lunes, 17 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 24





—¿Y dónde está hoy mi hijo? —preguntó Fiora mientras servía café en una salita cuyas vistas sobre la ciudad se extendían hasta las azules colinas del horizonte.


—En Milán —contestó Paula, ligeramente vacilante, porque él le había dicho su itinerario como si le doliese perder saliva hablando con ella. Aliviada al ver que las manos no le temblaban al aceptar la taza, añadió—: Se quedará unos días.


Echándose hacia delante en su sillón de orejas y con la cabeza inclinada a un lado, Fiora dijo suavemente:
—Espero que Pedro no te esté desatendiendo.


—Por lo que dijo, pensé que os ibais de luna de miel a Amalfi —dijo Edith, encandilada—, y estoy segura de que me dijo que pretendía recoger su yate en Cannes para ofrecerte el crucero de tu vida.


—Así es la vida —respondió Paula, tan resuelta como pudo—. Negocios. Ya sabéis lo que es eso —le dedicó una sonrisa acartonada a su suegra. Como esposa de un importante banquero, entendería que los hombres así anteponían el trabajo a todo lo demás, pero todo lo que escuchó fue:
—Tengo que hablar con él. Tengo su número de móvil. 
Solange siempre se quejaba de que era adicto al trabajo.


El corazón de Paula se retorció dolorosamente. Era su oportunidad para saber algo sobre el primer matrimonio de Pedro. Tenía que aprovecharla.


—Fue muy triste lo que le pasó, ¿verdad? —preguntó.


La subida de adrenalina remitió cuando Fiora se limitó a comentar:
—Por supuesto. Nunca sabremos lo que ocurrió en ese matrimonio. Pedro nunca habla del tema y yo respeto demasiado sus deseos como para preguntarle. Pertenece al pasado. Ahora te tiene a ti y un futuro maravilloso por delante. Ahora… —cambió hábilmente de tema— ¿te quedarás a comer?


—Gracias, pero no —Paula miró su reloj—. Le pedí a Mario que me recogiese. Sólo he pasado a ver cómo estabais.


—¡Divinamente! —dijo Edith radiante—. ¡Todo marcha sobre ruedas! Fiora está intentando enseñarme italiano, con poco éxito. Y esta mañana supe que mi inmobiliaria ha recibido una oferta por la casa.


—En cuanto llegue el dinero me la llevaré de compras. Podrá protestar todo lo que quiera, pero nunca se es demasiado viejo para iniciarse en el diseño italiano —dijo Fiora, sirviendo más café—. Pensaba llevarla a vía Tornabuoni. Le he ofrecido dinero, pero tu querida tía es demasiado terca como para aceptarlo. Mañana visitaremos los jardines Boboli y, antes de que empieces a protestar, te diré que me lo tomaré con tranquilidad.


Y así pasó la última media hora de visita, sin más preguntas incómodas, sin menciones a una posible llamada de Fiora a su hijo para preguntarle por la luna de miel inexistente ni útiles revelaciones sobre las razones de la ruptura del primer matrimonio de Pedro.


Cuando el coche giró para introducirse en el camino de entrada, Paula dijo:
—Déjame aquí, Mario. Iré caminando hasta la villa.


Se sentía muy inquieta, sentimiento que ardía en su interior desde el día de la boda. Caminando deprisa para quemar parte de aquella energía acumulada que convertía en tormento quedarse sentada en una silla, deseó en vano no haber mentido a Pedro sobre las razones por las que rechazaba convertir su matrimonio en algo real.


Había mentido para salvar su orgullo, creyendo que era lo único de valor que le quedaba, odiando pensar en convertirse en una esposa celosa y darle pistas sobre sus sentimientos por él. No quería dejarle saber que era una idiota de talla mundial que se había enamorado de un hombre que admitía cínicamente que no sabía el significado de esa palabra y trataba a las mujeres como un objeto con tanto valor a largo plazo como un periódico del día anterior.


Por eso mintió. Y deseó no haberlo hecho.


Sin embargo, había tenido pocas oportunidades o no había podido reunir el valor suficiente como para decirle la verdad. 


Lo había visto en contadas ocasiones desde aquel día. Él se había mostrado educado, frío y distante. Procuraba que el tiempo que pasaran juntos fuese breve, cortando en seco cualquier esperanza que ella tuviera de entablar una conversación coherente, de conseguir hacerle quedarse el tiempo suficiente como para escucharla. Y el hacerlo no iba a hacer más viable su matrimonio, pero al menos él sabría que ella no era la cazafortunas que había fingido ser.


Al torcer en la última curva, sudando por el calor y el ritmo de sus pasos, ralentizó la marcha, frunciendo el ceño. No sabía de quién era el deportivo rojo que había aparcado en la entrada, pero no estaba de humor para visitas.


Entrando en el inmenso vestíbulo se encontró con Ágata, que le recibió con cara preocupada.


—La signorina Renata está esperándola, signora. Está en el saloncito. Me ordenó que le trajese una botella del mejor Meursault del signor y la última vez que vi la botella estaba casi vacía.


Llena de rabia, Paula consiguió sonreír, si a eso se le podía llamar sonrisa, y darle las gracias al ama de llaves. Renata Alfonso era la última persona a la que quería ver. Y el saloncito era su habitación favorita, más pequeña y modesta que las demás habitaciones de la villa palaciega. Solía sentarse allí, encontrando cierta paz, rodeada por las flores que recogía y arreglaba para ocupar los días. Odiaba imaginar a aquella horrible mujer mancillando su sitio.


Tranquilizándose a sí misma, diciéndose que era injusto culpar al portador de malas noticias y que Renata sólo le había dicho la verdad, Paula abrió la puerta y atravesó el umbral.


—¡Llegaste por fin! —Renata estaba repantigada en una chaise longue y había una copa vacía y una botella en las últimas en una mesa a su lado—. Debo decir que me sorprendió saber que todavía seguías aquí.


—¿De veras? —Paula no pensaba ceder ni un milímetro hasta saber la razón por la que había venido. Esperaba, desesperadamente, que no viniese a traerle más pruebas de las conquistas de su primo.


Renata bostezó, examinando sus uñas pintadas de rojo, como buscando algún defecto, impasible ante la frialdad de Paula.


—Por supuesto. ¿Sabías —se inclinó hacia delante para vaciar la botella de vino en su copa— que esta habitación era la favorita de Solange? Por las vistas a la fuente y los rosales.


¡Otra cosa más que le estropeaba! Rechinando los dientes para evitar decirle que se largara, Paula tuvo que obligarse literalmente a mantener la calma.


—¿Por qué has venido?


—Una visita amistosa. Como te he dicho, quería saber si seguías aquí, o si habías actuado con sensatez y habías vuelto al lugar del que viniste. ¿Y cómo está mi querido primo?


No había nada amistoso en el comportamiento de aquella mujer hacia Paula. Puede que le hubiese contado la verdad, pero lo había hecho con maldad y rencor.


—Está bien.


—¿Seguro? —gorjeó—. ¿Cómo lo sabes si nunca está aquí? No te sorprendas, no tengo espías entre el servicio, son demasiado leales a su amo como para contarme nada. Pero ¿sabías que uno de los jardineros iba a operarse de algo? —Paula, quedándose firme junto a la puerta, no dijo nada. El viejo Cario Barzini se estaba recuperando de una operación de vesícula. Le había enviado fruta y jamón a su casa del pueblo, pero no estaba dispuesta a dar explicaciones a Renata, a quien en cualquier caso le importaba un bledo—. El ingenuo de su hijo, Beppe, creo que se llama, no entiende de lealtades —continuó Renata—. Dice que mi primo apenas aparece por aquí desde la boda —vació su vaso y se levantó con esfuerzo—. Ha vuelto a las andadas, dejando a su linda esposa encerrada en casa y haciendo dinerito para gastárselo en la rubia de turno.


—Creo que deberías marcharte —Paula estaba descompuesta, pero no pensaba dejar que se notase.


—No dudo que sea eso lo que quieres. Sin embargo, estoy demasiado cansada para conducir, así que buscaré una cama y me echaré un rato. Después de todo, esta casa pertenece a los Alfonso, y yo soy Alfonso de nacimiento, no de prestado —se encaminó con paso vacilante hacia la puerta, rozando a Paula al pasar—. Ah, y no olvides advertir al ama de llaves que seguramente me quedaré a cenar.


Desanimada ante aquella perspectiva, Paula cerró los ojos con fuerza para no echarse a llorar, tragándose su dolor. 


Girándose sobre sí misma, salió a toda velocidad de la casa. 


Renata había tocado su fibra sensible al decir aquello de la «linda esposa» encerrada en casa.


Se sentía prisionera. Si quería ir a alguna parte, Mario la llevaba. Si decidía dar un paseo por los alrededores, siempre había un jardinero cerca.


Ofuscada, se detuvo en el patio delantero. Tenía que huir aunque fuese por un instante, estar sola y pensar. Las cosas no podían seguir así.


¿Conseguiría retener a Pedro el tiempo suficiente como para pedirle que solicitara la anulación? ¿Y decirle que no quería nada de él disiparía el mal sabor de boca que dejaba haberle mentido sobre su deseo de disfrutar de su riqueza?


¿Afectaría la ruptura a Fiora y Edith? Acababa de ver lo bien que estaban la una con la otra y había conocido sus planes de hacer excursiones y salir de compras.


En cuanto a ella, lo que haría, cómo se las arreglaría de vuelta en Inglaterra… bueno, ya pensaría en algo.


El estrés le había tensado los músculos, le costaba respirar y las lágrimas le escocían en los ojos. Pero no iba a llorar. 


Todo era culpa suya y de nadie más. Sabía de sobra cómo era él, pero lo había ignorado. Él le había dicho que no la amaba, que su matrimonio sería «conveniente», ¡y eso también lo había ignorado!


Después de una noche maravillosa de sexo y al descubrir que lo amaba, ella había decidido que el matrimonio funcionaría y él se mantendría fiel. Pero se había equivocado.


A punto de explotar, decidió alejarse de aquella villa que para ella se había convertido en prisión, aunque la siguiese un ejército de empleados de Pedro. Y entonces se dio cuenta de que Renata se había dejado puestas las llaves del coche.


Sólo se tomó un segundo, para pensar que aquella mujer no iba a necesitar el coche hasta que se le pasaran los efectos del vino, antes de verse sentada en el asiento del conductor, arrancar el motor y salir a toda velocidad.





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