Un par de horas después, Pedro se despertó con una sensación de felicidad que no recordaba haber experimentado jamás. Con una sonrisa en los labios, alargó la mano tanteando el otro lado del colchón y le decepcionó encontrarlo vacío y helado. Sin preocuparse, abrió los ojos pensando que Paula estaría en el baño.
«Lástima», se dijo, «me muero de ganas de tenerla de nuevo entre mis brazos».
Sin perder la sonrisa, Pedro empezó a repasar en su mente los acontecimientos de la noche anterior. Nunca le había hecho a nadie el amor con semejante intensidad, y lo más sorprendente era que todavía no se había saciado. Desde luego, su perversa vecinita había hecho un buen trabajo; las defensas que tanto le había costado erigir a lo largo de su vida yacían hechas pedazos a sus pies. Jamás se había sentido tan vivo, hasta tenía ganas de cantar en voz alta. De repente, sus ojos tropezaron con una hoja de papel doblada sobre la mesilla de noche y su sonrisa se borró en el acto.
Inquieto, como si tuviera un mal presentimiento, arrojó las sábanas a un lado y se levantó para cogerla. La abrió despacio, con dedos nerviosos. Tuvo que leerla varias veces hasta que consiguió entender su significado y, cuando por fin lo consiguió, se derrumbó sobre el colchón como si alguien le hubiera golpeado con una barra de hierro y permaneció sentado en el borde de la cama mirando al vacío.
Paula se había marchado.
La única mujer a la que había amado en su vida —por primera vez era capaz de reconocer sin ambages que amaba a Paula con una pasión que iba mucho más allá de un mero apetito sexual— había desaparecido dejándole tan solo una nota garabateada a toda prisa a modo de despedida. Furioso, Pedro hizo una bola con el papel y la arrojó airado al otro extremo de la habitación.
Maldita fuera, ¿cómo podía haberlo dejado así después de los momentos que acababan de compartir? ¿Acaso la noche anterior no había significado nada para ella? Lleno de rabia, Pedro se dirigió a su habitación y se vistió a toda velocidad; esto no quedaría así, se prometió vengativo. Bajó corriendo la escalera y se encontró con el mayordomo que en ese momento se dirigía al comedor con una enorme cafetera de plata. Pedro inspiró con fuerza, tratando de serenarse, y preguntó:
—Bates, ¿ha visto a la señorita Chaves esta mañana?
—Sí, señorito Pedro. La señorita Chaves se marchó hace un par de horas conduciendo su Range Rover. Me pidió que le dijera que la habían llamado de su casa y que era necesario que regresara enseguida. Espero que no sean malas noticias...
—Eso espero yo también —respondió Pedro sin saber muy bien lo que decía—. En cuanto recoja mis cosas me voy a Londres; por favor, Bates, dígale a James que me traiga a Milo lo antes posible y que lo meta en uno de los coches.
—Muy bien, señorito Pedro.
—¿Ha bajado ya mi madre?
—Sí, señorito, en este momento está desayunando en el comedor.
—Gracias, Bates.
Pedro abrió la pesada puerta de madera y se encontró a su madre impecable, como de costumbre, sentada en un extremo de la mesa examinando con el ceño ligeramente fruncido una bandeja llena brioches y croissants.
—Buenos días, hijo —saludó la mujer con frialdad, mientras Bates, de pie a su lado, llenaba su taza de café—. ¿Puedo saber por qué no me esperaste ayer para volvernos todos juntos?
—Tenía que discutir unas cosas con Paula —contestó Pedro, impaciente.
—Me ha dicho Bates que Pau ha tenido que marcharse de repente. —Su mirada parecía decir: «Ya me parecía a mí que esa muchacha era algo extraña».
—Sí, ha surgido un asunto familiar importante, pero no te preocupes, no es nada grave. Yo también me vuelvo hoy mismo a Londres.
Su madre detuvo en el aire la mano con la que se llevaba un croissant a la boca y lo miró con estupor.
—Pero, querido, mañana nos han invitado los Cameron a cenar.
—Lo siento, madre, discúlpate de mi parte. Debo regresar a Londres sin falta.
—Pero...
Su hijo la interrumpió sin contemplaciones.
—Adiós, madre —Se inclinó y posó levemente sus labios en la mejilla materna y, sin darle tiempo de protestar, desapareció por la puerta a toda prisa.
Diez minutos después, Pedro regresaba a la ciudad a toda velocidad, sin que le preocupara lo más mínimo que pudieran ponerle una multa.
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En cuanto llegó, se fue derecho al piso de Pau y apretó el timbre con furia. Durante unos segundos pensó que no había nadie dentro pero, por fin, la puerta se abrió y Pedro se quedó paralizado.
—Buenos días, Alfonso —Alberto Winston lo saludó con una sonrisa—. ¡Hola, Milo, hola muchacho!
El hombre se inclinó y acarició con afecto al enorme dogo que ladraba, frenético, al ver de nuevo a su amo.
—No sabía que habías regresado de Italia —comentó Pedro en cuanto se recuperó de la sorpresa de encontrarlo allí.
—Regresé ayer por la noche y no he podido ser más oportuno, la verdad. Mi sobrina llegó como un torbellino esta mañana temprano y me dijo que le había surgido un asunto urgente y que se veía obligada a abandonar el piso en ese mismo instante. Los jóvenes de hoy en día son muy poco responsables. —Winston movió la cabeza con desaprobación.
—¿No te comentó nada más? —preguntó Pedro, sintiendo cómo se apoderaba de él una rabia salvaje.
—Solo me dijo que era un tema de trabajo y que no iba a estar localizable durante un par de meses.
—¡Un par de meses!
Winston le dirigió una mirada indulgente, como si adivinara a qué podía deberse el extraño comportamiento de su vecino.
—Una chica encantadora mi sobrina ¿eh? —Alberto le guiñó un ojo con complicidad, pero Pedro se limitó a encogerse de hombros, lo que al grueso hombrecillo pareció divertirle aún más—. Aunque debo confesar que siempre ha sido un poco alocada. A veces no logro entender qué es lo que pasa por su cabeza en un momento dado...
—Bueno, si vuelve por aquí, dile que me gustaría hablar con ella, por favor —le interrumpió Pedro tratando de parecer lo más calmado posible.
—No te preocupes, lo haré.
—Hasta la vista, Alberto.
—Hasta la vista, Pedro.
Pedro entró en su casa y marcó de nuevo el número de Paula. Por enésima vez, escuchó una voz femenina avisando de que ese teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Pedro maldijo entre dientes y se sentó en el sofá tratando de pensar a quién más podía llamar. Un segundo después, telefoneó a su secretaria para que le consiguiera el número de los padres de Paula y el de la tienda de su amiga Fiona. Cuando los tuvo en su poder, telefoneó a la madre de su vecina. Marisa, muy amable, le dijo que Pau la había llamado para anunciarle que se iría unos meses fuera de Londres a ver si así conseguía avanzar con sus cuadros, pero no le había dicho a dónde, lo cual no la sorprendía en absoluto porque cuando su hija decidía marcharse a pintar no le gustaba que la molestaran. Pedro se despidió agradeciéndole la información y, en cuanto colgó, llamó a la tienda de Fiona, pero un contestador automático le hizo saber que la tienda continuaba cerrada por vacaciones.
Desesperado, hundió la cabeza entre sus manos sin saber qué hacer. Unos minutos después, decidió darse una ducha a ver si el agua le aclaraba las ideas. Bajo el chorro caliente, ardientes imágenes de ellos dos juntos en la cama se proyectaban en su mente, incontrolables, haciéndole jadear de deseo y provocando que la sensación de vacío que le atenazaba desde que Paula había desaparecido alcanzara unos niveles insoportables.
Quedaban un par de días para el fin de las vacaciones, así que no tendría más remedio que esperar, se dijo.
Desesperado, se puso a trabajar intentando engañar a su cerebro para que dejara de volver, una y otra vez, a lo ocurrido entre ellos. Durante esos dos días, aunque ella tenía su número de móvil, Pedro no salió de su piso por si Paula decidía llamarlo a su casa o regresar, pero no recibió ninguna noticia de su paradero. La mañana del tercero, se dirigió a la tienda de Fiona antes incluso de que empezara el horario comercial y la sorprendió alzando el cierre metálico.
—Hola, Pedro ¿eres tú? —La pequeña pelirroja tomó nota de las ojeras oscuras bajo los ojos del atractivo vecino de su amiga y de sus mejillas sin afeitar.
—Hola, Fiona, quería preguntarte si sabes algo de Paula.
—¿Pau? Me llamó para decirme que se iba a pintar unos meses y que estaría ilocalizable.
—¿No sabes a dónde puede haber ido? —preguntó Pedro pasándose una mano de dedos ligeramente temblorosos por el corto cabello gris.
Fiona lo miró con lástima.
—Lo siento, Pedro, no tengo ni idea. Cuando Pau decide irse a pintar a algún sitio no le gusta que nada la distraiga, así que no suele llevarse el teléfono.
—Entiendo —comentó Pedro frotándose el puente de la nariz entre el índice y el pulgar en un gesto de agotamiento.
—¿Puedo hacer algo más por ti? —preguntó la joven, deseosa de ayudar en algo al vecino de su amiga; la verdad era que no le gustaba ver sufrir a un hombre tan atractivo.
—Nada, muchas gracias, Fiona.
Abatido, Pedro se despidió de ella y volvió a su casa; pero, en cuanto llegó, salió otra vez y se dirigió a la escuela donde Paula daba clases. Allí le dijeron lo mismo que ya sabía: que Pau había decidido marcharse unos meses a pintar y que les había enviado una sustituta para lo que quedaba de curso.
Pedro regresó a su casa una vez más, se echó sobre la cama y se quedó allí tirado el resto del día. El profundo malestar que sentía era casi físico; se sentía mareado y le dolía mucho la cabeza. De pronto, recordó como apenas unas semanas antes estaba convencido de que solo tenía que acostarse con Paula Chaves para olvidarla.
¡Menudo estúpido!
Una mueca de desprecio por sí mismo se dibujó en sus labios. Haber hecho el amor con Paula era el peor error que había cometido en su vida. La joven se le había metido tan dentro de la piel que ahora no había forma de saber qué parte de él era suya y cuál le pertenecía a ella.
Con rabia impotente Pedro golpeó la almohada varias veces con el puño. Después la agarró con desesperación, como si fuera el cuerpo de Pau a lo que se aferraba, y hundió su cara en ella sintiéndose el hombre más digno de lástima del universo.