domingo, 16 de octubre de 2016
SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 23
Paolo la miró con salvaje repulsa.
—Madonna diavola! ¿De qué estás hablando?
—Ya lo has oído —Paula intentaba mantener el control como si se aferrase a un salvavidas en plena marejada. Él se puso pálido y unas arrugas de tensión se dibujaron en su boca.
Parecía conmocionado.
Tragando con dificultad, ella se dijo a sí misma que no se rendiría a la necesidad de acercarse a él que le reclamaba cada parte de su cuerpo, a la necesidad de abrazarle, de alegar que se le habían cruzado de repente los cables y rogarle que olvidara lo que había dicho.
Se recordó estoicamente todo lo que había sabido:
—El matrimonio que tú querías se quedará donde debe estar. En papel. No compartiré la cama contigo.
Él levantó la cabeza y entrecerró los ojos, preguntando:
—¿Por qué?
Podía decirle la verdad, preguntarle qué había pasado entre él y Solange, preguntarle qué hacía con aquella rubia en Londres una semana antes y escuchar sus mentiras. O quizá él se lo contase todo y le recordase que no la amaba, que no creía en su matrimonio y que se consideraba libre de tener aventuras con quien quisiera.
Como ninguna de las dos opciones le resultaba atractiva, le dijo la primera mentira que se le ocurrió.
—Hice lo que querías, te saqué del hoyo que tú mismo te habías cavado. Y a cambio, y hasta que decidas pedir la anulación, estás en deuda conmigo. Viviré rodeada de lujos y tendré todo lo que quiera. Nada de levantarme al alba a cuidar de un montón de viejos. No volveré a pararme en los escaparates a ver una ropa que nunca podré permitirme. Nunca más…
—Basta! —le ordenó él con frialdad—. Pensé que eras distinta a las demás. Siento haberme equivocado.
Girando sobre sus talones, salió de la habitación con la cabeza alta.
Y con aquella acusación perforándole el corazón, Paula rompió a llorar.
SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 22
Al salir del brazo de Pedro de la iglesia del pueblo bajo la villa, Paula se sintió totalmente fuera de la realidad.
La ceremonia había transcurrido como en un sueño. Su magnífico vestido de seda marfil, la tiara de diamantes que Fiora había insistido que llevara, que era otra reliquia de la familia, el precioso ramo… todo parecía pertenecer a un cuento de hadas, más que a ella misma.
Y el hombre alto, guapo y atractivo que tenía a su lado… ¿llegaría a pertenecerle realmente alguna vez? Se negó ese pensamiento. Puede que no pareciese real, pero no era un sueño. Era el día de su boda y nada debía empañarlo.
Sonrió para la foto.
Su confusión respecto a atreverse a aceptar o no su propuesta había desaparecido por completo la mañana en que Pedro la había llevado en brazos a la villa después de la fiesta.
La tía abuela Edith la había estado esperando con cara de pocos amigos, el moño despeinado y el cuerpo en tensión, envuelta en el camisón que tenía desde hacía años.
—¿Se puede saber dónde habéis pasado la noche? —preguntó, con su tono estentóreo a máximo volumen—. Carla y yo insistimos en que Fiora se acostara hace horas, y eso que estaba muy preocupada. Desaparecisteis sin decir palabra. ¡Exijo una explicación! —dijo, como si fuesen niños traviesos en lugar de personas adultas y una de ella una leyenda en el mundo financiero.
Pedro había sonreído sin rastro de arrepentimiento, sin inmutarse ante la indignación de la anciana y había dicho con suavidad:
—Siento mucho haberos causado tanta molestia sin necesidad.
Paula se encogió de hombros. La tía Edith tenía la moral estricta de una solterona victoriana, ¡y qué otra explicación podría darse a la aparición de un hombre y una mujer deslizándose furtivamente al alba totalmente despeinados!
Carla, situada al lado de la anciana con una taza y un plato en la mano, había intentado suavizar la situación:
—No es algo por lo que preocuparse. ¿Qué hacen las jóvenes parejas de prometidos? Le dije que no se preocupara —pero sólo dio pie a otro bufido de disgusto.
Con la espalda rígida, Edith se giró, rechazó el té que se le ofrecía y se fue refunfuñando seguida de Carla.
Paula, preguntándose por qué su pariente no había dado rienda suelta a su moralina bramando un matrimonio anticipado, había empezado a reír contra el hombro de Pedro y en ese momento se había rendido a su destino, anunciando:
—¡Está hecho, tendremos que casarnos ya, o me considerará una perdida y me arruinará la vida!
Y entonces se dio cuenta, mientras él la apretaba contra su cuerpo y la besaba hasta hacerla sentir que la cabeza se le iba a despegar de los hombros, que lo que había dicho era tan buena excusa como cualquiera para permitir que su corazón mandara en su cabeza.
Durante las semanas siguientes, apenas había visto a Pedro. Necesitaba atar cabos sueltos en sus negocios y había estado en su oficina en Florencia, o volando a reuniones en distintas capitales, o liado con los preparativos de la boda.
Paula había estado ocupada con interminables detalles: el extravagante diseñador elegido por Fiora la había estado pellizcando, pinchando y diciéndole que se pusiera recta, el organizador de la boda contratado por Pedro le había preguntado por las flores que quería, había estado discutiendo con su tía la venta de su casa y la mudanza, aliviada al ver que le había perdonado su mal comportamiento, y a pesar de todo había tenido tiempo para echarle terriblemente de menos.
También había descubierto, llevándose una decepción enorme y totalmente inesperada, que no estaba embarazada.
—Estás preciosa —le decía Pedro tomándola de las manos y acompañándola a la limusina que les llevaría a la villa para el banquete.
Sus ojos brillaban como el oro. Por fin era suya, para siempre, y la tarea de enseñarla a amarle como él la amaba acababa de empezar.
—Es el vestido —le confió Paula, sabiendo que lo decía sólo para halagarla porque vestida normalmente resultaba una mujer corriente, pero amándolo por intentar hacerla sentirse especial.
—Qué va —le dedicó tal mirada que una oleada de conciencia sexual la recorrió, trayéndole recuerdos de la noche que habían pasado juntos y haciendo que todo su cuerpo se estremeciera. Y cuando dijo con voz ronca: «Desnuda estás mucho más hermosa que con cualquier vestido», se ruborizó y se abalanzó sobre él.
No podía contenerse, y casi llegó a derrumbarse de sensualidad cuando él la besó con tal avidez que la hizo prometer en aquel instante que haría todo lo posible para asegurarse de que nunca se cansaría de ella.
Con las piernas temblonas por los besos que habían compartido de camino a la villa, Paula entró en el vestíbulo cargado de flores de la casa que iba a ser su hogar como si caminase por el aire. Puede que él no la amase y tenía que ser lo suficientemente madura como para aceptar que se había casado por conveniencia, pero de ella dependía desterrar ese pensamiento y convertirse en algo tan conveniente que él nunca pensara en dejarla.
La fiesta fue sencilla, y los miembros del equipo de seguridad se mantuvieron discretamente aparcados en la carretera de acceso. Otros patrullaron por los alrededores ante la mínima posibilidad de que los paparazis se hubiesen enterado de una ceremonia que se había celebrado en secreto y Paula, escuchando el brindis del padrino, decidió que nada podía estropear un día como aquél.
La tía Edith sonreía bajo el ala de su sombrero. Paula estaba encantada de que su amada pariente hubiese decidido irse a vivir con Fiora. La habría echado de menos y hubiese estado preocupada al ver que se quedaba sola. Y a Fiora se la veía rebosante de salud. El médico le había dado el visto bueno y no estaba cansada en absoluto por el ajetreo de la boda.
Deseando quedarse a solas con su recién estrenado marido, Paula casi no tocó la comida, pero bebió más champán de lo debido. Pensó, envuelta en una nube de color de rosa, que hasta los primos de Pedro parecían comportarse y que Renata, con un sencillo vestido de satén marrón, había decidido deliberadamente no eclipsar a la novia, porque era tan guapa que podría haberlo hecho fácilmente.
Cuando acabó la comida, Paula le dedicó a su marido una radiante sonrisa, aguantando la risa porque parecía que él acababa de darse una ducha helada. Se levantó, apartando la mano que él había levantado para detenerla, y le dijo susurrando en alto:
—Tu madre y mi tía se están preparando para irse. Las acompañaré mientras tú te encargas… te encargas del resto —y se alejó flotando, asombrada de que por una vez era ella la que daba las órdenes y no al contrario.
—¡Estás achispada, niña! —la acusó Edith cuando Paula la ayudaba a entrar en el coche.
—Es un día especial —la defendió Fiora—, y sé de sobra que no es algo que hace habitualmente. Creo que un café solo le vendrá bien —aconsejó, y Carla, sentada delante junto al conductor, dio su opinión.
—Es por los nervios.
Paula, despidiéndose con la mano incluso hasta cuando el coche hubo desaparecido, estuvo de acuerdo.
Los nervios y la perspectiva de quedarse a solas con su impresionante marido le habían quitado las ganas de comer y, en cuanto levantaba la copa para beber, enseguida los camareros volvían a llenársela hasta el borde, razón por la que se sentía un poco tarumba.
Obligándose a caminar en línea recta, volvió a la villa dispuesta a comer y a beber litros de agua. Pero Renata la retuvo y se la llevó a la habitación vacía que había servido de salita de estar a Fiora durante su estancia.
Asombrada al verse secuestrada, Paula se hundió sin resistencia en el sofá que le indicó Renata, e intentaba buscar algo sensato que decir cuando la otra mujer se sentó a su lado y dijo:
—Todos están a punto de marcharse, pero tengo que enseñarte algo antes de irme.
Agarró su bolso de ante y Paula sonrió. Quizá la prima de Pedro se sentía mal por lo que le había dicho la otra noche y estaba intentando reconciliarse con ella. Si era así, encontraría medio trabajo hecho, porque odiaba estar a malas con cualquier miembro de la familia de la que ya formaba parte.
—Magnífico… ¿qué es? —preguntó, y miró la fotografía que le ponía en las manos, intentando que no se notase que no entendía nada.
La foto de estudio mostraba a una mujer increíblemente bella. Un rostro perfecto, pelo largo y rubio y lo que Paula sólo pudo describir como unos ojos marrones realmente atractivos.
—Solange —informó Renata—. La primera esposa de Pedro. Era mi mejor amiga.
—Ah —Paula no supo qué decir. Le devolvió la foto, aguantándose las ganas de limpiarse los dedos en la tapicería del sofá para descontaminarse. Aquello no sólo era una chiquillada, sino además un insulto. Sabía que Pedro había estado casado y que no le gustaba hablar de ello, así que nunca le había preguntado cómo era su primera esposa. ¿Por qué se ponía dramática al descubrir que era encantadora?
—Era francesa. Se conocieron en París. Lo tenía todo: elegancia, cultura, la capacidad de ser el alma de todas las reuniones y una carrera prometedora, pero renunció a todo al casarse.
Paula se estremeció. No hacía frío precisamente, pero la mirada maliciosa de aquella mujer la aterrorizaba. La cabeza empezó a dolerle, pero no estaba dispuesta a traicionar su vulnerabilidad, así que dijo fríamente:
—Pues si era tu amiga, debes de echarla de menos. Lo siento. Pero el matrimonio fallido de mi esposo no tiene nada que ver conmigo.
Iba a dejar la habitación, pero Renata ronroneó:
—Claro que sí. Estoy intentando advertirte, hacerte un favor. Pensé que debías saber cómo era Solange. Si una mujer como ella no pudo mantener el interés de Pedro más de unos cuantos meses, ¿qué esperanza te queda a ti?
Paula se levantó torpemente. Sentía las piernas raras, como si no le perteneciesen, pero quería salir de allí, lejos de aquella mujer que intentaba lo imposible por envenenar su matrimonio antes de que empezara, valiéndose de dudas y temores que ella ya albergaba.
—¡Espera! Tienes que ver algo más —el corazón de Paula se tambaleó. Sus pies se negaban a dar ni un paso más. Un terrible sentimiento de tensión la dejó petrificada en el sitio mientras Renata se le acercaba desplegando una hoja de papel—. Un periódico inglés de hace una semana. Mira —Paula agarró la hoja con manos temblorosas. No quería mirarla, pero no podía evitarlo. Parecía como si su corazón fuese a detenerse. Sintió que todo el cuerpo se le cerraba al reconocer a Pedro saliendo de uno de los restaurantes más famosos y caros de Londres.
Iluminado por el flash de la cámara, aparecía rodeando con el brazo a una rubia que parecía intentar meterse en su costoso traje. El titular rezaba: ¿La última conquista del banquero millonario?
Sintiéndose traicionada, Paula le tendió bruscamente el periódico a Renata y la oyó decir:
—Siempre le gustaron las rubias. Supongo que fueron a su hotel, o a un club y luego…
Paula salió y subió por la escalera de servicio para evitar a Pedro y a los invitados que se marchaban. Entró a su habitación, se dirigió directamente al baño y vomitó violentamente.
Cinco minutos más tarde, con la cara lívida, se encontraba totalmente sobria. Una semana antes de su boda y la fidelidad no significaba nada para él.
Por primera vez, Paula agradeció de corazón no estar esperando un hijo suyo.
No tendrían hijos. Su matrimonio no iba a ninguna parte.
Pero no se recrearía en su sufrimiento. Era más dura que todo eso. Había aceptado casarse con él conociendo sus motivos, sabiendo perfectamente cuáles eran sus defectos.
Se arrepentía de haber dejado que su amor por él la llevara a pensar que crecerían juntos, tendrían un matrimonio estable y feliz y formarían una familia. Aquélla era una lección aprendida a base de errores.
Cuando Pedro entró en la habitación quitándose la corbata, ella estaba sentada junto a la ventana. Sus ojos la deslumbraron y su sonrisa era tan demoledora que se preguntó con dolor si alguna vez lograría superar el efecto que tenía sobre ella. Deseó haber tenido tiempo para quitarse el vestido de novia. Pero al menos controlaba la situación. Por completo.
Pedro arrojó su chaqueta sobre el respaldo de una silla, torciendo la boca al preguntar:
—¿Te encuentras mejor? Me temo que el champán se te había subido a la cabeza —caminaba hacia ella. Más de metro ochenta de masculinidad peligrosamente bella. A ella se le secó la boca. Miró hacia otro lado. Tuvo que hacerlo—. ¿Te he dicho ya lo bonita que eres? Quiero hacerte el amor, pero acostarme con una mujer borracha es lo último que desearía hacer —esto último lo dijo con seriedad.
Avergonzada, recordó como había arrastrado las palabras, levantándose vacilante de la mesa. De no saber lo que había hecho se estaría disculpando, prometiendo que nunca volvería a ocurrir, y no volvería a pasar.
Pero lo sabía.
Paula lo miró directamente a los ojos y los vio enfriarse mientras le decía:
—Ya tienes lo que querías. Un matrimonio de conveniencia. La tranquilidad de Fiora. Una esposa fácil que se mantendrá en segundo plano, al menos de ahora en adelante, pero que no se acostará contigo.
SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 21
—Eres más de lo que habría soñado jamás —susurró Pedro con sinceridad mientras le ponía los zapatos cuando ya la luz del alba se posaba sobre las colinas de la Toscana. Le agarró las manos y se las acercó a los pies—. Entiende, amata mia, que ahora no hay razón por la que no debas casarte conmigo —inclinó la cabeza para besarla entre los ojos—. No he usado protección alguna. Podrías estar embarazada.
Al ver que ella se estremecía, frunció el ceño. ¿No encontraría desagradable la idea de tener un hijo suyo? No sería por eso, ¿verdad? ¡No después de aquel momento perfecto que habían compartido!
Usó la lógica y sonrió aliviado. El aire de la mañana era frío y ella tenía frío. Le echó su chaqueta por los hombros para protegerla y rodeó posesivamente su cintura mientras salían de nuevo al jardín.
Él no había querido que aquello sucediese, su pretensión había sido respetarla y esperar a la noche de bodas. Pero ¿cómo podía arrepentirse de un solo segundo transcurrido aquella noche?
Era un hombre de mucho mundo, algunos lo llamarían cínico incluso, pero nunca se le había pasado por la cabeza la estúpida idea de enamorarse. ¡Y había ocurrido! El corazón se le ensanchó tanto que pareció explotarle en el pecho y apretó su cintura hasta que ella ralentizó el paso y se detuvo.
Dio mió! ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Se había ido enamorando de ella todo el tiempo, y su propuesta, sus manipulaciones, no tenían nada que ver con contentar a Mamma, sino con su propia felicidad. Y el primer indicio claro que se introdujo en su cabeza fueron los tremendos celos que había sentido al ver como Orfeo la manoseaba.
Sorprendido por la fuerza y la profundidad de sus sentimientos hacia Paula, por el generoso regalo de su virginidad, su voz se tornó ronca conforme la atraía hacia él.
—Pensaba llevarte unos días a la casa que tengo en Amalfi. Pero he aplazado ese plan hasta más adelante, hasta después de la boda —le dijo acercando la boca a sus cabellos—. Estaré ocupado todo el tiempo con los preparativos para asegurarme de que se celebra cuanto antes. De pronto posó las manos en sus hombros, alejándola de él. Las reacciones suaves y enternecedoras de Paula se habían tornado rígidas. Él sintió un nudo en su interior. Por primera vez en su vida, se sintió inseguro. ¡Y odiaba sentirse así!—. ¿No dices nada? —su voz sonó más dura de lo que esperaba. También se odió por eso.
Paula se apartó con la respiración entrecortada. Su mención de un posible embarazo la había dejado literalmente aturdida. Los genes italianos de Pedro no le permitirían apartarse de su hijo, y en cuanto a dejar que ella lo criase sola y conformarse con visitas ocasionales, en lo que a aquel macho italiano concernía eso sería algo impensable.
Sintió que se encogía dentro de los pliegues de la chaqueta y que tenía la boca petrificada cuando dijo:
—¿Y si no estoy embarazada?
Pedro sonrió, aliviado. ¿Aquélla era toda su preocupación?
Cierto: a posteriori se daba cuenta de que su primera propuesta de matrimonio no había sido muy halagadora, con todo aquello de contentar a Mamma cuando, en realidad, con paciencia y el paso del tiempo, podía haberse manejado con la decepción de su madre.
Pero Paula no lo sabía entonces. No sabía que él podía hacer cualquier cosa que se propusiese. Y eso incluía romper un compromiso que había empezado como una mentira piadosa sin causar un daño excesivo a su madre.
Maldijo su antigua reputación, ya que podía ser que en aquel momento ella estuviese sufriendo, convencida de que, habiendo probado las delicias de su cuerpo, él había perdido todo interés y sólo insistiría en casarse en caso de embarazo.
—Eso no cambia nada —la tranquilizó—. ¡Nos casaremos!
Y tomándola sin esfuerzo la llevó en brazos hasta la villa.
Más bien, como pensó Paula, aturdida, como un guerrero que lleva a casa el botín de guerra.
También notó que él parecía encantado, con el pelo negro revuelto, una sonrisa en su boca sensual y los ojos brillantes y vivos. Perdía el aliento cada vez que lo miraba. Y nunca olvidaría lo ocurrido aquella noche. Nunca se arrepentiría de haber conocido un éxtasis tan increíble.
Sus ojos se humedecieron al recordar su primera vez, la primera de muchas, cuando él había llegado hasta el límite, el límite de su pequeño grito de dolor, y se había detenido, retirándose cortésmente. Ella había arqueado la pelvis, latiendo de deseo, y le había rogado:
—¡No te pares? ¡Sigue!
Nunca se culparía a sí misma por haber admitido sin reparos su descarado comportamiento. Nunca. Había sido maravilloso. Lánguidamente, se preguntó si podría culparse por dar el siguiente paso.
Casarse con él sería romperse el corazón, porque lo inevitable ocurriría y él pasaría a otra cosa en cuanto se acabase la novedad. Buscaría los placeres de alguna tonta rubia, satisfecho al comprobar que la mujer con quien se había casado para contentar a su madre se conformaba con quedar en un segundo plano.
¿Era eso lo que había ocurrido en su primer matrimonio?
¿Su esposa había descubierto una infidelidad y lo había dejado? ¿Había preferido, como había sugerido Renata, morir de una sobredosis a enfrentarse a la vida como mujer desdeñada?
¿Se atrevía a correr ese riesgo?
¿Soportaría ver a su tía abuela y a Fiora decepcionadas si no lo hacía?
¿Podría soportar rechazar al hombre del que estaba perdidamente enamorada?
sábado, 15 de octubre de 2016
SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 20
Pedro se apoyó en el marco de la cristalera con una mano en el bolsillo del pantalón, con el cuello de la camisa desabrochado y los ojos velados por una envidiable franja de espesas pestañas.
Mirándola.
La delicada belleza de Paula atraía todas las miradas y el vestido que llevaba lo excitaba tanto que deseó que acabase pronto aquella aburrida fiesta para poder darse una ducha fría.
Se felicitó a sí mismo por cambiar de idea con respecto a la idea de volver a casarse. Pensó que había sido lo correcto mientras la seguía con los ojos, viendo como ella y la esposa de uno de sus más viejos amigos sorteaban a una pareja que bailaba al son de un equipo de música de última generación. Supuso que aquello había sido idea de su primo Orfeo, reprimiendo cierta irritación. Por suerte habían despejado el salón lo suficiente como para dar cabida a aquellos invitados que deseasen dedicarse a aquella inútil actividad.
Descartó tranquilamente a su primo, que tenía fama de haragán y donjuán, para retomar pensamientos más agradables.
Casarse con Paula era el paso más obvio: no lo trataba con estúpida y aburrida deferencia y no le importaba el dinero, como demostraba el hecho de que lo había rechazado mientras que otras mujeres habrían dado cualquier cosa por aceptar su oferta. Sería beneficioso en todos los aspectos, un paso totalmente lógico. Y a él le gustaba vivir con lógica y no hecho un lío sentimentalmente hablando.
Dejaría de sentirse culpable por hacer sufrir a su madre con su negativa a asentarse y proporcionarle un heredero, como había pasado sobre todo desde la muerte de Antonio.
Tendría una esposa y compañera en la que confiar y a cambio Paula tendría una buena posición, su cariño y felicidad, y sus hijos.
El corazón se le ensanchó ante aquella perspectiva. Y deseó con sorpresa que su primer hijo fuese una niña de cuerpo menudo y delicado, con enormes ojos grises como los de Paula.
No estaba acostumbrado a imaginarse en compañía de sus hijos y aquella imagen le pareció sorprendente.
Levantándose, decidió que le gustaba la idea. O al menos, se corrigió, le gustaba la idea siendo Paula la madre de esos niños.
Entrecerró los ojos. Su prima Renata se acercaba a Paula. Tan holgazana como el resto del clan, era la hija del hermano de su padre, un hombre de mano larga cuya pérdida nadie había lamentado. Codiciosa y malvada, se creía con derecho a vivir sin trabajar.
Sin dejar de mirarla, hizo un gesto con la boca. Paula no lo sabía, pero pronto dejaría de negarse a ser su esposa. Todo estaba funcionando a la perfección. La llegada de su tía, planeada y llevada a cabo con precisión, había preparado el terreno. Y la guinda del pastel había sido que ambas ancianas se habían caído bien y habían decidido irse a vivir juntas a Florencia: otro paso hacia el fin de la resistencia de Paula y la prueba, si es que la necesitaba, de que los dioses estaban de su lado.
Al día siguiente llevaría a Paula a su villa en las colinas de Amalfi. A solas con él, ella no lograría resistir su poder de persuasión. Sabía perfectamente cuándo atraía sexualmente a una mujer, y a Paula le pasaba, había leído sus señales.
¡Sus días de cerrarse en banda estaban contados! Y hasta el día de su muerte no dejaría que ella se arrepintiera de darle el «sí».
Había cumplido con sus obligaciones de anfitrión, saludando a todos y recibiendo felicitaciones por el compromiso.
También había bailado ya con su madre y con Edith, así que en un segundo reclamaría a su Paula y se aseguraba de mencionar la visita a Amalfi frente a las dos ancianas, convencido de que ella no montaría una escena y se negaría a ir a ningún sitio con él. Sabía que ella ya se sentía mal ante la perspectiva de tener que decepcionar tarde o temprano a aquellas dos mujeres.
Jugaba con ventaja, pero eso le hacía sentirse incómodo. Si lo pensaba bien, no le gustaba jugar con su generosidad innata y manipularla. Pero a la larga sería lo mejor. Sería feliz con él y no le faltaría nada. Y él se aseguraría de que fuese así.
De pronto, frunció el ceño. Paula, alejándose de Renata con la tez pálida, se topó con su primo Orfeo, que la rodeó con los brazos a pesar de su resistencia e inició con ella una torpe parodia de foxtrot.
Plantó sus dedos regordetes en la piel cremosa de su espalda, desrizándolos por su columna y sumergiéndolos bajo la barrera de tela. Apretaba su cabeza grasienta contra la de ella y le susurraba algo al oído.
A Pedro le entró una rabia asesina. ¿Cómo se atrevía aquel grasiento asqueroso a manosear a su chica?
Se dirigió hacia ellos a grandes zancadas.
****
Ella odiaba cada segundo de aquella situación. Las felicitaciones, las miradas curiosas tras sonrisas aduladoras, toda aquella farsa en la que se había visto atrapada. Y, lo que era aún peor, las sonrisas radiantes de Fiora y de su tía, que charlaban en la mesa que ambas compartían.
Pero eso fue lo peor hasta que Renata se acercó a ella aferrada a una copa de vino con un atrevido vestido rojo de lentejuelas.
—¡Buen trabajo! —dijo—. Has enganchado al hombre más rico de Italia y seguramente de toda Europa. No durará, claro está, ¡pero piensa en la estupenda pensión que obtendrás en cuanto se aburra de vuestro matrimonio! —su risita sonó tan crispada como un vaso al romperse—. Pedro el rompecorazones. Su interés por las mujeres dura menos que un suspiro, y eso es un hecho, me temo. ¡No puede evitarlo! Se deshizo de su primera esposa pasados tan sólo unos meses. Murió de una sobredosis poco después de la ruptura. Algunos dicen que fue un suicidio —sacudió los hombros, como desvinculándose de aquella calumnia—. ¡Por tu bien, espero que estés hecha de una madera más fuerte!
Negándose a dar respuesta a aquella maldad, Paula se giró, enferma por lo que le había dicho aquella mujer. Para colmo se encontró arrastrada al centro de la habitación por otro primo de Pedro.
Lo último que le apetecía era bailar. Quería escapar de aquel bullicio, de las preguntas intencionadas y las miradas especulativas, del olor penetrante de las flores que inundaban aquel lugar. Quería desconectar de todo y dejar de inquietarse por aquella horrible situación aunque fuese por un momento, hasta encontrar las fuerzas necesarias para contarles la verdad a su tía y a Fiora.
¡Y aquel condenado la estaba manoseando! Le disgustaban las groserías que le susurraba al oído y, cuando intentó apartarse, deslizó su mano gruesa y caliente hasta su cintura y la apretó contra él. El olor penetrante a loción de afeitado que desprendía le provocaba náuseas.
—¡Lárgate, Orfeo!
Paula jamás se había alegrado tanto de ver a Pedro. En un momento, se disipó toda su indignación con él por haberla metido en una situación tan poco envidiable.
Se sentía debilitada por el amor, por el deseo. Su mente, o lo que quedaba de ella, estaba sumida en tal caos que sentía como si le hubieran hervido el cerebro.
Deseaba fervientemente estar con él, aceptar su propuesta.
Pero sabía que no podía. No debía.
Él le echó el brazo sobre los hombros, haciéndole temblar las rodillas, y, tratando de enderezar una decisión que se había vuelto vacilante, se tomó un tiempo para recordarse que, dado lo que sabía de él, y que parecía ser algo conocido por todos, casarse sería una locura que acabaría destrozándola.
Aun así, parecía que Pedro Alfonso quisiera despedazar a aquel joven miembro por miembro. La rabia le helaba la mirada. Alzando la vista hacia su rostro, Paula sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—No permitas que ese delincuente te estropee el día, cara mía —le dijo mientras el joven se alejaba recolocándose la corbata y encendido por la humillación—. ¡Si se vuelve a acercar a menos de cien kilómetros de ti, lo mato! ¡A él o a cualquiera que te falte al respeto!
Paula esbozó una tímida sonrisa. Casi podía creerle. ¿Pero aquello quería decir que estaba celoso? Él tenía sus defectos, pero ella no había contado entre ellos la actitud posesiva. Su comportamiento con las mujeres consistía al parecer en estar con ellas el tiempo en que durase su interés y luego dejarlas y olvidarlas, pasando a la siguiente. Y ése no era precisamente el comportamiento de un hombre posesivo.
Pedro dejó caer su brazo protector y lo curvó alrededor de su cintura.
—Ven conmigo, bella mía. Huiremos juntos —ya habría tiempo después para sentarla con Fiora y Edith y mencionar el viaje a Amalfi. Paula estaba muy tensa, necesitaba relajarse y su bienestar era prioritario para él—. Nadie nos echará de menos, y si lo hacen, entenderán que una pareja de prometidos necesita estar a solas y salir unos minutos.
Se encendió una luz de alarma, pero Paula la ignoró temerariamente mientras la conducía a través de las cristaleras. En cuanto se vieron envueltos por el aire suave y fresco de la noche, Paula se apoyó en su cuerpo fuerte y esbelto. Le hacía mucha falta.
Pensó que era lo que necesitaba, aliviada por dejar la fiesta atrás. Él la condujo por un sendero cubierto de hierba y el sonido de la música, las conversaciones y las risas se fue perdiendo en la distancia.
Aquella noche había sido una pesadilla. Sus sentimientos era un auténtico caos. Mientras él le presentaba a los invitados se sintió a punto de estallar, consciente de cada uno de sus movimientos. Y cuando la dejó sola se sintió desolada. Débil. Su necesidad de resistirse a él para protegerse se esfumó por completo.
Había llegado a tal estado de confusión emocional que estuvo a punto de buscarlo por la habitación para decirle que se casaría con él. En parte por el bien de Fiora y de su tía abuela, pero por encima de todo porque no soportaba la idea de no volver a verle. Y entonces había aparecido aquella mujer tan horrible a relatarle aquellas calumnias. Calumnias que tenían fundamento y que le recordaban que Pedro nunca la amaría y que sólo la utilizaba para tranquilizar su conciencia con respecto a su madre. No entendía cómo podía amar a un hombre como él. Pero, para su castigo, así era.
Se mordió con fuerza el labio inferior, enfadada consigo misma. Le dolía la cabeza. No quería pensar más, sólo desconectar y disfrutar de unos segundos de silencio y tranquilidad.
—Estás muy callada, Paula —su voz sonaba como una caricia que hacía estremecer su piel.
—He desconectado —confesó.
Ella notó que a él le divertía aquello.
—¡Lo entiendo perfectamente! —le encantaba estar cerca de él. Curiosamente, en aquel momento Paula se sentía a salvo. Él la había rescatado de aquel idiota y la había apartado de las miradas curiosas de sus amigos y familiares, que seguramente intentaban adivinar como una chica tan vulgar había enganchado a un hombre cuyo rechazo al matrimonio era ya legendario. ¿Pensarían, cómo había sugerido su prima, que era tan buena en la cama que él había decidido quedarse con ella? Se sintió sofocada sólo de pensarlo.
Lo único que quería era dejar de pensar en ello, esforzarse por vaciar su mente atribulada de todos aquellos enredos y disfrutar del silencio y la soledad.
Él caminaba a su paso, sin hablar, con el brazo alrededor de su cintura y, por suerte, sin sacar el tema de la boda, porque en aquel momento ella estaba segura de no poder soportarlo.
La mano que apoyaba en la curva de su cadera le hacía sentirse bien. El aire estaba cargado del aroma de las flores y las hierbas de la colina, la luna se reflejaba en los troncos plateados de los eucaliptos, inundando la noche de una magia que sólo podría romperse con una conversación.
Dispuesta a que nada se interpusiera entre ella y su necesidad de tranquilidad, no protestó, ni siquiera se planteó intentarlo cuando, al final de un sendero que ella desconocía, llegaron a un cenador cubierto de rosales en flor.
—Sentémonos un rato —llevándola hasta un banco acolchado que recorría el muro, la sentó con cuidado y posó la mano en un lado de su cara, girándole la cabeza para poder verle los ojos en la tenue luz plateada—. No te he visto tomarte algo relajada en toda la noche. ¿Quieres que llame a la casa y pida que nos traigan champán?
Acurrucándose instintivamente en aquella mano, Paula sonrió, diciendo:
—¡Cuánto sibaritismo! Gracias, pero no. No necesito beber para relajarme —no añadió que estar con él allí, de esa manera, era ya lo suficientemente embriagador. Había estado discutiendo con él desde el día en que se conocieron y estaba cansada. Sólo por unos minutos, hasta que regresaran a la villa y volvieran a adoptar sus respectivas posiciones, quería sumergirse en aquel sentimiento de intimidad entre ambos.
Por alguna razón, su respuesta pareció gustarle a Pedro. Lo vio sonreír. ¿Cómo era posible? ¿Realmente podían alcanzar semejante sintonía? Se estremeció, asombrada.
—¿Tienes frío? —el tono de su voz sonó un poco ronco mientras le giraba la cara hacia él. La luna los cubría de un halo plateado, ensalzando el relieve de sus rasgos, todo planos y ángulos, pero él la miraba con dulzura, al menos, en lo que ella pudo ver antes de que agachara la cabeza para cerrarle con los labios ambos párpados y descender luego a posar un beso suave en la comisura de su boca.
Sin entender como había pasado, sólo que tenía que pasar, Paula abrió los labios buscando su boca. Adoraba sus besos, y recibir uno aquella noche no iba a ser malo, ¿no era así?
Él introdujo los dedos en su pelo y se hizo con sus labios en un beso que le hizo perder el sentido y la hizo sentir viva y desfallecida de deseo al mismo tiempo.
Se aferró a sus anchos hombros, presionando sus pezones contra la tela de su camisa, y notó que él se tensaba y que un escalofrío recorría su cuerpo mientras apartaba su boca de la de ella.
Paula soltó un pequeño maullido de frustración. Se sentía como una huérfana hambrienta, privada de calor y auxilio.
Con avaricia, tiró de sus hombros, reclamando sus besos, y se sintió inundada de placer al ver que Pedro gemía y volvía a hacerse con sus labios, hundiendo la lengua en el interior de su boca.
De pronto, Paula no tuvo suficiente… ni de lejos.
Sintió que le ardía la pelvis y movió sus manos impacientes desde sus hombros a ambos lados de su cara, introduciéndolas después dentro de su chaqueta. Con dedos torpes, empezó a desabrocharle furiosamente los botones de la camisa, desesperada por tocar su piel y descubrir la calidez y la fuerza de su cuerpo.
Aquello no iba a quedarse en simples caricias. Paula lo sabía.
Pero su respeto por sí misma y su moral cayeron derrotadas ante el atractivo erótico de Pedro, que separando su boca de la de ella, se quitó la chaqueta con un juramento apagado y la acercó a él, enterrando el rostro en sus cabellos mientras intentaba abrir el cierre de su vestido con manos temblorosas.
Paula pensó con ternura que él siempre tenía todo bajo control y que en ese momento lo estaba perdiendo. Sólo por aquella noche, sus deseos mandaban, así que levantó las manos para desabrocharse el vestido. Oyó como él tomaba aliento al ver que la seda del vestido se deslizaba y exponía sus pezones rosados a la vista de sus ojos llenos de deseo.
—¡Ah… bella, bella! ¡Cuánto te deseo! —dijo con voz ronca separándose lentamente de ella, abriendo espacio entre ellos—. Mi dulce azucena…
Un deseo efervescente y temerario hizo que ella le rodease el cuello con los brazos, deslizándose hacia delante e interrumpiendo sus palabras con un beso.
Al primer respiro, Paula notó que él se relajaba. La tensión que se había apoderado de su cuerpo desapareció, y empezó a prodigarle los besos de un experto amante. Ella desabrochó con frustrada energía los botones de su camisa, separando la tela para posar las manos en los músculos de su pecho. Ardió de deseo cuando él la echó sobre los cojines e introdujo uno de sus pezones en su boca, recorriendo después el otro, lo que le hizo arquear la espalda. Una sensación ardiente recorrió su cuerpo de arriba abajo, y él emitió un gemido de apreciación cuando ella lo ayudó a quitarle el vestido con manos ansiosas.
Entonces Pedro se incorporó y se quitó la ropa apresuradamente. Se quedó en pie delante de ella y la luna iluminó la piel olivácea que cubría su magnífico cuerpo.
Dentro de ella se fue formando un nudo febril, y gimiendo temblorosa extendió los brazos hacia él. Mientras se acercaba, supo que la vida le había conducido a aquel momento único y sublime de intimidad con el hombre al que amaba. Aquel único momento, que permanecería en su memoria para siempre, guardado como un tesoro. Y quizá el recuerdo de ese momento también volvería a él, haciéndole sonreír un poco al mirar atrás y acordarse…
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