verdad, pero lo había hecho con maldad y rencor.


—Está bien.


—¿Seguro? —gorjeó—. ¿Cómo lo sabes si nunca está aquí? No te sorprendas, no tengo espías entre el servicio, son demasiado leales a su amo como para contarme nada. Pero ¿sabías que uno de los jardineros iba a operarse de algo? —Paula, quedándose firme junto a la puerta, no dijo nada. El viejo Cario Barzini se estaba recuperando de una operación de vesícula. Le había enviado fruta y jamón a su casa del pueblo, pero no estaba dispuesta a dar explicaciones a Renata, a quien en cualquier caso le importaba un bledo—. El ingenuo de su hijo, Beppe, creo que se llama, no entiende de lealtades —continuó Renata—. Dice que mi primo apenas aparece por aquí desde la boda —vació su vaso y se levantó con esfuerzo—. Ha vuelto a las andadas, dejando a su linda esposa encerrada en casa y haciendo dinerito para gastárselo en la rubia de turno.


—Creo que deberías marcharte —Paula estaba descompuesta, pero no pensaba dejar que se notase.


—No dudo que sea eso lo que quieres. Sin embargo, estoy demasiado cansada para conducir, así que buscaré una cama y me echaré un rato. Después de todo, esta casa pertenece a los Alfonso, y yo soy Alfonso de nacimiento, no de prestado —se encaminó con paso vacilante hacia la puerta, rozando a Paula al pasar—. Ah, y no olvides advertir al ama de llaves que seguramente me quedaré a cenar.


Desanimada ante aquella perspectiva, Paula cerró los ojos con fuerza para no echarse a llorar, tragándose su dolor. 


Girándose sobre sí misma, salió a toda velocidad de la casa. 


Renata había tocado su fibra sensible al decir aquello de la «linda esposa» encerrada en casa.


Se sentía prisionera. Si quería ir a alguna parte, Mario la llevaba. Si decidía dar un paseo por los alrededores, siempre había un jardinero cerca.


Ofuscada, se detuvo en el patio delantero. Tenía que huir aunque fuese por un instante, estar sola y pensar. Las cosas no podían seguir así.


¿Conseguiría retener a Pedro el tiempo suficiente como para pedirle que solicitara la anulación? ¿Y decirle que no quería nada de él disiparía el mal sabor de boca que dejaba haberle mentido sobre su deseo de disfrutar de su riqueza?


¿Afectaría la ruptura a Fiora y Edith? Acababa de ver lo bien que estaban la una con la otra y había conocido sus planes de hacer excursiones y salir de compras.


En cuanto a ella, lo que haría, cómo se las arreglaría de vuelta en Inglaterra… bueno, ya pensaría en algo.


El estrés le había tensado los músculos, le costaba respirar y las lágrimas le escocían en los ojos. Pero no iba a llorar. 


Todo era culpa suya y de nadie más. Sabía de sobra cómo era él, pero lo había ignorado. Él le había dicho que no la amaba, que su matrimonio sería «conveniente», ¡y eso también lo había ignorado!


Después de una noche maravillosa de sexo y al descubrir que lo amaba, ella había decidido que el matrimonio funcionaría y él se mantendría fiel. Pero se había equivocado.


A punto de explotar, decidió alejarse de aquella villa que para ella se había convertido en prisión, aunque la siguiese un ejército de empleados de Pedro. Y entonces se dio cuenta de que Renata se había dejado puestas las llaves del coche.


Sólo se tomó un segundo, para pensar que aquella mujer no iba a necesitar el coche hasta que se le pasaran los efectos del vino, antes de verse sentada en el asiento del conductor, arrancar el motor y salir a toda velocidad.